Derechos de propiedad: el escarmiento del proyecto ecologista
Una de las principales “preocupaciones” del sujeto político que encarna el ecologista suele ser la utilización de los recursos naturales, lo cual no resulta nada nuevo: En el siglo XIX, el economista británico William Jevons vaticinó el agotamiento del carbón. Dado que éste era utilizado por locomotoras, chimeneas y demás artefactos, siguiendo un razonamiento físico de los recursos, terminaría agotándose. Pero lo que Jevons tuvo fue un error de apreciación de recursos. No nos interesan los recursos como tales, sino por lo que nuestra capacidad de innovación nos permite realizar con ellos. Durante milenios, África ha estado cargada de piedras de coltán, las cuales no representaban valor alguno para sus habitantes, hasta que este material comenzó a ser utilizado para la fabricación de dispositivos electrónicos y su valor incrementó.
La errónea idea de que agotaríamos nuestros recursos proviene de un simple modelo promocionado por el Club de Roma [1] en general, y Paul Ehrlich en particular: Según éste, usamos una determinada cantidad de materia prima (ejemplo: carbón) para obtener lo que deseamos (energía). Tenemos una cantidad fija de ese material y la necesitamos constantemente para obtener el resultado final que deseamos. Pero, a la vez que la población crece, necesitaremos más de ese producto para, no solo mantener el nivel de energía del principio, sino incrementar los niveles para satisfacer las nuevas demandas. Ergo, la materia prima utilizada para obtener el recurso se agotará.
En 1972, los modelos informáticos del Club de Roma indicaron que las reservas de cobre conocidas se agotarían en treinta y seis años, en especial si China instalaba conexiones telefónicas. “Dado que esto fue hace más de cuarenta años, el cobre ya debería haber desaparecido […] En aquel entonces, se estimaba que habría reservas accesibles de unos 280.000.000 de toneladas […] Desde entonces se han consumido casi 480.000.000 de toneladas, y hoy se calcula que las reservas de cobre en el mundo son más del doble, unos setecientos millones de toneladas […] Hoy se usan cables de fibra óptica, y cada vez más tecnología inalámbrica […] Según el índice de precios de los productos industriales de la revista The Economist, el precio de las materias primas se ha reducido casi la mitad de 1871 a 2010 […] Esto implica una tasa de crecimiento anual compuesto de -0,5% por año durante ciento cuarenta años”[2].
Este modelo no solo ignora que, en un mercado relativamente libre, cualquier escasez de la oferta, causaría per se un incremento del valor de la misma, que a su vez, produciría que sea más económico buscar nuevas alternativas para llevar adelante la realización de ese producto, la tarea de los precios reside en la producción de incentivos para, no solo actuar ante la información de la demanda, sino que también proveer la información necesaria sobre la manera más eficiente de fabricar los productos.
Asimismo, se ignora que aún hay reservas por descubrir -que no son viables económicamente-; la capacidad de reciclar: Hoy en día, más del 40% de la demanda de cobre de los países miembros de la UE se cubre con el reciclaje, gracias a la recuperación de productos al final de su vida útil[3]; no usamos recursos en proporciones constantes, por el contario, cada vez se necesita menos por unidad de producción. La cantidad de energía para producir una unidad de riqueza ha disminuido en alrededor de 1% por año en los últimos ciento cincuenta años en Occidente. Por otro lado, es menester comprender que la demanda no corresponde al recurso, sino a lo que hacemos con él. “La cantidad disponible de casi todos los recursos que preocupaban al Club de Roma aumentó; varios se han cuadruplicado”[4] y la tecnología e industria moderna son capacez de crear sustitutos que nunca habían existido antes como tales, el incremento de sustitutos más económicos, como plásticos y fibras sintéticas, mantuvo a los recursos naturales baratos y abundantes. Como dijo Alberto Benegas Lynch, “la creatividad no es nunca el resultado de la reglamentación burocrática, sino fruto de una atmósfera en la que se respira libertad”.
En su crítica a “Los límites del crecimiento” del equipo del Club de Roma, serán Peter Passell, Marc Roberts y Leonard Ross quienes concluyan precisamente en la siguiente afirmación:
Las reservas y necesidades de recursos naturales en el modelo [del Club de Roma] se calculan sobre los supuestos más conservadores sobre la capacidad de la economía mundial para adaptarse a la escasez. Esto se debe en gran parte a la ausencia de precios como una variable en la proyección de “Límites” de cómo se utilizarán los recursos. En el mundo real, el aumento de los precios actúa como una señal económica para conservar los recursos escasos, brindando incentivos para utilizar materiales más baratos en su lugar, estimulando los esfuerzos de investigación sobre nuevas formas de ahorrar en insumos de recursos y haciendo que los renovados intentos de exploración sean más rentables […] los precios de los recursos naturales se han mantenido bajos, dando poca evidencia de la próxima escasez [a contracara de las predicciones apocalípticas vaticinadas por el equipo del Club de Roma, los precios de las materias primas y recursos naturales se han
mantenido bajos, y en general han declinado en relación con otros precios] […] El cambio técnico ha reducido drásticamente los costos de exploración y extracción, al tiempo que permite la sustitución de materiales abundantes por materiales escasos: plásticos por metal, fibras sintéticas por naturales, etc[5].
Se tiene la idea del humano como un ser irracional que, sesgado por su sed de ganancias, agotará todo lo que esté a su alcance, pero esta conducta es precisamente contraria a la lógica de mercado, donde la escasez de recursos implica que a estos se les dé un uso según su urgencia, ya que si fueran sobreabundantes nadie debería de preocuparse por ellos. El problema recae en que, como temporalmente son escasos, se requiere el sistema de precios para utilizarlos en las áreas de mayor importancia relativa.
El ritmo de explotación o conservación de los recursos naturales es consecuencia de millones de contratos contractuales que tienen lugar gracias a los mecanismos de precios, y a su vez, estos emiten señales que elevan o disminuyen los precios, los incentivos y retardan o estimulan la multiplicación de las especies. Reproducir este proceso sería imposible sin derechos de propiedad.
Los derechos de propiedad sobre los recursos
Se nos ha dicho que como la tierra y el resto de los recursos naturales, no son creados por el hombre, deben pertenecer a todos: La problemática que deviene de esta idea es que quien descubre el valor que no pertenece a otro es en ese sentido de él. Esto implica que el uso que le dará, deberá estar en consonancia con las necesidades de los demás, ya que no siendo así, perderá la propiedad dado los mayores costos que significa no explotar aquello que en el presente conviene, o de no conservar aquello que resulta ventajoso en un momento determinado. No hay otra forma de saber qué es lo que quiere la gente que no sea mediante las señales de mercado, y para lograr estas, resultan indispensables los derechos de propiedad. No hay nada más democrático que el mercado.
Un sistema bien desarrollado de derechos de propiedad privada aplicado a través de un sistema legal efectivo, proporciona una mejor administración de los recursos naturales que la que proporciona un lugar donde la propiedad gubernamental resulta abrumadora o un sistema caracterizado por derechos de propiedad difusos. Es cierto que varios recursos naturales se han agotado en el pasado, pero en cada caso particular, la razón no ha sido la “avaricia capitalista” sino, por el contrario, la incapacidad de comprender de forma asaz la lógica de los derechos de la propiedad. La conservación de los recursos naturales podrá llevarse a cabo basada en el cálculo económico que permite el sistema de precios, que aumenta a su vez los incentivos para mejorar y conservar la propiedad.
Lo mismo se aplica al subsuelo: La propiedad privada permite el mejor destino posible de los recursos, al mismo tiempo que evita el despilfarro tan característico de la administración estatal. Lo perteneciente al Estado necesariamente se asignará de manera distinta de la que hubiera tenido lugar si la gente hubiese podido privilegiar sus necesidades a través del proceso de mercado, en el que se castiga con pérdidas a quienes se desvían de las preferencias del público, y se premia a quienes aciertan a las señales.
Algo análogo sucede en países como Argentina, donde las más de la veces, las compañias mineras no son poseedoras del valor capital, por lo que no deben preocuparse por el valor futuro que han de tener las reservas de las minas que sustraen, ya que es el gobierno quien arrienda su utilización a las empresas privadas. En este sentido, sólo se permite la propiedad privada sobre el uso anual del recurso, pero no sobre la mina, es decir, el recurso mismo. En esta situación, las compañías privadas no son poseedoras del valor del capital, por lo que carecen de incentivos económicos para conservar la mina y no tienen que preocuparse acerca del agotamiento del recurso.
Si, por el contrario, las compañias fueran poseedoras de las minas, éstas contarían con el valor monetario, es decir, el precio de la mina en su totalidad, y tendrían los incentivos necesarios para no sobre-explotar los recursos. Siendo así, por ejemplo, si triplicaran la producción de cobre anual, podrían triplicar también sus ingresos en este mismo período, pero estarían agotando la mina, es decir, el ingreso futuro que podrían obtener. Esta pérdida de ingreso futuro se ve inmediatamente reflejada en el valor monetario de la mina. Cualquier agotamiento de la mina reduce su valor, y por ende, el de las acciones.
Las decisiones de los propietarios están determinadas por sus expectativas de rendimiento y de demandas futuras de cobre, las tasas de interés, etc. Todo propietario de una mina debe entonces, barajar las ventajas del ingreso inmediato contra la pérdida en el “valor de capital” de la mina y, en consecuencia, contra la pérdida en el valor de sus acciones.
A fines de la década de 1980 comenzó a popularizarse la errónea idea del “desarrollo sustentable”, así como el “uso sostenible de los recursos naturales”, que no son sino la justificación de que deberían existir regulaciones gubernamentales, mediante la creación de nuevas medidas legislativas y agencias burocráticas, para satisfacer las necesidades presentes sin “comprometer necesidades de generaciones futuras”.
Lo que se tiene es sino la arrogancia de creer que millones de personas, a las que no conoce ni jamás se ha visto, con hábitos y modos de pensamiento que se desconocen, actuarán como se prevee y cumplirán los fines que ellos desean. Como bien remarcó el Premio Nobel de Economía Milton Friedman, el mérito de Adam Smith en “La riqueza de las Naciones” estribó en “reconocer que los precios que se establecían en las transacciones voluntarias entre compradores y vendedores […] podían coordinar la actividad de millones de personas, buscando cada una de ellas su propio interés, de tal modo que todas se beneficien”.[6]
Lo que se ignora en este sentido es que, justamente, la relación entre consumo presente y el consumo futuro es la tarea que desarrolla el mercado mediante el mecanismo de precios, mientras que las agencias reguladoras no poseen la información para decidir acerca de los recursos disponibles. La información es cambiante y se halla dispersa, guiada mediante la acción de millones de agentes alrededor del mundo.
Derechos de propiedad y su rol contra la contaminación
Si se me objetara que el problema de la contaminación no son los “bienes públicos” en sí, sino la “falta de legislación” o “el descuido” sobre los mismos, el argumento quedaría desacreditado delante un mínimo análisis: Por un lado, el hombre racional encuentra que los costos de los desperdicios que descarga en los recursos comunes es mucho menor que el costo de purificar sus desperdicios antes de deshacerse de ellos. En este sentido, se deduce que la carga de las legislaciones, ya sea por medio de leyes coercitivas o mecanismos fiscales, hasta ahora no ha resuelto la cuestión de la contaminación. Por otro lado, quien atribuya a la construcción de la idea que un Estado realmente presente no descuidará estas cuestiones, simplemente diré que hasta ahora no ha sucedido porque, si bien los funcionarios públicos son capaces de controlar un recurso, cualesquiera que sea, no manejan su valor mediante las señales del mercado. De hecho, no son dueños del recurso, sino que simplemente lo administran por un tiempo determinado. Por ende, no tienen ningún incentivo económico para preservar su pureza y su valor futuro. Los derechos de propiedad fungen en este sentido como protección del ambiente, en la medida en que aumentan los incentivos naturales para resguardar lo que se está dañando o quedando desatendido.
Un propietario de la tierra privado verá que el valor de la misma aumentará inmediatamente después de una inversión considerable sobre la misma, porque el valor refleja los beneficios y costos futuros derivados de su acción. Pero no existe tal “valor capitalizado” en el entorno gubernamental, por lo que los funcionarios del gobierno están más interesados en maximizar el poder y accionar político que el valor económico. Y es precisamente por ser de propiedad estatal, que el gobierno es el responsable de la desvalorización y agotamiento de los recursos.
Cierto es que cuando al cuidado del medio ambiente nos referimos, los países más libres son los que más se acercan a ese ideal, mientras que las economías más intervenidas no mantienen ningún tipo de estándar en ese sentido. Deberíamos ahora entablar esta discusión en torno a los resultados objetivos, dado que los sentimientos nada productivo aportan al tema. Todos los males que conocemos en economía y que tienen su inicio en la intervención del Estado, están cargados, en principio, de buenas intenciones.
Derechos de propiedad y conservación de las especies
Resulta preciso en este momento hacer referencia al Doctor en Economía Alberto Benegas Lynch, quien nos dirá: “La extinción de especies animales se pretende contrarresta con intervenciones gubernamentales cuando la asignación de derechos de propiedad resuelve el problema, tal como fue puesto de manifiesto en África al dar manadas en propiedad lo cual hizo que se cuidaran y reprodujeran los elefantes en lugar de ametrallarlos para sacarles el marfil. Lo mismo ocurrió en Sud América en la época de la colonia con el ganado que se mataba para sacarle el cuero o para comer un asado y estaba en vías de extinción hasta que aparecieron las revoluciones tecnológicas del momento: la marca y el alambrado”[vii].
Namibia resulta un buen ejemplo de lo que se ha dicho: Al declarar su independencia de Sudáfrica en 1990, su Constitución prometía a la nación a proteger el medio ambiente, pero carecía de los recursos económicos necesarios para imponer un régimen de control de las especies como el de los Estados Unidos. En cambio, devolvió el control sobre la vida silvestre rara -incluidas especies en peligro de extinción-, a las comunidades y tribus locales, concediendo derechos de propiedad sobre la vida silvestre en su área. Permitiendo así beneficiarse de éstas a través de actividades como el turismo o la caza, y empleando a locales para administrar y conservar la vida vida silvestre dentro de su territorio, resultó mucho más eficaz que un sistema burocrático mantenido mediante cargas fiscales.
Los valores son subjetivos, y cualquier especie que sea desconocida en un país como Argentina, puede resultar de vital utilidad en alguna región de África, por las razones que sean. Es precisamente aquí donde los derechos de propiedad fungen como una protección eficaz de las especies, aumentando los incentivos a proteger y cuidar lo que es propio.
Como fuera dicho anteriormente, un sistema bien desarrollado de derechos de propiedad privada aplicado a través de un sistema legal efectivo, proporciona una mejor administración de los recursos naturales o animales que la que proporciona un lugar donde la propiedad gubernamental resulta abrumadora, o no se respeta derecho de propiedad alguno.
“Lo que es de todos, no es de nadie”, ya que la propiedad “colectiva” no permite maximizar los incentivos para proteger las especies, ni mejorar la propiedad. Por otro lado, un propietario de la tierra privado verá que el valor de la misma aumentará inmediatamente después de una inversión considerable, porque el valor refleja los beneficios y costos futuros derivados de su acción.
NOTAS:
[1] El Club de Roma, ¿Qué es?: (http://17neomalthusianismo.blogspot.com/2009/12/5-el-club-de-roma-y-el-agotamiento-de.html)
[2] Norberg, J. ¨Grandes avances de la humanidad¨ (2016); Buenos Aires. Ed.: El Ateneo. pp. 165, 166.
[3] Datos del Instituto Europeo del Cobre: (https://copperalliance.es/cobre/cobre-y-sus-aleaciones/recursos-y-reservas/)
[4] Norberg, J. ¨Grandes avances de la humanidad¨ (2016); Buenos Aires. Ed.: El Ateneo. pp. 165.
[5] Nota: “Los límites del crecimiento” por Peter Passell, Marc Roberts y Leonard Ross
(2 de abril de 1972): (https://www.nytimes.com/1972/04/02/archives/the-limits-to-growth-a-report-for-the-club-of-romes-project-on-the.html)
[6] Benegas Lynch, A. (h) y Pedernik, G. ¨Autopsia del socialismo¨ (2013); Buenos Aires. Ed.: Grupo Unión, p. 69-70.
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