Victor Massuh – La libertad y la violencia 2

Víctor Massuh – El hombre apocalíptico

El hombre apocalíptico

Nietzsche divinizó la violencia: al hacer de la voluntad de poderío el centro de la realidad misma, le dio dignidad ontológica. Sorel siguió sus pasos, pero la transformó en un ídolo suburbano y callejero: cualquier desborde entre obreros y policías tenía el carácter de un oficio sagrado “generador de lo sublime”. El fascismo y el nacionalsocialismo exaltaron este mito de la violencia hasta culminar en la mística sombría de la “acción directa”, el aceite de ricino y los campos de concentración. Por otro lado, y partiendo de supuestos distintos, Marx, Engels y Lenin celebraron la violencia como valor instrumental. Pero también contribuyeron a la formación de una mística revolucionaria que la convirtió en una “praxis absoluta’”, en el éxtasis activista que otorga instantáneamente la iluminación, la más alta forma de liberación histórica. El impulso revolucionario vale por sí, más allá de toda realización concreta, pasa por encima de la revolución misma.

Todo el panorama esbozado en estas páginas, desde Nietzsche y Marx hasta Sorel y Fanon, pone de relieve el crecimiento de los prestigios de la violencia como instrumento de redención histórica. Muestra el paso que va de su carácter relativo e instrumental a su forma absoluta, de su valor como mal menor a su condición de máximo bien, de su carácter de reprochable transgresión a la ley a su investidura de ley suprema de la realidad, de su fisonomía precaria y caprichosa a su condición de imperativo de la Razón Histórica. A lo largo de este proceso, la violencia aparece legitimada por la ética, la metafísica, la política y el derecho. Exaltada por la tradición marxista, ontologizada por Nietzsche, divinizada por el irracionalismo o bien anatematizada y negada por el Mahatma, ella está allí, en el corazón de nuestro tiempo como su protagonista central. Si se ha convertido en un objeto del pensar filosófico de estos últimos cien años, es porque crece y actúa en las entrañas de nuestra vida histórica condicionando una nueva visión de la cultura humana. Ella ha impreso su fisonomía en los más importantes hechos de nuestro tiempo, en la actividad política y social, en las relaciones entre los hombres, en nuestro modo de enfrentar la vida. Esta violencia que no sólo es el “fondo” de nuestros actos sino que es “elegida” por nosotros, que no sólo es una “atmósfera” generalizada que se acepta sino que es querida, buscada y exaltada por nuestra voluntad, esta violencia ha plasmado más que ningún otro elemento la nueva imagen del hombre contemporáneo, su imagen apocalíptica.

El rasgo apocalíptico del hombre de nuestro tiempo ha fraguado en el otro de una violencia que alcanzó sus mayores niveles de justificación filosófica, ética y jurídica. No pudo haberse formado sin este acendrado cultivo de la violencia como el más alto valor de la existencia humana, sin que la hayamos transformado en una divinidad que identificamos con el esfuerzo creador y con la redención en lo más secreto de nosotros mismos. El hombre apocalíptico confía en el carácter bienhechor de una destrucción global: es todo un mundo, una cultura, una historia, un pueblo, quienes deben ser destruidos para hacer posible una transfiguración creadora. El satanismo de la conciencia apocalíptica lleva a creer en el poder redentor y purificador de las llamas, en la fuerza anunciadora de la destrucción. Es una enamorada de las ruinas porque considera que ellas constituyen el único origen, el verdadero punto de partida. También define al hombre apocalíptico una sensibilidad para lo histórico que combina la fe en la catástrofe con la impaciencia. Quiere jugarlo todo porque quiere ganarlo todo. La impaciencia histórica exige al porvenir una irrupción grandiosa, que los plazos se cumplan sin las tibiesas inciertas de una larga dilación. El ánimo apocalíptico es una forma de la desesperación que se convierte a sí misma en esperanza, justamente por agotamiento de toda capacidad de espera. Es la exigencia radical e imperativa que resulta de un extremo abandono, de un acentuado nihilismo. Esta sensibilidad revela que el hombre contemporáneo siente la necesidad de un fin o intuye proféticamente su proximidad. Su embriaguez destructiva está indicando que quiere poner fin a algo. Hay en la violencia de nuestro tiempo un vértigo agresor que expresa la voluntad del hombre de poner fin a los fundamentos de su propia cultura: un mundo fundado en una determinada imagen del hombre, una cierta idea de la razón, una específica noción de la sociedad, una definida tabla de valores, una tradicional visión de lo divino. El hombre apocalíptico viene a arrasar con todos estos productos gastados. No tiene remordimientos, ni un sentido reverente del pasado. Sus imágenes del cambio histórico parecen profecías por las dimensiones colosales de las catástrofes que anuncian Marx y Nietzsche, los dos grandes profetas de la era apocalíptica, anunciaron el fin de vastos ordenamientos culturales: el mundo burgués fundado en la alienación del hombre y el mundo del Occidente platónico y cristiano. Ellos no temían extremar la destrucción porque estaban seguros que de las ruinas surgirían “un nuevo cielo y una nueva tierra”.

Por ello el hombre apocalíptico cree en la inminencia de cambios radicales, confía en la virtud germinativa de la destrucción. No se inquieta ante la visión de grandes desórdenes o de conflictos intensos y graves. Considera que la magnitud de la violencia puesta en juego da la pauta de la hondura de la transformación histórica. Vislumbra con satisfacción que los conflictos sociales y humanos se agudicen porque ello indica que, de este modo, se aproximan a su solución definitiva. Su metodología para el enfoque de los problemas humanos también es catastrófica: la solución de un conflicto sólo es posible por el camino de su agravación. El hombre apocalíptico es aquél que, paradójicamente, quiere apagar el fuego avivando sus llamas. Una secreta confianza en la virtud dialéctica de los fenómenos humanos, lo lleva a pensar que en el punto extremo de la humillación se encuentra el camino de la dignidad, que la pérdida completa es recuperación, que la total destrucción es la condición de toda creación. Lenin jamás dudó de que una agravación de la violencia llevaría a su supresión definitiva. Tampoco vaciló en creer que una intensificación dictatorial del estado sería el comienzo de su autosupresión, ni que la lucha de clases asumida encarnizadamente llevaría a la disolución de todas las clases y a la paz entre los hombres. El hombre apocalíptico ama la catástrofe y sueña con Atlántidas futuras, su mirada quiere abrazar el fin y el comienzo, se embriaga tanto con un término como con el otro, confía que la historia sólo levanta la ciudad justiciera allí donde no ha quedado resto alguno de la ciudad antigua. No piensa que los escombros de lo que se destruyó pueden ser definitivos, que las ruinas acaso no tengan valor germinal y que más allá de la destrucción quizás no se produzca ningún alumbramiento.

El hombre apocalíptico es políticamente un extremista; de allí que todo llamado a la colaboración o el compromiso, toda propuesta transaccional, se le aparecen como una trampa del reformismo, una variante del utopismo pacifista, del decadentismo burgués y la ideología humanitaria, en suma, una postergación de las soluciones definitivas. A la meta de una verdadera “humanización” de la historia no se accede sino mediante la incorporación brusca y total, y no por etapas ni conquistas graduales. Sólo a través de un salto revolucionario, de una ruptura sangrienta con el pasado histórico, la humanidad conquista su liberación. La conciencia revolucionaria es un rasgo esencial del hombre apocalíptico. Estimula sus decisiones violentas y catastróficas con la borrachera de visiones redentoras y beatíficas del futuro del hombre. No piensa ningún fenómeno humano en términos de pequeñas unidades históricas; sus enjuiciamientos alcanzan siempre a toda la historia. Los acontecimientos que anuncia comprometen siempre a toda la vida del hombre hasta el presente. Nietzsche confiaba en que su mensaje dividía a la “historia en dos mitades”’ y Marx señaló que la revolución que él predicaba pondrá fin a la “prehistoria” del hombre.

El hombre apocalíptico se define en el plano de la actividad ideológica, dijimos, como un extremista. El extremismo político coagula en muchas actitudes revolucionarias y en el estilo vital del activista disciplinado y fanático animado de místico fervor. En más de un aspecto, el extremista aparece sometido a la tensión entre dos polos: el de un apostolado ardiente por su causa y el de un realismo práctico proclive al cálculo frío e inhumano. Combina la convicción de un creyente con la indiferencia de quien puede obrar sin escrúpulos. La rigidez de sus metas últimas contrastan con la fluidez y versatilidad de su adaptación a las circunstancias inmediatas. Es fácil advertir que la violencia del extremista es una variante de la voluntad absoluta, ella se alimenta en las fuentes secretas de una credulidad fanática. Considera que la suya es una acción radical cuyo significado enlaza con el fin último de la Historia que planea por encima de las mediaciones menores y las circunstancias: es una acción redentora que se juega por el destino del género humano y no por hombres limitados y concretos. Puede llegar, muy a pesar suyo, al terror y la crueldad, a la agresión y la violencia, porque tiene la vista puesta en una conquista definitiva. El hombre apocalíptico absolutiza sus fines: idoliza la Historia y por ellos se siente autorizado a violentar la historia cotidiana y actual; puede perseguir y destruir a los hombres concretos porque tiene la mirada fija en el Hombre; niega las libertades relativas porque sólo le interesa la Libertad; es un encarnizado enemigo de la democracia puesto que es el devoto de la Democracia perfecta. En suma, el extremista asume la violencia sin mala conciencia porque en el revés de su trama encontramos el dibujo del utopista. No es extraño que las mayores crueldades hayan sido desencadenadas por los abanderados de los sueños más puros. Nada está más cerca de la crueldad que la pureza. Los inflexibles creyentes en paraísos terrenales son los que, por lo general, han dejado mayor cantidad de cadáveres en el camino.

El hombre apocalíptico participa de una concepción moral que corresponde a la justicia vengativa. Su ejercicio de la violencia va a fundarse en una ética del castigo. El hombre apocalíptico se siente el brazo armado de la moral y está sacudido por estertores punitivos. El terror, nos enseñaron los jacobinos, siempre estuvo aliado a la virtud y con facilidad confundieron la pureza con la “depuración”. Por medio del a violencia revolucionaria el hombre apocalíptico busca no sólo combatir a su enemigo sino, sobre todo, castigarlo. Por la revolución o la destrucción catastrófica “tendrán su merecido” la nobleza, la burguesía, los contrarrevolucionarios, el colonizador, los imperialistas. Muchos escritos de Marx y de Lenin están llenos de sacras adminiciones dirigidas a la burguesía. La violencia que prometen no sólo quiere hacer nacer un mundo nuevo sino también castigar el antiguo. El hombre apocalíptico considera que quien comete el mal debe ser castigado y la violencia es una tormenta purificadora que barre las miasmas de una sociedad descompuesta. Detrás de su inflexibilidad moral y de su defensa de la virtud, no advierte el rostro del verdugo.

El guerrillero acomete la violencia a plena luz, no teme sus formas desnudas porque las encuentra bellas, necesarias y legitimas. Pero hay otras formas de la violencia que buscan el encubrimiento y aman el disimulo. Son formas encubiertas que alcanzan un alto grado de racionalización: la tortura y la propaganda. Tanto en una como en la otra, se han depurado elementos irracionales tales como el odio, la agresividad y el gozo de la destrucción. Tanto el verdugo como el agente de la propaganda han eliminado todo el correlato emocional y vivencial que acompaña normalmente al ejercicio de la violencia. Esta última se convierte en una operación abstracta, en un trabajo sobre un adversario neutro y paralizado que ha perdido toda figura humana, que ha dejado de ser un prójimo.

La violencia del verdugo o del agente de la propaganda pierde su referencia directa a una causa histórica, a una meta humana considerada suprema. El brazo que lucha por el ideal social y revolucionario no es el mismo que trabaja en la tortura o en la propaganda. La voluntad que aquí actúa es la voluntad-instrumento, esto es, una voluntad que obra con la pasividad de un mecanismo. Es una voluntad muerta que no está referida a ningún fin humano; ejecuta fines intermediarios, instrumentales, ejecuta metas abstractas, codificadas, exentas de toda connotación irracional, vivencial, humana.

¿En qué forma se manifiesta este comportamiento en el verdugo? Su actividad es un ejercicio artesanal que exige el dominio escrupuloso de una técnica. El verdugo es el profesional de una violencia refinada, aplicado a la destrucción del ser humano y que debe operar sin odio, con la lentitud y la eficacia de un artesano perfecto. El odio pertenece todavía al reino de la vida; el verdugo instala su laboratorio en el reino de la indiferencia. El prójimo es un objeto al que se hará hablar y su trabajo posee toda la rutina y el aburrimiento de las labores neutras y cosificadas.

La violencia desnuda del guerrillero quería avasallar la voluntad del otro, invadirla. El torturador, en cambio, quiere depurar la violencia de estos comportamientos patéticos, ya no enfrenta ninguna voluntad referida a la suya particularmente; sólo quiere que la cosa, el cliente, el tipo hablen. Y la muerte se deslizará gota a gota, el profesional de la violencia se aplicará fríamente, con pulcritud artesana, a generar el sufrimiento, la destrucción y la muerte.

En la propaganda hay una refinada violencia también, que se encubre con el asentimiento del prójimo. Implica, en primer lugar, la elección de un objeto, un hombre, un producto, una conducta o una doctrina, y su correspondiente exaltación a un nivel de excelencias independientemente de sus valores instrínsecos. Esto último no cuenta, lo esencial es aquí un factor adventicio. Hay una dialéctica de la pura exterioridad en la propaganda que necesariamente reduce su formulación a un ejercicio en el que ya no cuentan la verdad o la mentira. Lo que se dice de algo nada tiene que ver con él; el producto mismo ha sido “desrealizado”, al transformarse en objeto de la propaganda. Ella no se interesa por el producto sino por su aceptación.

En este sentido, la propaganda comienza una desenfrenada lucha por distorsionar con mayor o menor grosería, mayor o menor ingenio, aquello que se pretende imponer como necesario y verdadero. Ella ejerce violencia sobre el objeto, el hombre, la conducta, la doctrina —el producto, en suma— y los disfraza y caricaturiza, opera un verdadero “maquillage” del producto al que se le impondrá el rostro del mercado o de la muchedumbre. El objeto, el hombre o la doctrina así presentados con el “maquillage” de la propaganda, se vuelven aceptables y sometidos totalmente a determinaciones extrínsecas.

El segundo paso de la propaganda es el siguiente: para que este producto así “arreglado” pueda ser aceptado por los demás, es preciso que el prójimo mismo sea sometido a un proceso que lo transforme en un consumidor. Esto será el fruto de violencias sutiles porque se trata de acondicionarlo y crear en él un conjunto de necesidades artificiales, de convertirlo en un ente pasivo e inferiorizado. En suma, es preciso hacer de él un ser doblegable y lo suficientemente dócil como para enmarañarlo en los mil hilos de la violencia encubierta: un hombre que al ser tocado por el trance hipnótico de la propaganda, se encuentre con la adecuada dosis de enajenación como para responder mecánicamente a las incitaciones y estímulos que un conjunto de intereses ha creado.

¿Qué nos resta? Nos encontramos ante la forma más degradada de la violencia, aquella que transforma en la legitimación inocente de la mentira; para ello fue preciso degradar al hombre, convertirlo en un prisionero de necesidades ficticias, en el sujeto de la credulidad sonambúlica. La voluntad del prójimo no necesita ser avasallada (como en el caso de la violencia desnuda del guerrillero), esta vez ha sido destruida por mecanismos sutiles, por formas abstractas y neutras, por un proceso que hace del hombre un sujeto de mecanismos reflejos. De igual modo opera el verdugo, también él se encuentra ante una cosa, un montón de reflejos que estallan, se retuercen y que, tal vez, hablan. Pero tanto el verdugo como el agente de la propaganda consuman una misma destrucción del prójimo, un mismo sacrificio de la autonomía humana y su rebajamiento a la condición de cosa. Pero uno y otro ejercitan una violencia que también busca esconderse ya en la noche de los sótanos policiales y los campos de concentración, ya detrás del disfraz de inocuidad e inocencia de una figura o una sonrisa que nos golpean suavemente y sin descanso nos persiguen, implacables, por todos los rincones de nuestra vida. Tanto la tortura como la propaganda no quieren que se hable de sus mecanismos, de sus laboratorios, de sus cámaras, de sus procedimientos, no quieren mostrar sus caras verdaderas. Prefieren que atendamos a las apariencias, a los resultados, a sus productos vistosos y relucientes, a las tranquilizadoras versiones de los diarios.

 

Massuh, Víctor: La libertad y la violencia, Editorial Sudamericana, Bs.As., 1984, p.p. 55-63




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