El falso pluralismo de la revolución contra el hetero-patriarcado y la falsa laicidad del pensamiento único de género: contradicciones del “derecho” forzoso a la “Educación Sexual Integral”
Reedición revisada del artículo de Pablo Martín Pozzoni publicado originalmente en Fundación Libre el 13 de noviembre de 2018 bajo el nombre de «El pluralismo sexual y el monismo ideológico generista: las contradicciones en el relativismo de la “Educación Sexual Integral”»
Un Estado laico puede intentar proteger derechos que sean neutrales en materia religiosa, ideológica y cultural, y rechazar presiones que los orienten hacia un contenido sustantivo específico. Pero el objetivo de tal neutralidad debe ser, en la medida de lo posible, que las interpretaciones religiosas, ideológicas y culturales queden en potestad de los individuos si tienen capacidad para ello, o en caso contrario de los padres hasta una edad suficiente (art. 412 y art. 413 de la CN). Y los derechos individuales que se establecen en forma positiva como válidos, sean estos de primera, segunda o tercera generación, deben deducirse de este principio.
Como era de esperarse de una ideología que se escuda tras esta condición del estado moderno, la ideología de la llamada “perspectiva de género” impone una interpretación deliberadamente no-neutral de los derechos y, por ende, los construye en función, no de servir de marco lo más común posible a todas las perspectivas específicas dentro de la sociedad civil –objetivo de un verdadero estado secular–, sino que impone una cultura específica de secularismo a los individuos –en nombre de un derecho que inmediatamente deja de ser secular–, y llena el contenido de ese secularismo, ya no en un adoctrinamiento ecuménico que imponga un pluralismo forzado en la vida privada –lo cual en este caso tendría poco sentido en materia sexual porque obligaría a enseñar el respeto a todas las formas posibles de educación sexual–, sino que esconde bajo el manto de ese pluralismo –que sólo se reduce a relativizar lo religioso– una única ideología absoluta, con una interpretación específica de la sexualidad. Y allí el relativismo entre formas de educación sexual curiosamente desaparece para dar paso a una interpretación sobredeterminada de la educación sexual (dentro de la cual se relativiza a su vez, ya no sólo las diferentes perspectivas científicas en cuanto a la biología humana, sino a la biología en sí, a la cual niega, tácita o explícitamente). De pronto, pues, pasa el Estado, como representante de una parte de la representación de la sociedad (de un partido) a educar sobre cuál es la naturaleza de la diversidad sexual.
Para que se vea el disparate mediante su forma análoga: sería el equivalente de una educación ecumenista que en vez de enseñar la tolerancia religiosa o educara en las diferentes doctrinas religiosas, adoctrinara en una teología basada en un politeísmo específico. Y como este nuevo “Partido-Estado del Género” parece arrogarse su secularidad y laicidad (o más bien “laicicidad”) por su mera toma de distancia respecto a las perspectivas religiosas (cuando en realidad debería ser al revés: permitir que se acerquen en función de no violentar a ninguna), lo que logra es cambiar ese vacío de contenido sometiéndose, paradójicamente, a una “iglesia” ideológica y a sus múltiples intérpretes. Cosa esta última que, hasta ahora –y esto es bien sabido en las ciencias políticas– era una característica solamente de las repúblicas de partido único (y de partido único totalitario, ni siquiera meramente hegemónico).
Y es obligatorio aquí mencionar una adulteración más de la función del Estado, que además precede al proyecto de esta nueva “Educación Sexual Integral”, y es que se ha confundido la información sexual con la educación sexual. La información sexual, que corresponde a las ciencias médicas, incluye el estudio de la anatomía y de la fisiología de la sexualidad, la prevención de las enfermedades transmisibles, etc., y por tanto realmente es una cuestión de salud pública, que en nuestra sociedad es competencia del Estado. En cualquier caso, como materia no debería ser siquiera algo separado: compete al ámbito de la biología; y el debate interno a las ciencias biológicas dentro de la comunidad científica no corresponde trasladarse al alumnado (a menos que éste estudiara biología). Aun con la diversidad de paradigmas teóricos posibles en potencial pugna que estas ciencias pudieran implicar, entre sí hacen posible un cierto consenso de la comunidad científica, que en el caso de la sexualidad es abrumador contra las premisas ideológicas de la “perspectiva de género”.
Pasemos entonces ahora a lo que realmente es la educación sexual. Ésta corresponde a las ciencias de la ética y, por tanto, tales ciencias están sujetas a axiomas morales cuyo ámbito ¡precisamente en una sociedad laica y secular! es el de la esfera privada. Y la sexualidad –como nos repiten estos supuestos defensores del secularismo– es un asunto meramente privado, con lo cual es la sociedad civil y no el Estado, ni el gobierno, ni la sociedad política en general, la que debe tener potestad sobre la misma (art. 19 de la CN). Son sus individuos y, a la hora de su educación, las células constituyentes de esta sociedad: las familias (durante la fase en que éstos se transforman en mayores de edad responsables de sí mismos), a quienes corresponde la autoridad sobre los criterios axiológicos para la regulación de su sexualidad, cuyo significado psicológico profundo la hace sujeto necesario de estos criterios actitudinales, vitales, afectivos, inseparables de una cosmovisión del mundo y del sentido de la vida. La educación sexual estatizada, ya pues contradictoria con la existencia de un Estado laico (e incluso de uno laicista), se vuelve todavía más paradojal cuando se transforma en parte instrumental de un adoctrinamiento ideológico: como un medio de un proyecto político de ingeniería social y cultural. Y cuando este hecho se vuelve demasiado evidente vemos reaparecer la vieja excusa, tan cara a los movimientos radicales, acerca de las repercusiones políticas de la vida civil y sus contenidos privados para confundirlos directamente con la acción de la sociedad política (“todo es político”); excusa que es netamente contradictoria con el pluralismo social que, se presupone, un Estado secular debe establecer mediante la delimitación no contradictoria (patrimonial usualmente) de un ámbito privado. Esta delimitación hayekiana es la médula de la vida civil moderna, y por eso estos movimientos “políticos” (en realidad ideológicos), entienden la vida política como negación de la vida civil en vez de como su salvaguarda.
Pero veamos, al fin, cuál es la “superestructura ideológica” de la ESI, que, como se puede ver, es a su vez doctrinaria, o sea: ideológica en el sentido usual del término; y no sólo en el usual: también en un sentido muy específico (tan bien descrito por cientistas políticos como Kenneth Minogue y Jacob Talmon). En este último sentido se pueden reconocer a ciertas ideologías modernas que, basándose en una particular lectura de la dialéctica opresor-oprimido (aquí aplicada a los roles de género de varón y mujer), se convierten en una ablación epistemológica de todo marco objetivo de referencia para el intelectual que la adopta. Respecto al sustrato antropológico de la sexualidad, diferentes sectas ideológicas de esta categoría pasan a tomar, dentro de la ESI, el rol de educadoras sexuales, y a disputar con su influencia el diagramado de esta doctrina, la así llamada “perspectiva de género”, que guía a las políticas públicas en materia de educación sexual. Bajo el necesario disfraz secular de la protección de los derechos a llevar diferentes formas de vida sexual en el ámbito privado (derechos que, por debajo de cierta edad, no pueden ser válidamente protegidos, porque implican capacidad y potestad de decidir; la educación en su ejercicio durante un período de pre-pubescencia se convierte, además, legalmente, en corrupción de menores), se impone una interpretación ideológica y anti-científica de la sexualidad como única forma de protección, por parte del Estado de derecho, de la práctica y expresión de diferentes orientaciones sexuales. Lo cual –vale la pena la reiteración de esta analogía bizarra– es igual a suponer que para proteger el pluralismo religioso, se requiriera crear una “Educación Religiosa Integral”, y desde allí completar su contenido con una interpretación “new age” de la naturaleza de la trascendencia, adaptada a los lobbies de todas las sectas y credos religiosos minoritarios imaginables, aunados (algo así como un lobby LGBTQ+ para las teologías “disidentes”). E inmediatamente a esto, obstaculizar a los grupos que representan las diferentes orientaciones sexuales para que no puedan siquiera, ya no sólo resistir este programa anticonstitucional, sino incluso expresarse para protestar (por “discriminación religiosa”) contra las implicaciones pedagógicas de esta “ERI” que tendería a forzar finalmente a una única interpretación teológica de la sexualidad, no sólo a adultos sino a niños (cuando deberían ser educados neutralmente en el espacio público y únicamente orientados por parte de las familias).
Por supuesto, el escenario “pluralista” del párrafo anterior debería de resultarles ridículo a los ideólogos de género… ¡pero tanto como el suyo propio! A menos, claro está, que se pretenda llevar esta política a su máxima coherencia y se decida abolir la patria potestad en todas las áreas educativas (religiosa, sexual, política, acaso incluso en la crianza misma) y trasplantarlas al Estado para la “protección de los derechos del niño”; cuyo acto seguido sería “representar” esos derechos del menor a “elegir su educación” presuponiendo su voluntad, lo que exige la acción paradójica de impedirles elegir imponiéndoles una interpretación ideológica global de la realidad (contra el art. 75 inc. 19 de la CN), que por otra parte implica una literal corrupción de menores por parte del Estado. Claramente, no es su idea llevar esta supresión cabal de la patria potestad a todas las áreas. O no al menos por ahora. Pero sí hacerlo en las cuestiones aquí mencionadas, como es el de la educación sexual. No se trata siquiera de la protección de una elección opcional del menor a una educación no autorizada por los padres, sino la imposición de una educación (realmente paternalista) ideológica por parte de un colectivo ideológico enquistado en el Estado, en nombre de prevenir la imposición de una educación dada por los propios padres supuestamente nociva para derechos del niño. Derechos a un adoctrinamiento que, no sobra repetirlo, son invenciones de la misma agenda de género y no se deducen como necesidad de los verdaderos derechos individuales del niño contemplados en la Constitución ni por la Declaración de los Derechos del Niño. No es necesario ni tiene ninguna utilidad que un profesor vista de mujer a un varón para que un niño sea protegido en su intimidad: es precisamente al contrario. Ni mucho menos presentarle a los niños que sus propios padres varones, en tanto “hombres representantes del heteropatriarcado”, son abusadores, como hace de hecho el INADI en sus talleres de género.
Todo esto implica considerar que existe una equivalencia entre el monopolio estatal de la protección de los derechos civiles de los infantes y la encarnación misma de esos derechos en un programa educativo del Estado. La idea irrisoria es que el Estado parece que no pudiera proteger ciertos supuestos derechos del menor sin su programa educativo, y por ende esa misma educación sería un derecho incluso contra la voluntad del menor. Sería así un derecho del menor el que éste vea violados sus verdaderos derechos civiles en tanto menor, con una educación coercitiva que violenta su derecho a la elección de la educación (cuando el menor tiene capacidad para discernir) o que violenta la elección de sus padres imponiendo la elección del Estado (cuando el menor no tiene capacidad para discernir), mediante contenidos que no advierten cuáles son sus derechos civiles, sino que inculcan qué son en tanto individuos, con lo cual violentan la intimidad del menor. De hecho, con la excusa hipócrita y despreciable de protegerlo de abusos en el seno de su familia (familia que es convertida en el mayor enemigo potencial en la paranoia de su izquierdismo cultural), le imponen una interpretación ideológica y pseudocientífica de la sexualidad (propiamente, la misma idea de género como identidad psicosexual), criminalizan la cultura de sus progenitores a los que hay que reeducar (“deconstruir” y reconstruir), e incitan la promoción de situaciones de índole sexual realmente ligadas intrínsecamente al abuso (en el universo patológico de las llamadas “disidencias sexuales” que incluyen sexo en menores que todavía siquiera han iniciado la pubertad). El punto terminal es el de auspiciar y finalmente organizar la mutilación genital y la inyección hormonal para imaginarios cambios de sexo en preadolescentes con disforias sexuales, usualmente transicionales, incluso contra la voluntad de los padres, con la consecuencia también usual de trastornos psicológicos severos que llevan al adolescente al suicidio. Pero como esto no basta, resulta que toda resistencia constitucionalista contra este adoctrinamiento “feminista” y “progresista” politizado (esto es: que está subordinado a una cierta ideología política), que viola todas las bases imaginables del Estado de Derecho incluyendo desde la presunción de inocencia de los varones hasta la protección por todas las declaraciones de DD.HH. de la vida humana desde la concepción ¡es presentado como parte de una conspiración de movimientos “anti-derechos”! (un nuevo tipo de crimen intelectual sin sentido según el estalinismo de la nueva izquierda). Y es natural que vean una conspiración allí, ya que se trata de negar la creación artificial de derechos: los derechos del Estado de imponerle a los derechos civiles de sus habitantes una violencia identitaria. La justificación de este sometimiento de la mayoría a estas minorías ideológicas, es que el sentido común de la población (no el masificado por éstas) no es otra cosa que la emanación de una cultura retrógrada. Las costumbres evolutivamente formadas, especialmente si lo hacen con una raigambre cristiana (por más modernizada y mutilada que esté), son siembre malas y causas de todos los males. Los males, a su vez, son juzgados como tales desde una axiología propia (que pretende disfrazarse de sentido común para comprar al público). Esta deontología progresista, con una vestimenta hipócrita al principio y en un desnudo horrible al final, no está consensuada y nunca fue legitimada objetivamente por naturaleza o debe ser alguno, salvo positivamente por los intereses coyunturales de los intereses que subyacen tras las izquierdas hegemónicas. A la sociedad precedente se le debe imponer una nueva normalidad sin oposición posible so pena de censura previa por cancelación cultural. Para un progresista actual, la sociedad de pronto se ve con un prisma atomista: no sería más que una suma de ovejas descarriadas a ser educados integralmente por la élite iluminada de todos los colectivos psiquiátricos sumados de la izquierda cultural, con derecho a secuestrar ministerios y elegidos a dedo por sus verdaderos dirigentes, como es el caso de la Fundación Huésped (sucursal local de la franquicia IPPF). Esta ideología generista, disfrazada de educación pseudo-sexual, atraviesa transversalmente a todas las currículas del aparato educativo. Este delirio no es sorprendente: este tipo de programas de adoctrinamiento transversal en una cosmovisión cultural artificial, lo podemos encontrar en cualquier régimen totalitario.
Eventualmente, llevar esta abolición colectivista de la patria potestad en todas las áreas desnudaría la naturaleza de la ESI mediante una reducción al absurdo. Porque parte esencial –y burda– de las dictaduras totalitarias es la erradicación general de la patria potestad en función de una falsa neutralidad sustantiva que se sostiene sobre una ideología. Y los ideólogos de la “perspectiva de género” (véase bien: no del respeto a las diferentes perspectivas sobre el género, sino “de género”, como si su naturaleza fuera auto-evidente y acorde a su particular lectura generista convertida en la perspectiva enseñada) no están interesados en que se evidencie el carácter autoritario de su programa sobre la esfera privada y su comunicación pública (esto es: su carácter totalitario); carácter éste que afecta no sólo a los derechos civiles de los padres de educar en materia sexual de acuerdo a su elección personal –religiosa, ideológica o la que fuere–, sino también sobre la misma posibilidad de una libertad de los propios niños a elegir. Este, pongámosle por nombre, “jacobinismo selectivo” en materia educativa, implica, al menos para un área específica, un Estado “secularista” del espacio público que, como bien describía Marx, mina su propia condición de existencia como verdadero Estado secular: el libre pluralismo de la sociedad civil. Una vida pública asfixiada por las arbitrariedades punitivas de una suerte de “comité de salvación pública de los derechos sexuales” que no tiene más autoridad que la de ser una puja de “élites” de intelectuales, engendrando, en la disputa por su mayor representación, a una pléyade de géneros en crecimiento exponencial hasta un límite asintótico: una cantidad infinita, que es la consecuencia necesaria de esta ideología.
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