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Renta, poder, casta: las promesas seductoras de la hegemonía cultural.

¿Qué tiene para ofrecer el campo de la hegemonía cultural, a los agentes culturales, a los “intelectuales” que deben sostenerla? Repasemos algunas de las ofertas variadas que ofrece a la intelectualidad local como incentivo para sumarla a sus filas.

La hegemonía cultural suele ser “cuestionada” -una vez que es advertida, y vaya que demoró en serlo- sobretodo en lo que se denominaría su dimensión “rentista”, es decir, en la enorme posibilidad material que ofrece a sus seguidores y participantes a nivel de premios económicos, seguridad material y un futuro sin grandes preocupaciones económicas. Pero quizás sean los otros dos ámbitos donde opera la hegemonía los más destacados a la hora de advertir su incidencia social: estos son el “político” -es decir, la capacidad de brindar poder real- y el ámbito “espiritual” -que es el más personal y psicológico, y en algún sentido, metafísico.

Estas dimensiones se relacionan unas con otras de forma directa, y necesariamente, se retroalimentan: la acción conjunta de estos tres elementos sobre los individuos que conforman la “cultura”, construye en general el “ejercito” de intelectuales necesarios para que la hegemonía cultural sea sólida y continua.

Para ofrecer ventajas materiales -“rentas”- los espacios culturales a conquistar por la hegemonía deben en un principio, desanclar las lógicas de los mismos de las lógicas de mercado, y su condicionante de ser actividades productivas en el juego de la oferta y la demanda. Además de ello, deben de ser “ideológicamente” desancladas, es decir, profundizar la idea que estos espacios deben desamarrarse no solo de sus resultados materialmente productivos, también de cualquier condicionante social o cultural que involucre una impugnación a su existencia. Que sea deseable, fundamental y necesario que estos espacios los resultados de la preferencia social no opere. Para eso es necesario que estos sean de la política, que dependan de los políticos.

Sea un profesor universitario, un escritor, un músico, un pintor, un bailarín, un periodista, o el actor cultural que sea, este debe percibir que su suerte dependerá de su relación con el poder político y no con los vaivenes del mercado. La importancia de este factor es central, y es la moneda de cambio necesaria -pero como veremos, no suficiente- para entregarse a la hegemonía. No en vano, como diría el gran Miguel Anxo Bastos: “Los sistemas socialistas les gustan mucho a los “intelectuales”, porque en ese mundo son ellos los que mandan: los planificadores, los técnicos, los ingenieros. Ahí están felices porque ahí gobiernan ellos. En el mundo del mercado, cualquier vendedor de patatas gana más que nosotros. Entonces no nos hace gracia, con lo listos que somos...”

Cuando un artista participa de un espectáculo financiado por el poder político, está actuando en una “zona liberada” de las vicisitudes e inestabilidades económicas que cualquier actividad genera, en un ámbito de competencia por las preferencias de los individuos.

Esta práctica personal de “obtener una renta por actividades económicas cuyos riesgos no recaen sobre sus hombros”, necesita en buena parte de los actores culturales, de la legitimidad ideológica que las otras dos dimensiones le brindan: la oportunidad de “ejercer el control desde arriba”, y, sobretodo, el necesario sentido de pertenencia a un colectivo especial, que se encuentra del “lado correcto de la historia”, que es “vanguardia” y “resistencia” y que, en última instancia, es el monopolista del bien y la bondad universal.

Este conjunto de elementos -ofrecer rentas, brindar poder real sobre la sociedad, ofrecer una identidad o título de intelectual comprometido con monopolio de la moralidad- es un combo demasiado apetitoso para cualquier agente cultural que observe a la sociedad en la que actúa y analice los costos y beneficios de sus decisiones.

La hegemonía cultural como ideología dominante ofrece a estos actores, además, el blindaje necesario ante las amenazas que existen sobre su lugar de prestigio en el andamiaje. La existencia de la hegemonía coloca barreras visibles, claras, que construyen identidad dentro del colectivo cultural y definen claramente los que están “dentro de lo muros”. La competencia por rentas, posiciones y prestigio pasa así a ser fuertemente endogámica, retroalimentando las lógicas del discurso hegemónico. Y en el caso de la hegemonía cultural, la base “igualitarista” de su ideología unifica al grupo perteneciente a la misma alejando a los competidores que no reivindican esas lógicas.

La “endogamia” cultural genera una protección/barrera que anula la competencia cultural, aleja posibles competidores por las rentas estatales o paraestatales de origen político que puedan adquirir, y, sobretodo, actúa a niveles sociales y psicológicos de forma muy poderosa. Cuando un artista participa de estos “espacios liberados” de la cultura, recibe todo el combo completo: rentas/subvenciones sin tener que competir en el mercado, poder cultural de acción a partir de la difusión/posición/titulo/propaganda, sentido de pertenecía y prestigio de ser parte de la “cultura” de una sociedad, con un alto reconocimiento individual y un poderoso sentimiento “misional” de su labor.

Los periodistas y los intelectuales.

Hay otro factor fundamental, que está en la naturaleza de los premios y recompensas subyacentes a ser parte de la intelectualidad comprometida con el estatismo, en este caso los periodistas. Y es que el militante en el estatismo, sea del rubro que sea su actividad, tiene la convicción profunda de que en algún momento esa militancia será profusamente compensada por la adquisición, tarde o temprano, de la tranquilidad material prometida, donde la seguridad laboral y la dentadura postiza gratis están garantizadas.

Así como un ariete doblega la puerta del castillo por su carácter constante, el militante en el estatismo sabe que alguien de la política, el empresariado prebendario del Estado, o el sindicalismo estatista, le dará su anhelado trofeo. Es por ello que el militante estatista no tiene problemas de mostrarse radical e intransigente en su estatolatría, ya que sabe que su premio llegará al final. Y no se equivoca.

La triple condición prometida y cumplida, de recibir cuantiosas rentas, poder sobre los ciudadanos, y ser una casta “especial”, representan un nivel de seducción absoluto, extremo. Nadie quiere estar en el desierto.




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