Raúl Scalabrini Ortiz – El hombre que está solo y espera
LA DEFECCIÓN POLÍTICA
Dos fuerzas convergentes en su punto de aplicación, pero divergentes en la dirección de sus provechos, apuntalan la prosperidad del país. Una es la tierra y lo que a ella está anexado y es su índice; otra, el capital extranjero que la subordina y explota.
Antes del advenimiento europeo, la pampa era una sabana yerma de flora miserable y fauna entera, flora de arbustos rastreros, cardos, espadañas y totoras; fauna más de alimañas que de bichos o animales; un venado arisco, dos ñanduces y mil tucutucus y cuises. El abono extranjero la pobló de hombres y de animales. Sembró trigos y pueblos. La fileteó con vías férreas y la dotó de un sistema de nervaduras telegráficas que unificaron sus horizontes. Desagotó las regiones anegadizas. Construyó puertos, elevadores de granos, depósitos de cereales y cueros, frigoríficos y saladeros. Inició la manufactura de la materia prima y organizó el comercio de exportación. El capital extranjero le dio un cuerpo, pero no pudo torcer la voluntad de su espíritu. El espíritu de la tierra se mantuvo ileso. Gracias a él, no fue ésta una factoría extranjera, un emporio cerealista formidable, pero sin alma, sin cohesión, sin destino, sin más objeto que alimentar a Europa.
Ahora la República es una incomensurable estancia moderna, macrocéfala, como todas las estancias, cuyo casco es Buenos Aires. Aquí, en este suntuoso caserío, apenas un cascote en la dilatación de la pampa, se lleva la contabilidad del tráfico, se surten los implementos requeridos por el laboreo agrario, se adquieren las máquinas y se mercan las cosechas y los ganados. Pero, bajo su embarullamiento cosmopolita de urbe comercial, también Buenos Aires mantuvo incólume su espíritu, fue fiel al campo, cuyo pensamiento y cuyo sentimiento sintetizaba, a través de todas las metamorfosis en que rebuscaba la realidad de sí misma, en que rebuscaba ser lo suficientemente fuerte como para no atemorizarse de ser como es y como ha sido.
Pero tierra y capital siguen plantados frente a frente. El capital es poder de alevosías que no debe descuidarse. El sentimiento del hombre porteño no desmaya en su ladino avistamiento; con sus <<pálpitos>>, rastrea incansablemente sus manejos. El Hombre de Corrientes y Esmeralda, aunque ignorante de finanzas, <<palpita>> que el capital es energía internacional, que no se connaturaliza nunca. Palpita que si en el aprovechamiento del capital estuviera el sacrificio del país, sacrificaría al país sin escrúpulos. El hombre porteño procuró impedir que el capital extranjero se ingiriera en el manejo de la función pública, y ha desconceptuado siempre a los hombres que tutelaron su infiltración en el gobierno.
El hombre porteño tiene un instinto político de una sagacidad admirable. No se engaña nunca en el oculto designio de su elección. Cuando un político entra en combinaciones con el capital extranjero, acepta direcciones de compañías, representaciones de empresas, se contrata como abogado, o tramita sus asuntos, apañándolos con su influencia, el Hombre de Corrientes y Esmeralda le retira su delegación. Es muy difícil, si no imposible, embaucar al instinto del hombre porteño. El político se resarce del abandono insultando al pueblo, negándole condiciones para dirigirse a sí mismo.
El Hombre no regatea las famas que se obtienen con las representaciones populares. Aunque estima que de la función pública no deben deducirse medros ni privilegios personales, el enriquecimiento no daña al político mientras el político no traiciona al espíritu de la tierra. La subconciencia de la multitud sabe que lo esencialmente argentino es la tierra y el hombre que se apega a ella. Por eso el Hombre de Corrientes y Esmeralda, que tolera la influencia de todos, es implacable para juzgar la traición política.
Es tan extremada su atención, que hasta castiga, inexorable, los estados de ánimo de sus mandatarios que pueden conducir por degradaciones sucesivas a la connivencia con el capital extranjero. El hombre porteño permanece indiferente ante la elación intelectual y periodística. No se resiente, siquiera, por sus arrogancias, pero no perdona que el político se ensoberbezca. Comienza a maliciar del que habla mucho en primera persona. Odia los <<yo>> y los <<mi>>. El orgullo desmedido, en que alternativamente los hombres de gobierno incurren, extingue la idea de la responsabilidad. La soberbia es inescrupulosa: el que es poseído por ella cree debérselo todo a si mismo. Olvida que es una factura del pueblo y está muy próximo a traicionarlo. En precaución, el pueblo lo tacha de la lista de sus favoritos, sin denigrarlo personalmente. El porteño no quiere juzgar a los hombres: aprueba o desaprueba los actos, no los actores.
La mayoría de nuestros políticos se caracterizan por su torpeza a este respecto. Cuando tienen la venia popular adulan a la multitud creyendo así asegurar sus canonjías. Cuando caen víctimas de su codicia, no hallan expediente mejor que vituperar a los mismos que adularon. Los sucesores en las esferas oficiales no escarmientan, o no comprenden, y reinciden en la falta. Los conservadores manejaron durante muchos años al país como cosa propia. En desprendida capitación, se repartieron los bienes mostrencos, y algunos otros. Cicatearon la opinión del pueblo, trampearon votaciones, sin que el pueblo contuviera su voracidad y su fullería. Se enriquecieron y se entremezclaron a los terratenientes antiguos y respetados. Poco ganaron. Para el porteño, el único dinero que da aristocracia es el agropecuario. Más, luego, los conservadores ensoberbecidos, supusieron que el país les pertenecía, y entraron en confabulaciones con los capitales extranjeros. Se hicieron abogados de empresas, directores de ferrocarriles, accionistas de capital inconfesable… Y caducaron, lamentablemente.
Los radicales perduraron mientras tuvieron presente la idea de su responsabilidad. El pueblo excusaba las pequeñas incorrecciones, el arribismo desaforado, porque dieron al país una cohesión espiritual como jamás había tenido. Pero Yrigoyen, ya muy anciano, se mareó con los ochocientos mil votos de su candidatura. La altanería lo perdió. Su segunda presidencia fue una tanda inacabable de infatuamientos. Soberbia era menoscabar en vano al Parlamento; soberbia, valerse de los hombres menos enteros de su partido. Ahora estamos frente a una soberbia peor. El capital extranjero está en el poder. ¡Quiera Dios que al pueblo no le cueste muchas sangre y desorganización desalojarlo!
Trabajos igualmente decorosos y valorados en el ánimo del Hombre de Corrientes y Esmeralda son los aplicados al servicio de la tierra o del capital extranjero. En su criterio sentimental, no es más laudable el laboreo de las tierras que la conducción de locomotoras. Tampoco se malquiere a los hombres extranjeros que defienden a los capitales puestos al amparo de su expediente. A un inglés, o norteamericano, o francés, o alemán, directores de compañías bancarias, presidentes o gerentes de frigoríficos, de usinas eléctricas, de ferrocarriles, se les brindan las opciones más hospitalarias del país, y son bien recibidos por el pueblo. Sus artimañas en pro de un mayor rendimiento financiero, no despiertan antipatías ni aversiones en el Hombre de Corrientes y Esmeralda. El más bien se burla cordialmente de ellos. <<Estos yonis son una luz para los pesos>>.
El Hombre reprueba la infidelidad de los representantes de sus conveniencias y de su espíritu, que debían alegar por él, y lo traicionan: son <<acomodados>>. Lo que el Hombre no permite es que los extranjeros le birlen las riendas del gobierno y le hundan en una miseria estéril en que el espíritu se extingue. Esa es la infidelidad cuya reconvención estamos leyendo en el Hombre de Corrientes y Esmeralda, centinela que está solo, en avanzadas, cautelando su espíritu y el espíritu de la tierra, de quien es una anécdota más, un rostro, un gesto, una voz, una advocación que busca concretarse. El Hombre de Corrientes y Esmeralda busca, no la riqueza, sino la conjunción de la tierra y el hombre en que el espíritu de esta tierra amanece.
Fuente: Scalabrini Ortiz, Raúl, El hombre que está solo y espera, Bs.As., Plus ultra, 1983, pp. 85-89
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