Ludwig von Mises – El liberalismo de los economistas austríacos
- El liberalismo de los economistas austríacos.
“Platón se imaginaba un tirano benévolo que confiaría a un sabio filósofo el poder de fundar el sistema social perfecto. La Ilustración no puso sus esperanzas en la afirmación más o menos accidental de gobernantes bien intencionados o de sabios diligentes. Su optimismo sobre el futuro del género humano se basaba en la doble fe en la bondad del hombre y en su mente racional. En la vida del pasado, una minoría de bribones – reyes pícaros, sacerdotes sacrílegos, nobles corrompidos – habían podido hacer el mal. Y, sin embargo, según la doctrina iluminista, apena el hombre se hace consciente del poder de su razón, resulta imposible la recaída en la oscuridad y en los errores de tiempos pasados. Toda nueva generación añade algo a las conquistas de los antepasados. El género humano se halla, pues, en vísperas de un continuo avance hacia condiciones de vida más satisfactorias. Progresar continuamente es la naturaleza del hombre. De nada sirve quejarse de la presunta pérdida de la felicidad de una fabulosa Edad de Oro. La condición ideal de la sociedad está ante nosotros, no a nuestras espaldas.
Los políticos del siglo XIX, liberales, progresistas y democráticos, que lucharon por el gobierno representativo y el sufragio universal, tenían en su mayoría una inquebrantable fe en la infalibilidad de la mente racional del hombre común. Para ellos, las mayorías no pueden equivocarse. Las ideas surgidas del pueblo y aprobadas por los electores no pueden menos de fomentar el bienestar.
Conviene, sin embargo, puntualizar que los argumentos que un pequeño grupo de filósofos liberales formularon a favor del gobierno representativo eran distintos y no implicaban ninguna referencia a una supuesta infalibilidad de las mayorías. Hume observaba que el gobierno se basa siempre en la opinión. Y a la larga triunfa siempre la opinión de la mayoría. Un gobierno que no cuenta con la opinión de la mayoría antes o después tiene que abandonar el poder; si no renuncia a él, será echado violentamente. Los gobernados tienen poder para otorgar la responsabilidad de gobierno según los principios que la mayoría considera adecuados. A largo plazo, es imposible un gobierno impopular, que mantenga un sistema que la multitud condena como injusto. La racionalidad del gobierno representativo, sin embargo, no radica en la infalibilidad, semejante a la de Dios, de las mayorías, sino en el intento de efectuar con métodos pacíficos la corrección, en definitiva inevitable, del sistema político y la sustitución de los hombres en el gobierno en consonancia con la voluntad de la mayoría. Los horrores de la revolución y de la guerra civil pueden evitarse si un gobierno falto de apoyo puede ser sustituido pacíficamente mediante elecciones.
Los auténticos liberales pensaban que la economía de mercado, único sistema económico que garantiza la constante y progresiva mejora del bienestar material del género humano, sólo puede funcionar en una atmósfera de paz. Sostenían por tanto la necesidad del gobierno representativo, porque daban por descontado que sólo este sistema puede preservar de forma duradera la paz interior y exterior.
Lo que separaba a estos verdaderos liberales del ciego culto mayoritario de los radicales era que los primeros no basaban su optimismo sobre el futuro del hombre en la mística confianza en la infalibilidad de las mayorías, sino en la convicción de que el poder de un argumento lógico es irresistible. Admitían, por supuesto, que la inmensa mayoría de los hombres comunes es mentalmente torpe y demasiado indolente para seguir y absorber las largas cadenas de razonamientos. Pero esperaban que las masas, debido precisamente a sus propia torpeza e indolencia, no podrían menos de apoyar las ideas propuestas por los intelectuales. Del buen juicio de una minoría culta y de su habilidad para convencer a la mayoría, los grandes líderes del movimiento liberal del siglo XIX esperaban la mejora constante de la condición humana.
En este aspecto hubo entre Carl Menger y sus primeros seguidores, Wieser y Böhm-Bawerk, pleno acuerdo. Entre los papeles no publicados de Menger, el profesor Hayek ha descubierto una anotación que reza así: <<No hay mejor medio para poner en claro lo absurdo de un modo de razonar que dejarle llegar a sus últimas consecuencias>>. A los tres les gustaba referirse al argumento empleado por Spinoza en el primer libro de la Ética, que se cierra con esta famosa expresión: <<Sane sicut lex se ipsam et tenebras manifestat, sic ventas norma sui et falsi>>. Observaban con serenidad la vehemente propaganda de la escuela histórica y de los marxistas. Y tenían la plena convicción de que los dogmas, lógicamente indefendibles, de tales facciones acabarían siendo refutados por todo hombre razonable, precisamente por lo absurdo de su condiciones y porque las masas seguirían necesariamente la guía de los intelectuales. [70]
La sabiduría de este modo de razonar radica en el rechazo de la práctica popular de oponer una presunta psicología al razonamiento lógico. Es cierto que con frecuencia los errores de razonamiento se deben a la disposición del individuo a preferir una conclusión cuyos sentimientos les impiden pensar correctamente. Hay muchas personas cuyos sentimientos les impiden pensar correctamente. Sin embargo, hay una gran diferencia entre el reconocimiento de este tipo de circunstancias y las doctrinas que últimamente se enseñan bajo la etiqueta de <<sociología del conocimiento>>. El pensamiento y el razonamiento humanos, la ciencia y la tecnología son producto de un proceso social en la medida en que el pensador individual se enfrenta a los logros y errores de sus predecesores y establece con ellos, coincidiendo o discrepando, una virtual discusión. En la historia de las ideas se pueden explicar los fallos y los logros de un hombre analizando las condiciones en que vivió y trabajó. En este sentido, podemos referirnos a lo que suele llamarse espíritu del tiempo, de una nación, de un contexto. Pero si se trata de explicar el nacimiento de una idea o justificarla refiriéndose al ambiente del autor, se cae en un razonamiento circular. Las ideas nacen siempre de la mente de un individuo y la historia no puede decir de ellas sino que son generadas en un momento determinado por un determinado individuo. El erróneo modo de razonar de un individuo no tiene otra justificación que la que el gobierno austríaco dio una vez refiriéndose al caso de un general derrotado: que nadie es responsable de no ser un genio. La psicología puede ayudarnos a explicar por qué un hombre fracasa en su modo de pensar. Pero esta explicación no puede transformar lo que es falso en verdad.
Menger, Böhm-Bawerk y Wieser rechazaron incondicionalmente el relativismo lógico de que adolecían las enseñanzas de la Escuela histórica prusiana. Contra la postura de Schmoller y sus seguidores, sostenían que existe un cuerpo de teoremas económicos válidos para toda acción humana prescindiendo de las circunstancias de tiempo y lugar, de las características nacionales y raciales de los autores, de sus ideas religiosas, filosóficas y éticas.
No puede exagerarse el mérito de estos tres economistas austríacos al defender la causa de la ciencia económica contra las vanas críticas del historicismo. Sus convicciones epistemológicas no les inspiraron ningún optimismo sobre la futura evolución del género humano. Al margen de lo que pueda decirse a favor del pensamiento lógico, esto no demuestra que las generaciones futuras superarán a las anteriores en términos de esfuerzo intelectual y de resultados.
La historia demuestra repetidamente que a periodos de maravillosas conquistas intelectuales les siguen otros periodos de decadencia y retroceso. No sabemos si la próxima generación dará hombres capaces de seguir por el camino que recorrieron aquellos ingenios que hicieron tan glorioso el siglo pasado. Nada sabemos sobre las condiciones biológicas que permiten a un hombre dar un paso adelante en la vía del progreso intelectual. No podemos excluir que pueda haber límites a la superación intelectual del hombre. Y, por supuesto, no sabemos si en esta superación hay un punto más allá del cual las minorías cultas no podrán ya convencer a las masas para que las sigan.
Lo que Menger, Böhm Bawerk y Wieser dedujeron de tales premisas es que, mientras que el deber de un pionero es hacer todo lo que sus facultades le permiten realizar, en modo alguno tiene la obligación de propagar sus propias ideas y, menos aún, tiene que emplear métodos discutibles para hacerlas aceptables a la gente. Los primeros economistas austriacos no se preocuparon por difundir sus escritos. Menger no publicó la segunda edición de sus famosos Grundzätze, a pesar de que el libro llevara mucho tiempo agotado, los ejemplares de segunda mano se vendieran a un precio muy elevado y el editor se lo pidiera con creciente insistencia.
El único interés de Menger, Böhm Bawerk y Wieser fue contribuir al avance de la teoría económica. Jamás trataron de convencer a nadie con medios distintos del poder de convicción contenido en sus libros y artículos. Permanecieron indiferentes al hecho de que las universidades de los países de lengua alemana, e incluso muchas universidades austriacas, fueran hostiles a la ciencia económica en cuanto tal y, en particular, a las teorías económicas subjetivistas.
Fuente: Mises, Ludwig von, Autobiografía de un liberal, cap. 2, 5
NOTAS:
[70] Conviene añadir que Menger, Böhm-Bawerk y Wieser miraban con profundo pesimismo el futuro político del Imperio austriaco. Pero este problema no podemos tratarlo aquí.
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