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Roger Scruton – La verdad

VERDAD

La mayoría, pero no todas, pues hay otra vital tarea filosófica que es pertinente en todo tiempo y lugar y no menos urgente para nosotros de cuanto lo fue para Platón. Esta tarea es la crítica. La filosofía se vincula a las tareas constructivas buscando explicaciones últimas y significados perdurables, dando explicación al mundo y diciéndonos cómo vivir en él. Pero la filosofía también tiene una tarea negativa, a saber, analizar y criticar el pensamiento humano poniendo preguntas tan embarazosas como «¿qué quieres decir?», «¿cómo lo sabes?». Para responder a tales preguntas han crecido un par de ramas de la filosofía—la lógica y la epistemología (teoría del conocimiento)—que nos guiarán a través de los dos próximos, si bien breves, necesarios capítulos.

No hay verdades, dijo Nietzsche, sólo interpretaciones. La lógica se subleva ante tal observación. Pero, ¿es cierta? Bien, sólo si no hay verdades. En otras palabras, sólo si no es verdad. Nietzsche es ampliamente reverenciado por su «iconoclástica» epistemología y citado como autoridad por modernos, estructuralistas, posmodernos, posestructuralistas, posposmodernos…, por todo aquel que no puede sufrir la idea de autoridad. Sin duda alguna, Nietzsche fue un genio, un gran escritor y uno de los pocos que se ha hundido en el abismo y ha registrado, en el breve momento de cordura que aún resta, cuál es su aspecto. Debemos estarle agradecidos ya que pocos son los que advierten de peligros reales. Pero al mismo tiempo, también debemos andarnos con cuidado. No sigas por este camino, nos dicen sus escritos, pues lleva a la locura.

Todo discurso o diálogo depende del concepto de verdad. Estar de acuerdo con otro es aceptar lo que dice como cierto, discrepar es rechazarlo. En el lenguaje ordinario tenemos como punto de mira la verdad y sólo aceptando este objetivo tiene sentido hablar con otros. Imaginémonos tratando de aprender francés en una sociedad monolingüe de franceses sin dar por supuesto que, por regla general, dicen la verdad. Por supuesto, no todo cuanto decimos es verdadero. A veces cometemos errores, a veces contamos mentiras o decimos verdades a medias, pero sin el concepto de verdad y su aceptación soberana en el marco de nuestro discurso ni podríamos mentir ni quedaría definido el concepto de error.

La verdad es también soberana en toda argumentación racional. Desde los comienzos de la historia la gente ha necesitado distinguir entre argumentos válidos y no válidos, y no hay palabra en el lenguaje más impregnada del toque de necesidad humana que la conjunción «si», el signo de que el discurso se ha trasladado de la exposición de hipótesis para dar comienzo a la deducción. «Si p entonces q\ si no q, entonces no p». He aquí nuestro paradigma de inferencia válida, y sólo un lunático lo rechazaría. Pero, ¿qué queremos significar con «válido»? Un argumento es válido cuando es imposible sacar de unas premisas verdaderas una conclusión falsa. La validez viene definida en términos de verdad.

Es un hecho realmente insólito que la lógica, que debiera ser la parte más científica de la filosofía, sea en muchos sentidos la más controvertida, así como la que muda más lentamente. Aristóteles sumarizó y clasificó los «silogismos» válidos al tiempo que elaboraba una sutil definición de verdad e inferencia. Pero nadie logró ampliar su propuesta hasta tiempos bien modernos. A pesar de que Leibniz aportara algunos avances de importancia, el hecho es que el conocimiento de la lógica entre los filósofos declinó durante todo el lenguaje. Nombres y descripciones, predicados y términos relaciónales, proposiciones y conectivos, todo tiene sentido y referente, como los tienen las propias frases. Según propuso Frege, en el caso de las frases podemos efectuar la distinción reconociendo la profunda relación que existe entre lenguaje y verdad. Si asignamos a cada sentencia un «valor de verdad» según sea verdadera o falsa, vemos que, desde el punto de vista lógico, el valor de verdad queda asociado a la sentencia del mismo modo que el objeto lo está a su nombre. Entendemos una sentencia cuando sabemos la diferencia que implica para el mundo el hecho de que sea cierta. En otras palabras, el sentido de una sentencia nos lo dan las condiciones que la hacen cierta. Valor de verdad y condiciones de verdad nos dan las dos dimensiones del significado de una frase.

El énfasis en la verdad nos proporciona una clave acerca de la estructura del lenguaje. Cuando unimos un par de sentencias por la partícula «y» formamos una nueva sentencia que es cierta cuando lo son las dos originarias y falsa en cualquier otro caso. Ese es el modo en que debemos aprehender la partícula «y», a saber, como referida a una operación en términos de valores de verdad. Lo mismo vale para otras palabras que forman nuevas sentencias a partir de otras previas, entre las que se incluyen «si», «no» u «o». Si observamos el lenguaje desde este ángulo comenzamos a poder darle un sentido a su estructura. Así vemos como, a partir de un número finito de palabras, podemos construir y entender infinitas sentencias. Comenzamos a distinguir lo válido de lo que no lo es, sus complejos bien formados y malformados y las diferentes funciones que desempeñan las partes del habla. Por ejemplo, podemos comenzar a describir la diferencia lógica real entre nombres, que se refieren a objetos, predicados, que hacen referencia a conceptos, y «cuantificadores» como «algunos» o «todos» que tienen un papel lógico propio y bien preciso.

La lógica moderna recalca la distinción entre sintaxis y semántica. El lenguaje se construye a partir de un vocabulario finito de acuerdo con «reglas sintácticas» que nos indican qué cadenas de palabras son aceptables y cuáles no. Pero tales reglas quedan incompletas sin el aporte de las reglas de la semántica. Las reglas semánticas asignan «valores» a los términos del lenguaje, en otras palabras, asignan un objeto a cada nombre, un concepto (o clase) a cada predicado, una función a cada partícula conectiva, y así sucesivamente. Asimismo, nos muestran cómo evaluar una sentencia completa en términos de los valores de sus partes. Las reglas semánticas sólo pueden construirse del modo esbozado por Frege, asumiendo que las sentencias se afirman en términos de sus valores de verdad. Sin tal asunción la sintaxis es arbitraria, la aserción no tiene el menor sentido y el discurso racional se hace imposible de explicar. Y puesto que la filosofía arranca del discurso racional—y en particular de la pregunta «¿por qué?»—, la filosofía reclama al menos una cuestión importantísima, a saber, que exista una distinción real entre verdad y falsedad.

«¿Qué es verdad?, dijo bromeando Pilatos, y a buen seguro no esperaba respuesta alguna a su interrogante». Las famosas palabras que abren el ensayo de Bacon sobre la verdad nos recuerdan que la filosofía no sólo alborea en momentos de tranquilidad. La pregunta de Pilatos continúa obsesionándonos. Aunque el lenguaje persiga la verdad, ¿alcanza siempre su objetivo? Y ¿cómo sabemos que es así? De manera espontánea, tendemos a pensar en la verdad en términos de realidad. Una creencia, pensamiento o frase son verdaderos si se corresponden con la realidad. Pero, ¿qué es la realidad? ¿Cómo la conocemos? He aquí uno de los puntos en que la filosofía corre el riesgo de acabar moviéndose en círculos. Mi escritorio es parte de la realidad, también lo es el color castaño, pero ¿qué decir de la castañidad de mi escritorio? ¿Qué es lo que la hace parte de la realidad? Bien seguro que el hecho de que mi escritorio sea de color castaño. Wittgenstein escribió que «el mundo lo integra la totalidad de hechos, no de cosas». (Tractatus logicophilosophicus, I, I). Lo que hace verdad que mi coche no quiera arrancar no es mi coche, completamente inocente del desaguisado, sino el hecho de que mi coche no quiere arrancar. Las proposiciones se hacen verdaderas por los hechos y cada proposición verdadera identifica el hecho que la hace verdadera. Sólo dividiendo la realidad en hechos llegamos a las entidades que se corresponden con las proposiciones verdaderas.

Pero ¿qué son exactamente los hechos? ¿Cómo difiere un hecho de otro? ¿Qué hecho hace verdad que mi coche sea rojo? Seguramente el hecho de que mi coche sea rojo. Hay tantos hechos como proposiciones verdaderas y viceversa. Pero en tal caso, ¿cuál es la diferencia entre ellas? ¿Por qué hablamos de verdades y hechos cuando se usa una única y misma cosa—una proposición introducida por la palabra «que»—para identificar unas y otros? ¿Por qué asumimos que los hechos existen independientemente de las verdades que expresan?

¿Estamos obligados a identificar los hechos a través de proposiciones? ¿No tenemos otro camino para vincular nuestras palabras al mundo, por ejemplo, señalando aquello que queremos significar? ¿No puedo mostrar qué hace cierto que mi coche sea rojo señalando lo rojizo de mi coche? Bien, sí, pero señalar es un gesto y hace necesario entender su significado. Supongamos que señalo mi coche con el dedo. ¿Qué le lleva a usted a suponer que lo rojo es mi coche y no la casa que hay tras él? Simplemente porque leemos el gesto del modo que lo hacemos gracias a una regla o convenio que nos sirve de guía. Así es como lo entendemos. Sin embargo, la convención sólo dice que el gesto señala la cosa que está frente a mí y hay que invocar ulteriores convenciones para conocer cuál es el hecho sobre el que le estoy llamando la atención. Señalar es algo que pertenece al lenguaje y para expresar con precisión su significado necesita de su ayuda. Sólo podemos usar el gesto como punto de anclaje a la realidad de nuestras palabras si antes somos capaces de leerlo como expresión de un pensamiento. Pero ¿qué pensamiento? ¿Por qué el pensamiento de que mi coche es rojo? De hecho, porque ningún otro se ajustaría. Sólo ese sirve para vehicular el hecho que tenemos en mente, sea lo que fuese lo que hace verdadero que mi coche es rojo. Hemos vuelto una vez más a nuestro punto de partida. Todos los intentos por pasar de una verdad a la realidad por ella descrita se resuelven en círculos. El camino que va del pensamiento a la realidad nos lleva de hecho del pensamiento al pensamiento.

De acuerdo con Hegel, no es nada sorprendente que así sea, ya que lo único que existe es el pensamiento. O mejor aún, no pensamiento exactamente, sino algo llamado «espíritu» (Geist), del que aquél es expresión consciente. Tan pronto como adoptamos las posiciones del «idealismo absoluto» desaparecen las dificultades en torno a los conceptos de verdad y realidad. Esa doctrina nos indica que el mundo no es una mera colección inerte de hechos, externa y opuesta al pensamiento como si fuese su blanco pasivo, sino pensamiento en sí mismo, hecho real y objetivo a través de su propia energía interna. Si deseamos hablar de la «verdad» de un pensamiento deberemos usar este término para referirnos, no a su correspondencia con alguna realidad imposible de pensar, sino a su coherencia con el sistema de pensamiento que identifica el mundo.

Por sorprendente que pueda parecer, la disputa que me he limitado a esbozar entre las teorías coherente y correspondiente de la verdad se mantiene viva. Aunque expresada en diferentes términos, sigue siendo una fuerza tangible en las polémicas intelectuales, incluso entre quienes, o quizá particularmente entre quienes, no se ven envueltos en ella. El escritor francés Michel Foucault ha inventado un nuevo modo de hacer historia basado en la asunción de que la veracidad de un pensamiento se deriva del sistema de ideas dominante en cada momento. Los conceptos, teorías y racionalidad de una época vienen dictados por el «poder»: no hay criterio frente al que contrastarlos, a no ser el de algún poder rival que «desafía» su ascendente. En Las palabras y las cosas (1966) Foucault nos dice que el hombre es un invento reciente y que de modo muy comprensible le hemos concedido un papel estelar. ¿Significa eso que en la Edad Media no había hombres? No, por cierto. Significa que el concepto hombre (como contrapuesto a los de gentilhombre, soldado, siervo, juez o mercader) sólo ha sido de uso corriente a partir de la Ilustración. Sea como fuere, eso implica que el concepto crea lo que describe y que las teorías de la naturaleza humana que eclosionan en el siglo XVIII son teorías que crean aquello sobre lo que se aprestan a discrepar. Hasta ese momento no existió cosa tal como la naturaleza humana.

Todas esas ideas se desprenden de la observación que, dicho en palabras de Wittgenstein, no puede usarse el lenguaje para trasladarse del lenguaje al mundo. Cada vez que se describe la realidad se usan palabras, de modo que cada vez que confrontamos un concepto con el mundo lo que realmente estamos haciendo es contrastar un concepto con un concepto. Se están escogiendo los objetos a los que hacemos referencia y para hacerlo usamos conceptos. Se trata de algo absolutamente necesario, tal como ponía de manifiesto el caso antes expuesto de señalar con el dedo. No pueden escogerse unas cosas de otras a menos que podamos distinguirlas entre sí, pero distinguir una cosa de otra equivale a clasificar y, por consiguiente, a aplicar un concepto. ¿Puede desprenderse de esa trivial observación que no hay realidad más allá de los conceptos, que el mundo no es más que pensamiento o que el hombre es una invención muy reciente? Seguramente no.

La razón de que no se desprendan esas conclusiones «idealistas» nos la ofreció Kant en la primera parte de la Crítica de la razón pura. Todo pensamiento, argumentó, depende de la aplicación de ciertos conceptos o «categorías» fundamentales, conceptos como los de unidad, substancia, cantidad y causalidad, que no son clasificaciones arbitrarias sino operaciones básicas del pensamiento. Esos conceptos sólo pueden asentarse asumiendo que existe una realidad independiente, existencia por lo demás que se construye basándonos en ellos y en la distinción entre apariencia y realidad, parecer y ser, que debe encargarse de elaborar. Forma parte de su naturaleza «apuntar más allá» de la experiencia que nos ofrece el mundo que explican y todos los que los usan comparten tal objetivo, incluso los idealistas que niegan hacerlo. Incluso ellos se ven forzados a usar los conceptos de substancia, causalidad, mundo e identidad así como a decir qué significan para ellos, y tales conceptos les comprometen a aceptar que el mundo existe fuera de su pensamiento.

¿Existe el mundo al margen de nuestro pensamiento? ¿Tal vez sucede sólo que nuestros conceptos asumen que así es? La respuesta de Kant es ingeniosa. Si debemos pensar, argumenta, necesitamos usar conceptos. Si usamos conceptos, debemos poner en juego categorías. Si andamos a vueltas con las categorías, nos vemos forzados a admitir la distinción entre cómo son las cosas y cómo parecen ser. Si efectuamos tal distinción, nos comprometemos con la existencia de una realidad objetiva hacia la que enfocamos nuestro discurso. Incluso negar la existencia de la realidad es pensar y, por tanto, asumir su existencia. No necesitamos argumentar que el mundo existe. Su existencia se presupone en toda argumentación, incluso en la de que no existe.

Kant ofrece varias pruebas de este tipo con la idea de mostrar cómo debemos pensar si nos vemos constreñidos a hacerlo. Tales pruebas van más allá de la deducción racional al explorar cuáles son sus presupuestos. Kant las describe como «trascendentales» y denomina «idealismo trascendental» a su propia filosofía. Un argumento trascendental se abre con una premisa tal como «pienso», «creo que soy libre» o «tengo idea de mí mismo», para preguntarse acto seguido «¿qué será la verdad, si es que existe tal pensamiento?», «¿qué más debo pensar y cómo debe ser el mundo en que existo?».

El análisis de Kant puede enfocarse de otro modo. Las conclusiones de Foucault sobre la naturaleza humana emergen de la incapacidad para distinguir entre dos tipos de conceptos, conceptos que explican el mundo y conceptos que centran nuestra respuesta en él. El concepto pez es del primer tipo; el concepto ornamento del segundo. Cuando dividimos el mundo en peces y no-peces no contemplamos nuestra división como expresión arbitraria de nuestro interés en los peces. Creemos que estamos agrupando cosas que tienen que ir juntas de modo natural, aun cuando desconozcamos la razón de que así sea. La clasificación es el primer paso en toda teoría que no sólo se limita a describir la clase pez sino a explicarla. El concepto está explorando el mundo. Llegados a un cierto estadio descubriremos que cosas que en un momento dado fueron clasificadas como peces no lo son en absoluto, pues no casan con el resto de sus antiguos pares. Pensemos, por ejemplo, en lo sucedido cuando se descubrió que las ballenas eran mamíferos.

Los ornamentos sólo tienen una cosa en común, a saber, que los usamos como tales. Nuestros intereses construyen la clase, y concepto e interés crecen y declinan al unísono. En la época en que la gente no distinguía entre cosas ornamentales y cosas que no lo son, los ornamentos no existían. Es pues perfectamente razonable concluir que los ornamentos son invenciones recientes ya que el concepto de ornamento es una reciente invención. Por el contrario, no hay razonamiento de tipo similar que pueda probar que los peces son una invención reciente. Conceptos como los de hombre o pez ponen sus miras en la realidad, atados a la explicación, categorías kantianas por lo tanto. Su aplicación viene determinada por el mundo, no por nosotros, y nos llevan a un proceso de descubrimiento. El hombre no tiene que ser una invención reciente a pesar de que sólo en época cercana ha comenzado a usarse el concepto. El concepto identifica algo existente antes de su propia invención, algo cuya naturaleza nos la darán leyes aún por descubrir. En tal caso, no es el concepto el que crea la cosa, sino la cosa la que crea el concepto. Los hombres, para John Stuart Mili, son una «cosa natural», como lo son los peces, el agua o las pulgas.

La filosofía sólo existe porque existen los «por qué». En el contexto de una discusión racional aparecen preguntas sobre «por qué», la discusión racional necesita del lenguaje; el lenguaje está organizado por el concepto de verdad; la verdad es una relación entre el pensamiento y la realidad; la realidad es objetiva, ni creada por nuestros conceptos ni necesariamente bien descrita por ellos. Tal es la línea argumental que hemos seguido. ¿Cómo sabemos, pues, que nuestras creencias son verdad? La argumentación de Kant muestra la ineludibilidad de ciertas asunciones. Pero ¿acaso eso establece su verdad?

 

Fuente: Scruton, Roger, An intelligent person’s guide to philosophy, Barcelona, Ediciones Península, 1999, pp. 25-33




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