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Manuel Gálvez – La generación de IDEAS

“Esta generación era heredera del simbolismo. Rubén Darío había dejado en Buenos Aires su huella de genio y de poesía cuando nosotros nacimos a las letras. Pero no obstante que admirábamos y queríamos a Rubén y admirábamos a algunos de sus corifeos, los juzgábamos con libertad de espíritu. La materia de sus versos no nos entusiasmaba. Carecíamos de fervor hacia las princesas, las marquesas versallescas y la Grecia de tercera mano que nos evocaban el maestro y sus discípulos inmediatos. Nosotros éramos muchos menos cosmopolitas que ellos, y en nuestra subconsciencia se agitaban ya, seguramente, las imágenes de los seres y de las cosas de nuestra tierra, que haríamos vivir más tarde en nuestros libros. Nosotros asesinamos a los faunos y a las marquesas de empolvadas cabelleras.

Como es de imaginar, no teníamos una absoluta comunidad de ideas. En política, aunque no actuábamos, excepto Gerchunoff, todos éramos rebeldes: unos, socialistas en diverso grado; y otros, anarquistas o anarquizantes. El tolstoísmo, que era una especie de anarquismo cristiano o pseudo cristiano, influyó en alguno de nosotros, en mí, por ejemplo. En materia estética, más que la comunidad de ideas, nos unían algunos entusiasmos hacia grandes escritores y artistas de la época. En música éramos wagnerianos. En el teatro odiábamos todo lo convencional y, naturalmente, simpatizábamos con el “teatro libre” de Antoine, que por aquellos tiempos estuvo en Buenos Aires con su compañía. En pintura, sin conocerlos al principio y conociéndolos cuando recorrimos Europa, adorábamos a los primitivos italianos y flamencos, al Greco y a los impresionistas franceses. Estos últimos, que ya comenzaban a ser olvidados en su patria y en los medios artísticos europeos, representaban entre nosotros la última novedad.

Se ha dicho muchas veces que nuestra generación era positivista y materialista, que carecía de inquietudes religiosas. Nada menos cierto. Eran materialistas los estudiantes de Derecho, que tenían por un dios a Spencer y por otro dios a Comte, al que, en general, sólo conocían de oídas. Pero en nuestro grupo literario éramos casi todos espiritualistas. Emilio Becher, que tanta influencia ejerciera sobre los demás, y que habiendo empezado por la teosofía se acercó a las ideas católicas, terminaba así un artículo sobre El espíritu religioso, escrito en 1906: “La religión no consiste en observar los cultos ceremoniales ni en admitir el dogma de las iglesias. Ella nos inspira la emoción del misterio, la presciencia de las verdades supremas, el amor de los símbolos nobles y de las formas puras. Es hermana de la ciencia, como María es hermana de Marta. Marta se atarea en muchas cosas, pero una sola es necesaria; y debemos creer, como Nuestro Señor Jesucristo, que María ha elegido la mejor parte.” Igualmente influidos por la teosofía, aunque no evolucionaron hacia el catolicismo, estaban Ricardo Rojas (1), Alfredo López Prieto y Andrés Terzaga. Alberto Gerchunoff, que se expresaba como terrible ateo y materialista absoluto, no tardó demasiado en consagrarse a los estudios religiosos, en los que reveló, aquí y allí, un fondo espiritualista insospechado. Jordán se decía católico, aunque creo que no practicaba. Y ni Echagüe ni Chiappori fueron nunca materialistas. Yo había sido católico hasta los veinte años pasados, y volví a serlo a los veinticinco, pero, en el tiempo en que permanecí despegado de la religión católica, nunca dejé de creer en sus verdades fundamentales, aunque tuviese, en lo social y político, ideas anárquicas.

La historia de mi generación está contada en mi novela El Mal Metafísico. Naturalmente que, por exigencias novelescas, he debido deformar muchas cosas. Algunos personajes reales han tenido que ser caricaturizados. Pero todo lo esencial está allí: nuestra vida cotidiana, nuestras inquietudes, nuestras ilusiones, nuestras tristezas. Y está, sobre todo, nuestra lucha heroica contra el ambiente materialista y descreído, extranjerizante y despreciador de lo argentino, indiferente hacia los valores intelectuales y espirituales. Nosotros, los hombres de la generación de Ideas, podemos afirmar que hemos sido los pioneers desinteresados y tenaces del actual sorprendente movimiento cultural y espiritual. Gracias a nuestros esfuerzos y sufrimientos, la situación del escritor es hoy tolerable en este país. En aquellos tiempos heroicos de 1903 no había editores, ni público para los libros argentinos, ni diarios y revistas que pagasen las colaboraciones de los principiantes, ni premios municipales o de otra índole. ¿Sabrán estas cosas los jóvenes de hoy? Muchachos de veintidós años obtienen un premio de varios miles de pesos por su primer libro, y todos consiguen vender una pequeña parte de la edición a la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. Los poetas de mi tiempo sólo obtenían el desdén general, y de todo hombre joven que escribía decíase: “le da por la literatura”, es decir, le da la chifladura por escribir.

En medio de la aplastante indiferencia comenzamos nuestra obra, y pronto llegamos a imponernos. Hubo un momento, año más, año menos, en que la alta crítica, en todas las ramas del arte, estaba en manos de hombres de nuestro grupo. Fué cuando en La Nación, el diario de la gente culta del país, Echagüe hacía la crítica de teatros, Barrenechea la de música y Chiappori la de pintura y escultura. Mi generación abarcó todos los géneros: la novela, con Leumann, Hugo Wast y Manuel Gálvez; el cuento, con Chiappori, Horacio Quiroga y Gerchunoff; la poesía, con Rojas, Barreda, Bravo y Jordán; la crítica, con Echagüe, Chiappori y Barrenechea; el ensayo, con varios de nosotros; y la historia literaria, con Rojas.

Mi generación reveló los valores de la argentinidad por medio de La restauración nacionalista;inició, mediante El solar de la raza, de Manuel Gálvez y Las rosas del mantón, de Ernesto Mario Barreda, una corriente de simpatía hacia la olvidada y calumniada España; difundió por la pluma de Becher y la mía, en tiempos en que nadie se atrevía a nombrar a Dios, ideales y sentimientos religiosos; introdujo en nuestras letras la vida provinciana, con La Maestra Normal, los cuentos de Quiroga y las novelas de Hugo Wast; hizo conocer y estimar la literatura argentina y, por la obra de Barrenechea, admirar a Nietzsche y a Wagner; impuso a Rubén Darío, a quien habían abandonado sus amigos; y, desde las más altas tribunas, difundió, por las plumas de Echagüe y de Chiappori, el gusto y la comprensión de la auténtica belleza en el teatro y en las artes plásticas. Esto es una parte mínima de lo que hemos hecho durante los primeros años de nuestra vida literaria, que si se quisiera referir todo lo realizado después, los libros que hemos publicado, las instituciones fundadas, las ideas que se han desparramado, lo que hemos enseñado de la historia y de las costumbres del país, los ideales que hemos inculcado y la obra en favor de nuestro idioma y de la cultura general, se necesitarían muchas páginas tan solamente para enumerarlo.”

(1)    Ricardo Rojas se convirtió un tiempo antes de morir, habiéndose confesado y comulgado.

 

Fuente: Gálvez, Manuel: Amigos y Maestros de mi Juventud, Hachette, Bs.As., 1961, p.41-44




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