Usos del pesimismo

Roger Scruton – La falacia de la suma cero

No son sólo los utópicos los que se evitan decepciones buscando al «enemigo dentro». Cuando los optimistas comprometidos se ven obligados a encarar un fracaso —el fracaso de sus planes, aplicados a ellos mismos o a la mejora de la condición humana— se pone en marcha un mecanismo de compensación, diseñado para salvaguardar el proyecto, y que consiste en encontrar a la persona, la clase social o la entidad que lo ha frustrado. Y a esta persona, clase o entidad se la señala y se la condena basándose en los signos externos de su éxito. Si yo he fracasado es porque alguien ha tenido éxito en mi lugar; éste es el pensamiento estratégico principal sobre el que puedo preparar el rescate de mis esperanzas. Este pensamiento encuentra buena acogida incluso entre los utópicos que saben que sus esperanzas son imposibles (y precisamente las aman tanto por esa razón); incluso ellos tienen la necesidad de castigar a un mundo que ha florecido sin tenerles en cuenta, y cuyo éxito interpretan como un rapapolvo ante su fracaso en el intento de destruirlo.

Este pensamiento puede ser expresado de otro modo: cada pérdida es la ganancia de otro. Todas las ganancias son pagadas por los perdedores. La sociedad es por tanto un juego de suma cero, en el que los costes y beneficios se contrapesan y donde cada éxito de los triunfadores supone la derrota de los perdedores.

Esta falacia de la «suma cero» ha sido la raíz del pensamiento socialista desde los escritos de Saint-Simon, pero solo se ha convertido en un clásico después de que Marx formulase la teoría de la plusvalía. Dicha teoría pretende demostrar que el beneficio del capitalismo es confiscado directamente de la fuerza de trabajo. Dado que todo el valor se origina en el trabajo, una parte de ese valor que es producido por el trabajador lo adquiere el capitalista en forma de «provecho» (o «plusvalía»). El trabajador es compensado con un salario suficiente para «reproducir su capacidad de trabajo», pero el capitalista retiene la «plusvalía». En resumen, todo el beneficio que queda en manos del capitalista es una pérdida infligida al trabajador; una confiscación de «horas de trabajo no remunerado».

Esa teoría no tiene hoy en día muchos seguidores. Independientemente de lo que pensemos del mercado libre, al menos nos hemos persuadido de que no todas las transacciones que se realizan son juegos de suma cero. Los acuerdos consensuados benefician a ambas partes: ¿por qué debería nadie intervenir en ellos? Y eso es tan cierto en términos de salario como lo es en cualquier otro contrato de venta. Sin embargo, la visión de la suma cero sigue siendo un potente componente del pensamiento socialista, y un recurso fiable para todos los retos planteados por la realidad. Para ciertos temperamentos, la derrota nunca es una derrota provocada por la realidad, sino una derrota de la que se puede culpar a otra gente, que normalmente actúan en su calidad de miembros de una tribu, clase, conspiración o clan. Así se sustenta la queja eterna de los socialistas, que nunca admitirán que los pobres se benefician de la riqueza de los ricos. La injusticia, según los socialistas, queda probada de manera concluyente por la desigualdad, así que la simple existencia de la clase pudiente justifica un plan de redistribución de sus activos entre los «perdedores»; un plan que es un ejemplo de la falacia que examino en el siguiente capítulo.

No todos los optimistas son socialistas. Cuando los planes se frustran siempre puede uno encontrar consuelo en la falacia de la suma cero, que sostiene que donde hay un fracaso, alguien se está beneficiando. Tal vez el terreno más importante donde en los últimos años ha estado operando esta falacia es el de las relaciones internacionales, y, en particular, en la percepción de las relaciones entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo, y vale la pena considerar este ejemplo dado que ilustra con claridad cómo y en qué circunstancias se pone en marcha la falacia de la suma cero.

El proceso empezó con las secuelas que dejó la Segunda Guerra Mundial, después de que los poderes occidentales perdiesen sus posesiones coloniales o estuviesen en proceso de deshacerse de ellas. El término «Tercer Mundo» o Tiers Monde fue introducido por el demógrafo y economista Alfred Sauvy en 1952, y posteriormente fue politizado por Nehru con la intención de exigir una identidad internacional común para todos aquellos países poscoloniales que pertenecían a cualquiera de los dos bloques antagonistas de la época[1].  Desde entonces el Tercer Mundo ha sido tratado como una entidad única, y sus desastres económicos y sociales son atribuidos al relativo éxito y tranquilidad de las naciones occidentales. El «tercermundismo» ha emergido como una filosofía sistemática de excusas para la conducta criminal de los regímenes poscoloniales. Según los «tercermundistas», los países que habían sido colonias dependientes de los poderes europeos sólo necesitan ser liberados de relaciones poscoloniales de dependencia, y proveídos de una fuerte inyección de capital, como compensación a todos los sufrimientos padecidos durante la dominación colonial, para «despegar». Algunos, realmente, llegaron a despegar, sobre todo la India, Malasia y los «tigres asiáticos». Pero muchos no lo consiguieron, pese a la inmensa inversión propiciada por una política optimista, y la tarea del tercermundismo fue acusar de manera sistemática del fracaso de estos países a los poderes occidentales.

El informe Brandt de 1980 identificó el problema en los términos familiares de la suma cero.[2] El «Sur» (así se denominó el área donde se había fracasado) se estaba quedando atrás porque le faltaban recursos y porque su capacidad de gasto no podía compararse con la del Norte. La solución estaba inspirada en Keynes: «una transferencia de recursos de Norte a Sur». Esta transferencia, según argumentaba el informe, estimularía el desarrollo de las naciones empobrecidas y mantendría su capacidad de gasto, asegurando así la supervivencia de un sistema internacional que dependía, a fin de cuentas, de su habilidad para comerciar. Los radicales rechazaron el informe Brandt al considerarlo una prueba del cinismo intrínseco del capitalismo internacional, que siempre propone reformas por su propio interés, y sólo por vías que puedan garantizar la persistencia de la desigualdad sobre la que depende.[3] Los optimistas normales lo aceptaron, consideraron que contenía la solución a un problema que, al menos pacíficamente, no podía ser resuelto de otro modo.

En 1971 sonó una nota de cauto pesimismo. P. T. Bauer y Basil Yamey argumentaron que una transferencia de recursos hacia el Tercer Mundo era negativa para ambas partes, y que sólo servía para perpetuar las tiranías locales y para retirar las iniciativas locales de crecimiento económico.[4] Según sus propias palabras: «Respaldar a los dirigentes que están a cargo de las bases de la pobreza es recompensar de forma efectiva las políticas que causan continuamente el empobrecimiento». El gran pesimista Elie Kedourie, iraquí de nacimiento, fue más lejos, y argumentó que «las luchas de liberación nacional», cuando tienen éxito, no marcan el inicio sino el fin del crecimiento económico, y la extinción de los beneficios concedidos por la administración colonial.[5] Los argumentos que adelantaron estos pensadores quizá no coincidan del todo con la verdad, pero el desarrollo de la historia ha contribuido a que en general se hayan aceptado sus premisas, y la valiente defensa de estas tesis realizada por Dambisa Moyo les ha hecho ganar adeptos.[6]  Lo importante para nosotros, sin embargo, es que incluyen un rechazo de la falacia de la suma cero, y el reconocimiento de que la ganancia de un agente no implica necesariamente una pérdida para otro.

Por otra parte, durante los últimos años del milenio, los «expertos» en economía del desarrollo se sintieron muy proclives a defender el tercermundismo. Consideraban que por mucho que el mundo en vías de desarrollo fuese a progresar económicamente, iban a requerir de todos modos ayuda en forma de «vasos comunicantes» por parte de los países más ricos; además, si el Tercer Mundo no progresaba, la responsabilidad era del legado colonial que había impedido la formación de industrias y mercados indígenas. No puede sorprender a nadie que ambas consideraciones fuesen adoptadas por líderes africanos como Robert Mugabe, que tendían las manos para recibir subsidios mientras culpaban del empobrecimiento de su gente al legado de los poderes coloniales. El hecho de que los subsidios fuesen a cuentas en bancos suizos de las que sólo los líderes africanos podían retirar dinero no les pareció a los expertos algo particularmente importante. La falacia de la suma cero vino al rescate, no sólo de Mugabe y de otros de su calaña, sino también de los entusiastas que les habían dado apoyo. El fracaso en África se debía al éxito de algún otro país. La pobreza poscolonial de África era el resultado directo de la abundancia que los poderes europeos habían adquirido a través de las colonias. De este modo se perpetuaba la doctrina que sostiene que los pueblos de África no necesitan leyes, instituciones y educación —en el sentido en que los regímenes coloniales (de la manera que fuese) le habían procurado—, sino simplemente dinero, una compensación por los activos y bienes que los colonizadores habían requisado. La relación entre Occidente y África se invirtió; los países occidentales dejaron de proveer a África de lo único que le podía ser provechoso: gobierno, y pasaron a suministrarles el único bien que podía garantizar la ruina del continente: dinero. Un dinero que sólo podía gastarse en Occidente y que iba a respaldar élites corruptas al mismo tiempo que destruía iniciativas de producción local.

El tercermundismo es uno de los muchos ejemplos en los que la falacia de la suma cero ha sido utilizada para culpar a la riqueza de la pobreza, y así utilizar a ambas para salvaguardar diversas ilusiones políticas y proveerlas de un «enemigo» útil. De hecho, quizá el rasgo más interesante de la falacia de la suma cero es su habilidad para apoyar resentimientos. Lo habitual es que si alguien me ofende o si tengo una queja contra alguien pida justicia, venganza o, como mínimo, una disculpa o un intento sincero de hacer las paces. Esta clase de disputa puede terminar en una aproximación si se dan los pasos adecuados. La manera de pensar basada en la falacia de la suma cero no funciona así. No empieza por una ofensa, sino con un desengaño. Busca en su entorno un éxito que contraste con su fracaso y aplica sobre él su resentimiento. Y sólo entonces intenta demostrar que la causa de su fracaso es precisamente el éxito ajeno. Aquellos que han invertido sus esperanzas en algún estado futuro en el que lograrán la bendición a menudo acaban llenos de quejas que van arrastrando por ahí, dispuestos a cargarla sobre cualquier satisfacción ajena, obligando a los que han tenido éxito a rendir cuentas de su fracaso, que de otro modo sería inexplicable.

Estas quejas que transferimos a otros son habituales entre los adolescentes, quienes, en su lucha por librarse de la familia, la Iglesia y la escuela, se resienten de cualquier observación o signo de orden que se les haga, indistintamente de qué o quién la realice. En el mundo de la política internacional, sin embargo, descubrimos que estas quejas transferibles suelen enfocarse en un objetivo común, a saber, los Estados Unidos de América, cuyo éxito en muchas esferas atrae toda suerte de hostilidades por parte de aquellos países que han fracasado en su propio ámbito. Me parece a mí que éste es uno de los motivos (aunque, como argumentaré después, no el único) del antiamericanismo que ha imbuido nuestro tiempo. Como mayor economía del mundo, máximo poder militar, fuente de la mayor masa de fe, esperanza y caridad, Estados Unidos, que en términos objetivos es el país más grande del mundo, se presenta como un punto de mira para el resentimiento, está «pidiéndolo a gritos». Este resentimiento crece sobre todo entre personas que no tienen ningún contacto con esos Estados Unidos a los que transfieren su fracaso; el motivo es que es demasiado grande para pasar inadvertido. Y la falacia de la suma cero les ayuda a reforzar el argumento.

Los griegos creían que si alcanzaban un nivel por encima de la mediocridad humana que toleraban los dioses, provocarían la furia divina; ésa era la falta llamada hybris. Gracias a esta creencia los griegos disfrutaban de un resentimiento cargado de culpa. Podían enviar a un gran hombre al exilio, o conducirlo a la muerte, seguros de que actuando así satisfacían la voluntad y el juicio de los dioses. Así, el general Arístides, que había sido en gran medida el responsable de la victoria griega sobre los persas en Maratón y Salamina, y al que apodaban «el Justo» en honor a su comportamiento ejemplar y a su conducta generosa, fue condenado al ostracismo y enviado al exilio por los ciudadanos de Atenas. Se dice que un votante iletrado que no conocía a Arístides se le acercó y dándole su tabla de voto, le pidió que escribiera en ella el nombre de Arístides. Este preguntó si Arístides le había hecho algo malo. «No», fue la respuesta, «y ni siquiera lo conozco, pero estoy cansado de oír cómo lo llaman por todas partes el Justo». Al oír esto, Arístides, con gran sentido de la justicia, escribió su propio nombre en la tablilla.

El antiamericanismo no tiene la excusa religiosa que ponía las cosas tan fáciles al resentimiento del ateniense corriente, pero tampoco la necesita. Gracias a la libertad y a la transparencia americana, cualquier mal comportamiento en Estados Unidos puede ser descubierto y difundido sin obstáculos. Los antiamericanistas pueden desenterrar cualquier crimen y añadirlo a la lista. Y dado que el resentido se abstiene de compararse con quien está denigrando, no necesita darse cuenta de que su resentimiento le acusa a él mucho más que a Estados Unidos.

Allí donde aflora el antiamericanismo encontramos quejas transferidas que impiden al resentido examinarse a sí mismo. El antiamericanismo de los eurócratas está directamente relacionado con el fracaso de la Unión Europea a la hora de inspirar la lealtad que une al pueblo americano, y apenas tiene nada que ver con la actividad de Estados Unidos en el mundo. El antiamericanismo de los socialistas está directamente relacionado con la refutación que el ejemplo estadounidense ha hecho de su filosofía, y apenas tiene nada que ver con los males del capitalismo reinante. En esta línea encontramos algunos de los textos más cómicos de literatura marxista escritos por la escuela de Frankfurt en el exilio; se los debemos a Adorno y a Horkheimer, que llegaron a California para encontrarse con una clase trabajadora que no estaba alienada. Adorno se puso manos a la obra para disipar la ilusión, produciendo resmas de ampuloso sinsentido dedicado a demostrar que el pueblo americano está exactamente tan alienado como el marxismo exige que esté, y que su alegre y vitalista música es una comodidad convertida en «fetiche», que expresa la profunda situación de esclavismo al que les tiene sometidos la máquina capitalista.[7] De este modo, Adorno rescató a toda una generación entera de marxistas, enseñándoles cómo culpar a los Estados Unidos por ser un sitio mejor de lo que su teoría permitía.

El antiamericanismo siempre encuentra nuevos adeptos y las quejas que les inspiran se renuevan constantemente. El antiamericanismo de los islamistas está directamente relacionado con la estabilidad de la que disfrutan en Estados Unidos y que ha desaparecido del mundo musulmán, y apenas tiene nada que ver con los males del jahiliyyah[8] americano. De hecho, la mayoría de los musulmanes de Estados Unidos viven en términos pacíficos con personas que no comparten su fe, y están satisfechos de reconocerse como americanos. Esta constatación es tan ultrajante para un islamista como lo era la visión de una clase trabajadora no alienada para Adorno. De manera que los islamistas expresan su resentimiento hacia el Gran Satán con un antagonismo sin límites que va incluso más allá del de Adorno. Pese a que la mayoría de las quejas de los islamistas se han centrado en Estados Unidos, desde que empezó su enconamiento global han transferido su resentimiento a hindúes y judíos, heréticos y apóstatas, gobiernos democráticos, comunidades pacíficas, pasajeros en autobuses y trenes, ciudadanos que han vivido por la sharia y los monjes que velaban por ellos (la historia de Tibhirine en Argelia).[9]  Han puesto en la mira de su objetivo tanto a los críticos del islam (Theo Van Gogh, Ayaan Hirsi Ali) como a sus amigos (Naguib Mahfouz) e, incluso, a quien ha gritado con voz potente, y cargada de razón, que el islam es una religión de paz (Tariq Ramadan) mientras te retaba a demostrar lo contrario.[10] Han amenazado al infiel con la condena mientras suníes y shiíes multiplicaban los daños para ganarse el derecho a una sucesión que no tiene ningún sentido en el mundo en que vivimos hoy. El islamismo ilustra a la perfección cómo al transferir la queja se puede evitar el coste de afrontarla, que no es otro que el reto espeluznante de conocerse a sí mismo.

Esto no significa que los islamistas radicales no tengan nunca razón en sus acusaciones. Encuentran la aguja en el pajar tan frecuentemente como lo consigue Chomsky, y el efecto es muy similar. Cuando lo hacen, es fácil estar de acuerdo con ellos. ¿Quién de entre nosotros está de acuerdo con el mundo made in América?

¿Quién de nosotros no desea que se tapone la máquina cultural americana y sus actitudes licenciosas? Pero ésa no es la cuestión. Una pequeña dosis de pesimismo bastará para recordarnos que existe una conexión orgánica entre la libertad y su abuso, y que esas actitudes licenciosas son el precio que pagamos por tener libertad política. Los musulmanes quieren esa libertad tanto como nosotros: y para obtenerla millones de ellos emigran desde los países donde el islam es soberano hacia zonas donde no lo es, y la meta final suele ser Estados Unidos. Esa es la fuente de la queja. El islam radical está desprendido del mundo actual: interpreta la revelación y la ley como algo eternamente fijo, incapaz de adaptarse, y la sola idea de que existan otros pueblos que viven satisfactoriamente de acuerdo con otros códigos y otras aspiraciones es, además de una tentación irresistible, un motivo profundo de ofensa. Los islamistas hacen demandas radicales imposibles de satisfacer y cuyo propósito no es invitar a nadie a dialogar, sino una manera de afirmar su identidad. Y ahí, me parece, radica la naturaleza de la mayor parte del antiamericanismo en su forma actual: es una antipatía existencial que no puede ser apaciguada por ninguna reforma, ya que no se relaciona racionalmente con el objeto de sus iras. Su resentimiento es el reconocimiento invertido de su fracaso.

Las quejas transferibles que han escogido a Estados Unidos como objetivo para su resentimiento están provocando una serie de alianzas incongruentes que serían cómicas si no fueran manifiestamente destructivas. El radical ex alcalde de Londres, Ken Livingstone, cuya visión global del mundo está compuesta por una «coalición arco iris» de resentimientos, dio la bienvenida con los brazos abiertos tanto a Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, como a Sheik Yousef Qaradawi, el clérigo egipcio radical que ha proclamado la destrucción de Israel; abrazó a los activistas de la liberación gay y a los mulás que desean ejecutarlos; todos estaban convencidos de que su tradicional antipatía compartida contra los valores de las sociedades occidentales era motivo suficiente para compartir una causa común. La posición de los izquierdistas europeos está, de hecho, fraguada en esa paradoja, están aliados contra la «enfermedad americana» con gente que podría, en cualquier momento, señalarlos también a ellos como objetivos. Las experiencias de las relaciones entre nazis y soviéticos nos enseñaron que estos resentimientos transferidos pueden cambiar de objetivo en cualquier momento, y que tienden a volverse los unos contra los otros.

La gente prudente se preguntará si es mejor vivir en un mundo de resentimientos transferidos. Aunque no estemos de acuerdo con Nietzsche en que el ressentiment es la base de nuestras emociones sociales, tenemos que reconocer su ubicuidad actual, y su tendencia a reforzar esperanzas ilusas y a propagar veneno social amparado en la falacia de la suma cero. Me parece que no podemos usar el pesimismo mejor que para enfrentarnos a esta falacia e impedir que eche raíces en espacios donde pueda envolver nuestras emociones más básicas con su espuria credibilidad. Y se trata de una urgencia porque la falacia de la suma cero parece emerger de manera espontánea en las comunidades modernas, allí donde la competitividad y la cooperación están presentes.

La falacia de la suma cero ha tenido una importancia similar a la falacia del <<nacidos en libertad>> cuando se trata de justificar las políticas revolucionarias. La Revolución rusa no sólo señaló como objetivo a Kerensky, señaló como objetivos a todos los que habían tenido éxito, los que habían hecho carrera y habían conseguido logros por encima de sus contemporáneos. En cada campo y cada institución, aquellos que estaban en lo más alto fueron identificados, expropiados, asesinados o enviados al exilio, con Lenin supervisando personalmente la deportación de los individuos que él mismo consideraba que eran los mejores.[11]  Esta actitud, de acuerdo con la falacia de la suma cero, era la mejor manera de mejorar las condiciones del resto. La fijación de Stalin con los kulaks ejemplifica el mismo tipo de proyección mental, como sucede con la fijación de Hitler contra los judíos, cuyos privilegios y propiedades, en su cabeza, habían sido comprados a cargo de la clase trabajadora alemana. El sentimiento mayoritario durante la explosión antiburguesa en la Francia de posguerra, que propició la escritura de obras como el Saint Genet de Sartre o El segundo sexo de Simone de Beauvoir, seguía la misma lógica y se incorporó a la filosofía de los soixante-huitards. (sesentayochistas)

Incluso fuera del contexto de la revolución, el pensamiento de la suma cero ha tenido una influencia decisiva a la hora de costear falsas esperanzas. Un ejemplo contundente es la extendida creencia de que la justicia y la igualdad son lo mismo. Muy poca gente cree que si Jack tiene más dinero que Jill se debe a una injusticia. Pero si Jack pertenece a una clase con dinero, y Jill a una clase sin dinero, el pensamiento de la suma cero se pone inmediatamente en marcha para persuadir a la gente que la clase de Jack se ha hecho rica a expensas de la de Jill. Éste es el ímpetu que anima la teoría marxista de la plusvalía, y es también uno de los principales motivos de las reformas sociales de nuestro tiempo, un motivo que está minando la auténtica justicia y situando a un espurio sustituto en su lugar. No importa que Jack haya trabajado para obtener su propia riqueza y que Jill se haya quedado simplemente por ahí holgazaneando; no importa que Jack tenga talento y energía, mientras Jill no; no importa que Jack merezca lo que tiene mientras Jill no merece nada: para los igualitaristas la única cosa importante es todo ese asunto de la «clase» y de las desigualdades «sociales» que de ella se derivan. Conceptos como el derecho se salen del marco de consideración, los objetivos sólo se definen en base a la igualdad. El resultado ha sido la emergencia en la política moderna de una idea completamente nueva de justicia; una que tiene poco o nada que ver con el derecho, la retribución o la recompensa, y que está efectivamente desprendida de las acciones y responsabilidades de los individuos. Este nuevo concepto de justicia (que, insisto, no es en absoluto un concepto de justicia) ha gobernado las reformas educativas de las sociedades occidentales, en particular en Gran Bretaña, donde los resentimientos largo tiempo acumulados han encontrado su voz en el Parlamento y se han proyectado sobre las escuelas, su principal objetivo. Merece la pena insistir en este ejemplo, dado que ilustra hasta qué punto es casi imposible escapar del pensamiento de la suma cero cuando las falsas esperanzas y las quejas se alimentan mutuamente.

Yo crecí en una situación de pobreza y mis padres no tenían ni la habilidad ni el deseo de gastar dinero en mi educación. Pero tuve la fortuna de conseguir plaza en nuestro instituto de enseñanza secundaria local, y así conseguí abrirme camino hacia la Universidad de Cambridge y a una carrera académica. Mi instituto, como tantos, se había modelado al estilo de las escuelas públicas, adoptando su currículo, su estilo y algunas de sus maneras. Pretendía proveer a sus alumnos con las mismas oportunidades que habrían tenido si sus padres hubieran sido ricos. Y funcionó. Aquellos afortunados que pudieron entrar en el Real Instituto de Enseñanza Secundaria High Wycombe recibieron una educación tan buena como la mejor, y la prueba de ello es que nuestros muchachos estaban representados entre los compañeros de Cambridge con calificaciones sólo un punto por debajo de las obtenidas por Eton.

No era un asunto de justicia ofrecer esta oportunidad a los jóvenes de los entornos pobres, ni habría sido una injusticia no hacerlo. La existencia de las escuelas de enseñanza secundaria se perfila a partir de una larga tradición de instituciones de caridad (mi escuela había sido fundada en 1542), que terminó por incluirse en el sistema estatal de educación. El problema es que un procedimiento que permite el éxito de algunos alumnos es inevitable que suponga el fracaso de otros: justo lo que sostiene la falacia de la suma cero. Un procedimiento así genera una educación de «doble rasero», con los triunfadores disfrutando de todas las oportunidades y los fracasados quedándose «marcados de por vida» en un margen. En otras palabras, el éxito de algunos se paga con el fracaso de otros. La justicia requiere que las oportunidades sean igualadas. Y de este modo nació el movimiento de la educación comprensiva, junto con la hostilidad a las clases, la degradación de los exámenes, con el propósito de evitar que el sistema educativo estatal produzca y reproduzca «desigualdades».

Es fácil asegurar la igualdad en el campo de la educación: basta con retirar todas las oportunidades de prosperar, de manera que ningún chaval consiga aprender algo. Y el observador cínico estará de acuerdo en que eso es justo lo que ha sucedido. No está entre mis propósitos reforzar ese cinismo, aunque desde que Anthony Crosland y Shirley Williams, ministros de Educación de gobiernos laboristas, se propusieron destruir las escuelas secundarias, se ha expresado en público muchas veces.[12] Deseo simplemente ofrecer un ejemplo significativo de cómo funciona la falacia de la suma cero. Un sistema que ofrecía a niños de familias pobres una oportunidad de avanzar por los méritos de su talento o de su esfuerzo, fue destruido sin más, por la simple razón de que distinguía a los que triunfaban de los que fracasaban. Por supuesto, es una tautología decir que cualquier examen distingue el éxito del fracaso, y que su abolición no tiene nada que ver con la exigencia de justicia. Pero el nuevo concepto de justicia «social» vino a rescatar a los igualitaristas, y los facultó para dirigir su malicia hacia los que habían tenido éxito, les impuso una tasa de justicia en nombre del interés de los demás.

Una dosis de realismo nos habría ayudado a recordar que los seres humanos somos distintos, y que un chaval puede fracasar en una cosa y triunfar en otra. Sólo un sistema educativo diversificado, con exámenes rigurosos y bien diseñados, permitiría a los críos desarrollar su pericia, su habilidad o su vocación hacia el campo que les resulte más natural. El pensamiento de la suma cero, que considera que el éxito educativo de un chico está pagado con el fracaso de otro, fuerza a la educación a amoldarse a un formato que le es ajeno. Este niño que fracasa en latín tal vez sea bueno en música o en metalurgia; el que fracasa en su acceso a la universidad quizá sea un excelente oficial militar. Todos sabemos esto, y es una verdad tan aplicable a los procesos educativos como a los mercados. El trabajo de los políticos y de los expertos en educación se ha concentrado en perseguir los espacios de excelencia —Oxbridge, escuelas públicas, institutos de secundaria, escuelas corales— y en encontrar maneras de penalizarlos o cerrarlos. La falacia nos dice que así se beneficiarán otros, y que finalmente tendremos un sistema educativo que se adapte a los requisitos de la «justicia social».

En el último capítulo planteo de manera más profunda la cuestión de cómo una persona cauta puede vivir en un mundo donde el resentimiento nos asedia desde todos los flancos y en el que los logros y libertades que en Occidente disfrutamos se han convertido en el objetivo del escepticismo radical. Pero antes de volver a este tema queda alguna falacia más que necesito analizar, para que el lector pueda disponer de una imagen más completa de los abundantes recursos intelectuales sobre los que las personas pueden apoyarse para reorganizar la realidad de manera que encaje en la horma de sus esperanzas, y evitarse así la compleja tarea que su razón les reclama, y que es reorganizar sus esperanzas para que encajen en la realidad.

 

Fuente: Scruton, Roger, Usos del pesimismo, Barcelona, Ariel, 2010, pp. 79-95

[1] Sauvy estaba comparando expresamente el Tercer Mundo con el <<Tercer Estado>> descrito en el umbral de la Revolución francesa: <<car enfin ce Tiers Monde, ignoré, exploité, méprisé comme le Tiers État, veut, Luis aussi, etre quelque chose>>. L’Observateur, 14 de agosto de 1952.

[2] Informe de la Comisión Independiente sobre Asuntos de Desarrollo, dirigido por Willy Brandt, publicado en Nueva York, 1980.

[3] Véase, por ejemplo, Inmanuel Wallerstein, The Modern World System, Vol. I, Londres y Nueva York, 1974.

[4] P.T. Bauer, Dissent on Development, Cambridge, Massachusetts, 1972.

[5] Elie Kedourie, The Crossman Confessions and Other Essays, Londres, 1984.

[6] Dambisa Moyo, Dead Aid, Londres, 2009.

[7] Véase Theodor W. Adorno, The Culture Industry: Selected Essays on Mass Culture, ed. J.M. Bernstein, Londres, 1991.

[8] Palabra islámica para definir la condición de ignorancia espiritual.

[9] Véase John W. Kiser, The Monks of Tibhirine: Faith, Love and Terror in Algeria, Nueva York, 2002.

[10 Véase Caroline Fourest, Brother Tariq: The Doublespeak of Tariq Ramadan, Londres, 2008.

[11] Para leer el relato de un episodio extraordinario, véase Lesley Chamberlain, The Philosophy Steamer, Londres, 2006.

[12] Por ejemplo Kingsley Amis y otros en los <<Papeles Negros>>, unos escritos relativos a la educación, el primero de los cuales fue Fight For Education, ed. C.B. Cox y A. E. Dyson, Londres, 1969.




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