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El “lockdown” y la destrucción de la estructura económica

Argentina convive, en el contexto de una gran recesión, con una producción estancada y una crisis de crédito que se exacerbará si las recientes negociaciones no resuelven el reciente default (como fue clasificado por Ficht y S&P). Ante este escenario, conviene repasar, esta vez desde el punto de vista de la teoría económica, tanto formal como sustantiva, los efectos del más importante problema que enfrenta nuestra nación tercermundista: uno de los más extremos economic lockdowns (confinamientos económicos) practicados en el mundo contra la población. Éstos son condición para el modelo draconiano de cuarentena que arriesgadamente hemos decidido imitar en su peor versión, y el cual ya están abandonando la mayoría de los países que no tienen veleidades izquierdistas.

Pensamos en la cadena de producción por entero para un bien cualquiera: un producto pasa por varias etapas de producción antes de llegar a proveedores mayoristas y empresas vendedoras. Pero, con la economía parada, una fruta, un frasco de lavandina, una bujía, una jeringa, una gota de nafta, una mascarilla, no se pueden producir a largo plazo, aun cuando se intentara mantener activas ciertas partes de la cadena de producción global. Aunque parezca al principio difícil de entender, todos estos bienes dependen de otros, incluso de bienes de consumo final que no parecen relacionados: un plato, un pantalón, una sábana, una puerta, un cable, una bolsa, un celular, un papel, una impresora, una computadora, una lapicera, un tornillo, un trabajo de ingeniería. Veamos el porqué.

El circuito que contemplan todos los bienes que se integran en un bien final como un alimento, bien sea éste un frasco de leche o un queso envasado (ver gráfico superior), es un viaje largo y complejo, de varias etapas, desde la extracción de las materias primas (tanto para el recipiente como para el alimento en sí) hasta la formación del producto final. Las industrias involucradas son vastas sólo para la producción de un alimento cualquiera en particular. Ni una sola parte de la cadena puede ser cerrada sin paralizarla por entero.

Luego llega la segunda instancia: cada una de las industrias involucradas en el proceso de las partes de dicho bien de primera necesidad, requieren, a la corta, de otras empresas dedicadas a la administración, coordinación y fabricación de insumos para las etapas de producción, sin que los bienes que éstas produzcan sean necesariamente parte del producto final. Pero ocurre que la mayoría de éstas están paradas e impedidas de operar.

Y una “partecita” clave de la producción –los seres humanos– se encuentra hoy en las casas consumiendo sus últimos ingresos. Incluso, aun cuando pudieran depender de ingresos reales, no pueden acceder a los bienes necesarios para reparar recursos domésticos vitales para su subsistencia: una pieza para un lavarropas que se rompe, un motor quemado para un tanque de agua que deja de funcionar, la caída de una línea telefónica, la falta de una medicina o de un análisis clínico, puede significar la destrucción de la subsistencia de una familia a la vez que la aniquilación de la amortización de la fuerza de trabajo que depende de ella.

A la larga, la situación se torna crítica: existe un exponencialmente más grande número de empresas dedicadas a la producción de todas las maquinarias y la administración económica y técnica de todas las partes de esa cadena, lo cual al cerrarse el círculo involucra a prácticamente todo el circuito económico. Esto incluye a la actividad de bienes que son necesarios, no sólo para el funcionamiento y reposición del “capital fijo” en tanto herramientas y mecanismos de producción, sino para el sostenimiento vital y capacitación del “capital variable” como “capital vivo” (o “capital humano” si, como Becker, lo tomamos como un capital aparte), o sea: de los trabajadores, capataces, técnicos, gerentes y empresarios de dichas unidades de producción.

Podemos entender esto mejor si pensamos orgánicamente el sistema social: a los automatismos de –usando los términos de Williamson– dos elementos constitutivos de las relaciones ex-post y ex-ante típicas de la sociedad moderna: los mercados, externos a las empresas (que son la naturaleza de nuestra sociedad civil), y de las jerarquías, internas a las empresas (y libradas a una disputa no patrimonial en el caso del Estado). Si vemos a todas estas estructuras como partes de un entero autónomo, con su propio “metabolismo social”, veremos que la relación entre hombres y medios de producción guarda una semejanza y cierta extraña simetría: la gente en sí misma es, a su manera y salvando las distancias, una suerte de “máquinas”. Sus trabajos son “bienes de consumo” para ser adquiridos por la industria; bienes que las (verdaderas) máquinas, para subsistir como productoras, consumen para existir en las empresas, y que son instrumentos de producción y circulación física del capital. Parafraseando un antiguo proverbio africano: se requiere a toda una economía para crear una mercancía.

Pero, de forma provisoria y para no hilar tan fino, quedémonos con el problema de los costos fijos: si todos estos sectores “externos” a la cadena son obligados a parar (ya que se los considera no involucrados directamente en la producción de bienes permitidos por el gobierno), entonces no hay forma de mantener la cadena de producción. La caída de una empresa por falta de repuestos puede ser sostenida por una empresa similar mientras sobreviva, pero será a costos mayores de sustitución: requerirá que un número cada vez menor de empresas sustituya a las que han caído.

Incluso sin agregar a la ecuación la cuestión del control de precios, el solo hecho de que las cadenas de pago se estén rompiendo una a una, adultera el circuito de producción en sus etapas intermedias, perjudicando el cálculo económico para mensurar el cambio en el valor de la inversión necesaria a la hora de reiniciar cualquier actividad. La razón de esto es que se habrá destruido –especialmente si se adiciona el recurso a los controles de precios– la forma de obtener la tasa real de sustitución marginal de los bienes de producción.

A la inversa: si acaso se nos dijera que a todos estos sectores no se les impide producir, entonces prácticamente no existiría un verdadero lockdown económico; en tal caso (que no es el de Argentina) se podría decir que existe un “lockdown virtual” meramente para la producción periférica de bienes de uso suntuario. Pero incluso en dicho caso tampoco se trata de un dato menor: implicará, en una economía de tiempos de paz, que como sabemos está dedicada mayormente a la creación de bienes finales (aparentemente) suntuarios, la destrucción de las fuentes de ingreso de quienes los producen y comercian. Si se desea que quienes los fabrican puedan sobrevivir, se requiere: o bien la solución irreal de la emisión monetaria para sostenerlas, o bien la solución real –pero imposible a corto plazo– de la transferencia de un sector menos vital a otro, de la mano de obra productiva y comercial.

En un lockdown económico, las actividades económicas se vuelven exponencialmente deficitarias, ya que los productos que no se pueden fabricar son interdependientes, y el stock de reserva de cada uno no puede ser recreado una vez que se consume por completo, con lo cual no se puede re-concatenar la cadena de producción.

Veamos qué sucede desde el lado de cada consumidor. Los que obtengan dinero como fruto de una producción útil, podrán utilizarlo sólo para obtener menos bienes, puesto que serán más escasos y por ende más costosos. Los controles de precios implicarán necesariamente la ilusión de un mayor abastecimiento, haciendo a dicho dinero una falsa medida de la capacidad de compra. Pero la realidad es peor: la mayoría de los trabajadores no está trabajando, puesto que sólo se encuentra activa una porción de los involucrados en la producción útil de ciertos bienes: la dedicada a alimentos, salud y limpieza. ¿Cómo se recuperarán los trabajadores (que no son máquinas que puedan esperar paradas), si para trabajar y obtener los ingresos para pagar bienes de subsistencia que necesitan, han tenido que previamente consumir lo que les quedaba de sus pocos ahorros de vivir al día, ya que estuvieron sin flujo de ingresos? A la larga es obviamente una situación insostenible.

Una solución propuesta es emitir dinero para que puedan seguir comprando. Ya de por sí, en una situación normal, dar dinero por emisión monetaria (sin que éste corresponda a ingresos por una producción existente) puede ser un “chispazo” de arranque de la economía en una situación de sobreproducción circular: lo que Röpke llamaba “depresión secundaria” en la cual se incumplía excepcionalmente la “ley de Say”. Pero éste no es el caso presente, ya que la inactividad es forzada. Y tampoco será mayormente necesario en un futuro post-lockdown, porque la recesión posterior será un síntoma y no una intrínseca situación en la que el subconsumo sea superior a la subproducción generada. Por ende, si tal medida es ahora innecesaria –y si se mantiene en el tiempo– una progresiva mala asignación de recursos genera una burbuja de actividad, insostenible a la larga, que muchas veces es extendida y empeorada con más emisión: una burbuja más grande y más frágil. Esto implica que los agentes económicos queden entrampados en la clásica ilusión inflacionaria, cuyos efectos se pueden observar en forma simplificada en el “triángulo hayekiano”: la ilusión de que existe una mayor necesidad y capacidad de producción de bienes de consumo que de bienes de capital para la creación de bienes de consumo futuro, lo cual lleva a una respuesta recesiva cuando la producción se adapta a esta situación y se descubre que los bienes consumidos ahora son más difíciles de producir.

Explicado lo anterior, en nuestro caso de “lockdown” la situación es mucho más grave, porque implica usar este cebador inflacionario en un auto frenado. Un empujoncito para que la gente se anime a moverse, pero esta vez contra una pared. O sea: un error incluso en “términos keynesianos” (o neokeynesianos o postkeynesianos, da igual), ya que la economía está forzada a operar por debajo de su frontera de posibilidades de producción. En tal contexto: ¿de qué sirve el dinero salvo para comprar los bienes que quedan, y/o los pocos que se vuelven cada vez más difíciles de producir cuanto más repuestos se consumen? Ocurrirá que cada peso remanente atesorado, servirá para poder adquirir una menor porción de los bienes totales (reducción absoluta de la demanda monetaria para ese sector)… a lo que se agregará la emisión monetaria.

No nos olvidemos que el gobierno argentino pretende con emisión monetaria poder mantener activo el consumo y salvar a las empresas, mientras él mismo tiene detenida la producción. Y todo sin crear inflación. Esto es como inducir el coma en un paciente y que, para poder despertar, se coloque a sí mismo el suero y el respirador.

El dinero realmente obtenido por el trabajo productivo (diría Marx: el “trabajo socialmente necesario” para la creación de los bienes involucrados), no puede ahora comprar nada, salvo bienes de producción muertos y salvo los últimos bienes de consumo producidos que el gobierno permite vender (relacionados a la alimentación, la salud y la limpieza). La mayor parte de estos bienes de consumo, al no poder ser re-producidos al mismo costo, son cada vez más escasos y por ende, como hemos visto, más caros. A esto se agregan dos problemas, creados por el gobierno, que empeoran en vez de corregir el desfasaje entre oferta y demanda monetaria, y que trataré de describir lo mejor posible:

1) control de precios: el gobierno adultera los precios de mercado que son los indicadores reales de capacidad de producción de los bienes. Al no surgir de la puja mercantil por la maximización del beneficio por oferta y demanda, los precios ya no reflejan su utilidad social real. El resultado es que los precios controlados no tiendan a adecuarse al valor de los bienes, logrando una creciente incapacidad para re-producirlos y una mala asignación de recursos respecto a otros bienes. A esto los economistas lo suelen llamar “distorsión de la estructura de precios relativos”. El consecuente menor abastecimiento se descubre tarde cuando los productos controlados se agotan, cosa que viven por experiencia propia la mitad o más de los que hacen una cola para demandarlos (esta es la típica manera de las economías “soviéticas” de conducirse, puesto que necesariamente deben funcionar partiendo de la premisa alucinada de que la elasticidad-precio de la demanda es nula);

2) emisión sin producción: el gobierno aumenta la oferta monetaria sin una relación proporcional con un crecimiento de la demanda monetaria. Dicho desfasaje resultante es lo que deberíamos llamar correctamente como inflación: la inflación genera la ilusión de que existen más bienes en stock que los existentes, lo cual se resuelve volviendo a un precio de equilibrio para la moneda, pero a destiempo y con complicaciones, cuando sube el precio óptimo para vender los bienes en stock (que es lo que la gente suele llamar erróneamente como “inflación”, cuando en realidad es su corrección sintomática mediante una subida de todos los precios para los diferentes factores: el precio de los bienes y el precio de los oficios, en general atrasados: salarios del trabajo, rentas de la tierra, intereses del capital, ganancias empresariales, etc.). Otra opción es que el gobierno impida que la situación se resuelva: impone un control de precios para controlar la subida de precios y salarios, sea a dichos bienes y factores, o aun peor agregando controles a los bienes y factores utilizados para producirlos (volviendo así al problema del punto 1, agravado o convertido en una metástasis de controles). Pero incluso en el caso de que se permita que el desfasaje tienda a resolverse gracias a que hay precios libres, la situación ya es de por sí dañina para la estructura de precios relativos porque los precios no suben para los primeros que reciben el dinero de valor falsificado, sino que empeora para los que lo reciben último, que así deben subir los propios en una relación distinta respecto a los primeros (que parecieran técnica y socialmente más baratos de producir y que por ende se priorizan más, erróneamente).

En cualquier caso, igualmente suele agravarse el daño económico de esta segunda medida porque, sencillamente, no cesa la acción irresponsable del banco emisor o porque se realimenta el rechazo del público al dinero devaluado, o ambas cosas a la vez. El punto terminal fue conocido por los argentinos sin siquiera haber pasado por una guerra: cuando el exceso gubernamental es tan desmedido, lleva a que el público se adelante a las subidas de precios mutuas, generando que la demanda monetaria tienda a cero. A esto se le llama hiperinflación, y su resolución ya no es de equilibrio: se genera una espiral de precios al alza imposible de detener salvo con el traspaso a otra moneda. En tales casos, los controles de precios implican un desabastecimiento total, la necesidad de aprovisionamiento en el mercado negro, una magra distribución de emergencia o, directamente, la carestía.

Ahora sumemos todo este diagnóstico a la situación de Argentina: nuestro país ya se encontraba, desde antes de estas medidas, con bajo stock de capital, con recesión e inflación, y dependiente de una entrada de dólares de la producción agropecuaria. Esta única entrada real de dólares al país, no basada en deuda externa, es la única forma, para una producción urbana basada en el eternamente fallido “modelo de I.S.I.”, para poder pagar las importaciones de los insumos necesarios para fabricar y exportar vía devaluaciones esa “producción nacional” de bienes de consumo.

Todo esto sigue siendo así en cualquiera de las dos circunstancias que el país ha vivido: sin lockdown, los bienes nacionales eran en general deficitarios y dependían de la exacción impositiva de dólares de la producción agraria para cubrir la demanda de insumos extranjeros de capital para la producción (parcial) de bienes de sustitución de importaciones; con lockdown, dichos bienes nacionales no estarán siquiera siendo producidos y se requerirá su consumo directamente al exterior, descalabrando toda la estructura de producción y circulación (tanto la deficitaria como la realmente productiva).

O sea: tanto por el lado de la “economía de la demanda” (falta de ingresos y por ende incapacidad de consumo) como por el de la “economía de la oferta” (destrucción del ahorro líquido, la capacidad de reposición de la maquinaria, con la consecuente incapacidad creciente de recuperar el capital invertido), los indicadores son malos: quiebras de empresas, incapacidad para pagar salarios, destrucción de la cadena de producción.

Resumiendo: en una situación de confinamiento económico, hay una caída constante de las reservas de bienes de capital que se requieren para la producción de bienes de consumo. Quienes producen directamente los bienes de consumo de primera necesidad mantendrán ingresos pero serán crecientemente insuficientes. A esto se sumará los ingresos nulos de quienes trabajaban en la producción de bienes suntuarios y requieren igualmente el consumo de bienes de primera necesidad, que tampoco motorizan con consumo su circulación. Sin contar en esta “ecuación” a los bienes que reciben quienes tienen ingresos por trabajos no realizados en el Estado, o que se dedican a oficios que no son necesarios para la creación de bienes de producción o bienes finales de primera necesidad.

Cabe agregar que lamentablemente en Argentina, como si faltara algo para acercarnos más a la “tormenta perfecta”, la mayor parte de quienes se benefician del sector público (que dependen de una carga impositiva al sector privado que tampoco puede ser sufragada) no son productivos: sólo una parte muy reducida está usualmente dedicada a producir bienes públicos como seguridad, limpieza o urbanización pública, o bien se aboca a un rol asistencial en precarios servicios estatales de salud y educación gratuitos. La mayoría restante ocupa puestos generalmente inútiles (inútiles en su número y hasta en su función, si es que se da realmente el hecho de que realicen alguna función) en burocracias copadas por el nepotismo, o por el parasitismo de organizaciones partidarias. Sin contar las labores innecesarias para la reproducción material de la sociedad en un sinfín de ministerios creados para fines ideológicos de ingeniería social, o para fines rentísticos con excusas ideológicas, o una combinación de ambas cosas. A esto falta agregar el sector externo al Estado pero que vive del mismo: la mayor parte de los beneficiarios del erario público siquiera cumplen ninguna función o trabajo para el mismo o para el resto de la sociedad, sino que viven sencillamente de planes asistenciales, que realimentan su situación de segregación y lumpenización social, y que son la vía que desarrollaron los intereses creados de la clase gobernante argentina para sostener un aparato gigantesco y creciente de clientelismo político. Este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad argentina y le tapona todos los poros, surgió bajo el auspicio de la actual clase política. No sólo no ha perdido un solo cargo bajo este lockdown, sino que sigue cobrando los mismos salarios. Mientras al sector privado, a empresarios y trabajadores, difícilmente le llegan los subsidios por la inactividad forzada, y ni siquiera se ha quitado sobre su espalda la carga impositiva que hace posible la existencia parásita de aquellos, por llamarlos de alguna forma, lumpenproletarios y lumpenburgueses socios del Estado.

Todos los integrantes de la población laboralmente activa y realmente productiva, que requieren estos bienes de primera necesidad, tienen que ir a trabajar para poder producirlos, pero se encuentran con cada vez menos recursos en las empresas que los producen. Todavía más: la mayor parte de la población laboralmente activa no está trabajando. Su área de producción ha sido paralizada, dado que se decidió el cierre de la mayor parte de la cadena de producción, incluyendo la de muchísimos de los bienes de capital requeridos para el resto en forma de reposición de maquinaria. Un porcentaje creciente, sin suficiente alimento en su estómago e incapaz de usar sus últimos ahorros, no dispondrá de lo que requiere para trabajar, ni consumir lo que requiere para vivir. Para hacerlo fácil de entender, podríamos imaginarnos una economía con sólo tres factores: “A”, “B” y “C”. En el punto límite, sería llegar a un horizonte en el que “A” necesite de “B y C” para empezar a producir, y en el que a “B” le pase lo mismo con “A y C”, y a “C” le pase lo mismo con “A y B”. No hay forma siquiera de coordinar el “reencendido” salvo con ayuda gratuita o a crédito de producción externa. La escasez de servicios públicos: gas, electricidad, seguridad e incluso el suministro de agua, sería la etapa final de este tipo de crisis terminal.

Por ahora y mientras tanto, los argentinos deben enfrentar uno de los aislamientos más extremos y extensos del mundo: la inactividad casi cabal de la producción y el comercio, lo que significa perder un punto del PBI por semana. Encierro forzado y total inactividad. Hayek y Keynes, Böhm-Bawerk y Marx, Smith y Mun: todos se darían de la mano y mirarían con pánico a quienes apoyan este tipo de medidas en nombre de la salud. El actual presidente de Argentina fue el presidente de Gerenciar S.A., vicepresidente del Grupo Bapro, y legislador de un partido político con economistas liberales como Domingo Cavallo, que fue quien resucitó la actividad económica durante la década de los 90s luego de una hiperinflación. Ergo, no puede argumentar desconocimiento y debería estar alarmado por la crisis que está generando, de consecuencias económicas gravísimas, lo que significa condiciones inexcusables para un agravamiento de la pobreza y la miseria, y una potencial crisis alimentaria y sanitaria. Aun antes de empezar a ser una extensión de la geopolítica china, la esclerosada Organización Mundial de la Salud nos decía que “la primera causa de muerte es la pobreza”. Contradiciendo su propia predicación anterior y siguiendo las veleidosas políticas sanitarias de la OMS, incluso contra su propio “welfarismo” declamativo, el presidente Alberto Fernández dijo recientemente, y cito textualmente sus palabras: “Prefiero tener un 10% más de pobres y no 100 mil muertes en Argentina”. Esta fue y sigue siendo su justificación de la creación artificial de pobreza, hoy en día con focos de hambruna artificial, y con un incipiente estallido social en los pisos más bajos (e incluso confrontados) de una pirámide social que se hunde.

Cabe, también, considerar cierto análisis político que por razones de espacio aquí no podemos desarrollar: detrás del poder ejecutivo de Fernández de Kirchner hay otros intereses en juego. La mayoría de los partidos tras el frente oficialista están alineados en su pertenencia a esta nueva internacional de los partidos comunistas oficiales que es el “Foro de São Paulo” con gran dominio en la región, así como a sus colaboradores del “Grupo de Puebla”. Ambas organizaciones operan en forma confesa al servicio de socialismos de Estado como el cubano y el venezolano, que especulan con destruir al sector privado para hacerlo dependiente del gobierno,[1] mientras que sus intereses están representados por las élites políticas y capas superiores de la estratificación social partidista (Weber dixit) de dichas naciones penitenciarias. Estos círculos de poder viven cómodamente, a pesar de sus ruinosas economías, del consumo de bienes importados a cambio de exportación en dólares de materias primas, con la ventaja, respecto a otras clases políticas, de un poder totalitario sin resistencia civil posible.

Mientras tanto, en Argentina, los empresarios de toda escala (incluyendo los prebendarios cercanos al gobierno) están demandando medidas para flexibilizar el lockdown, a lo que se les responde con solucionar su situación catastrófica mediante subsidios financiados vía un aumento de emisión monetaria: dinero que sólo servirá, para productores y consumidores, como papel pintado. Y probablemente, una gran inflación, e incluso una hiperinflación, encubierta por desabastecimientos crecientes de “bienes sensibles”, así como por atascos en la velocidad de circulación del dinero, estará a la espera de ser descubierta cuando se levante el estado de excepción no declarado, inconstitucional, sobre el cual opera este “lockdown económico” contra la economía.

 

 

[1] Los gobiernos que aplicaran indefinidamente este “lockdown” se enfrentarían, a la larga, a una situación muy similar a la desencadenada por el mal llamado “comunismo de guerra” en Rusia. Esta “economía” no-civil de producción y trabajo militarizado (sin uso de dinero) aplicada por la dictadura bolchevique bajo el mando de Trotsky y Lenin, no fue una contingencia sino un modelo de socialismo en sí mismo: lo aclararon sus defensores (Bukharin y, especialmente, Neurath, que lo racionalizó y sistematizó en Occidente); luego lo denunciaron sus críticos liberales como un intento burdo por parte del bolchevismo de llegar a una planificación marxista real pero mediante un contradictorio centralismo basado en las economías de los ejércitos para la distribución de sus recursos, que poca o ninguna relación tenían con las posibilidades de una economía de producción (Weber en 1919, Mises en 1920, Brutzkus en 1920, 1921-1922, todos proféticos, al menos respecto de lo que ocurriría con el brutal experimento leninista, y esto antes de que primero Trotsky, y luego el propio Lenin, reconocieran lo esquizofrénico del proyecto), y por supuesto lo criticaron también marxistas clásicos, pro-planificación pero anti-centralistas, aunque muy posteriores en el tiempo (Rubin, Clarke, Chattopadhyay, Mason). Como paso previo a la realización de la planificación bolchevique, se procedió a su corolario inevitable que fue destruir la moneda: a crear una hiperinflación deliberada y no dejar vía libre a ninguna otra moneda (una “Gran Depresión” artificial y sin salida) con una economía planificada jerárquicamente mediante los llamados “dictadores económicos”, tomando como modelo de organización al sistema de distribución de recursos propio de los ejércitos, extendiéndolo alocadamente a la producción y distribución de toda la economía. Esta táctica llevó a una catástrofe generalizada y se detuvo casi de inmediato por orden de la propia dirigencia bolchevique. Luego de un interludio, decidido por Lenin, de un capitalismo regulado o “de Estado” (período “NEP”, que recuerda al actual modelo chino), se viró luego de unos años, con Stalin, a un modelo económico nuevamente estatizado y dirigista, aunque no realmente “planificado” (basado en meros planes quinquenales para firmas estatales operando sin poder lucrar, haciendo intercambios monetarios alienados de su naturaleza capitalista y derivándolas hacia el Estado, el cual sólo podía controlar a éstas mediante una economía de desabastecimiento y escasez constante) que perduró tanto a su muerte como a su tipo de régimen (el estalinista y el maoísta: de jefe único sobre una camarilla reducida del partido). Hoy conocemos este modelo, copiado del de Stalin, como marxista-leninista oficial, como “socialismo real” o “modelo soviético” (desde la vieja URSS y sus países satélites, hasta Cuba y Norcorea), basado en una suerte de parcial libre funcionamiento para las empresas estatales. Este modelo mercantil-monetario se guiaba con unos bizarros criterios de beneficio: una combinación de ganancias derivadas al Estado, compensando a las firmas estatales según el nivel de cumplimiento de “metas de producción”, y por ende no sometidas a la demanda de consumo (sea de otras firmas o de la demanda del consumidor final). Éstas debían comerciar luego entre sí como pudieran, en general pidiendo salvatajes frecuentes. Sus críticos también fueron varios liberales clásicos, y también realmente proféticos (Brutzkus en 1934, Polanyi en 1935, Roberts en 1969-1971, y por supuesto Kornai en 1953, 1980 y 1988), además de varios marxistas clásicos (por ejemplo el argentino Astarita hasta hoy día, o marxistas neo-marginalistas como Lange).
Como fuera, lo cierto es que, salvo en las comunas estatales de Mao durante el “Gran Salto Adelante” chino o las de la “Vuelta al Campo” camboyano bajo el régimen desurbanizador de Pol Pot, y parcialmente con los delirios de Guevara, nunca se volvió a intentar hacer nada parecido a tener que usar el modelo de planificación castrense por abolir el sistema monetario.
Hoy, sin embargo, estamos destruyendo economías enteras en forma segmentada y no como resultado de hacer de la población una extensión militar de un partido político, aunque el cuadro preludie el mismo tipo de crisis y soluciones similares, inviables para sociedades “post-industriales” como lo demostraron Venezuela y Nicaragua.




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