Mary Beard – Libertos y pedantes
En un área de hierbas descuidadas situada al lado de una estación de tranvía de la Roma moderna se encuentra uno de los monumentos del mundo antiguo más curiosos que han sobrevivido. Es la tumba de un panadero romano, Marco Virgilio Eurysaces, que murió a mitad del siglo I a. C. Mide unos nueve metros de alto, y tiene un aspecto gracioso. Su extraña forma y elementos decorativos imitan a gran escala los diversos utensilios y herramientas de la profesión de panadero, desde los cuencos de mezcla hasta las máquinas de amasar. En cierto modo, toda la tumba se puede considerar la presentación de una panadería, o de un enorme horno para pan. Además, para hacerlo más explícito todavía, en la parte superior (originalmente en los cuatro lados, pero uno se ha perdido), hay frisos esculpidos con gran detalle donde se muestran las diferentes etapas del proceso de la fabricación de pan, desde la compra del grano y la molienda hasta el amasado y el horneado. El proceso finaliza con el pesado de las hogazas y el envío para la venta. Es un manual ilustrado del ramo de la panadería en Roma, un documento maravilloso que muestra el orgullo por ese negocio (además de los beneficios que se sacaban de él, dado el esplendor y el tamaño de la tumba).
Eurysaces tuvo buena y mala suerte a la hora de escoger el lugar donde levantar su monumento. Mala suerte porque, probablemente compró un terreno excelente y (probablemente) caro en un punto donde se cruzaban dos caminos principales, justo en el exterior de los límites de la ciudad. Sin embargo, pocas décadas después, el monumento quedó del todo eclipsado, de hecho, prácticamente oculto, por un inmenso acueducto nuevo, que se adentraba en la ciudad a pocos metros de su emplazamiento. Buena suerte porque el acueducto quedó más tarde incorporado a las murallas de la ciudad, y construyeron las fortificaciones de una de las puertas de la ciudad (la actual Porta Maggiore) alrededor de la tumba de Eurysaces, lo que la conservó casi intacta hasta que salió de nuevo a la luz en el siglo XIX, lo que le proporcionó al panadero una fama más duradera de lo que jamás habría soñado.
Pero la fama tiene un doble filo. Los eruditos modernos se han sentido muy sorprendidos por el monumento, y se han mostrado muy pedantes al respecto. La teoría más extendida es que el panadero era un antiguo esclavo (el texto de la tumba no indica de forma explícita que se tratara de un liberto, pero en aquellas fechas, un nombre griego como «Eurysaces» mostraba generalmente que se era de origen esclavo). Así pues, como se suele decir en las discusiones familiares, puede que tenga mucho dinero, pero no tiene demasiado buen gusto. Por muy mona que nos parezca, la tumba era realmente vulgar para el gusto romano, «un monumento atroz», tal y como lo ha descrito un historiador arquitectónico.
La peculiar Tumba del Panadero está casi oculta por el acueducto romano y la posterior puerta de la ciudad.
De hecho, así es como se suele juzgar el arte patrocinado por libertos en el mundo romano. Las maravillosas pinturas de la llamada Casa de los Vettii en Pompeya (con los cupidos sacados de postales pisando la uva, tejiendo, corriendo y realizando labores similares) se celebrarían como obras maestras si se hubieran descubierto en las paredes del palacio imperial de Roma. Pero lo más probable es que «los Vettii» fueran un par de libertos que vivían en una ciudad provinciana, por lo que se suele desdeñar su decoración como algo un poco nouveau, un poco excesivo.
Henrik Mouritsen desarrolla este asunto en el prólogo de su libro The Freedman in the Roman World [El liberto en el mundo romano], un amplio estudio sobre los esclavos manumitidos (liberti en latín, «libertos» en la jerga erudita moderna). Tal y como destaca, existe un contraste sorprendente entre, por una parte, el trato tremendamente favorable que se da a los esclavos en los escritos modernos como víctimas inocentes de una terrible injusticia humana, comparado, por otro lado, con la actitud claramente contraria respecto a los antiguos esclavos a los que se les ha concedido su libertad o la han comprado. Ningún escritor moderno apoya de forma abierta las quejas estridentes de los historiadores de comienzos del siglo XX, quienes habitualmente condenaban la costumbre romana de la manumisión (es decir, el proceso formal de liberación de un esclavo) y lamentaban que se diluyera la verdadera raza italiana con la sangre de esos libertos extranjeros, a menudo de origen oriental. Sin embargo, incluso hasta hace poco algunos eruditos criticaban de un modo sombrío «la infiltración de los extranjeros en la población romana» y calificaban a los libertos, sobre todo a aquellos que se hacían ricos, de «trepadores sociales». Y hemos encontrado numerosas referencias a esclavos «indignos», liberados por sus amos por razones «triviales». Incluso Jane Gardner, en un capítulo por lo demás excelente sobre «La esclavitud y el Derecho Romano» de The Cambridge World History of Slavery [Historia mundial de la esclavitud, por Cambridge], todavía se refiere al «abuso» de la manumisión (al liberar a demasiados esclavos, o a los que eran indignos de ello). Esto presenta una extraña falta de lógica: si la esclavitud siempre ha sido una injusticia terrible (como insiste nuestra propia moral), de ello se deduce que la concesión de la libertad, por la razón que fuera, en el número que fuera, debe ser algo bueno. En esos términos, no se puede «abusar» de la manumisión. Esas frases suenan muy inquietantes al lado de las homilías sobre los derechos humanos que suelen acompañar a las discusiones sobre la esclavitud en la Antigüedad.
Por supuesto, al tratar a los libertos romanos de este modo, los escritores modernos reflejan en parte (de un modo consciente o, más a menudo, inconsciente) los prejuicios de sus antecesores y de sus fuentes. Sin duda, los historiadores del mundo romano veían los peligros morales y políticos de la liberación de demasiados esclavos. El más famoso fue Dionisio de Halicarnaso, cuya historia de Roma, escrita a finales del siglo I d. C., incluye una diatriba contra las prostitutas y los esclavos delincuentes que utilizan sus ganancias obtenidas de un modo ilegal para comprar su libertad. La caricatura más escabrosa de un liberto procede de una novela de Petronio, El Satiricón, donde se desarrolla la extravagante cena que celebra el liberto Trimalción con un lujo ridículo, una comida costosa hasta el punto de la parodia y una discusión hilarante sobre las distintas propuestas para construir una recargada tumba de liberto que rivalizara con la de Eurysaces. No importa que se trate de una sátira pensada para la élite social, escrita por un antiguo amigo del emperador Nerón sobre un miembro de la clase baja aspirante. Eso no ha impedido que las diferentes generaciones de historiadores modernos hayan tratado a Trimalción como si fuera el «típico» liberto romano. De hecho, a los ojos de muchos, el monumento del panadero proporciona una clara información de lo auténtico que es el Trimalción de Petronio.
Pero un problema adicional para los historiadores modernos es que no disponemos de una categoría familiar que nos ayude a captar la esencia del libertus romano. Creemos comprender la esclavitud, pero un antiguo esclavo es mucho más difícil de entender. En una búsqueda desesperada de un equivalente útil, tendemos a escoger la caricatura del arribista, el estereotipo del «hombre hecho a sí mismo», con más dinero que buen gusto. Por supuesto, no hace falta decir que la verdad era que la mayoría de los libertos de Roma carecían de dinero suficiente para tener buen o mal gusto.
Como es natural, esa falta de familiaridad, en concreto las reglas y convenciones únicas que produjeron tantos libertos, es la que hace que la esclavitud romana sea tan interesante. El elemento básico es que casi todas las sociedades con esclavitud disponían de alguna clase de mecanismo para concederles la libertad a algunos esclavos, pero ninguna, por lo que sabemos hasta ahora, liberó a tantos esclavos como Roma. Y aún más: los romanos les proporcionaban a los libertos casi los mismos derechos y privilegios de la ciudadanía romana. En la antigua Atenas, un liberto como mucho alcanzaba el rango de «extranjero residente». En Roma, cualquier esclavo liberado bajo ciertas normas legales por un ciudadano romano quedaba convertido también en ciudadano romano, con solo unas pocas restricciones (por ejemplo, los libertos no podían servir en el ejército ni desempeñar cargos públicos), pero a la segunda generación ya no se le aplicaba ninguna clase de restricción legal. El poeta Horacio es un famoso ejemplo de hijo de liberto que vivió cerca de las clases altas de Roma. Según un cálculo, la mayoría de los esclavos domésticos de las ciudades romanas murieron siendo libertos (aunque, sin duda, fueron liberados muchos menos esclavos de las granjas o de las fábricas).
El motivo por el que los amos romanos liberaban a tantas de sus propiedades humanas sigue siendo motivo de discusión: algunas veces el afecto por sus sirvientes domésticos (un buen número de antiguas esclavas fueron liberadas para casarse con sus anteriores amos); a veces, por un sentido egoísta del interés económico (después de todo, era muy caro mantener a un esclavo mayor que ya no servía apenas para nada); en otras ocasiones, quizá la manumisión servía como incentivo para asegurarse el buen comportamiento de un esclavo, o quizá, simplemente, era una costumbre de los romanos. Pero sin importar que todavía haya que explicarlo, probablemente no era cierto que la esclavitud en Roma era la «muerte social» (por utilizar la famosa frase de Orlando Patterson). Para muchos de los esclavos romanos, si no para la mayoría, como el padre de Horacio, la esclavitud era una condición temporal, una fase de «parálisis social momentánea».
Mouritsen nos recuerda que la realidad de la esclavitud romana y de la liberación era mucho más complicada, e incierta, de lo que a menudo nos gusta admitir. Es más: toda nuestra comprensión de los liberti romanos se basa en toda clase de cálculos y suposiciones peligrosas, mucho de lo cual tiene su influencia en el modo que nos imaginamos la sociedad romana en su conjunto, mucho más allá del asunto de la esclavitud. Una de las preguntas clave no es simplemente cuántos esclavos fueron liberados, sino qué proporción de los habitantes libres de la ciudad de Roma eran libertos o descendientes de antiguos esclavos. Si tomamos al pie de la letra las pruebas que proporcionan las lápidas que han sobrevivido al paso del tiempo (y la mayoría son mucho más sencillas y menos llamativas que la Tumba del Panadero), la inmensa mayoría de los habitantes libres de la metrópoli tenía ascendencia de esclavos. Si dejamos a un lado los pocos monumentos aristocráticos y los de los propios esclavos, aproximadamente unas tres cuartas partes de las personas que aparecen en los epitafios de Roma son casi con toda certeza libertos, y la mayoría de los demás pertenecen probablemente a sus descendientes directos.
El problema está claro, y es irresoluble. ¿Deberíamos imaginarnos (como hace alguna gente) que la población de la capital del Imperio estaba compuesta en su inmensa mayoría por liberti y aquellos de origen «libertino»? ¿O, por alguna razón, los libertos están demasiado representados en las pruebas que han sobrevivido? Por ejemplo, quizá su libertad recién alcanzada les hizo especialmente aficionados a conmemorarse a sí mismos. Se mire como se mire, esos miles de epitafios relativamente humildes están muy alejados del prototipo rico y vulgar del arribista simbolizado por Trimalción.
Pero de hecho, cuanto más se considera la cuestión, más se derrumba la distinción clara entre el esclavo y el libertus oficialmente liberado y con su ciudadanía romana. A partir del siglo I a. C., y de un modo creciente, se promulgaron leyes más restrictivas respecto a la práctica formal de la manumisión: nadie menor de veinte años podía liberar a un esclavo; no se podía liberar a ningún esclavo que tuviera menos de treinta años; se puso un límite al número de esclavos que se podían liberar como consecuencia de un testamento, y además, se suponía que la mayor parte de las manumisiones debían efectuarse delante de un magistrado en funciones. Lo que está claro es que un buen número de esclavos debieron ser liberados incumpliendo esas reglas. Por ejemplo, hemos visto numerosos epitafios de libertos que murieron antes de cumplir los treinta años y aunque algunos ciudadanos podían conseguir un magistrado adecuado (algunas tabletas de cera sacadas de la excavación de Herculano enumeran a unos cuantos que lo hicieron), la mayoría probablemente no habrían podido.
En la práctica, algunos probablemente eran tratados como si se les hubiera liberado del modo «correcto», aunque no fuera así, pero otros debieron quedar en una categoría a mitad de camino, conocida técnicamente como «latino juniano», que les concedía la libertad, pero no la ciudadanía romana, aunque podían obtenerla más tarde si cumplían ciertas condiciones adicionales, como tener un hijo vivo. Es imposible saber cuántas personas había en cada una de estas categorías (aunque algunos historiadores modernos sospechan que los latinos junianos eran mucho más numerosos de lo que nos imaginamos). Lo importante de este asunto es el complejo entramado de niveles sociales por los que podían llegar a pasar las personas: desde esclavos, o incluso esclavos de esclavos (vicarii en latín) hasta liberti ciudadanos formalmente liberados. Y no se trataba solo de una movilidad social hacia arriba. Una ley romana establecía que una mujer libre que tuviera una relación con un esclavo, y con el consentimiento del dueño, quedaba «reducida» a la condición de liberta, y si era sin el permiso del dueño, se convertía en su esclava.
Mouritsen es un guía excelente en la compleja historia social y económica de los libertos de Roma, además de en las relaciones que mantenían con sus antiguos amos. Es menos hábil a la hora de discutir sobre el impacto literario y cultural de los libertos. Su intento de comentar el punto de vista de Horacio sobre los liberti es más aplicado que brillante, y el hecho de que los asesinos de César se presentaran a sí mismos como unos individuos que manumitían al Estado mediante ese acto (en las monedas acuñadas por los asesinos aparece el sombrero característico que llevaban los esclavos recién liberados, p. 139) nos proporciona sin duda más información sobre el modo en el que los romanos consideraban la idea de los libertos de lo que permite la breve mención de Mouritsen. Sin embargo, el logro más importante del Freedman de Mouritsen es que deja bien claro que sería absolutamente imposible comprender la esclavitud en Roma sin tener en cuenta también a los libertos.
Así pues, en general es una pena que el primer volumen de The Cambridge World History of Slavery dedique tan pocas páginas a los liberti (una amplia categoría social que de ese modo queda en un limbo, a menos que alguien piense publicar una «Historia mundial de los libertos», aunque lo dudo mucho). Se trata de un libro excelente en muchos sentidos, incluidos los veintidós ensayos con criterio de autoridad sobre diferentes aspectos de la esclavitud antigua escritos por algunos de los eruditos internacionales más destacados en ese campo, desde el excelente resumen sobre los ilotas espartanos de Paul Cartledge hasta la exposición de Keith Bradley sobre las diversas formas de resistencia de los esclavos romanos frente a sus amos (que muy a menudo consistía más en el hurto y en la insolencia que en una rebelión abierta o incluso en la huida). A pesar de ello, echo de menos algún debate explícito y extenso sobre la manumisión en Roma y sus implicaciones.
Sin duda es algo que entra en el texto a hurtadillas con relación a ciertos problemas y cuestiones concretas, sobre todo en el magnífico capítulo de Walter Scheidel sobre el suministro de esclavos a Roma. Si, tal y como se ha calculado, al conjunto del Imperio romano le hacían falta entre unos 250.000 y unos 400.000 esclavos nuevos cada año, simplemente para mantener estable la población esclava, ¿de dónde diablos salían después de que Roma acabara con todas sus grandes campañas de conquista y ya no hubiera más prisioneros de guerra? Sin duda, existiría una gran variedad de fuentes de abastecimiento distintas: los hijos de los esclavos criados en casa (vernae), el comercio de esclavos que probablemente se desarrollaba más allá de las fronteras del Imperio, el «rescate» de los bebés abandonados por sus padres. Pero la proporción entre las diversas fuentes es crucial, y puede representar una enorme diferencia sobre los distintos puntos de vista sobre la sociedad romana considerada en su conjunto (si los bebés que se sacaban de los montones de desperdicios eran una de las fuentes principales, debe indicarnos algo sobre lo extendido que estaba el abandono de niños).
Y el número de manumisiones por año, además de los cálculos sobre la edad media a la que los esclavos eran liberados, es absolutamente vital en este debate, ya que estos factores determinan el número de esclavos que tendrían que ser reemplazados (cuantos más se liberaban, más hacían falta). También ayudarían a calcular el número de niños que una esclava podía llegar a tener como vernae para la casa donde servía antes de que la liberaran (cuanto más tarde se la manumitiera, más bebés podía tener, y mayor era su contribución al suministro de esclavos). Algo de lo que no habrían prescindido las esclavas romanas, a pesar de lo reticentes que sin duda a menudo se mostraran, era de una vida sexual activa.
Pero la «cultura de la manumisión» romana tiene implicaciones todavía más amplias por el modo en el que los propios romanos entendían la esclavitud. El simple hecho de que la esclavitud fuese para tantos un estado temporal más que una sentencia de por vida debió de tener un impacto enorme en la forma en que se teorizaba sobre la propia esclavitud en Roma (Mouritsen acierta completamente en esto al decir que Varro jamás utilizó la expresión «herramienta parlante», o instrumentum vocale para referirse específicamente a los esclavos, aunque ese mito todavía persiste, incluso en la World History. Varro también ponía a los trabajadores libres en esa categoría). Y el simple hecho de que gran parte, si no la mayoría, de la población libre de la metrópoli fueran libertos o estuvieran muy relacionados con ellos, debía suponer una diferencia respecto a la opinión que las personas de la calle tenían de los esclavos.
En resumen, la esclavitud en Roma debió de ser algo muy diferente a la esclavitud en la Grecia clásica, donde los límites entre los esclavos y los individuos libres estaban mucho más controlados. Sin embargo, es la Grecia clásica y sus teóricos, como Aristóteles, los que solían influir en nuestros enfoques respecto a la esclavitud antigua. ¿Y qué hay de Eurysaces? Tiene una breve mención en «Slavery and Roman Material Culture», el muy útil capítulo de Michele George del World History, pero aparece tanto como los esclavos que él mismo poseía y quienes (como vemos en los frisos esculpidos en su tumba) se afanaban para hacer el pan en su negocio. Supongo que se sentiría bastante decepcionado de que ni él ni los liberti en general aparecieran más en el libro.
Reseña de Henrik Mouritsen, The Freedman in the Roman World (Cambridge University Press, 2011); Keith Bradley y Paul Cartledge (eds.), The Cambridge World History of Slavery, Volume One: The Ancient Mediterranean World (Cambridge University Press, 2011).
Fuente: Beard, Mary, La herencia viva de los clásicos, Barcelona, Crítica, 2014, pp. 245-254
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