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Arnold Toynbee – EL SENTIDO DE LA HISTORIA PARA EL ALMA

Theologia historici

Las cuestiones discutidas en este ensayo han sido agudamente debatidas durante siglos y siglos por teólogos y filósofos. Al tratarlas quien esto escribe es probable, por lo tanto, que incurra en errores que parecerán elementales a sus lectores. Pisará ciertamente un terreno que es para ellos familiar y trillado.» [*]Se lanza, con todo, a esta investigación con la esperanza de que pueda ser de algún interés para los teólogos ver cómo enfoca un historiador esos viejos problemas teológicos. Como quiera que sea, no dejará de divertirles el espectáculo de un incauto historiador que tropieza y cae en esas ciénagas teológicas tan conocidas y de mapa tan minuciosamente trazado.

Comencemos nuestra investigación examinando sucesivamente dos puntos de vista que están en extremos opuestos de la escala histórico-teológica, pero que, si resultaran, respectivamente, justificables, resolverían en términos bastante sencillos el problema del sentido de la historia para el alma. A mi juicio (no tengo inconveniente en declararlo de antemano), ambos puntos de vista son en realidad insostenibles, aunque cada uno de ellos tenga su parte de verdad, que se invalida por la exageración de llevarla al extremo.

 

Una concepción puramente terrenal

El primero de esos puntos de vista extremos puede formularse diciendo que, para el alma, todo el sentido de su existencia está contenido en la historia.

Según esta concepción el ser humano individual no es sino una parte de la sociedad de la que es miembro. El individuo existe para la sociedad, y no la sociedad para el individuo.

Por lo tanto, lo significativo en la vida humana no es el desarrollo espiritual de las almas sino el desarrollo social de las comunidades. En mi opinión esta tesis no es verdadera; y cuando se la ha tomado por tal y se la ha llevado a la práctica ha producido atrocidades morales.

El aserto de que el individuo es una mera parte del todo social puede ser la verdad respecto a los insectos sociales —abejas, hormigas y termites—, pero no lo es respecto a ninguno de los seres humanos que conocemos. Una escuela de antropología de comienzos del siglo xx, de la que Durkheim fue el principal representante, trazó un cuadro del hombre primitivo que lo presentó como perteneciendo poco más o menos a una especie mental y espiritual diferente de los seres racionales, que, según se afirmaba, éramos nosotros. Extrayendo sus pruebas de descripciones de las sociedades primitivas sobrevivientes, esta escuela presenta al hombre primitivo como gobernado por la emoción colectiva del rebaño humano, y no por la operación racional del intelecto individual. Esa tajante distinción entre una especie “no-civilizada” y otra “civilizada” del hombre debe, empero, reverse y atenuarse a la luz de los iluminadores descubrimientos psicológicos que se han hecho desde los días de Durkheim. La investigación psicológica nos ha mostrado que el llamado salvaje está lejos de ser el único dueño de la vida emocionalmente gobernada del subconsciente colectivo. Aunque éste resulta haber sido traído a luz primeramente en el alma del hombre primitivo por la observación antropológica, la investigación psicológica ha puesto de manifiesto que también en nuestras almas comparativamente pulidas el subconsciente colectivo yace bajo una consciencia que flota sobre él como coquina que surca azarosamente un océano insondable y sin orillas. Cualquiera que resulte ser la constitución de la psique humana, podemos ya estar casi ciertos de que es substancialmente la misma en seres humanos como nosotros, que estamos tratando de ascender desde el plano de la vida primitiva hasta el nivel de la civilización, y en ex-primitivos como los papúes de Nueva Guinea y los “negritos” del África Central, que han sufrido en estos últimos pocos milenios la irradiación de sociedades que han pasado durante ese tiempo por el proceso de la civilización. El equipo psíquico de todos los seres humanos existentes aún, en todos los tipos vivientes de sociedades, parece ser substancialmente idéntico, y no tenemos razón alguna para pensar que ha sido distinto en los primeros representantes de la especie sapiens del género Homo que conocemos, no ya por la relación personal del antropólogo con seres vivientes, sino por la lectura que hacen el arqueólogo y el fisiólogo de la prueba reveladora de utensilios y esqueletos. Cabe concluir que, tanto en el estado más primitivo como en el que lo es menos de aquellos en que el Homo sapiens no es conocido de algún modo, el ser humano individual posee alguna medida de personalidad autoconsciente que eleva su alma sobre el nivel de las aguas del subconsciente colectivo; y esto quiere decir que el alma individual tiene una vida propia genuina que se distingue de la vida de la sociedad. Podemos concluir, asimismo, que la individualidad es una perla de gran valor moral, al observar las atrocidades morales que ocurren cuando se la pisotea en el lodo.

Esas atrocidades son máximamente conspicuas en ejemplos extremos: la forma espartana de vida en la sociedad de la Grecia clásica; la casa de esclavos del sultán otomano[**] en los comienzos del mundo islámico moderno; los regímenes totalitarios establecidos coactivamente en nuestra época en cierto número de países occidentales o parcialmente occidentalizados. Pero una vez que, frente a estos casos extremos, hemos percibido la naturaleza de tales atrocidades morales, resulta más instructivo descubrir el matiz espartano en el patriotismo del Estado-ciudad griego clásico común y el matiz totalitario en nuestro nacionalismo occidental moderno común. En términos religiosos, este trato del individuo como mera parte de la comunidad es una negación de la relación personal entre el alma y Dios y una substitución del culto de Dios por un culto de la comunidad humana: el Leviatán[***], la abominación de la desolación, que está donde no debe.[****] El jefe de la juventud nacionalsocialista alemana, Baldur von Schirach, declaró alguna vez que su tarea era “edificar un gran altar a Alemania en cada corazón alemán”. Tiene que ser malo adorar a una institución de factura humana que es efímera, imperfecta y a menudo completamente perversa en su operación; y vale la pena recordar que una forma particularmente noble —quizá la más noble que pueda concebirse— de este culto al Leviatán fue terminantemente rechazada por el primer cristianismo. Si alguna comunidad humana fuera digna de culto, sería un Estado universal, como el Imperio Romano, que trajo las bendiciones de la unidad y de la paz a un mundo atormentado por la guerra y las revoluciones durante mucho tiempo. Y sin embargo, los primeros cristianos desafiaron el poderío aparentemente irresistible del gobierno romano imperial antes que transigir con un culto al Leviatán que les era recomendado persuasivamente como algo que no tenía nada siniestro, pues no pasaba de una simple formalidad.

El culto al Leviatán es una atrocidad moral, aun en su forma más noble y suave; pero hay, no obstante, una parte de verdad por debajo de esa errada creencia de que la sociedad es el fin del hombre y que el individuo es simplemente un medio para ese fin. Esa verdad subyacente es que el hombre es una criatura social. Sólo puede realizar las potencias de su naturaleza al salir de sí mismo y entrar en relaciones con otros seres espirituales. El cristiano diría que la más importante de las relaciones del alma es su comunión con Dios, pero que también necesita tener relaciones con las criaturas hermanas, que son los otros hijos de Dios.

 

Una concepción puramente sobrenatural

Saltemos ahora al polo opuesto y examinemos la concepción antitética de que, para el alma, todo el sentido de su existencia está fuera de la historia.

Según tal concepción este mundo es por entero sin sentido, y es malo. La tarea del alma en él es soportarlo, desentenderse de él, salir de él. Ésta es la concepción de las escuelas filosóficas budistas, estoica y epicúrea (fuera cual fuere la visión personal del propio Buda). En el platonismo hay una fuerte veta de ella. Y ha sido, además, una de las interpretaciones históricas del cristianismo (equivocada, a mi juicio) .

Conforme a la concepción budista extrema, el alma misma es parte entrañable del mundo fenoménico, de suerte que, para desembarazarse de él, el alma tiene que extinguirse. Al menos tiene que extinguir en ella ciertos elementos que, para la mente cristiana, son esenciales para la existencia del alma; por ejemplo, sobre todo, los sentimientos de amor y de piedad. Esto es inequívocamente evidente en la versión hinayaniana del budismo, pero está también implícito en el Mahayana, sin que importe la resistencia de los adeptos de la escuela mahayaniana a las consecuencias últimas de sus propios dogmas. Puede darse que el amor y la piedad por sus congéneres dotados de consciencia muevan al bodhisatva mahayaniano a postergar su propia entrada en nirvana por eones y eones para ayudar a sus hermanos a seguir el camino que él encontró para sí. Pero éste es, después de todo, el camino ortodoxo que lleva a la salvación por la autoextinción, y el sacrificio del bodhisatva, aunque inmenso, no es irrevocable ni eterno. Al cabo terminará por dar aquel paso final hacia el nirvana sobre cuyo umbral se encuentra ya y, al hacerlo, extinguirá, consigo mismo, el amor y la piedad con que ha ganado el amor recíproco y la gratitud de la humanidad.

Podría describirse al estoico (quizá muy poco cortésmente) como un aspirante a budista que no ha tenido el valor de ser leal en todo a sus convicciones. En cuanto al epicúreo, considera a este mundo como un producto accidental, sin sentido y maligno de la interacción mecánica de los átomos; y —ya que la duración probable del efímero mundo particular sobre el que le toca hallarse puede resultar tediosamente larga en comparación con la probabilidad de vida del ser humano- debe aguardar su propia disolución —o aun acelerarla— como única salida abierta ante él.

El cristiano de la escuela ultramundanal extrema cree, claro está, que Dios existe y que este mundo ha sido creado por Él con un fin; pero éste, a sus ojos, es el fin negativo de educar al alma, por el sufrimiento, para la vida en otro mundo con el que éste no tiene en común nada positivo.

Esta concepción de que todo el sentido de la existencia del alma está fuera de la historia me parece presentar, aun en su versión cristiana atenuada, dificultades insalvables desde el punto de vista cristiano.

En primer lugar, toda concepción tal es seguramente incompatible con la creencia cristiana característica sobre la naturaleza de Dios: la creencia de que Dios ama a Sus criaturas y de que amó, por lo tanto, al mundo en que Él se encarnó para traer la Redención a las almas humanas durante su vida sobre la Tierra. Resulta difícil concebir a un Dios amante que crea este mundo de criaturas conscientes —u otro cualquiera—, no por sí mismo sino como un simple medio para algún fin en otro mundo para cuyos bienaventurados habitantes éste de aquí es una tierra yerma más allá del cerco. Aún más difícil es concebirlo cargando deliberadamente de pecado y sufrimiento esta tierra yerma olvidada de Su supuesta creación, con el espíritu calculador de un jefe militar que prepara un campo de maniobras para sus tropas apropiándose de un yermo —o creándolo —, y sembrando luego en él minas, esparciendo aquí y allí bombas y granadas de mano y saturándolo de gases tóxicos, para adiestrar así a sus soldados en la lucha contra esas máquinas infernales, al costo bien gravoso para ellos de la vida o de algún miembro.

Por otro lado, y dejando aparte lo que Dios pueda hacer, nos es dado afirmar con certeza que el alma no puede tratar sus relaciones terrestres con otras almas como si no tuvieran importancia en sí mismas, como si no fueran más que un mero medio para su propia salvación. Así, lejos de ser un buen ejercicio en este mundo para la perfección cristiana en el otro, esa odiosa inhumanidad en la actitud del hombre hacia sus congéneres sería una educación en el endurecimiento de sus corazones frente a las incitaciones del amor cristiano. En otras palabras, sería desde el punto de vista cristiano la peor educación que pueda concebirse.

Si creemos, por fin, que todas las almas son objetos de valor absoluto para Dios, no podemos sino creer que deben también ser de valor absoluto entre sí, cada vez y dondequiera que se encuentren: de valor absoluto en este mundo en anticipación del venidero.

La concepción de que para el alma todo el sentido de su existencia está fuera de la historia resulta así no menos inaceptable que la concepción antitética que hemos examinado primero; sin embargo, en este caso, como en aquél, hay un elemento de verdad bajo la creencia errónea. Si bien no es verdad que la vida social y las relaciones humanas del hombre en este mundo sean meramente un medio para un fin espiritual personal, es, en cambio, una verdad, subyacente bajo esa negación, la de que en este mundo aprendemos por el sufrimiento; la de que la vida en este mundo no es un fin en sí misma y por sí misma; la de que es sólo un fragmento (aun siendo auténtico) de un modo mayor; y la de que, en este todo mayor, el rasgo central y dominante (aun no siendo el único) en el panorama espiritual del alma es su relación con Dios.

 

Una Tercera Concepción: El Mundo, Provincia del Reino de Dios.

Ya hemos rechazado dos concepciones que ofrecen una respuesta a nuestra pregunta: ¿Cuál es el sentido de la historia para el alma? Hemos rehusado admitir que, para el alma, el sentido de su existencia esté enteramente en la historia o enteramente fuera de ella. Y este par de conclusiones negativas nos coloca frente a un dilema.

Al rechazar la concepción de que el sentido de la existencia del alma está enteramente en la historia, hemos defendido la primacía de la relación de cada alma individual con Dios, como hecho, como derecho y como deber. Pero si toda alma, en cualquier tiempo y lugar, y en cualquier situación social o histórica de este mundo, está en condiciones de conocer y amar a Dios —o, para decirlo con términos teológicos tradicionales, en condiciones de hallar la salvación—, podría parecer que esta verdad vacía de significado a la historia. Si los hombres más primitivos, en las condiciones más rudimentarias de vida social y espiritual en este mundo, pueden lograr el verdadero fin del hombre en su relación con Dios, ¿para qué, entonces, esforzarse por mejorar este mundo? A decir verdad, ¿qué sentido inteligible puede asignarse a estas palabras? Por otro lado, al desechar la concepción de que el sentido de la existencia del alma está enteramente fuera de la historia, hemos defendido la primacía del amor de Dios en Su relación con Sus criaturas. Pero si este mundo tiene el valor positivo que debe tener puesto que Dios la ama y en él se ha encarnado, Sus esfuerzos, y los nuestros bajo Su inspiración y por Su cuenta, por mejorarlo deben ser buenos y significativos en alguna forma.

¿Cabe resolver esta aparente contradicción? Podríamos quizá resolverla para fines prácticos si pudiéramos responder a esta otra pregunta: ¿En qué sentido puede haber progreso en este mundo?

El progreso de que hablamos aquí es un mejoramiento gradual, continuo y acumulativo, de generación en generación, en nuestra herencia social. Esto es lo que debemos entender por progreso; ya que no hay razón alguna para suponer que, dentro de los “tiempos históricos”, ha habido algún progreso, físico o espiritual en la evolución de la naturaleza humana misma. Aun si hacemos nuestro horizonte histórico hasta la fecha de la primera aparición del Homo sapiens, el período que obtenemos es infinitesimalmente corto en la escala temporal de la evolución de la vida sobre este planeta. El hombre occidental, en el presente alto nivel de sus poderes intelectuales y aptitudes técnicas, no se ha despojado de la herencia del pecado original de Adán y, en la medida de nuestros conocimientos, el Homo aurignacius[*****], cien mil años atrás, debió estar dotado, para bien o para mal, con las mismas características espirituales y físicas que hallamos en nosotros. El progreso, pues, si cabe distinguirlo dentro de “tiempos históricos”, debe haber sido progreso en el mejoramiento de nuestra herencia social y no en el mejoramiento de nuestra raza, y las pruebas del progreso social son imponentes, claro está, en el campo del conocimiento científico y de su aplicación a la técnica; es decir, en todo lo que tiene que ver con el dominio del hombre sobre la naturaleza no-humana. Ésta es, empero, una cuestión incidental; ya que lo imponente de las pruebas del progreso en ese campo particular iguala a lo obvio del hecho de que el hombre se desempeña bastante bien en su trato con la naturaleza no-humana. Donde es mucho menos eficaz es en su relación con la naturaleza humana existente en él mismo y en los otros seres humanos que son sus congéneres. A fortiori, ha mostrado ser realmente muy incapaz en lo tocante a ponerse en la relación debida con Dios. El hombre ha triunfado deslumbrantemente en el campo del intelecto y del “cómo hacerlo” y ha fracasado tristemente en las cosas del espíritu; la gran tragedia de la vida humana en la tierra ha sido que esta impresionante desigualdad de las conquistas del hombre en las esfera no-humana y en la espiritual se haya dado, hasta ahora al menos, en ese orden; ya que la vertiente espiritual de la vida humana es de importancia vastamente mayor para su bienestar (incluso para su bienestar material, en última instancia) que su dominio sobre la naturaleza no-humana.

¿En qué posición estamos, pues, en términos de esta vertiente espiritual de la vida que tanto importa al hombre y en la que hasta ahora ha estado tan atrasado? ¿Puede haber progreso acumulativo en el mejoramiento de nuestra herencia social, en términos de la vida espiritual de la humanidad, lo que quiere decir la vida espiritual de almas individuales, puesto que la relación del hombre con Dios es personal, y no colectiva? Un tipo de progreso espiritual en esos términos que podría concebirse —tipo de él que daría sentido a la historia y justificaría, por así decirlo, el amor de Dios por este mundo y su encarnación en él— sería un aumento acumulativo en los medios de gracias que están a la disposición de cada alma en este mundo. Hay, claro está, elementos de la situación espiritual del hombre en este mundo —elementos muy importantes incluso— sobre los que no influiría un aumento en los medios de gracia disponibles. No influiría sobre la tendencia innata del hombre al pecado original ni su capacidad para lograr la salvación en este mundo. Bajo el nuevo orden espiritual, como bajo el orden antiguo, la criatura nacería igualmente en la servidumbre del pecado original, aunque la que naciera bajo el nuevo orden pudiese estar mucho mejor armada y auxiliada que sus predecesoras para lograr su liberación. Parejamente, tanto bajo el orden viejo como bajo el nuevo, la oportunidad para lograr la salvación en este mundo se abriría ante todas las almas, puesto que toda alma tiene siempre y en todas partes a su alcance la posibilidad de conocer y amar a Dios. El efecto real —y trascendental— de un aumento acumulativo en los medios de gracia que están a la disposición del hombre en este mundo sería el de permitir a las almas humanas, mientras estén todavía en este mundo, llegar a conocer mejor a Dios, y a amarlo en una forma más próxima a la Suya.

Para tal concepción, este mundo no sería un campo de ejercicios espirituales más allá de las fronteras del Reino de Dios; sería una provincia del Reino: una provincia tan sólo, y no la más importante, mas una provincia que tuvo el mismo valor absoluto que el resto; y por ello, una donde la acción espiritual podría ser, y sería, plenamente significativa y valiosa; lo único de valor manifiesto y perdurable en un mundo en el que todas las demás cosas son vanidad.

 

Fuente: Toynbee, Arnold, La civilización puesta a prueba, Bs.As., Emecé, 1960, pp. 191-198

Notas:

[*] Este ensayo se basa sobre una conferencia dada en marzo de 1947 en el Union Theological Seminary de Nueva York. [jV. del T.]

[**] Esta casa administrativa y militar, de esclavos admirablemente adiestrados para esas funciones, había llegado a ser el poder gobernante que estaba, en última instancia, detrás del trono otomano.

[***] V. nota en pág. 178

[****] Mateo XXIV, 15 y Marcos XIII, 14. [N. del T.]

[*****] Hombre del paleolítico superior, representado por un esqueleto hallado en 1909 en Aurignac (Francia). [N. del T.]




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