Manuel Gálvez – Las minorías en la literatura
En los últimos meses he leído varios artículos en los que se dedicaba algunos párrafos a considerar el prestigio que en años atrás tuvieron tales o cuales escritores. Advertí en esos artículos que, para sus autores, el prestigio de un gran escritor dependía de lo que acerca de él opinaron en su tiempo los jóvenes, es decir, lo que forman los grupos de minorías, los grupos que en Francia son llamados “las pequeñas capillas”.
Uno de los escritores cuyo auge en determinado tiempo se analizaba era don Benito Pérez Galdós. Los articulistas opinaban que en la época de su muerte, acecina en 1920, el genial autor de Misericordia gozaba de escaso predicamento en España. No se fundaban para hacer semejante afirmación en que don Benito hubiese dejado de ser leído o admirado por el público, sino por el grupo de jóvenes que comenzaba a surgir en las letras y en el arte españoles y el cual, según puede calcularse, no pasaría de tres o cuatro centenares de personas.
Pero antes de seguir adelante es preciso decir algo acerca de lo que llamamos “el público”. En realidad, y dejando aparte los sectores especializados de la opinión, puede asegurarse que hay tres públicos.
Uno de ellos es el que forman las personas de gusto excesivamente seleccionado o refinado, o, por lo menos, que aparentan tenerlo. Este público es el de los snobs, el de aquellos que adoran lo novísimo y sólo por ser novísimo; pero es justo reconocer que existen muchas personas de gusto seleccionado y que no son snobs. En Buenos Aires, los refinados y ultrasensibles, o que se creen tales, y que merecen el nombre de snobs, no alcanzan, incluídos los diletantes y por enorme que sea el esnobismo entre nosotros, ni a un millar de personas.
Otro público, en cierto sentido opuesto al de los exquisitos, es el que podríamos llamar el de las masas. Este es el gran público, y lo integran los empleados y los obreros, las mujeres que leen por pasar el tiempo, los que sólo toman un libro cuando viajan, los que no tienen preferencia por autor alguno, los devoradores de novelas, los que juzgan las novelas según el argumentos o según que los personajes sea o no simpáticos y, en fin, porque el número de estos lectores de la masa es infinito, los que carecen de discernimiento y de gusto, de cultura y de sensibilidad.
Entre estos dos públicos antitéticos está “el público” a secas, constituído por los aficionados a la buena lectura, los que frecuentan las librerías o las bibliotecas, los que siguen, unos más y otros menos, el movimiento literario. A este público pertenecen los profesionales – abogados, médicos, ingenieros, arquitectos -, los sacerdotes y los militares, las mujeres cultas, los profesores, muchos maestros de enseñanza primaria, numerosos políticos y hombres de negocios y, en una palabra, todos aquellos que tienen una cultura y que saben discernir, aunque no en el mismo grado, las bellezas de un libro.
¿Qué valor tienen, a los efectos de justipreciar las obras literarias, estos tres públicos?
El mérito de una obra es algo permanente, algo que hasta parece adherido a ella. Pensemos en el Quijote, en la Divina Comedia. Y siendo esto así, ¿qué valor puede significar el juicio de las personas que se atienen a algo tan transitorio como es la moda? En otra parte he hecho el elogio del snob, que es, sin saberlo, un renovador, y que, al introducir o hacer circular nombres nuevos e ideas nuevas, mueve el ambiente, despierta curiosidades intelectuales e incita, por obra directa, a la discusión, al estudio y al mejor conocimiento de los nuevos escritores y de sus libros. Pero si la opinión del snob es interesante y meritoria cuando afirma, es decir, cuando elogia un autor moderno – llámese Kafka o Faulkner – , es desastrosa cuando niega, cuando desde un punto de vista transitorio discute los valores permanentes. Otro motivo por el cual la opinión de las minorías carece de importancia es porque ellas están compuestas casi exclusivamente por escritores jóvenes y, por lo común, sin talento creador – aunque su literatura tenga lo que hoy se llama “calidad” – y por diletantes, muchos de los cuales presumen de escritores o aspiran a serlo. En general, las opiniones de los escritores sobre la obra de sus colegas, salvo cuando se trata de hombres ecuánimes y profundos conocedores de los libros y de la vida, valen poco o nada. Y no por aquello de las rivalidades y de la envidia, aunque estos factores n son desdeñables, sino porque cada escritor, sabiéndolo o no, sigue una estética determinada, lo cual o le habilita para comprender la obra ajena. Horacio Quiroga, autor cuentos magníficos y hombre capaz de envidia, no reconocía el mérito de lo que escribía Atilio Chiappori, tan bellos como los suyos, porque respondían a una tendencia y a un estilo extraños a su temperamento.
La opinión del lector de la masa carece de valor. Sin embargo, todos los grandes libros, los verdaderos grandes, llegan a las masas. Nada se ha vendido y leído tanto como el Quijote y la Divina Comedia. Entre nosotros, ¿qué libros del siglo XIX son los que más han penetrado en el pueblo, los que han alcanzado mayores tiradas? Los mejores, es decir, el Martin Fierro, el Facundo, Una excursión a los indios ranqueles, Juvenilia, Mis Montañas y las grandes obras históricas de Mitre y de López. Pero, naturalmente, las masas no pueden advertir sino ciertos aspectos de los grandes libros, los más accesibles a su mentalidad poco elevada y a su escasa cultura.
Para el escritor que no se contenta con ser leído y comprendido por una reducida minoría, para el que realiza obra humana y con el arte necesario a su perdurabilidad, el juicio que vale es el del público a secas, al que bien podríamos llamar “gran público”, aunque no alcance a la vastedad de las masas. En estos grupos, que abarcan fragmentos diversos de la sociedad, están los lectores instruídos y más o menos inteligentes, los que gustan de la lectura, los que buscan en los libros, no frases barrocas, ni palabras bonitas, ni rarezas, sino belleza, humanidad, verdad, sentimiento, ideas y vida.
Pero volvamos al caso de Pérez Galdós, grande escritor entre los grandes, humano y viviente como pocos. Su patria, España, jamás dejó de considerarle como el primero de sus novelistas. Jamás los españoles dejaron de leer ni de admirar a Pérez Galdós, ni jamás creyeron que otro cualquiera de los nuevos novelistas le sobrepasara en genialidad creadora. Es natural que desde los primeros años del presente siglo se le leyera un poco menos: el público deseaba conocer a Blasco Ibáñez y, con menor interés, a Baroja y a otros.
Hay en la literatura épocas de minorías. Por los años en que murió Pérez Galdós, los jóvenes, y algunos que no lo era precisamente, realizaban el arte que se llamó “deshumanizado”. Acaso esos jóvenes hicieran algún ruido, pero el público no leyó sus libros sin humanidad ni verdad, hechos de palabras y formas hartos raras. El público siguió leyendo a Pérez Galdós, y la alta crítica siguió colocándole en la cumbre de la literatura española contemporánea.
Algunos escritores gustados por las minorías son, a veces, y más tarde, leídos por el gran público. Pero generalmente no ocurre así. El escritor que realiza literatura para unas cuantas personas, literatura difícil, literatura de “calidad” – de “calidad” exterior, casi exclusivamente formal – suele quedar en los circulillos y ser pronto olvidado.
Pero la literatura de minorías tiene su valor y su interés. Aunque nace muerta, es indudable que suele impulsar la renovación de las formas literarias e idiomáticas. Su mayor éxito consiste en que los escritores que realizan obra humana y perenne reconozcan sus conquistas y se las apropien. Siempre es bueno que algunos espíritus distinguidos se sacrifiquen haciendo literatura para una minoría. Pero este sacrificio no les autoriza a tener razón cuando juzgan las obras de los otros. Entre el arte concebido como un puro juego imaginativo y el que procede de las entrañas del pueblo y de la raza, del arte verdadero y humano, la razón está del lado de este último, y la historia lo prueba.
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