Vicente Massot – Se acabaron los amagues.
El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional se ha convertido en un verdadero problema para los integrantes del gobierno nacional. De tanto repetir, sin solución de continuidad, que ese organismo de crédito es una suerte de resumen y compendio de la maldad —integrado por quienes desean el estancamiento de la Argentina— ahora se hallan en el peor lugar imaginable. Están condenados a firmar un acuerdo de facilidades extendidas en algún momento —entre finales de este año y la última semana de marzo de 2022— y no encuentran la forma de explicarle al país y, sobre todo, a sus seguidores, la dimensión del ajuste que se nos viene encima. Si no lo hubiesen estigmatizado por razones pura y exclusivamente ideológicas, hoy les resultaría más fácil hacerle entender a la sociedad en su conjunto el por qué es necesario dar ese paso. Pero son esclavos de sus discursos de barricada. No pueden eludir el bulto con una verónica propia de toreros ni están en condiciones de posar de distraídos y patear la cuestión para más adelante. Los tiempos se acortan, las reservas languidecen, y la incertidumbre de los mercados se incrementa día a día. Por eso, tras jugar a las escondidas durante veinticuatro meses —poco más o menos— ha llegado el momento de sentarse a negociar en serio.
De lo boca para afuera, Alberto Fernández posa de guapo y proclama que, antes de poner la firma, exige que el FMI realice un mea culpa o algo parecido respecto de la forma que le prestó a la administración de Mauricio Macri U$ 44.000 MM. El análisis de semejante decisión —sin duda, desafortunada—, el equipo que lidera la búlgara Kristalina Gorgieva ya lo hizo y hasta es posible que más adelante publique sus conclusiones. Lo que no significa que pida perdón o que ensaye una especie de palinodia a gusto del kirchnerismo. También, para calentar a sus tribus electorales los funcionarios del oficialismo siempre se encargan de dejar en claro que no habrá acuerdo si ello implica poner en ejecución un ajuste. No obstante, en su fuero íntimo, saben de memoria que deberán tragarse el sapo.
Así como es harto probable que a Martin Guzmán los burócratas del FMI no le exijan un plan en donde se incluyan reformas de carácter estructural, también va de suyo que sí requerirán un adelgazamiento del déficit fiscal, una reducción importante del cepo y una política que permita acumular reservas para, en años por venir, honrar los compromisos contraídos. No hay que haber ganado el Premio Nobel, ni ser un discípulo distinguido de Milton Friedman o un seguidor aventajado de John Maynard Keynes, para darse cuenta de que, por muchas vueltas que se den en derredor del tema y muchas sean las explicaciones ofrecidas con el propósito de edulcorar las cosas, no hay acuerdo susceptible de gambetear el ajuste.
Es cierto que, dada la proverbial mansedumbre del pueblo argentino y la ignorancia supina del popolo grosso —y no tan grosso— acerca de lo que se terminará negociando, las posibilidades de un levantamiento social o cosa por el estilo —a semejanza de cuanto ocurrió hacia finales de la gestión de Raúl Alfonsín y en el 2001— -son remotas. La caída del salario real y de las pensiones y jubilaciones, en el curso de los dos años que lleva el mandato kirchnerista, es tan notable como la pasividad de la gente que se ha acostumbrado a tomar lo que le ofrezcan sin chistar. No es una convulsión comunitaria que amenace la permanencia de Alberto Fernández en la Casa Rosada lo que les quita el sueño a los representantes del populismo nativo. Sería una ingenuidad pensarlo. En rigor, el problema se desliza por carriles distintos.
Una cosa es que no haya una algarada a nivel nacional y otra que un ajuste de proporciones —como el que ya se recorta en el horizonte— no tenga consecuencias deletéreas para el gobierno si se pone atención en los próximos dos años, los últimos del mandato que ganó en las urnas el Frente de Todos en noviembre del 2019. El riesgo que corre el oficialismo es sufrir una derrota aún más contundente que la de un mes atrás. Como no hay ajustes incoloros, inodoros e insípidos, es seguro que los efectos más desagradables que traerá aparejado el acuerdo con el FMI habrán de sufrirlos las clases más necesitadas y las deterioradas y castigadas clases medias.
En cambio, nadie se halla en capacidad de discernir cuándo comenzarán a percibirse —si es que se perciben alguna vez, de manera clara— las consecuencias benéficas del ajuste. Porque bien podría suceder que las correcciones, enmiendas y cambios que se realicen con el objeto de evitar el tan temido default, resulten puestas en marcha a las apuradas y sin un plan integral, algo que se le viene reclamando en vano al gobierno desde que se hizo cargo de sus
funciones.
Es a todas luces ilustrativo de las limitaciones de esta administración el hecho de que no se le haya caído una idea de la cabeza como para poner a andar las ruedas estatales en correspondencia con un libreto que las guiara. Acá todo se ha hecho a los ponchazos y no sería de extrañar que con el Fondo Monetario se obre de idéntica manera.
La firma del acuerdo no parece inminente. Sería un milagro que hubiese fumata blanca antes de fin de año. Entre las expectativas alimentadas por los funcionarios públicos nativos, de que el acuerdo se encuentra a la vuelta de la esquina, y las declaraciones recientes de la Giorgieva de que aún queda “mucho por hacer”, conviene quedarse con las últimas. De un tiempo a esta parte el gobierno y sus repetidoras mediáticas han echado a correr una serie inaudita de versiones respecto de cómo lloverá maná del cielo para llenar de dólares las exhaustas arcas del Banco Central. Han hablado de créditos del Banco Mundial y del BID de U$ 15.000 MM, de nuevas remesas de DEG, de créditos blandos chinos y saudíes y otros disparates sin cuento. Nada de esto es cierto. En todo caso, es acción psicológica cuyo sentido resulta difícil de entender.
Mientras Horacio Verbitsky deja trascender desatinos para consumo de ignorantes, el diputado Leandro Santoro, más serio y realista que aquél, anunció con tonos apocalípticos lo que el estima que sucedería si acaso no hubiese acuerdo con el Fondo: “El costo de un default se lleva puesta a la clase política argentina, a todos, porque si Vos agarras y decís ‘el Congreso rechaza un acuerdo con el FMI’ al otro día tenés corrida bancaria, corrida cambiaria, una maxidevaluación, traslado a precios, se genera un shock de desabastecimiento”. Por ese motivo, los diputados y los senadores de Juntos por elCambio, conscientes del tema y de sus posibles alcances, acompañarán al gobierno y no le pondrán un palo en la rueda a cuanto negocie Martin Guzmán. Más allá de evaluar si el vaticinio del político kirchnerista de la capital federal peca o no de exagerado, es verdad que en el seno de la principal coalición opositora se ha abierto un debate acerca de la posición que deberán adoptar sus representantes cuando la cuestión llegue al Congreso de la Nación. De momento, se hallan abocados a considerar el problema en términos generales, a la espera de conocer los pormenores del acuerdo. Hasta no leerlos del derecho y del revés, nadie adoptará una postura principista a favor o en contra aun cuando existe, a priori, una divisoria de aguas: hay quienes sostienen que sería muy difícil oponerse —salvo, claro, que el texto garabateado por la línea técnica del Fondo y Martin Guzmán fuese indigerible— y están los que consideran que es menester evitar la sensación de que su apoyo sea interpretado, por una parte de sus seguidores, como una muestra de debilidad. Para el oficialismo representa un quebradero de cabeza; para el arco opositor, una de esas dudas complicadas de resolver.
Fuente: Se acabaron los amagues – Por Vicente Massot (notiar.com.ar)
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