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Las fortificaciones de Cartagena de Indias

Cuando visitamos los centros históricos de nuestra Patria Vieja, no podemos evitar ser envueltos por una magia del pasado que nos viene a recordar la unidad imperial de España, con todos sus actos heroicos y su marcada cosmovisión cristocéntrica.

A continuación, reproducimos dos capítulos de un libro de Rodolfo Segovia Salas titulado “Las fortificaciones de Cartagena de Indias”, junto a algunos esquemas y fotos actuales del Castillo de San Felipe de Barajas.

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El castillo de San Felipe de Barajas

No había aún terminado Francisco de Murga el cerramiento del Arrabal cuando ya señalaba con preocupación la presencia del padrastro de San Lázaro, “llave de la Puerta de Tierrafirme”, y proponía fortificarlo con un “bonete”. Muy dentro de los conceptos flamencos de fortificación esposados por Murga, aquello equivalía a avanzar la fortificación a anteponer un obstáculo más a los progresos del enemigo. La Junta de Guerra hace caso omiso de la sugerencia del gobernador, en parte por considerar que lo ya hecho por él, y era mucho, bastaba ampliamente para atender a la protección de la plaza.

En los años siguientes, la propuesta de Murga cobra fuerza. No se trata ya simplemente de una batería adelantada sino de que los progresos de la artillería ponen en peligro la seguridad de la Media Luna, vulnerable al fuego enemigo desde la cima o las faldas del cerro. Nada se concreta, sin embargo, porque la Corona está corta de fondos y tiene demasiados quehaceres en Europa, donde las cosas andan mal. Pero no basta negar el dinero y cerrar los ojos para que la colina y la potencial amenaza del cañón enemigo sobre el padrastro se esfumen como por arte de magia. Los gobernadores insisten. Al fin, por Real Cédula fechada en Septiembre 20 de 1647, se dispone que en lo “que toca a la fortificación (…) en la Montañuela de San Lázaro Por la Parte que corresponde a aquel sitio lo más Dévil y de menos defensa de esa plaza (…) Dipondréis que se haga en aquel Cerro un Castillejo o plataforma ligera donde con cuatro o seis piezas de artillería y treinta hombres se franqueen las avenidas que tiene el enemigo…”.

Solo que decretar no es ejecutar y el fuerte o “castillo” de San Felipe de Barajas deberá esperar diez años a que la iniciativa de Don Pedro Zapata de Mendoza, uno de los más vigorosos y emprendedores gobernantes de Cartagena, se conjugue con las amenazas externas que con tanta frecuencia darán impulso a las obras de defensa. Al efecto, después de sus sangrientas guerras civiles, la Inglaterra de Cromwell ha redescubierto su vocación marítima y en desarrollo de lo que la historia conoce como el Proyecto Occidental. decide apoderarse de un trozo del Caribe español. El principal esfuerzo ingles, primera gran operación anfibia transcontinental, precursora de Vernon, fracasa en Santodomingo pero, como premio de consolación, la armada captura, en 1655, la mal defendida y poco poblada isla de Jamaica; los informes de los prisioneros señalan a Cartagena y a La Habana como los próximos objetivos.

En 1656, los marinos de Cromwell saquean a Riohacha y merodean agresivos por los mares de Tierra Firme. De esta crisis nace la implantación definitiva sobre el cerro de San Lázaro en 1657. El primer San Felipe de Barajas, nombre con el que don Pedro Zapata quiso honrar a Felipe IV, monarca de turno, y el título nobiliario de sus mayores, los condes de Barajas, no es gran cosa: un preámbulo apenas de la imponente construcción de hoy. El fuerte ocupa, como era militarmente deseable, toda la cima del cerro con una plataforma triangular, inmodificada en su diseño hasta nuestros días, que a más de ser económica, se acomoda a las limitaciones topográficas del paraje. Su exigua dotación montaba ocho cañones servidos por veinticinco infantes y cinco artilleros.

Claro está que las razones del rey, por absoluto que sea, se nutren con frecuencia de la opinión pública. Para lo de San Felipe, consta en el expediente (1694) levantando contra Francisco Vera, mulato libre, de oficio barbero, que: “… en tiempos de Don Pedro Zapata por recelo que se tenía del enemigo , a las once de la noche las cabras del ejido llegaron al Cerro de San Lázaro y se jusgó que era un exercito y hubo otro rebato por cuya causa se fundó el castillo de San Felipe de Barajas”.

Explicablemente, no fue difícil para don Pedro obtener un gracioso “préstamo” de los vecinos notables para sufragar las costas de la construcción.

El pequeño fuerte de campaña no sufre modificaciones significativas hasta un siglo más tarde cuando, en 176Z Antonio de Arévalo crea el formidable complejo defensivo actual, obra de ingeniería militar sin par en América. Pero ese eran bastión es todavía cosa del futuro cuando San Felipe se rinde ante el asalto francés de 1697. Allí se pierde la plaza, luego de una tímida defensa, porque De Pointis, tal como lo habían previsto todos los entendidos, utiliza el cerro para emplazar la artillería de sitio que bate en brecha la Media Luna.

Al reparar los estragos del ataque, Juan de Herrera reconstruye el fuer-te, reforzándolo casi a su estado actual, si se exceptúan los merlones y troneras que pertenecen a Arévalo, pero sin ampliarlo ni apartarse de la traza original en el ápice del cerro. Poco antes del ataque de Vernon se añade la primera de las que serán, más tarde, las baterías colaterales del fuerte de Arévalo. Se trata de un hornabeque que vedaba el asalto por la estribación norte del cerro, la menos escarpada, donde hoy campea la batería de San Carlos y los Apóstoles. El refuerzo es especialmente significativo porque por esa pendiente tratan de escalar, precipitadamente, 3.500 granaderos de Wentworth, la madrugada del 20 de abril de 1741, en lo que debía ser la etapa definitiva de la conquista de Cartagena por la escuadra del almirante Vernon. Los ingleses dejan en el campo 450 muertos y cien heridos graves, “…rechazados al fusil p.r mas de una hora y después de salido el Sol en un fuego continuo y hiendo los enemigos la ning.a esperanza de su yntento (…) se pusieron en bergonzosa fuga al berse fatigados de los Ntros los q.e cansados de escopetearles se abanzaron a bayoneta calada siguiéndolos hasta quasi su campo…”.

Y dejan en su fuga, al pie de San Felipe, buena parte de su arrogancia y la humillación de haber acuñado, prematuramente las medallas conmemorativas de una victoria en indias que nunca se materializó.

Veinte años después de Vernon, un nuevo sobresalto revive las inquietudes sobre la debilidad de San Felipe; en 1762 los ingleses ocupan a La Habana. Por encargo virreinal, Arévalo elabora un nuevo y minucioso “Proyecto General de Defensa” que lo lleva inexorablemente al cerro de San Lázaro como el punto neurálgico para la protección de la ciudad. En él repite que, de las “abenidas” abiertas al avance enemigo, solo el valle de la Popa y las colinas aptas para acomodar artillería de sitio que circundan a San Lázaro son motivo de recelo. La precipitud de Wentworth, acosado por la fiebre amarilla, había salvado la plaza; un poco más de estudio de su parte hubiese esclarecido las debilidades del fuerte y evitado la masacre provocada por un ataque inconsulto por el flanco mejor defendido.

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El gran ingeniero razona que “…ese escarmiento en lo venidero les haría proceder con más cautela..” y decide corregir los defectos. Las baterías de la Redención, La Cruz, El Hornabeque, San Carlos y los Apóstoles y Santa Bárbara por el norte, y San Lázaro por el sur quedan cortadas sobre el lomo del cerro en sólo siete meses, listas para atender cualquier emergencia. Este complejo de baterías colaterales con cabida para cincuenta cañones de diversos calibres, rodea y complementa el antiguo fuerte de Zapata y Herrera. Cada una se adapta perfectamente a la topografía y entre todas cubren, entrelazadas, un sector específico del terreno circundante. No hay, sin embargo, ni baterías, ni parapetos que apunten hacia la plaza. Las domina el fuerte, y se dominan entre sí, de tal manera que es prácticamente imposible la ocupación de una batería, sin apoderarse al mismo tiempo de todo el sistema. Galerías y bien protegidos pasadizos en superficie facilitan el tránsito de tropas; a pesar de la gran extensión del área fortificada, los efectivos podían movilizarse, rápidamente y sin percances, hacia los lugares más expuestos (fig. 29).

Las baterías colaterales, “formadas del terreno natural” para atender el apuro de 1762, se perfeccionan activamente hasta 1769, aunque todavía en 1798 se están agregando algunos refinamientos. Entre angustias militares y limitaciones presupuestales, Arévalo talla las piedras que hoy cubren el cerro, dispone cuarteles  subterráneos a prueba de bomba para albergar hasta 350 hombres, construye aljibes bajo la explanada de batería de San Lázaro y horadas las galerías contraminas cuya perfecta acústica asombra a los visitantes. Todo el perímetro del cerro está perforado por una galería magistral, casi a nivel del mar, y de donde parten, hacia el exterior de la colina, ramales ciegos terminados en forma de martillo para acumular toneles de pólvora que permitan volar a voluntad, bajo los pies de tropas de asalto, los frentes de aproximación. Por último, para desembarazar los alrededores del fuerte de todo impedimento, Arévalo decide relocalizar el vetusto hospital de San Lázaro y su caserío. El leprocomio, con edificio diseñado por él mismo, se traslada ahora a Caño del Loro, isla de Tierrabomba, donde permanecerá hasta 1948.

En San Felipe nada es superfluo. Todo obedece a un específico fin castrense que no incluye largos y misteriosos túneles para comunicarlo con la catedral. Las galerías subterráneas del fuerte no salen de la colina más que para convertirse en los terribles ramales u hornillos, trampas mortíferas para enemigos incautos. La comunicación con la ciudad se aseguraba por una caponera, una simple trinchera con parapeto, excavada entre la rampa de acceso al fuerte y el primer foso de la calzada de la Media Luna (fig. 29). Es que Arévalo, como sus predecesores, debía responder por los haberes del monarca y sus estimativos y gastos se sometían a minucioso escrutinio. Ningún ingeniero colocaba una piedra o le hacía una venia a la estética sin producir un informe; su obligación era proteger, al menor costo posible.

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Aunque las pragmáticas soluciones de Arévalo a los problemas planteados por la existencia misma del cerro de San Lázaro inspiraron siempre respeto —San Felipe nunca más volvió a ser atacado— no todos los expertos estuvieron de acuerdo sobre su valor militar. Su traza no correspondía a la geometría clásica que enseñaban los manuales de ingeniería y más de un superior de Arévalo propuso seriamente, o arrasarlo a lomo de burro, borrando fuerte y cerro del panorama cartagenero, o construir sobre el actual un nuevo fuerte, más acorde con las nociones clásicas de la arquitectura militar de la época. Afortunadamente, a San Felipe lo salvó el presupuesto; nunca fue posible justificar ante el virrey, en Santa Fe, y la Junta de Fortificación y Defensa de Indias, en España, el enorme costo de tales propuestas, y el fuerte sobrevivió en burocrática tranquilidad.

Años más tarde, obsoleto ya, sin utilidad militar alguna, casi desaparece convertido en cantera y cubierto de malezas. Menos mal que la actividad edilicia cartagenera no fue intensa hasta bien entrado este siglo. Ello le permitió a la Sociedad de Mejoras Públicas encargar, a partir de 1928, la restauración, casi puede decirse reconstrucción, de San Felipe de Barajas a ese ignorado apóstol de las fortificaciones, Carlos Crismatt. Es a él, a quien debemos, en treinta y cinco años de tesonera e inteligente labor, la recuperación de la fisonomía del fuerte que hoy se yergue ante nuestros ojos fiel reflejo de todo su esplendor del ideado por Antonio de Arévalo hace más de doscientos años.

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Planta de San Felipe de Barajas en 1763, después de las ampliaciones iniciadas por Antonio de Arévalo un año antes, frente a una nueva amenaza inglesa. La construcción cubre ahora todo el cerro de San Lázaro, con el fuerte original de 1657 en la cúspide. La rampa y la caponera hacia la Media Luna eran la única comunicación con la ciudad.

Los Ausentes

La supervivencia de las murallas de Cartagena es un milagro. En Europa y América se cuentan, con los dedos de una mano, los ejemplares completos de la época de la fortificación abaluartada. Durante el siglo XIX, cortinas, baluartes y hasta fuertes enteros se inclinaron impotentes ante la pica del progreso, tanto en las grandes capitales como en las plazas menores del mundo entero. Baste recordar las mutilaciones perpetradas en París por el barón de Haussmann para enrumbar los grandes bulevares. Barbarie también consentida, sin que nadie se inmute, en Milán, Barcelona, Viena, Cádiz, San Juan, La Habana y hasta en Cartagena de Levante, para no enumerar sino unas cuantas.

Las murallas se mantuvieron en pie, total o parcialmente, sólo cuando, durante el siglo pasado, la prosperidad es esquiva. Cartagena corrió esa suerte. Lisiada por el atroz sitio de Morillo, pierde su primacía en el Caribe y no se recupera, urbana y demográficamente, hasta el Centenario. No hay pues, incentivo para liquidar el cinturón de piedra en una ciudad que, durante largos años, fue menos de lo que había sido. Más aún, gracias a lo obsoleto de los elementos bélicos que salían a relucir en nuestras guerras civiles, Cartagena se mantiene, anacrónicamente, como plaza fuerte y detrás de sus murallas resiste con éxito, todavía en 1885, el sitio de Gaitán Obeso.

Sin que el progreso sea del todo culpable, sirve de excusa para, en los albores del siglo XX, demoler la odiada tapia del arsenal, a todo lo largo de la bahía de las Ánimas, infernal herramienta del Resguardo que contaba con pocos amigos en Getsemaní. Demolida esta muralla, sobran los baluartes. Éstos ceden, ya víctimas de la modernidad, porque no hay mejor lugar para el nuevo mercado público de 1904 que la esquina de Barahona. Aquella obra constituía una necesidad apremiante para una ciudad que despertaba y resentía, entre el fango, las toldas malolientes de las vivanderas, frente a la puerta del Puente. Tan apremiante, por lo menos, como el Centro de Convenciones, aposentado hoy en el mismo cotizado lote del antiguo mercado.

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Veinte años antes, a partir de 1883, se demuele el revellín y se rectifica y rellena la calzada de la Media Luna. La Batería y parte de los baluartes adyacentes se derriban hacia 1893. Al fin y al cabo, habían sido ideados… para impedir el paso, y ahora lo que se desea es favorecerlo. Otros boquetes, abiertos en estratégicos sectores de las cortinas, siguen el ejemplo de la Media Luna y, para 1910, Cartagena se desahoga por cinco nuevas surtidas que hubiesen hecho palidecer a Arévalo. Una de ellas, la que desemboca en el puente Román, arrastró consigo el terraplén y la contramuralla hasta el baluarte de San José. No queda sino la desnuda tapia de la escarpa, especie de Muro de las Lamentaciones de los derribos centenaristas.

Hasta aquí todo se desarrolla con el beneplácito ciudadano y en la ignorancia universal – nadie llora aún la parcial desaparición de los “muros heroicos”. El General Francisco Burgos Rubio, jefe militar de la plaza y comandante del batallón Sucre acantonado en Cartagena, derriba, en un arranque de patriótica inspiración (1910-11), el lienzo de cortina entre San Ignacio y San Francisco Javier y emplea los sillares para erigir el muy aplaudido Monumento a la Bandera que hasta hace poco desfiguraba una esquina de la plaza de San Pedro Claver. La zona de demolición, mojada aún por la bahía de las Ánimas, se habilita, robándole algo al mar con los escombros del terraplén, como plaza de armas para la calistenia del batallón acuartelado, por entonces, en lo que fuera el edificio del hospital de San Juan de Dios.

Así como la presión foránea da impulso a las fortificaciones de la Cartagena colonial, ahora eventos externos propician su derrumbe. En 1914 se inaugura el canal de Panamá y todos los puertos circunvecinos se apresuran a almidonar sus galas domingueras para colgarse a la ruta que revoluciona la navegación en dos océanos. Cartagena, que estrena energías luego de un siglo de marasmo, recuerda cómo antaño ella había sido la gran beneficiaría de la Feria del Istmo. Solo que el moderno tráfico requiere terminales bien equipados y, sobre todo, puertos salubres; la ciudad reprueba ambos exámenes. Como terminal, hace ya varios lustros que no compite con Barran- quilla, y la insalubridad sigue siendo, como en los tiempos de Vernon. su arma secreta contra marinos nórdicos.

Pero no todo está perdido. El gobierno nacional, consciente de la importancia que ahora va a adquirir el comercio por el Pacífico, contrata en 1914, a la firma inglesa G. Pearson and Son, Ltd. Para sanear a Buenaventura. Cartagena se agita y obtiene que dos ingenieros de la docta misión se trasladen a la ciudad. Entre sus numerosas recomendaciones está la de completar la desecación de la Matuna y la de demoler las cortinas y baluartes adyacentes. Razonaban, dueños de una clarividente bola de cristal, que sólo así podía nacer una moderna Cartagena extramuros y drenar los palúdicos lodazales cuyas miasmas, unidas a infectos parajes y rincones aledaños a las murallas, tanto contribuían a la insalubridad del puerto. Las sugerencias de la Pearson se transmutan en patente de corso para los que se sentían constreñidos por el corralito de piedra” e identificaban el relativo atraso de Cartagena con el cinturón que la ceñía.

Como la ciudadanía en general compartía, casi que unánimemente, la opinión de los ingenieros ingleses, el informe cayó sobre terreno abonado. Con la excusa del tráfico urbana se abren unos boquetes en la muralla que dejan aislado el baluarte de San Pedro Apóstol. Se le respeta pero sólo el tiempo suficiente para celebrar, en 1916, el centenario de los Mártires de Cartagena que —en realidad no se conoce el sitio exacto— según la tradición habían caído fusilados, en aras de la libertad, al pie de sus muros. El proceso de demolición continúa inexorable hacia el baluarte de San Pablo bajo sucesivos y complacientes alcaldes, acelerándose durante la administración de don Alejandro Amador y Cortés, nieto de próceres (1918). Ya en 1919, el derrumbe ha avanzado hasta el baluarte de San Andrés y no falta el áulico del jefe político de turno que explote la cantera, primero furtivamente y luego a la luz del día con contrato en regla, y venda piedra labrada, con doscientos años de pedigrí, para las suntuosas mansiones de Manga y el Cabrero.

Llegado 1925, la cortina entre la puerta del Puente y San Pedro Mártir ha dejado de existir. Unos años antes, refiriéndose a la desaparición progresiva, aquí y allí de cortinas y baluartes, un benemérito socio de número de la Academia de Historia de Cartagena consigna en el Boletín Historial, órgano de la misma: “[…] apenas es posible apreciar hoy las ventajas que cada uno de esos derribos […] ha proporcionado a la ciudad”. Pero ya la marea comienza a descender, se oyen voces de alarma dentro y fuera de Cartagena. Los tiempos cambian; la Primera Guerra Mundial destruye el mito del progreso sacrosanto y estimula la nostalgia por el pasado. La visita del presidente Marco Fidel Suárez y su comitiva, en 1919, contribuye a que la nación, dueña teórica de fuertes y murallas, se acuerde en el presupuesto de esos parientes expósitos. Aunque todavía algunos influyentes cartageneros proponen más demoliciones, el clamor nacional y el cariño que, mal que bien, uno “le tiene a sus zapatos viejos” neutralizan nuevas depredaciones.

Lo del presupuesto tenía (y tiene) su importancia, porque mientras Cartagena cargaba con el fardo de un patrimonio nacional que, en su parroquial discurrir, la limitaba, nadie la asistía en la incesante labor de combatir la acción tenaz del sol, el agua, el tumbapared y el tiempo. El general Joaquín Posada Gutiérrez consigna en sus Memorias que al solicitar alguna vez del Congreso una asignación para el cuidado de los “muros heroicos”, un honorable del interior lo interpeló señalándole que mejor sería para el erario su demolición completa. Ágil parlamentario, el general replicó que le parecía bien pero que se le indicara a dónde debían ser trasladados los escombros.

No sabemos si algún jugoso auxilio resultó, en el siglo pasado, de este intercambio, pero sirve para subrayar que el desinterés por salvaguardar nuestra herencia castrense no era exactamente una exclusividad cartagenera.

A partir de 1928, la corriente de opinión que ya se preocupaba por conservar se congrega alrededor de la Sociedad de Mejoras Públicas de Cartagena. Desde entonces, la nostalgia, el turismo y hasta la estética han sido sus aliados para aglutinar la acción del Estado y la de los cartageneros en preservar y restaurar el milagro de una ciudad amurallada. Esta es, sin embargo, una tarea inconclusa. Nada puede hacerse por los desaparecidos pero por los apenas lisiados como el Ángel San Rafael, las baterías de Tierrabomba, o el mismo San Felipe, urge un último y decisivo esfuerzo. Cartagena de Indias, plaza fuerte única en América, lo merece.

 

 

Fuente: Segovia Salas, Rodolfo: Las fortificaciones de Cartagena de Indias, estrategia e historia, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1987, p.p. 70-80

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