Vicente Massot – En Buenos Aires está el problema
Lo de Massa es audacia y vértigo en estado puro. Cuando se analizan sus decisiones y se pone la lupa crítica sobre los movimientos que realiza hay que pensar menos en lo que dicta la cátedra y prescribe el sentido común que en la necesidad de llegar a los comicios de agosto y de octubre, a como dé lugar. Cuanto puede hacerle fruncir el ceño —y con razón— a los economistas más destacados, al ministro lo tiene sin cuidado. Es un improvisado absoluto en la materia pero —de momento— compensa con un ejercicio pocas veces visto de temeridad, lo que le falta de solidez técnica.
Si para muestra vale un botón, ahí está el entuerto de los bonos. Sin importarle demasiado el estado crítico de las reservas, utilizó U$ 1000 MM para recomprar valores de la deuda a precios bien bajos. Su explicación —para cumplir con las formas, nada más— fue que tenía por objeto mejorar el perfil financiero del país y así pavimentar el camino para que la Argentina hiciese su retorno a los mercados de deuda. En realidad, nadie medianamente lúcido tomo en serio sus palabras. Detrás de la sarasa —para utilizar la palabra que Martin Guzmán, en tiempos ya idos, puso en boca de todos— estaba la verdad. El propósito era —y es, porque volverá a insistir con el procedimiento— contener la suba del blue y los dólares financieros —MEP y CCL—, acotar la brecha y tratar de que el riego país descienda. Por ahora el expediente al que echó mano no ha tenido los efectos que se habían imaginado en el Palacio de Hacienda, lo cual no quita que Massa insista —como un trapecista sin red— con sus piruetas estrambóticas.
El ex–intendente de Tigre sabe, mejor que ninguno de sus compañeros de ruta dentro del Frente de Todos, que el difícil equilibrio que le ha permitido convertirse en el funcionario más importante del elenco gubernamental, es directamente proporcional a la esperanza depositada en él para que reduzca la inflación y estabilice la economía, y a la falta de candidatos competitivos del oficialismo. Mientras despliega su destreza de mago a la espera de poder mostrar algún éxito perdurable en términos del índice de precios minoristas, mantiene la duda de si dirimirá supremacías o no con otros postulantes peronistas en las PASO. Tiene tiempo hasta el próximo mes de abril —límite que él mismo se ha autoimpuesto—, de modo tal que sería inútil pedirle una definición antes del comienzo del otoño.
Como le resulta imposible presentar un plan de estabilización creíble en virtud de la falta de confianza que genera el kirchnerismo, los pocos meses que faltan para que se substancien las elecciones, el escaso margen de maniobra con el que cuenta y la poca entidad de su equipo, Sergio Massa redoblará la apuesta que, desde el instante en el que reemplazó a su antecesora Silvina Batakis, le ha posibilitado mantenerse a flote y generar la ilusión en las filas oficialistas, de que puede obrar milagros.
Cualquiera conoce hasta qué punto el mejor mago hace descansar su habilidad en los trucos que el ojo del espectador —aun el de mejores reflejos— no es capaz de captar. Pero con un barco que amenaza zozobrar, todas las tribus peronistas quieren —necesitan— creer que la magia sin ardides existe. Por eso Massa ha logrado capear el temporal. La suya es una política de parche tras parche, de afeites menores y retoques que lo que logran es patear la crisis para adelante, con la idea de que la bomba le explote a sus sucesores.
En este orden de cosas las vallas que deberá sortear no son tanto la preocupación demostrada por el Departamento de Estado norteamericano respecto de la embestida efectuada contra la Corte Suprema de Justicia o los incumplimientos con la hoja de ruta que se comprometió a seguir con el Fondo Monetario Internacional, como las consecuencias que las medidas y declaraciones —inútilmente provocativas— que genera a diario el gobierno puedan tener sobre la marcha de la economía. Dicho de manera distinta, el peligro no se halla en Washington tanto como en Buenos Aires. ¿Por qué? La administración demócrata está metida en un berenjenal como para prestarle atención a lo que sucede en el Río de la Plata. Por supuesto, tiene que levantar su tono de voz y mostrarse preocupada por el ataque llevado a expensas del máximo tribunal del país. De ahí a tomar cartas en el asunto y obrar algún tipo de sanción, que pudiese afectar al gobierno de Alberto Fernandez, media un abismo. Sobre el particular su actitud se parece a la del FMI: desliza críticas en términos generales para luego hacer lugar al siga, siga.
La reunión de la CELAC que se lleva a cabo en Buenos Aires ilustra la cuestión mejor que mil manuales. El organismo citado es una de las tantas creaciones de la izquierda latinoamericana —más precisamente de Hugo Chávez— que, al final del día, no sirven para nada. Nunca va más allá de unas declaraciones de tono declarativo. Aunque muchos se rasguen las vestiduras y se agravien, la CELAC y el G-20 —como tantas otras organizaciones internacionales por el estilo— son bastante parecidas en punto a su inanidad. En los Estados Unidos que desde Díaz Canel, Lula y hasta Ortega y Maduro —si acaso hubiesen sido de la partida— junto a lo más granado del kirchnerismo se sienten a debatir naderías, no le interesa a nadie. No es la Tricontinental de La Habana que sesionó en esa ciudad en plena guerra fría y sentó muchas de las bases que pusieron en práctica —más tarde— los movimientos subversivos marxistas, desde Méjico a Tierra del Fuego. Entre la Cuba castrista de 1960 y la de hoy media un abismo.
El quid de la cuestión reside en Buenos Aires en razón de que moverle hostilidades a la Corte, flirtear con los dictadores marxistas del subcontinente y presentar en la ONU una denuncia contra la Justicia nacional son otras tantas medidas que no le resultan indiferentes a los mercados. En el fino fondo de sus convicciones, a Sergio Massa, movidas como las antes señaladas, no le hacen ninguna gracia. Es consciente de que conspiran contra su plan de parches de una manera peligrosa, y es por eso que bajo cuerda, por líneas interiores, ha tratado —sin éxito— de atemperar sus efectos. Cuanto mayor sea el ruido que metan los maximalistas del gobierno, peor será el desenlace de la economía. El problema cobra una dimensión aún mayor si se tiene en cuenta que es a veces el propio titular de la cartera de Hacienda el que habla de lo que no sabe —moneda común con Brasil—, mete la pata por irse de boca —referir al ‘hermano menor uruguayo’— o adopta decisiones disparatadas —poner a los camioneros a controlar precios.
En atención a la deriva que lleva la inflación se requeriría un milagro —o poco menos— para que en abril el índice se acerque al mágico 3 % que le daría al ministro Sergio Massa una cierta tranquilidad. Los aumentos del mes de enero en los principales rubros de la canasta del consumidor parecen preanunciar que este mes el alza del costo de vida rondará 5,5 % ó —más probablemente— 6 %. Si así fuese, resultaría un torpedo en la línea de flotación para las expectativas gubernamentales. El escenario preelectoral en tal caso resultaría dramático para el oficialismo. Salvo —claro está— que alguien imagine competitivos a Wado de Pedro, Daniel Scioli o Axel Kicillof.
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