Manuel Gálvez – Sarmiento
A continuación transcribimos los fragmentos de los Recuerdos de la vida literaria de Manuel Gálvez, en donde se refiere a cómo escribió su biografía sobre el prócer Domingo Sarmiento y las repercusiones que tuvo este libro después de publicado.
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Ya he referido cómo, en Criterio, publiqué dos artículos sensacionales sobre Sarmiento. Siempre me gustó Sarmiento como tema. A su memoria y a la de Mitre dediqué El diario de Gabriel Quiroga. Mientras me documentaba para el Yrigoyen, y sobre todo para el Rosas, reunía datos sobre el sanjuanino.
Trabajé en su biografía con tanto entusiasmo como en las de Yrigoyen y de Rosas. Si para el Yrigoyen debí entrevistarme con trescientas personas y convencerlas para que se franqueasen; si para el Rosas debí pasar dos años, tarde a tarde, en el Archivo, hundido en los ciento treinta y cuatro legajos de la secretaría de don Juan Manuel; en el caso de Sarmiento debí dedicar centenares de horas a leer diarios. Porque habiendo sido Sarmiento periodista durante su vida entera, y polemizador con otros periodistas, la búsqueda de la verdad me llevó a recorrer día por día los diarios en donde él había escrito y los diarios en que escribieron sus enemigos. Los brazos me dolían de pasar las hojas. La colección entera de El Nacional, La Nación, La Prensa, La Reforma Pacífica, La Unión, El Censor y otros muchos, transcurrió ante mi vista y mi estilográfica. Y los diarios chilenos y algunos de las provincias.
Y además de los diarios, las cartas. Sarmiento las escribió a millares. En sus Obras Completas hay muchas. En la Biblioteca Nacional están las que dirigió a su gran amiga missis Mann, en una de las cuales le confiesa que en Buenos Aires “alcanzó” a fundar dos escuelas, y en otra, que él acabó con el Chacho, derrotándolo en batalla campal…
No era posible escribir la vida de Sarmiento sin leer los diarios de su época. En ellos se descubre la verdad. Veamos el caso de los combates periodísticos del 55 y siguientes años. Conociendo la psiquis del hombre, su temperamento ferozmente combativo, las cuestiones que tuvo en Chile con todo el mundo, excepto con Montt, que lo ayudaba, era de suponer que en esas guerrillas del 55 él había empezado. Me tomé el trabajo de leer El Nacional, donde él escribía, y los diarios de sus enemigos, y quedó probado que la iniciativa en el insulto fue suya. En mi libro doy las fechas y transcribo las frases. Los biógrafos de Sarmiento, hasta los más serios, habían escrito que al sanjuanino, apenas llegó a Buenos Aires, la jauría se le fue encima…
Antes de escribir historia, yo ignoraba el placer de encontrar documentos por nadie conocidos, de descubrir hechos de los que nadie tiene noticia. En el Rosas hay multitud de pormenores ignorados. Lo mismo, o tal vez más, en el Sarmiento. Otros habían sido solamente olvidados. Existen folletos, que ningún contemporáneo nuestro ha leído, en donde se hallan datos de valor único: por ejemplo el de Ernesto de Mendizábal, periodista y admirador de Sarmiento, que cuenta cómo llegó a su casa el autor del Facundo cuando, siendo ministro de Gobierno de Avellaneda, fue derrotado en la Cámara de Diputados.
¿Y qué decir de los cincuenta y dos tomos de sus obras completas? Sus biógrafos parecen no haberlas leído. Y es necesario no perder una línea, porque Sarmiento suelta datos preciosos sobre su vida, su carácter o sus ideas en donde menos se espera. No conozco a nadie que haya leído la estupenda cuanto malévola biografía de Mitre, escrita por Sarmiento en los tiempos de la revolución del 74. Y en toda sus obra, aquí y allí, imágenes literarias, a veces de gran belleza, se encuentran en los lugares más sorprendentes.
Algunas dificultades se me oponían. La principal fue la mala voluntad de Bucich Escobar, director del Museo Sarmiento, para dejarme ver las cartas del personaje. Se enfermó Bucich y lo reemplazó provisionalmente un funcionario del Museo: mi amigo Eduardo M. Suárez Danero. Creí el cielo abierto, pero Danero contestaba con evasivas a mis exigencias. Me fui al subsecretario, que ordenó se me mostrasen las cartas. Entre ellas figuraba la que Sarmiento había enviado a Dominog de Oro, refiriéndole los fraudes electorales que él organizara – “el gran demócrata”, como hoy algunos le llaman – en combinación con Vélez Sársfield. El argumento de Bucich Escobar para no dejarme ver las cartas, era la existencia de una orden que prohibía mostrar los documentos de los archivos y museos… ¡Y yo que llevaba algunos años examinando cuanto quise en el Archivo General de la Nación, en la Biblioteca Mitre y en la Biblioteca Nacional! Naturalmente, no había tal orden. ¿Por qué Bucich Escobar procedía como procedió? ¿Temería que yo aprovechase esos papeles para dejar mal parado a Sarmiento, a quien tal vez él admiraba? Más bien creo que se trataba de cierto placer de estorbar que existe en nuestras oficinas, de poner obstáculos al trabajador intelectual, aunque él también lo era.
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Mucha gente está convencida de que yo me propuse hundir a Sarmiento… Sin embargo, quien me lea con cuidado podrá observar mi imparcialidad. Si yo fuese enemigo de Sarmiento no habría contado su abnegación para con el moribundo Quiroga Rosas, a quien tuvo en sus brazos durante ocho horas. Yo llamo a esto en mi libro, “acto de caridad heroica”. Y este suceso era desconocido por los historiadores de Sarmiento, de modo que yo pude callarlo.
Tampoco habría referido su generosidad para con Alberdi, cuando su enemigo volvió de Europa. Ni hubiera expuesto su obra de gobierno, que fue importante, año por año. Ni hubiera interpretado a su favor el estúpido incidente que le hizo Quintana en el Senado. Ni, sobre todo, habría escrito estas palabras, que pueden leerse en la página antepenúltima:
Él más que nadie – ésta es la pura verdad – tuvo la pasión del progreso. La tuvo en grado heroico y llegó a ser en su alma un fanatismo. Ésa fue su misión: sacar al país del pantano; acicatear a unos y a otros, aunque fuese insultándolos; interesar a todos por las obras materiales y culturales.
A un político y gobernante no se le puede hacer mayor elogio. Y sin embargo, todavía le hago un elogio mayor a Sarmiento cuando digo:
Pero cualesquiera que hayan sido sus errores como ciudadano y como hombre, es evidente que fue un héroe del progreso material y de la cultura popular, un héroe civil, tan útil para la patria como los que la defendieron con las armas. Si el Espíritu poco le debe, en cambio débele mucho nuestra actual grandeza, de la que fue uno de sus auténticos constructores. Si Sarmiento no hubiera existido, la Argentina no sería lo que hoy es.
Estas últimas trece palabras en elogio de Sarmiento, podrían grabarse en el bronce o en el mármol.
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Si el editor hubiera puesto en la tapa del libro una fajita con estas palabras, habría evitado lo que sucedió. Yo se lo pedí, pero no me hizo caso. ¿Deseaba la editorial la polémica? ¿Deseaba que, en procura de una gran venta, el libro fuese discutido, negado, condenado por unos y defendido por otros? El caso fue que lo largaron ante la fiera, dispuesta a despedazarme.
Salió la Vida de Sarmiento (el hombre de autoridad), en un espléndido volumen de seiscientas sesenta y cuatro páginas compactas, sin contar las de la extensa bibliografía. En la cubierta llevaba un retrato de Sarmiento aún no anciano. Ojos llenos de inteligencia y de mirar enérgico. No aparece el gran hombre tan feo como en otros retratos. Para mi gusto, es el mejor de los suyos.
Salieron en pocos días mil doscientos ejemplares, pero en seguida se advirtió una paralización. Supe entonces que algunos libreros – tal vez una docena en esta ciudad – se negaban a recibir el volumen, diciendo que se trataba de un libelo… No tardé en enterarme de que el boycot era obra de comunistas e izquierdistas. Unos libreros se negaron a vender mi libro por ser admiradores de Sarmiento y creer que, en efecto, yo había escrito un libelo; otros se negaron por temor a la amenaza implícita que había en el consejo de mis enemigos.
Claro es que los boycoteadores no lo habían leído. Las palabras que he reproducido bastaban para demostrar que no había tal libelo. O lo habían leído a la disparada y, en su fanatismo, hallaron lo que querían hallar. O lo habían leído bien y sabían que no era el libelo, pero había que reventar al escritor católico.
El resto de la edición, que era de cuatro mil ejemplares, tardó unos tres años en salir. Pero en 1952, la editorial Tor lanzó veinte mil ejemplares y, poco después, otros veinte mil.
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Poco podía esperar yo de los diarios en ese 1945, año de pasiones políticas, de violencias, de odios feroces. Ese año de produciría la Revolución de Octubre, de la que yo fui simpatizante. Era lógico que los diarios – en ese tiempo enemigos de la Revolución, salvo uno que otro – me trataran mal o no se ocuparan de mi libro. Me contaron que en una revista liberal, en la que tallaban izquierdistas y comunistas, dijeron del Sarmiento que era un libro nazi y nada más…
En Criterio, revista católica que dirigía monseñor Franceschi, apareció un artículo de un sujeto cualquiera, creo que boliviano. Poco vale el artículo, pero sí vale la pena comentarlo para conocer las entendederas de quienes nos juzgan. Debo recordar que el libro lleva cuatro epígrafes, de los cuales tres son frases de Sarmiento y una de Pablo Groussac. En las cuatro se defiende la verdad en la historia. Para abreviar, en una de sus frases dice el sanjuanino: “…una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación de nuestra historia”. ¿Qué pretendía yo al colocar esos epígrafes? Esto: declarar que, en mi deseo de la verdad, me apoyaba en esas frases. Pues bien: ¿qué entendió el boliviano, que debía ser pesado “también” de inteligencia? Que mi libro había sido escrito con pie forzado, que consistía en “oponer la cruda versión naturalista a la imagen idealizada”. Otras cosas decía el crítico, entre otras la de que yo había pretendido “contentar ciertos prejuicios banderizos”…
¿Se refería a los nacionalistas? Está literalmente lleno mi libro de cosas que a ellos no podían gustarles. Una era la figura de Mitre, al que no quieren mucho y de quien yo hablaba muy bien, en todo lo largo del volumen. Pero de cualquier modo, siendo tan escasos los nacionalistas, ¿con qué interés pretendería yo contentarlos? ¿No debí pensar más bien que dejando mal parado a Sarmiento se me cerrarían muchas puertas, entre otras las de ciertos libreros, como sucedió? (En otro tiempo, los editores y los libreros no tenían ideas y sólo se preocupaban de vender su mercadería). Mal negocio es tratar imparcialmente a Sarmiento, como hice yo, que pongo la verdad por sobre todas las cosas. Ricardo Rojas, unas semanas después, publicó su biografía del mismo personaje, escrita con el criterio que indignaba a Sarmiento, y vendió de su libro, de su pésimo libro indigno de su talento, el triple número de ejemplares que yo del mío…
No vale la pena seguir comentando los artículos. Sólo recordaré el que apareció en Madrid, en los Cuadernos Hispanoamericanos, obra del distinguido escritor español José María Alonso Gamo, que firmaba con sus iniciales. Titulábase el artículo: Sarmiento, una biografía escandalosa. El autor había estado entre nosotros, y algo suyo él corregía en la editorial Emecé al mismo tiempo que corregía yo mi Sarmiento. Es interesante copiar el primer párrafo:
… Y como las referencias que se tenían de la obra eran que se atacaba bastante a Sarmiento, comenzó en corros y tertulias literarias a hablarse de ella desde antes de su aparición; las referencias de segunda mano fueron corriendo y creciendo, por lo que en el momento de ver la luz se había creado en torno un clima de expectativa.
Agrega que yo, curándome en salud, coloqué los epígrafes de que hablé.
Pero no le valió. Apenas aparecido el libro muchos libreros, adoptando una actitud política y polémica, se negaron a venderlo; hubo acerbas críticas contra Gálvez en diversos diarios y revistas, se rasgaron vestiduras y la biografía de Sarmiento, de Manuel Gálvez, quedó convertida en biografía escandalosa.
Alonso Gamo leyó bien mi libro, lo anotó, habló de él con otras personas y formóse su juicio propio. Después de referir hasta qué punto divide Rosas a los argentinos, agrega:
… Los golpes se acusan cuando hacen daño, y, efectivamente, a los largo de seiscientas cincuenta páginas, Manuel Gálvez, pacientemente, meticulosamente, documentadamente, deshace el mito Sarmiento.
Comprende lo que esto puede significar para los hombres de partido, que viven de ideas hechas, pero para él, “el hombre Sarmiento, una vez caído el mito Sarmiento, ha ganado mucho”. Más adelante, después de referir que Sarmiento odiaba a España como odiaba todo lo argentino típico, siendo su ilusión parecerse a un francés, y sobre todo a un yanqui, dice, repitiendo un concepto mío: “Pero cuando tuvo que gobernar no lo hizo como un presidente yanqui, sino que empleó métodos y expresó ideas análogas a aquellas con las que gobernaría en España algunos años después don Antonio Maura”. Enumera las virtudes de Sarmiento; y si fue un desorbitado ególatra, esto – dice Alonso Goma – es lo que, “despojado de todo prejuicio literario, político o doctrinario, hoy nos le hace simpático”.
Y termina el artículo:
No su liberalismo, que habría casado muy mal con los métodos y los partidos liberales de nuestros tiempos. Por eso se ha deshecho el mito y han acusado ciertos sectores intelectuales argentinos el impacto que la nutrida biografía de Gálvez les ha causado. Y éste es el mérito principal de Manuel Gálvez, novelista bien probado en otras ocasiones: darnos la biografía de un hombre y no un mito. El haber presentado a Sarmiento como hombre, que es lo que debe pretender, en verdad, todo biógrafo, ésa es la piedra del escándalo.
Con mi libro he salvado a Sarmiento, que iba convirtiéndose en fría estatua. Es lástima no haber hecho lo mismo, yo u otro, con San Martín. El vencedor de Chacabuco se ha vuelto un mito intocable, un mármol helado. Los franceses, que suelen ser verdaderos amantes de la libertad de espíritu, no han convertido en estatua a Napoleón, al cual se le puede juzgar, y se le juzga, en muchos aspectos, severamente. Los grandes hombres no pierden por el hecho de que se les mire como hombres, pero pierden si dejamos de considerarlos como tales para convertirlos en una dura, inaccesible y fría piedra. Mauriac ha escrito en su Vida de Jean Racine: “La más grande caridad para con los muertos es no matarlos una segunda vez, prestándoles sublimes actitudes. La más grande caridad es acercarlos a nosotros, hacerles perder la pose”.
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El Sarmiento es uno de mis libros a propósito de los cuales he recibido mayor número de cartas entusiastas.
El primero entre los uruguayos, Luis Alberto de Herrera, me escribió: “Lo que más extraordinario encuentro en su nueva obra son sus ingentes talentos de escritor y su asombrosa laboriosidad. A un amigo común, que por entonces vivía en Buenos Aires, le preguntó cómo había hecho yo para escribir ese libro. ¿Tendría un personal a mi disposición? El amigo, naturalmente, le contestó que yo trabajaba solo. Agregaba el eminente uruguayo:
En todas las posiciones —casi todas repelentes *— muestra usted al protagonista. Muy estropeado sale el personaje, sin embargo. Cada vez me lo hace más repulsivo su insoportable egolatría y sus retumbantes verbalismos, sin corazón. Porque ¡caramba! sin esa víscera es cosa pobre la vida. ¡Tanto embromar contra Facundo para reproducirlo, a la postre, en el campo de las letras y de la acción! Salvado por sus capacidades pictóricas, de excepción. En lo demás, un intolerable demagogo, que hizo mucho más mal que bien. ¿Cómo pudo usted decir que sin él no sería su patria lo que es? Aserción piadosa, quizás. Quien sale admirable de sus páginas es el autor.
O’Leary, el reivindicador del mariscal López, me escribió:
Lo he leído lentamente y he de declararle que me ha deleitado en grado sumo. Nada tiene que ver con los que ensayan en su país estudios biográficos apologéticos. Usted no hace novela, ni se deja llevar por el pensar corriente. Y dice la verdad con admirable valentía. Y así, nos ha podido pintar retratos al natural, no oleografías llenas de retoques y colorines. Sarmiento es ya un mito en su país. Usted lo ha devuelto a la realidad y a la historia, tal como fue. El educador sin educación, el maestro que no pasó por una escuela, el civilizador que fue un bárbaro, el patriota que fue un traidor, el sabio que tenía empastelado el cerebro con lecturas mal digeridas, el protector de los animales que era implacable con sus semejantes, el enemigo del caudillaje provinciano, que degollaba reputaciones y sabía hacer matar sin inmutarse, el paradigma de todas las perfecciones que fue trasunto de imperfección en todas las manifestaciones de su vida, sale de su libro tal como fue. Indudablemente, no fue una vulgaridad. Nadie como él fue un raro. Su personalidad es poderosa y hay en sus extravagancias y en su desequilibrio que, a veces, en locura raya, relámpagos geniales. No fue sino un periodista de combate, un demoledor. Perdía la cabeza frente a un adversario como Alberdi y el bruto saltaba desgreñado y feroz.
Añade O’Leary que ante el florete de Alberdi, no sabe Sarmiento sino putear como un changador y que “ni como presidente de la República, soltó su pluma agresiva, que esgrimía como una lanza o como un puñal”: Encuentra en él mucho de inconsciente:
Enfermo de megalomanía, deliró toda su vida. Está lleno de contra’ dicciones y afea su vida el abuso descarado de la mentira. Eso de levantarse los faldones de la levita y enseñar el trasero a los que le pifian, no es un rasgo de su orgullo desenfadado, es caso clavado de demencia. Pero así y todo, su perfil es airoso y su tosca figura, que parece a medio hacer por la naturaleza, es un trozo de roca andina, produce en su conjunto admiración.
O’Leary recuerda la actitud de Sarmiento para con su patria paraguaya:
Para nosotros es odioso. No se cansó de difamarnos, acumulando mentiras y calumnias sobre nuestro pasado. Presidente de la República, llevó la guerra y el exterminio al último extremo. Y no pudiendo borrarnos del mapa, como deseaba y lo pidió, nos arrebató buena parte de nuestro territorio. Moribundo, vino a nuestro país, a gozar de nuestro sol. Y aquí pagó nuestra hospitalidad ultrajando la memoria del fundador de nuestra nacionalidad. Le venció, sí, nuestra piedad, y, antes de morir, siempre contradictorio, pidió que nuestra bandera cubriera su ataúd…
Luego hace su retrato físico. Mi pintura es más benévola. Dice:
Yo lo conocí. Era monstruosamente feo. Lugones es el que más se aproxima a la verdad al pintarlo. Los retratos corrientes son fotografías retocadas como sus biografías. Su cabeza era simiesca, como lo adivinó Rodin. Su cara, con rasgos de mulato. No era blanco, era moreno aceitunado. Ojos y boca de negro. Piernas cortas y brazos largos. Espalda muy ancha y desproporcionada, lo mismo que su cuerpo. Visité a mi sobrina Elena Belin, muy amiga mía, que vive allí todavía. Fuera del color, que ella es blanca, es su retrato vivo, si bien los rasgos atenuados por el sexo. Yo lo conocí y hasta hablé con él, porque mi padre, que era argentino, me llevaba cuando lo visitaba. Tengo pegado al oído el eco de su voz cascada, ronca, áspera, desagradable. Y lo veo con su bastón- trompetilla pegado a su enorme oreja…
Vuelve a hablar de mi biografía:
Gracias a su gran libro he acabado de conocerlo. Bien sé que sus panegiristas argentinos no estarán conformes. No importa. Como en el caso de Rosas, ha hecho usted obra definitiva. No es el Sarmiento legendario el de su libro, es otro, el de la vida real, el de la historia. Y hasta creo que si ha pecado ha sido por exceso de benevolencia.
Releamos: “si ha pecado, ha sido por exceso de benevolencia”…
Otra gran carta de un hispanoamericano es la de Telmo Manacorda, uno de los mejores prosistas uruguayos, el biógrafo de sus compatriotas Julio Herrera y Obes y Eugenio Garzón y de nuestro Alem. Decíame el uruguayo:
… Libro inolvidable, valiente, fuerte, construido. Seguramente, porque no es la sopa boba que están acostumbrados a que les den por pienso, las gentes no han dicho nada o casi nada. Sarmiento revive con todo su complejo, con más fallas que virtudes, en ese desnivel permanente de su personalidad, que si tiene ímpetus geniales, tiene geniales desequilibrios. Su apreciación final restablece bien las asperezas del libro y pone en claro que el autor lo ha tratado con serena objetividad. Este Sarmiento no se borra más. Vence a todos los Sarmientos. Está hecho con inteligencia, con visión integral, con profundidad. Derriba muchos prejuicios, vence muchos falsos conceptos, concluye con los ditirambos de academia y desnuda al hombre, bárbaro como era y como debe ser. Porque el libro tiene la fuerza del personaje. Sarmiento cruza por sus páginas como un jinete por el campo abierto, pero como un jinete que no tuviera miedo a las sombras ni apuro en el tiempo. ¡Y qué delineamiento en relieve! ¡Y que acumulación de hechos y de investigaciones! ¡Y qué convincente y claro resulta! Desde los parientes semilocos hasta él mismo, brutal, incivil, avizor, descomedido, fanfarrón, comediante, grandioso… En Bunge, en Palcos, en Lugones, yo conocí a otro Sarmiento. El Sarmiento desordenado, áspero, genial, pero literario. En su Sarmiento, el hombre con su sustancia humana, con su sustancia telúrica, aparece y crece como una planta a nuestros ojos. Me parece formidable.
Habla luego de su sincera admiración por ese “gran libro, que será irreverente para los zonzos de cajón, pero que es noble y grande para quienes saben leerlo”. A él le hubiera gustado que me salieran al cruce, que me pusieran en el trance de combate y defensa. “Pero ya se ve: le silencian el libro.” Y termina Manacorda su expresiva carta:
Porque la obra, en sí es grandiosa, fuerte con la fuerza de la belleza interior que tenía el gran loco. En fin: vuelvo a decirle que su Sarmiento concluye con todos los Sarmientos amanerados, de encargo y academia que conocíamos. Imagino el entrecejo de Levene y compañía. Y le deseo que venda miles de ejemplares para que los argentinos, de una vez por todas, comprendan, sientan, conozcan a Sarmiento. Al Sarmiento verdadero. Al grande y desequilibrado Sarmiento.
Y ya que Telmo Manacorda evocó a Levene, padre de nuestra historia oficial, voy a referir una pequeña anécdota. Se encuentra el presidente de la Academia de la Historia con uno de los académicos, el padre Furlong, historiador muy serio y veraz. Furlong le pregunta:
—¿Ha leído usted el Sarmiento de Gálvez?
Levene, horrorizado, hace un amplio ademán con el brazo y gruñe algo que parece un ¡no! Con eso quiere significar que ni lo ha leído ni piensa leerlo. A lo que Furlong contesta:
—Pues está bien…
—¿Ah, sí? —exclama el padre de nuestra historia oficial, entre incrédulo y cortés.
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Después de las cuatro cartas de eminentes hispanoamericanos, extractaré unas pocas de argentinos.
Carlos Ibarguren, gran conocedor de la materia de mi libro y que trató en su niñez a Sarmiento, me escribió con su sobriedad y exactitud habituales:
No sé qué admirar más, si el enorme cúmulo de datos bien documentados con que usted reconstruye la existencia y la formidable acción del personaje, si la vida con que anima sus páginas y el panorama político argentino en los distintos períodos del siglo XIX, si la psicología compleja, contradictoria y desconcertante que surge de los diversos capítulos del libro, o la valentía con que usted destruye y disipa la leyenda forjada por la pasión y muestra crudamente la verdad. Su obra es un aporte muy valioso para nuestra historia.
Un viejo periodista, primo mío en tercer grado, que ha colaborado con artículos humorísticos en diarios nacionalistas, Juan E. Sola, descendiente de un gobernador de Entre Ríos, me escribió una curiosa carta donde me decía:
Hoy, después de haber leído su admirable trabajo, he quedado convencido de que Sarmiento no sólo fue un gran ciudadano sino que lo considero un apóstol del siglo XIX. Su admirable, copiosa y honesta biografía, aparte de los juicios o conclusiones personales del ilustre biógrafo, dice tanto del hombre y su época, del inconmovible sembrador, que todos sus errores humanos carecen de importancia frente a la incontrastable fuerza de su determinismo. Sólo los pusilánimes no se equivocan o no se contradicen o no avasallan las normas. Es usted, querido amigo, un discípulo maravilloso de Sarmiento. Es valiente como él, y felizmente no tiene necesidad de mentir. Usted expresa su verdad, y su verdad sobre Sarmiento es tan importante, tan honestamente presentada, de acuerdo a sus nobles sentimientos, que, me parece, es usted el único biógrafo que presenta en su brillante, tosca y genial desnudez al cíclope de nuestra organización.
Y termina agradeciéndome, no el envío del volumen, que yo no lo había hecho, sino el haberlo escrito, “el favor” —como dijo al comienzo— de haber podido rectificar su “equivocado juicio sobre Sarmiento”.
Distinta opinión es la de Enrique Stieben, escritor residente en Santa Rosa de Toay, capital de La Pampa. Stieben era autor de varios libros, entre otros de Vocaciones ejemplares, buen estudio pedagógico- psicológico sobre la vocación, y de una notable obra acerca de La Pampa. Me escribe:
.. .Usted ha hecho a nuestra patria un bien inmenso con ese trabajo. ,Qué lástima que no haya aparecido cincuenta años antes! Eso hubiera evitado tantísima desorientación. Estoy seguro de que con su libro muchos argentinos hallaran otra vez el rumbo nacional, el derrotero de la argentinidad, la vocación hispana de nuestro ser esencial. Felicito a usted calurosamente por este monumental trabajo de investigación histórica; enorme coraje; su gran espíritu de justicia; por el valioso aporte al revisionismo histórico argentino; por su acendrado patriotismo fundamental y por su estupenda capacidad de trabajo. Personalmente, le agradezco el bien que la lectura de su obra me ha hecho: ¡ése es el Sarmiento en carne, hueso y espíritu! ¡Ése es el Sarmiento que hemos presentido! ¡Usted ha destruido el mito calamitoso de ese apóstol del progreso a costa del espíritu y de la patria!
Terminaré transcribiendo las palabras de un desconocido, de un sanjuanino, como Sarmiento. Después de felicitarme calurosamente por mi valentía en entregarme por entero a la verdad, dice:
Soy un admirador de Sarmiento, precisamente por las condiciones de luchador y de inteligencia que usted tan admirablemente describe en su libro. Lo que me chocaba siempre era el ditirambo desmedido que, de tanto repetirlo, creó de Sarmiento un personaje tabú, que no se podía tocar sino para incensarlo. A mí me ocurrió que un día, al manifestar su militancia en la masonería, se me acusara de lesa irreverencia, cosa así como calumnia. Hasta el momento de aparecer su libro, no se podía decir la verdad; ha de querer Dios que, con él, se abra ésta su camino.
Ya casi terminado este libro, y después de quince años de su primera carta, recibo una segunda de Leonardo Castellani. He ahí unas líneas:
Me asombra. Es el verdadero monumento, mejor que el de Rodin; ya que usted no omite (al contrario) todo cuanto de bueno puede verse en el sanjuanino. Ahora me parece es lo más importante que usted ha escrito. Es algo de maravilla este libro sobre Sarmiento; y uno adivina honduras detrás de su aparente simplicidad conversada. Algo maravilloso, por ejemplo, es que, estando compuesto minuciosamente con hechos, como un gran mosaico, hechos “seguidos día a día”, a veces, se lee como una novela conforme al dicho vulgar; o sea, despierta un interés y curiosidad que permanece y crece: yo lo releí en tres días, sin intermisión.
* * *
He dejado para el final mi explicación de la guerra que se me ha hecho y se me sigue haciendo.
No es porque crean que Sarmiento salga mal parado de mi libro, sino, principalmente, porque ven o adivinan que yo he concluido con la falsa idea del liberalismo de Sarmiento. ’’Hombre de autoridad” lo llamé, y lo era en grado máximo. Menos que Rosas, por cierto, pero más que Pueyrredón, que Roca y que Yrigoyen. Sarmiento sólo fue liberal en materia de religión. En lo restante, fue antiliberal, tanto en sus escritos como en el gobierno.
Lo he demostrado y no debiera volver sobre este asunto. Pero deseo recordar que Sarmiento sintió siempre odio por la Revolución Francesa; que no quería el voto de los negros; que aprobaba la pena de muerte; que organizó elecciones fraudulentas; que puso a precio la cabeza de López Jordán, contra el cual prejuzgó considerándole fautor del asesinato de Urquiza, lo que era falso; que arrasó Entre Ríos a sangre y fuego; que mantuvo en la cárcel a presos políticos absueltos por la justicia; que desterró, fusiló y encarceló a sus enemigos y cerró diarios; que aconsejó al gobernador de Corrientes ahorcar a los presos políticos y colgarlos a la vera de los caminos; que a Mitre le recomendó no economizar sangre de gauchos y que ahorcara a Urquiza o lo desterrara; y que fue el autor moral del asesinato del Chacho. ¿Es liberal quien tiene esas ideas o hace esas cosas?
Sarmiento, hombre de carácter despótico, que no toleraba el ser contradicho, llegó, a pesar de ello, después de su muerte, a convertirse en bandera del liberalismo. ¿Por qué no eligieron a Mitre, que era, él sí, liberal auténtico? Lo ignoro. El caso es que el liberalismo purísimo de Sarmiento es una invención de los liberales, y que, al demostrarlo, yo les he hecho un mal muy grande. Leer mi libro es convencerse de que Sarmiento tenía la mano dura y de que odiaba la demagogia, el socialismo y las libertades excesivas. Si hubiera gobernado ahora —lo dije en mi libro— habría liquidado al comunismo brutalmente. Sarmiento debe ser levantado por los hombres de orden, y aun ser convertido en bandera del orden, pues jamás ningún gobernante entre nosotros habló tanto del ”principio de autoridad” base del conservadorismo, de los gobiernos fuertes y de los dictadores.
Fuente: Gálvez, Manuel: En el mundo de los seres reales. (Recuerdos de la vida literaria), Hachette, Bs.As., 1961, p.p. 116-128
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