Thomas Molnar – La decadencia del intelectual

Thomas Molnar sobre Charles Maurras

“La doctrina de Charles Maurras está edificada también sobre el concepto del orden, atacado y trastornado por una nueva mentalidad, semítica y levantina, que desmantela el edificio clásico de la civilización latina y la estructura jerárquica católica. La inspiración básica de Maurras es grecomediterránea: la encrucijada de su carrera espiritual fue una repentina intuición, tenida en la Acrópolis de Atenas, de la esencia de la belleza y el orden – la belle notion du fini – y durante toda su vida debía combatir a su contrario, el desorden protestante-democrático en sus manifestaciones religiosas, literarias y políticas. (12)

Su horror al desenfreno y la barbarie, a la sensibilidad romántica, al modo de Rousseau, impulsó a Maurras a llevar una ofensiva de más de medio siglo contra la penetración en Francia de elementos que consideraba desagradables: judíos, alemanes, protestantes, masones. Como era un hombre público destacado, polemista, escritor, director de un periódico y estratego político, su lucha coincidió con la vida pública francesa durante sesenta años y halló expresión en ellos. Por eso quizás influyó mucho más en forma inmediata sobre sus contemporáneos que cualquier otro de los pensadores conservadores del siglo XIX, entre ellos Metternich y Disraeli, y ciertamente más que Gobineau, Nietzsche y Dostoievsky. Como intelectual francés de la derecha, ostentó los rasgos específicamente franceses de la teoría de la conspiración, de la cual no fue el representante exclusivo en su país y en su tiempo; poco antes de su propio período de influencia, Édouard Drumont y Maurice Barrés, eso para mencionar solamente a dos de sus contemporáneos más viejos, hablaron de una inmensa conspiración “para borrar a Francia del mapa”, un plan incubado por los masones, los alemanes y los judíos, ante el cual el término medio de los conservadores era, según sus cálculos, trágicamente impotente.

Toda la tonalidad de la derecha francesa, desde 1870 hasta hoy, se vio dominada por la alarma y la desesperación contra la conspiración de los banqueros germano-judíos, los Dreyfusards, los sindicatos de izquierda, los intelectuales progresistas. Esa gente, esas fuerzas, eran, para ellos, los microbios contra lo cuales no había más contraveneno que el recurso extremo del derramamiento de sangre (la guerra civil).

Pero Maurras advirtió amenazas más sutiles que la presencia física de los météques. Como Gobineau, como Nietzsche, como Dostoievsky, vivía por así decirlo, en un constante estado de alerta, esperando no la invasión de enemigos, la rebelión del proletariado o la subversión de los masones, sino una penetración, más sutil, de una filosofía, una mentalidad. Por eso era, en realidad, más hostil aún a los protestantes que a los judíos: la influencia de estos últimos, por emanar de un grupo extraño dentro de la nación, podía ser circunscrita mejor, detectada y combatida mejor; pero los protestantes, racialmente identificados con los demás franceses, tenían un concepto erróneo de Dios, del individuo y de la sociedad. “El espíritu protestante, tan individualista que linda con el anarquismo, desintegra la sociedad.”

Fue en Rousseau y en el jacobinismo derivado de sus ideas, donde Maurras descubrió el gran plan conspirativo contra la integridad de la sociedad y de la civilización. Sus críticos eclesiásticos lo acusaron de sustentar su famosa tesis en la “supremacía del fenómeno político” (la politique d’abord) sobre la verdad teológica; más tarde lo acusaron también sus críticos marxistas, para quienes, evidentemente, el fenómeno político es determinado por las realidades económicas. Éste no es el lugar adecuado para examinar el valor de esas acusaciones: lo positivo es que Maurras veía amenazado el concepto mismo del Estado por los anarquistas modernos, cuyo individualismo sentimental era hostil a las instituciones sociales, las leyes, las tradiciones y las convenciones. (13)

La primera premisa de Rousseau era que “el hombre ha nacido libre, pero en todas partes está encadenado”; no, replica Maurras, el hombre ha nacido en una red de relaciones sociales sin las cuales, lejos de estar libre, perecería o se criaría como un salvaje. Solo las instituciones de la sociedad – orgánicamente ligadas a las tradiciones de la nación – y la comunidad civilizada, que existen antes que el individuo, son capaces de prepararlo para una vida constructiva encauzando su individualismo, sus ambiciones, sus esfuerzos. El individuo, tomado en sí, es un ser más bien débil, lleno de defectos; es la sociedad la que le da fuerzas, un status y un rol, haciendo de él un eslabón en la gran cadena de la civilización.

El error de los partidarios de Rousseau, según Maurras, es, por consiguiente, edificar la sociedad y la comunidad política sobre el más débil de los fenómenos sociales, el hombre. El primer error, teológico y psicológico, fue cometido por los protestantes: “Si a la conciencia del individuo, que es por naturaleza anárquica, le inculcamos la convicción de que puede establecer contactos directos con el Ser absoluto, la idea de un Señor invisible y lejano debilitará en ese individuo el respeto que debe a sus superiores visibles e inmediatos. Preferirá obedecer a Dios antes que al hombre”. Por eso muchos individuos, cada cual bajo la impresión de recibir comunicaciones directas de la Divinidad, no forman una sociedad. Esto es lo que suponía, sin embargo, Rousseau, cuando veía en la sociedad una asociación contractual, es decir, deseada, de individuos autónomos. Pero, respondía Maurras, la sociedad no proviene de un contrato de voluntades, sino de un hecho de la naturaleza. Si el principio jacobino del individualismo fuera cierto, nos veríamos justificados al desorganizar al ejército, las instituciones, la sociedad misma, en favor de un individuo. Pero el hecho de que el individuo no elige ni a su padre ni a su país es un hecho de la naturaleza; la sociedad se le anticipa.”

 

Molnar, Thomas, La decadencia del intelectual, Bs.As., Eudeba, 1972, pp. 212-216




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