Barron

Bishop Robert Barron – Carta a una Iglesia que sufre

Tras el escándalo McCarrick, hubo una demanda general solicitando regulaciones similares para normar el modo en que los obispos reportaban los abusos. Mientras escribo estas palabras, los obispos de los Estados Unidos están refinando precisamente los protocolos de esta índole, a través de la constitución de amplias juntas regionales de revisión dirigidas por laicos, que reciban e investiguen las acusaciones contra los obispos. Nuevamente, estos cambios institucionales no resolverán totalmente el problema, pero representan un paso de enorme importancia en la dirección correcta. Creo que otro movimiento esencial, si la Iglesia quiere realmente impedir que se repitan situaciones como la de McCarrick, será poner en marcha investigaciones formales, tanto de este lado del Atlántico como en Roma, a fin de determinar cómo alguien como Theodore McCarrick, cuyas conductas profundamente perversas eran tan conocidas, logró alcanzar un puesto tan alto en el gobierno de la Iglesia.

A pesar de todo, necesitamos mucho más que protocolos más rígidos, por importantes que sean. Lo que más necesitamos es una reforma espiritual profunda y duradera, que debería comenzar por el sacerdocio. Llegado este punto nadie dudaría de que en el sacerdocio católico hay una grave podredumbre. Con esto no estoy culpando a todos mis hermanos, ni estoy diciendo que todos los sacerdotes sean culpables por igual; no estoy negando que haya verdaderos santos y héroes en las filas del sacerdocio. No obstante, los escándalos de las últimas décadas – los propios crímenes y su encubrimiento – ponen de manifiesto que algo ha salido tremendamente mal. El hecho de que numerosos sacerdotes no sientan suficiente restricción moral cuando se trata de abusar física, psicológica y espiritualmente de algunos de los miembros más vulnerables de sus rebaños, es simplemente inadmisible. También es increíble que un número considerable de obispos creyera que estaban autorizados para reasignar a los sacerdotes infractores de parroquia en parroquia, sin siquiera hacer una mínima advertencia a la gente. La brújula moral de estos hombres estaba trastornada. Los intentos por explicar la crisis, apelando a que el porcentaje de abusadores entre los sacerdotes es casi igual a la media nacional, tampoco son convincentes. ¿Nos conformaremos con esto? Cuando se trata de integridad moral y espiritual, los sacerdotes deberían ser líderes, deberían ser ejemplos. Poner por excusa el promedio nacional de abusos sexuales es bochornoso.

Por otra parte, deberíamos enforcarnos más allá de los ofensores explícitos, cuestionándonos seriamente sobre la cultura clerical que posibilitó esta clase de abusos y encubrimientos. El relativismo moral, especialmente en lo que concierne a materia sexual, se dio por sentado a partir del Concilio Vaticano Segundo, y esta actitud fue adoptada por muchos dentro del propio sacerdocio. ¿Cuántos sacerdotes y obispos vieron lo que estaba ocurriendo, pero se hicieron de la vista gorda, convencidos de que no les correspondía cuestionar la decisión moral de un hermano? ¿Cuántos sacerdotes y obispos simplemente no tuvieron el valor para hacer una corrección fraterna, especialmente si esto significaba perder a su amigo? ¿Cuántos fueron incluso más lejos, desestimando o perdonando estas expresiones sexuales aberrantes, porque “el Padre ya había renunciado a tanto”? ¿Cuántos sacerdotes y obispos actuaron como David, paseándose por la azotea de su palacio, ordenando que Betsabé fuera llevada a su presencia? Los sacerdotes poseían (y poseen) un gran poder sobre las personas, y este poder puede usarse a favor de enormes bienes o de enormes perversiones. Lo que podría haber sido una autoridad liberadora y dadora de vida, se transformó en una autoridad extremadamente manipuladora. ¿Cuántos obispos y oficiales diocesanos minimizaron los crímenes sexuales, persuadidos de que la Iglesia había dejado atrás su obsesión por el sexo?

Todo esto apunta a la imperiosa necesidad de una renovación del sacerdocio. No considero que deba cambiar ni su estructura esencial ni su disciplina. A mi modo de ver, sería extremadamente ingenuo pensar que la solución sea permitir a los sacerdotes casarse, o que haya mujeres sacerdotes, con tal de mejorar la situación. Todos somos seres humanos caídos, y los hombres célibes no gozan del monopolio del egoísmo, de la estupidez y de la perversión. Más bien, lo que el sacerdocio necesita para revitalizarse es una consagración renovada a sus ideales. Como dijera Fulton Sheen, el sacerdote no se pertenece a sí mismo, sino que le pertenece a  Jesucristo. Actúa en la propia persona del Señor, pronunciando sus palabras, atrayendo a las personas a su poder. Consiguientemente, el sacerdote debería estar consagrado a Cristo, debería estar conformado a él en todos los niveles de su ser. Como resultado, su mente, su voluntad, sus pasiones, su cuerpo, su vida privada, su vida pública y sus amistades, todo debería pertenecerle al Señor. Punto. Un sacerdote cuya principal preocupación sea el dinero o el placer, su carrera o su fama, tarde o temprano se derrumbará y causará estragos a su alrededor. La reputación institucional de la Iglesia nunca debería convertirse en el valor supremo de ningún representante de la misma. La institución está al servicio del pueblo de Dios; y si alguno de sus integrantes peligra, entonces deberá actuar, incluso si esto conlleva vergüenza y pérdidas financieras para la institución.

La renovación que necesitamos debería ser incluso más amplia, incluyendo en gran medida a los hombres y mujeres laicos. Al decir esto mi intención no es para nada disculpar a los sacerdotes, ni insinuar que todos compartimos la misma culpa. Sin embargo, los sacerdotes no surgen del vacío. Provienen, en su gran mayoría, de familias católicas y están (o, al menos, deberían estar) configurados por una cultura católica. Así que, compañeros católicos, este escándalo es nuestro problema. Todos los católicos deberíamos concebir este tiempo doloroso como una invitación para redescubrir y profundizar nuestra propia identidad bautismal como sacerdotes, profetas y reyes. Sacerdotes son quienes se han comprometido totalmente con la santidad de la vida; profetas son quienes se han dedicado a la proclamación de Cristo a todos; y reyes son quienes se han decidido por ordenar el mundo hasta donde sea posible según los designios de Dios. ¿Qué indica esto sobre el compromiso sacerdotal de los bautizados de los Estados Unidos, donde el 75% de nosotros habitualmente no asiste a Misa, esa oración que el Concilio Vaticano II describió como “fuente y culmen de la vida cristiana”? ¿Qué significa que la cantidad de personas que buscan el Bautismo, el Matrimonio y la Confirmación en la Iglesia, esté disminuyendo dramáticamente? ¿Qué dice sobre nuestra efectividad profética, cuando los jóvenes están abandonando la Iglesia en manada? Obviamente, se necesitaría un libro entero para explorar este fenómeno complejo, aunque aquí basta decir que hemos (sí, hemos) descuidado nuestra obligación de proclamar a Cristo y se hacer atractiva la permanencia en su Iglesia, sumergidos en una cultura cada vez más escéptica y secularista. ¿Qué indica sobre nuestra efectividad como reyes, cuando nuestra sociedad parece estar cada vez más orientada exclusivamente por principios materialistas y egoístas, cuando encuesta tras encuesta observamos que los católicos en mayor o menor medida concuerdan con el consenso secular respecto a la mayoría de las cuestiones morales discutidas hoy en día?

Esta es la conclusión: si queremos sacerdotes más santos, todos hemos de ser más santos. En una ocasión, el cardenal Francis George caracterizó al clericalismo como una actitud que surgía al asumir que el nexo entre el orden sacerdotal y el bautismo estaba roto. Con esto daba a entender que el sacerdocio, entendido con autenticidad, está al servicio de los bautizados, y que no es la prerrogativa de una clase privilegiada. No obstante, su intuición puede interpretarse de otro modo, a saber, que los bautizados son la comunidad de donde surgen los sacerdotes, y que los sacerdotes deberían ser constantemente apoyados por ellos. Laicos mejores y más fuertes darían pie a un sacerdocio mejor y más fuerte, así como a un menor clericalismo.

 

Fuente: Barron, Robert, Carta a una Iglesia que sufre: un obispo habla sobre la crisis de los abusos sexuales, Kindle Edition, 2019, cap. 5




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