Rodolfo Irazusta – El Nacionalismo
Estoy abrumado por los conceptos del amigo Fares, que se ha excedido en elogios inmerecidos completamente. No imaginé nunca que a estas alturas de mi vida, completamente derrotado, completamente terminada mi misión, habría de encontrarme una noche, caso realmente maravilloso, colocado aquí, entre el altísimo poeta don Enrique Banchs, y el héroe de la revolución del 55, general Videla Balaguer, y acompañado de los notables caballeros y de los viejos amigos a quienes habíamos perdido de vista. Porque la derrota no acompaña, sino aísla, ¡y nosotros estamos completamente derrotados!
No le gusta eso al señor Videla Balaguer, lo sé. Pero la constatación es evidente. Es obligatoria de mi parte. Nuestra acción política de treinta años ha sido un completo, un tremendo fracaso. ¿Por qué? Pusimos en ello lo mejor, lo mejor de nuestros corazones. Y no pudimos ¿No pudimos, señores, o no supimos? La pregunta, la interrogación, la he tenido siempre. ¿Por qué no pudimos? ¿Es que no supimos? ¿Es que los inconvenientes eran tan grandes?
Un país como la Argentina, con sus condiciones, y dada la influencia absorbente que tuvo en su última estructuración constitucional el liberalismo, necesitaba para coordinar, terminar y afianzar su prosperidad, un espíritu nacional. Necesitaba la existencia del nacionalismo.
Ese nacionalismo surgió, espontáneo, el año treinta. Surgió, digamos, de las circunstancias. Surgió del fracaso, ya entonces constatado, del radicalismo que había accedido al poder.
A pesar de lo que pudieran decir, me es imposible prescindir de alusiones políticas y de referencias específicas sobre esa materia, puesto que no se explicaría nada de los hechos posteriores si no explicaran esos hechos anteriores que determinan las circunstancias de la vida.
Para mí, el radicalismo, al llegar al poder, significaba una revolución respecto al liberalismo del 53. Esa revolución, anunciada, esperada, buscada y procurada por tantos de los radicales que acompañaron al señor Alem, se disolvió en aquella muestra de habilidad que fue don Hipólito Yrigoyen.
El famoso político, que todavía inquieta a las masas nacionales, fue el primer fracaso de los intentos que se hicieron contra el régimen, y que se habían de suceder desde entonces. El no hizo nada para variar aquella situación creada en el 53, y que necesitaba serios retoques.
A ese fracaso y a esa frustración de las esperanzas ciudadanas se debió mi actitud, y la de muchos otros, que renunciaron por entonces a la actividad política. Posteriormente, eso se convirtió en un régimen que afligió a la República, no con innovaciones de ninguna índole, sino con un aparato administrativo enrome, que oprimía y ofendía el sentimiento nacional. Ello apareció como un gran defecto en el manejo de la cosa pública – que comparado con el que ha ocurrido ahora es insignificante – y provocó una revolución que, por sus efectos, logró ser injusta, pues el señor Yrigoyen, con toda su incapacidad, demostró ser el hombre más honesto que ha manejado los negocios nacionales en todo el siglo que va desde la existencia de la Constitución.
Debo decir esto porque fui un adversario decidido del señor Yrigoyen, pero cumple mi deber decir, y el repetirlo: honestidad como la del señor Yrigoyen no hubo otra, no se repitió después, y no debe haberla habido mucho antes.
Pero la decepción no fue menor por el hecho de que el señor Yrigoyen fuera honesto. Empezó el desastre. Porque lo que ocurrió pocos años después, ya se insinuaba en esa época.
Yo, que entonces era joven, y que había abandonado, había dejado de ser radical, me puse en contra del señor Yrigoyen y participé en la revolución de septiembre. Y en esa revolución, en la cual queríamos una renovación del estado liberal, nos encontramos con la segunda decepción: ¡no se movió nada!
Así como no se había movido nada contra el criterio del señor Sarmiento o del señor Alberdi al llegar el señor Hipólito Yrigoyen al gobierno, menos se movió en el año 30, a pesar de que entonces el mundo ya evolucionaba y el desprestigio del liberalismo era aterrador.
Ahora bien, surgió entonces, espontáneamente, el nacionalismo, que era necesario para afianzar, por lo menos, la obra inconsulta, inconsciente e indeliberada del liberalismo, que las circunstancias del mundo habían permitido hacer a nuestro país, a pesar de que nuestra Constitución lo brindara y nuestros gobernantes lo manejaran como una factoría dentro del mundo. Un crecimiento serio, sólido, fuerte. Un enriquecimiento que permitiría la posterior recuperación del espíritu, puesto que la prosperidad debe ser el vehículo de altos fines, y debe permitir un mayor cultivo de las artes y de las letras.
El nacionalismo evolucionó – se inició, mejor dicho –, y no sé si por mi culpa o por la de mis colaboradores de “La Nueva República”, en un sentido ideológico. Y aquí está el mea culpa, señores. El sentido ideológico del nacionalismo de entonces, fue indudablemente uno de los más grandes pecados intelectuales de nuestra generación. Porque el nacionalismo no es necesariamente ideológico. Nació y vivió en todas las latitudes del mundo. Nació y vivió en la Europa del siglo XIX. Antes que derechista fue izquierdista, y puede ser lo uno como lo otro. Puede ser izquierdista y puede ser derechista. Solamente que el nacionalismo se caracterizó por una cosa, por la de ser, la de poner el acento, el acento bien acentuado, cualquiera sea la doctrina que se sustente con respecto a la política general, en la defensa de los intereses nacionales!
Nos equivocáramos o no entonces, la tentativa expresada en ese libro – que no tiene otro mérito que que ha destaco el señor Fares – nos hizo dar cuenta que el nacionalismo estaba errando la puntería, y que debíamos hacer nacionalismo, porque todo aquello que llamábamos así, no era tal.
Tenía de todo. Tenía uno de los aspectos que puede tener el nacionalismo: tenía el derechismo, tenía la defensa de la tradición, la defensa de la Iglesia, la defensa de la familia. Pero se había olvidado de acentuar la defensa de los intereses nacionales, de los intereses… ¡de los intereses!
Se me ha reprochado mil veces el que yo hablara de interés, de materia; el que hablara de vacas, de carne, de trigo, de cosas materiales y que me olvidara del espíritu. Y bien, señores: sólo hay espíritu, sólo hay grandes manifestaciones del espíritu, donde hay prosperidad antes, no en la miseria!
Si yo me he preocupado de defender primero la prosperidad argentina en gran escala, hoy tengo que defender el puchero de los argentinos, que está amenazado. ¿Y qué vamos a hablar del espíritu, cuando no tenemos puchero con qué alimentarnos?
Señores: el fracaso del nacionalismo, que es evidente, es el fracaso del país. Porque el nacionalismo tenía la obligación – no el radicalismo, ni el conservadorismo, ni el socialismo –, el nacionalismo tenía la obligación de procurar el cambio y el mejoramiento del país, y no lo hizo porque se perdió en vagas disquisiciones ideológicas.
En tal extremo, ocurrióle al país el advenimiento de un gran demagogo, que parecía traer cosas que ofrecían la redención de la humanidad nacional. Pero en eso había un engaño, un engaño sutil que nadie percibió al principio. La mentalidad ideológica, intelectual, habitualmente distinguida de los argentinos, despreciativa de lo material y de lo doméstico, de lo modesto, despreció al demagogo que venía a ofrecerle al país ventajas populares.
Ese hombre, uno de los políticos más inteligentes que ha tenido el país, Perón – y digo inteligente porque lo fue y lo es –, ese hombre tenía una misión que cumplir, y la cumplió tan bien, tan delicadamente, que todavía se sienten sus efectos.
Perón, con su inteligencia sutil, tenía un encargo del extranjero, del régimen económico que trasciende y gravita sobre la política nacional, tenía la misión de arruinar al país. ¡y lo hizo a consciencia! Lo hizo a conciencia, de manera tal que sus manifestaciones, aparentemente torpes, daban pie para que se hablara de la falta de dotes organizativas de los argentinos. Por ejemplo, en tal parte, en Monte Chingolo, se acumulan cinco mil tractores comprados arbitrariamente. Se decía entonces: ¡qué mala organización, qué desquicio, qué error!
Pero no es así. Esa gente lo hacía a propósito. Había que destruir los dos mil millones que teníamos después de la guerra, para empobrecer al país y seguir dominándolo.
Esa empresa, de una inteligencia tan sutil, logró una cosa que no se había logrado nunca. En las épocas del régimen, los notables abogados, cuyo tipo, según mi amigo el doctor Ernesto Palacio, fue el doctor Quintana, después presidente de la República, traicionaba los intereses del país, pero en una medida relativa. Se daban ventajas a las empresas, y esos señores, al hacer eso, estaban mirados por el pueblo con un desprestigio tal, que nunca pudieron tener de su parte al electorado del país. Siempre tuvieron que hacer fraude para poder llegar al gobierno.
Ahora bien, el arte maravilloso del demagogo Perón, que yo anuncié – como decía el amigo Fares – varios años antes, ese hombre inteligentísimo, logró una cosa extraordinaria para el imperialismo extranjero: que se creyera que el peor de los capitales era el capital nacional, y el mejor, el capital extranjero. Eso no pudieron nunca antes. Eso era todo lo contrario a lo nacional, y, sobre todo a lo nacionalista. Pero hubo muchos nacionalistas que se equivocaron. Lo aplaudieron como habían aplaudido al señor Roca cuando vino de Londres después del tratado Roca-Runciman.
Es evidente que en la jerarquía de la sociedad, el espíritu está por encima, que el espíritu es lo primero y está en el primer lugar. Pero nadie duda que las actividades materiales, que están en el tercero o cuarto lugar, ocupan el primero cuando se trata de vivir; y el espíritu no marcha si el cuerpo no se alimenta. Sostengo, señores, que un país no será nunca grande mientras piense primero en ser rector de la inteligencia antes que en ser próspero. La prosperidad acreditará, por sí misma, la inteligencia, la jerarquía, la superioridad y la dirección.
Si no nos ocupamos de lo material, menos podremos ocuparnos de las actividades desinteresadas. Porque esas actividades desinteresadas del espíritu, dependen en absoluto de la prosperidad.
No hay nada que hacerle a eso. No se puede renunciar a la primacía de lo económico, que no es la dirección, sino el buen sentido de la gente que debe administrar primero su patrimonio y después lo otro.
Si hiciéramos en el país como cada uno hace en su casa, estaríamos salvados. Pero no si en el país se piensa que siempre primero está el espíritu y después las cosas materiales. La materia, que el señor Alberdi decía que debía estar en manos de extranjeros, lo está totalmente, ha llegado a hacer de nosotros un país de proletarios a la orden de patrones extranjeros. El señor Alberdi sostuvo que lo mejor que podía ocurrirle a un país, a nuestro país, era que todos sus intereses estuvieran en manos de extranjeros. Porque eso garantizaba, con la fuerza de las potencias europeas, la solidez, la regularidad y la estabilidad de los gobiernos, y la garantía para las empresas. El señor Alberdi fue discutido, a tal extremo, que fue discutido por el propio general Mitre. Tuvo oponentes que no lo dejaron, finalmente, ni siquiera vivir en el país; tal era la herejía de su doctrina. Sin embargo, desde 1930 en adelante, el alberdismo fue creciendo, hasta terminar en un triunfo absoluto y glorioso, en la presidencia del señor Frondizi, que era la flor del extranjerismo contra el país.
El señor Alberdi ha triunfado. Hoy los argentinos que no somos proletarios, es porque nos queda un pequeño, pequeño haber. No servimos nada mas que para pagar impuestos; no servimos nada más que para mantener la máquina del Estado, a la cual no contribuyen para nada las empresas extranjeras que están radicadas en el país y que están reinando en la política nacional.
Si no hacemos un esfuerzo, si no hacemos un esfuerzo último, en el cual quizá yo no pueda dentro de poco acompañaros, nuestro destino será un destino triste, cuyo porvenir se ve muy negro, muy feo, muy árido.
Yo os pido perdón por deciros estas amargas verdaderas, por llamar la atención. Pero es mi deber hacerlo. Siempre he cumplido con mi deber, y esta vez, es una de tantas más, la última quizá.
Discurso al agradecer el homenaje tributado al cumplirse treinta años de la publicación de “La Argentina y el imperialismo británico”, el 23/10/1964
Fuente: Irazusta, Rodolfo, Escritos políticos completos, Bs.As., Editorial Independencia, 1993, Tomo III, pp 471-476
Ultimos Comentarios
[…] http://debatime.com.ar/el-lockdown-y-la-destruccion-de-la-estructura-economica/?fbclid=IwAR3oudYvCWy… […]
[…] hecho nuestras críticas al liberalismo clásico en dos escritos: Los neomaritaineanos[1] y Liberalismo clásico, constitucionalismo y orden social cristiano[2]. Pero a […]
[…] [xiv] Ver: http://debatime.com.ar/derechos-de-propiedad-el-escarmiento-del-proyecto-ecologista/ […]