Manuel Gálvez – Psicología del novelista
Lo primero que se advierte en el novelista auténtico es su vocación. Sin ella, no se realiza el esfuerzo mental, y aun físico, necesario para escribir novelas. Su vocación es en grado heroico. La novela exige pasión por el trabajo, tenacidad, paciencia y dominio de sí mismo. La paciencia y el autodominio le son indispensables para 110 precipitarse. Él sabe que poco a poco se va lejos.
Producirá aunque lo acosen la pobreza, las enfermedades y la incomprensión. Balzac debió luchar contra sus acreedores y la falta de éxito. A Dostoievski no le desanimaron el destierro en Siberia, ni la epilepsia, ni las deudas; ni a Zola los ataques de los críticos; ni a Stendhal, el ser ignorado en absoluto; ni a Pérez Galdós, el silencio de los periódicos.
Por lo menos durante la época de mayor empuje creador, el novelista es un extravertido. Tiene mucho del hombre de acción. Leopoldo Alas (Clarín), crítico y novelista, dice: “Tal vez un gran novelista es un grande hombre, que si fuera más varonil sería un grande hombre de acción.” Se interesa por todo —la gente, las cosas, la política, las anécdotas, las virtudes, los vicios—, porque todo es humano y es para él materia novelable. Mientras el poeta vive solo con su alma, el novelista vive rodeado de toda una humanidad. O la lleva dentro. “Su obra entera”, dice Brunetiére de Balzac, “y comprendidas en ella las partes que no pudo realizar, está presente, toda junta, en su espíritu.” El introvertido, no pudiendo salir de sí, ni, por consiguiente, penetrar en las almas y comprenderlas, jamás, ni aun con mucho talento será un verdadero novelista.
Como vive en otras almas, en las cosas, en los ambientes más diversos, no suele ser hombre de mucha vida interior. La permanente exigencia de objetivación, la constante búsqueda del hecho y el arduo trabajo de ordenar los materiales, no son compatibles con el exagerado autoanálisis, ni con el ensimismamiento de la vida sobrenatural. Pero, como “primer aprendizaje”, según ha dicho Jacques de Lacretelle, el novelista, para comprender a los seres, debe “buscarse, mirarse, conocerse”. Mas no puede andar por el mundo metido en sí. Su alma “es espejo”, dice Stendhal, “que se pasea a lo largo del camino.” Sí, es un espejo en el que se reflejan las cosas, los sucesos, los diálogos, los rostros. Nada ve, oye o siente, que no lo incorpore a su archivo. No por cálculo, sino por imperativo de su vocación, y, generalmente, sin advertirlo. La vida del novelista es un destino.
Pero no se olvida por completo de sí. También se autoanaliza un poco. No lo hace por vivir interiormente, sino como espectador de su vida y de su psiquis. Si se analiza salvo que tenga motivaciones religiosas o de mejoramiento moral, es porque se sabe interesante y como materia novelable, al igual que cualquiera otra persona.
Rodeado por los seres de su invención y urgido por la comezón de crear y trabajar, no se detiene a escribir en prosa Perfecta, ni a fraguar bellas frases, salvo en momentos oportunos. Las bellas frases le nacen espontáneamente, y por esto Flaubert se asombraba de que los grandes novelistas no supieran escribir. La labor de mandarín de las letras no puede realizarla quien va creando una humanidad o evocando y construyendo ambientes, cuando no épocas. Ninguno de los grandes de la novela —Stendhal, Balzac, Dickens, Dostoievski, Galdós, Zola, Castello Branco, Romain Rolland— fue artífice de la prosa. Los seres que el gran novelista está engendrando quieren nacer pronto; y como lo humano es lo esencial, el autor tiene que expresarse sin oropeles. “Balzac no escribe mal”, dice Brunetiére, “sino cuando se aplica a escribir bien.” Ciertos autores de prosa artística —Barres, D’Annunzio, Gabriel Miró— no son grandes novelistas, aunque sean escritores de alta jerarquía. Pirandello ha escrito; “La preocupación de la forma… Los antiguos no la tenían y erraban menos. Nosotros tenemos la continua preocupación del error ¡y adiós espontaneidad, adiós viveza!”
El novelista, aunque absorbido por un asunto y unos personajes, suele ser tentado por otro asunto y otros personajes, los que, por su sola presencia, pueden quitar relieve y vitalidad a lo que se está escribiendo. Por esto, y porque las potencias que mueve el novelista imaginación, memoria, aptitud de observar y otras— tienen una limitada capacidad de tensión, una novela no debe ser realizada en más de un año o de un año y medio. Y también para evitar las interrupciones, el cansancio y las demoras: el tiempo es enemigo del espíritu de continuidad, necesario a toda novela.
Más que la experiencia de la vida, el novelista posee instinto, intuición de la vida. Bástale con reconocer una parte de la realidad, un sector humano. Aluizio de Azevedo tenía menos de veinticinco años cuando escribió su notable novela El mulato, y Carmen Laforet veintitrés cuando publicó Nada. Novelas muy humanas las dos.
Sus autores, por SU juventud, no podían conocer demasiado el mundo; pero el brasileño conocía bien su Marañón, y la española su familia y amistades. Intuición de la vida. Como Flaubert, como Galdós, que tampoco anduvieron mucho en el mundo.
Se nace con el don de hacer novelas. Con talento, y sin ese don, se puede, a fuerza de paciencia, escribir una novela estimable en algún aspecto, pero que no será novela porque carecerá de vida. Es el caso de Ferrero y de Santayana. Al auténtico novelista no le demanda esfuerzo la composición. Suele, antes de empezar, ver su novela íntegramente, con todos sus capítulos, o casi todos, con los momentos esenciales en su sitio y hasta con el número de páginas que tendrá impresa. Créase o no, a mí me ha sucedido eso muchas veces. Más aún: cierta novela que mucho estimo fue comenzada sin idea de lo que ocurriría y teniendo imaginado sólo el protagonista masculino; el femenino, del que nada había pensado, se me impuso luego, surgido, con extraña espontaneidad, de mi subconsciente. Algo análogo le sucedió a Huxley. Hablando de Contrapunto, dijo: “Al principio, jamás tuve idea clara.”
Facilidad para componer y realizar. Balzac escribió en una semana Grandeza y decadencia de César Birotteau, y Galdós, en quince días, Gloria. Los cuatro extensos tomos de Fortunata y Jacinta apenas le llevaron a Galdós un par de años. Si Flaubert producía con dificultad era por la epilepsia, la manía de documentarse exageradamente, la abundante correspondencia y el aplastamiento que le causaba el injusto fracaso de sus libros.
Rasgo típico del gran novelista es la fecundidad. La obra de Balzac abarca cincuenta densos volúmenes (Nouvelle Collection Michel Lévy, editorial Calmann-Lévy), uno de los cuales, La prima Bette, llega a las seiscientas páginas. Las novelas de Dostoievski, en cierta edición rusa de páginas grandes y letra menuda, llenan veintiocho tomos. Tolstoi no publicó muchas novelas pero Guerra y paz, en la traducción francesa de J. W. Bienstock, ocupa seis volúmenes y cuatro Ana Karenina. Pérez Galdós llegó a los ochenta y seis tomos de novelas. Zola escribió treinta y tres, casi todas de seiscientas páginas y de apretada composición tipográfica. Las de Dickens no pasan de quince, pero casi todas de tres o cuatro volúmenes. Castello Branco, a pesar de su vida dramática prisión por adulterio, locura de su hijo y otras calamidades—, pudo escribir una treintena de libros, casi todos novelas. Baroja ha dejado, entre noventa libros o más, sesenta novelas. Y Jules Romains, nacido en 1885 y uno de los primeros novelistas de todo el mundo, lleva publicadas más de cuarenta novelas. Bourget dice, con razón, que el novelista, salvo excepciones, es un obrero, una variedad del obrero.
Por cierto que a ningún gran novelista le faltó un crítico mediocre que le aconsejara escribir menos y trabajar más sus libros. Eso se lo dijeron a Balzac, a Zola, a Pérez Galdós y a Baroja. Semejante consejo es tan necio como decirle al torrente que se detenga. El auténtico gran novelista es una fuerza de la naturaleza. No piensan los críticos que el pulir demasiado la prosa de una novela puede —aparte de matar la continuidad y el movimiento— impedir que nazcan otras novelas, que acaso resultaran geniales.
Son múltiples los dones del novelista: la capacidad para desdoblarse y para imaginar sentimientos y pensamientos de otros seres; el sentido de la continuidad, que no es necesario al poeta; una gran memoria, que le permita recordar, aun después de largos años, formas, colores, sensaciones, frases oídas y hasta conversaciones más o menos enteras; una intuición extraordinaria —que es en lo que reside la genialidad, el don creador mediante la cual adivina, poco menos que instantáneamente, el alma de un ser humano o el espíritu de una época o relaciones ocultas entre los seres o entre los seres y las cosas; y una visión de totalidad que le permite abarcar vastos panoramas humanos y aun el pasado y el porvenir.
El verdadero novelista es impersonal. La impersonalidad fue un dogma para Flaubert y Zola, pero otros naturalistas, los Goncourt, no lo practicaron estrictamente o lo negaron, como Daudet. La invisibilidad se parece a la impersonalidad, aunque no sea siempre lo mismo. Impersonal es el que no se inmiscuye entre los personajes; invisible, el que no se deja ver. Bourget da el lugar más importante, entre los dones del novelista, a la invisibilidad.
La imaginación es, en un novelista, según Tainc, la “facultad maestra”, y de ella dependen el arte de componer y el sentido de lo verdadero. Creo que la imaginación es también necesaria para encontrar buenos títulos, argumentos interesantes, inesperados finales y poner cada cosa en su sitio. Y es igualmente necesaria para el detalle y para inventar fisonomías, cuerpos y almas.
No menos importante es la sensibilidad. Tiene que ser muy vasta, para abarcar todas las pasiones, las formas del dolor, la alegría, lo sobrenatural. Algunos novelistas de sensibilidad limitada en lo tocante a los asuntos y a los ambientes han escrito magníficas novelas cuando permanecieron en lo suyo, y fracasado cuando invadieron otros terrenos. Pereda, formidable en Peñas arriba, la novela de su montaña, resulta falso, y hasta inocente, en El buey suelto, novela de Madrid, ambiente que no conocía ni podía comprender.
El gran novelista es poeta. Siente la poesía del amor, del dolor, del ensueño. Aun los que parecen toscos de naturaleza son poetas. Zola, además de poeta épico, \alor que nadie le discute, es también poeta lírico en sus novelas. Siente la poesía del paisaje, de los colores, de la luz. Recuerdo una bella escena poéticoamorosa en La conquista de Plassans. Bourget, refiriéndose a los naturalistas, dijo: “Zola es, en el fondo, el más poeta de todos.” González Blanco cita una poética página de Blasco Ibáñez. Hay mucha poesía en La ciudad y las sierras, en las novelas de Maurice Baring, en Los novios, en Misericordia, donde el genio de Galdós llega a lo sublime. Leopoldo Alas, en su Galdós, muestra la profunda poesía que hay en el encuentro de Calpena con Aura. Y Andrés González Blanco ha escrito, refiriéndose a la poesía de las primeras décadas de este siglo: “Si hoy hacemos mejor poesía lírica, más humana, más conmovedora, más inspirada que antaño, fes porque hemos leído muchas novelas realistas.”
El novelista verdadero es siempre un gran narrador. Pero saber narrar no es contar una historia a la manera clásica. El novelista moderno aísla al lector del ambiente en que vive, le arranca de lo cotidiano, le sumerge en el mundo de su novela. Hay mucho en esto de misterioso, de mágico. El buen narrador, por instinto, por un don de la Providencia —eso no se apréndenos hace asistir a los tremendos espectáculos de las pasiones y nos mezcla con otros seres, llevándonos a simpatizar con unos y odiar a otros. Narrar no es sólo contar. Es también evocar, producir sensaciones, hacer hablar a cada personaje en la forma en que debe hacerlo. El narrador se da todo a los demás. No se concibe a un introvertido, como ya lo dije, escribiendo novelas. Para saber narrar es preciso el don de penetrar en las almas.
Edmond Jaloux, crítico y novelista, afirma que el novelador “debe tener algo de brutal, de ciego, de involuntario”. Tal vez, porque en la visión total de la vida predominan los temas que es preciso tratar brutalmente.
Un don extraño del novelista es la suerte de tropezar con todos los que tienen secretos y necesitan contarlos. Un comprovinciano mío, con quien no tenía amistad, me soltó, al encontrarme en la calle: “Mi mujer se me fue con otro.” Esto mismo, casi con idénticas palabras, me lo confesó, también en la calle, un poeta bastante distinguido con el cual no había conversado en toda mi vida más de tres o cuatro veces. La casualidad es su mejor informante. A sus oídos va a parar cuanta anécdota anda suelta. Conoce de la gente cosas que nadie sabe. Tiene algo de confesor, y con frecuencia las mujeres le solicitan consejos. Es que, por su conocimiento de Ja vida, no es rígido para juzgar las debilidades humanas. Sabe comprender porque vive dedicado a observar las pasiones, los sufrimientos y las miserias.
De ahí su imparcialidad, su amor por la justicia y su sentido de la justicia. En el “caso Dreyfus”, sólo un novelista, Zola, tuvo el coraje de acusar a quienes habían condenado a un inocente. Para el novelista los hombres, en cuanto objeto novelable, valen todos lo mismo: el santo y el bandido, el imbécil y el genio. Su misión es comprender lo humano y revelarlo. Le interesan las ideas porque las ve como un producto humano, y todos los ambientes. Su imparcialidad y sentido de lo humano le impiden ser patriotero. Durante la guerra del 14, sólo un novelista, Romain Rolland, se colocó “por encima del entrevero”.
Mas rarísimos novelistas tienen el coraje de Zola y de Rolland. Tal vez sea por su poco amor al exhibicionismo. O por temor de descontentar al público, de cuyo favor viven. La falta de valor se observa también en su miedo a lo arbitrario, a las audacias de forma. Edmond Jaloux dice: “Muchos novelistas quedan chatos porque tienen temor a lo arbitrario.”
Su receptividad y su memoria son enormes. Apenas se vale de notas. Pierre Benoît lo hace, y de qué modo, según Benjamin Crémieux; pero Benoît no es precisamente un gran novelista. Entre los verdaderos maestros de la novela, Zola constituye una excepción. No concebimos a Balzac acumulando anotaciones, los millares de anotaciones que hubiera necesitado. El novelista trabaja desde que se levanta hasta que se duerme. Va por el mundo recogiendo en su memoria montones de hechos sensaciones, imágenes, palabras. Por esto se equivocan los que le suponen improvisador. Si publica dos o tres novelas por año, como Balzac o Galdós —Galdós llegó a lanzar cinco en 1878— no es que improvise. Al contrario, piensa en sus personajes incesantemente y en todas partes, y vive para su novela. Nadie llamará improvisador a Mauriac, porque escribió en dos meses su intensa novela El beso del leproso. Ni a Julien Green, que dedicó cinco a su Adriana Mésurat.
Casi nunca es un letrado: la observación de la vida y la gestación de sus novelas no le dejan momentos para estudiar y leer. Más que unas páginas de Cicerón, a él le interesan los diarios. Si a Dickens o a Dostoievski los hubieran examinado en letras clásicas, los habrían reprobado. El novelista es más escritor que literato. Grandes novelistas de cultura humanística —Thomas Mann, Huxley, Unamuno o Pérez de Ayala— son muy excepcionales. El novelista, además, vive para su carrera: el escribir novelas constituye una carrera. No puede distraerse en profundos estudios: se rompería la continuidad de sus relatos. En parte por esto, no participa en la comedia del mundo. Imposible imaginar a Dostoievski ministro o a Balzac diputado. Si el novelista actúa en política, lo hace incidentalmente y no suele lucirse. Galdós no habló jamás mientras fue diputado. El novelista es un espectador, o un actuario que acumula elementos para la historia. En América, tres grandes novelistas ocuparon altas posiciones. Barrios fue dos veces ministro, mas sólo por habérselo pedido el presidente Ibáñez, amigo suyo. Martínez Zuviría (Hugo Wast) fue diputado y ministro, pero no hay hombre con menos vocación política. Ignoro si la tendrá Rómulo Gallegos: en todo caso, sería una excepción rarísima.
El novelista es tan distraído —anda pensando siempre en la novela que tiene en su taller— como curioso. Sin su empeño en enterarse de todo —hasta leer las cartas íntimas con que tropieza y escuchar chismes—, no podría conocer a la humanidad. Es tenaz, y lo demuestra con la persistencia y vastedad de su esfuerzo. Liberal y aun bondadoso: vive en presencia del sufrimiento humano, estudiándolo, pensándolo y resucitándolo en sus libros. Hombre de hogar: el continuado trabajo le ata a él. Si prefirió la soltería, es muy casero, como Balzac —que se casó viejo—, Galdós y Ba roja. Por el orden en su trabajo y el ritmo normal de su vida, tiene algo del burgués. A las mujeres no les interesa excesivamente sino como confesor, como receptáculo confidencial. En aquel cálculo de probabilidades en el amor, de Bourget, el novelista ocupa el sexto lugar.
Los grandes de la novela no han sido pesimistas. Como conocen los caminos de la caída, conocen también los de la redención. Ni Zola fue pesimista: creía en el advenimiento, más o menos próximo, de una sociedad perfecta, según él entendía la perfección. El único pesimista verdadero, entre los jerarcas de la novela, fue Thomas Hardy.
El gran novelista no es vanidoso. Tal vez crea en el mucho valor de su obra, pero no desprecia a nadie. Vanidosos son los poetas, algunos de los cuales llegan, en su vanidad, a lo morboso. Merejcovski ha dicho de Dostoievski: “Posee en alto grado la modestia.” Federico Loliée refiere anécdotas sobre la modestia de Balzac. Galdós daba tan poca importancia al género que cultivaba, y a su propia obra, que cierta vez le aconsejó al joven Julián Aguirre, nuestro futuro gran músico, que admiraba sus libros: “No lea novelas.” Podría citar cien anécdotas sobre la modestia de Flaubert, de Tolstoi, de Palacio Valdés, de Machado de Assis, de Baroja, de Pereda, de Maupassant, de Dickens, de Daudet, de muchos otros. Traté a Stefan Zweig: la modestia personificada. Las hijas de Ega de Queiroz, al llegar los restos de su padre a Lisboa y ver tropas en formación y balcones enlutados, preguntaron qué ocurría: ignoraban que su padre, con quien vivieron, era un escritor famoso, uno de los grandes hombres de Portugal. Por falta de am bidones, el novelista, si necesita de qué vivir, se refugia en el periodismo. No busca condecoraciones ni embajadas. En América fueron ministros plenipotenciarios los grandes poetas: Darío, Nervo, González Martínez, Urbina y Reyes. No lo fueron los novelistas Azuela, Reyles, Barrios, Lynch, Payró, Latorre, Amorim. Sólo conozco una excepción: Larreta. Pero Larreta, escritor magnífico, autor de tres novelas esenciales, no es un novelista profesional.
El novelista es humilde, si no en su vida, en su trabajo. Pirandello aconsejó a su hijo, que le confesara vocación por la novela: “Hay que conservar, como un bien preciado, la humildad,” Los grandes creadores fueron humildes: Dostoïevski, Tolstoi, Dickens, Galdós, Baroja. Sev humilde es despojarse de los prejuicios, mirarlo todo con sencillez de espíritu, expresarse sin oropeles ni elocuencia, olvidarse de si para comprender a los demás y para ser comprendido por los lectores, colocarse ante su modelo como un pintor frente a un paisaje.
Casi nunca es aristócrata. Thibaudet dice que “novela y democracia van a la par”, v agrega: “La imprenta y la escuela han hecho de la novela el género democrático.” El novelista ama al pueblo —Tolstoi, Dostoievski, Zola, Dickens, Galdós, Dreiser, Concourt, Careo, Pratolini— por razones humanas y tal vez porque ve en el pueblo más carácter, dramaticidad y colorido que en las otras clases. Stefan Zweig dice de Dickens, al que estudió muy bien: “Siente aversión hacia los ricos y los aristócratas, hacia los privilegiados de la vida.” Chesterton dice de los novelistas: “Estamos imbuidos de la primera de las doctrinas democráticas, que todos los hombres son igualmente interesantes.” Bourget y Proust, noveladores de la vida aristocrática, son casos rarísimos.
El novelista no llama la atención por su indumento: quiere ser como todos. No se considera oráculo ni “iniciado, ni dirige “mensajes”. Entre nosotros, ningún novelista cayó en esta debilidad: ni Payró, ni Larreta, ni Lynch, ni Hugo Wast, ni Güiraldes. Si, Ricardo Rojas, escritor grandilocuente, que se creía un mentor de la juventud. Ningún novelista, excepto Valle-Inclán, se mostró farsante. Balzac era iluso y algo excéntrico, y nada más. El novelista es casi siempre sencillo y sincero. No puede ser farsante quien vive buscando la verdad humana y trasponiéndola en sus libros.
No tiene siempre self-control y, a veces, le falta un poco el sentido de las proporciones. No es raro que se deje llevar por la pluma. Tolstoi no se vigiló mientras escribía Guerra y paz, ni Galdós en su Episodios, ni en Ángel Guerra, ni aun en Fortunata y Jacinta, en exceso larga y diluida.
Vive austeramente, consagrado a su arduo trabajo. González Blanco ve en los maestros del siglo pasado —Balzac, Elaubert, Zola, los Goncourt— ascetas más o menos absolutos. También lo fueron los rusos, los ingleses y los españoles Galdós, Pereda, Palacio Valdés y Baroja. Un escritor ruso llamó a Dostoievski “héroe de la literatura”. Lo es todo novelista que se entrega a su oficio en cuerpo y alma, sobre todo en países como el nuestro, donde la novela no procura beneficios ni halagos.
Se aísla en cuanto puede. Tolstoi se desterró al campo; Balzac, a su finca rural en Les Jardies; Hardy, en el Dorsetshire, negábase a recibir a quien pretendía visitarle; Dos Passos vive en un pueblito; Sinclair Lewis huyó a Europa. La diversión de Galdós era recorrer solo, por las tardes, los suburbios de Madrid. Eya de Queiroz cónsul en Liverpool, no conocía a nadie. A Proust sólo le veían contados amigos, pasadas las doce de la noche. Zola, que trabajaba toda la mañana, después del almuerzo salía para dar un breve paseo y seguir trabajando por la tarde en algún artículo y, luego, acostarse muy temprano.
El novelista es un hombre normal. No podría serlo de otro modo, pues su oficio consiste en manejar hechos reales y en hacer revivir la realidad. Si no fuese normal, vería el mundo falsamente. No sé de ningún verdadero novelista que haya sido borracho, o vicioso en materia sexual, o dedicado en exceso a las mujeres. Ni menos, aficionado a las drogas.
La doctrina de Taine de que el hombre es un producto del medio, se verifica, en parte, en el novelista que evoca ambientes, el cual no suele elegir sus asuntos sino que es elegido por ellos. Las grandes novelas se han realizado en el momento oportuno. Por esto tienen ese aire de “necesidad”, como dice Brunetiére de las de Balzac.
Al gran novelista le apasiona lo colectivo tal vez más que lo individual. Por esto las novelas del individuo, o sea, las psicológicas, son tan escasas. La mayoría de las novelas son de costumbres, o, mejor dicho, de ambientes. Stefan Zweig dice de Heinrich Mann que “ha sabido comprender la verdadera y fecunda misión del novelista, que no es pintar figuras y episodios sino épocas”. Por esto, en todo novelista, aunque no se dedique a la política, hay un sociólogo, un político, sea teórico u observador. No ocurre lo mismo con el poeta, que, general mente aristócrata espiritual, encantado de su torre de marfil, desdeña la acción y detesta al pueblo.
En literatura, el novelista no suele ser muy moderno, aunque resulta moderno si consideramos que su obra es esencialmente social. El novelista que fue modernísimo en su tiempo, inclusive renovador en lo literario —Paul Morand, Giraudoux, Deltei, el Valle-Inclán de las Sonatas—, es más un poeta en prosa que un novelista. Por esto, sus libros no vivirán: a Giraudoux, que murió, ya nadie lo lee, y Paul Morand, según propio vaticinio, ya ha pasado. Cierto que Kafka es lo mas moderno que existe, pero ¿es Kafka un auténtico novelista? El interés de sus libros no reside en la acción novelesca, ni en los caracteres, ni menos en el diálogo, sino en ciertas ideas que, según se dice, pero no lo creo, sugieren esos libros absurdos acerca de la llamada ‘angustia del hombre de hoy”. Durante los años del “arte deshumanizado”, el novelista verdadero, el creador de seres humanos, el analista de pasiones, resultaba “atrasado”. Ahora que lo humano ha vuelto a primer término, sobre todo lo humano social o colectivo, puede afirmarse que, entre los escritores, el novelista es el que marcha más de acuerdo con el tiempo nuevo. Los éxitos de librería más grandes los alcanzaron ciertas novelas que leyó el mundo entero: La hora veinticinco, La náusea, Cuerpos y almas, El Poder y la Gloria.
El novelista es hombre de excepcional voluntad. Fuerte dominio de sí, de sus pasiones, de sus perjudiciales inclinaciones. “No puede dejarse vencer por el dolor, debe utilizarlo todo”, según Turgueniev. El escribir novelas lleva mucho tiempo, y él debe defenderlo de las tentaciones mundanas y sentimentales. Suele haber un período en su vida en que cede a la atracción mundana, política o femenina; pero no tarda en salvarse. No ignora que, por esos caminos de la ambición, no se realizan grandes libros. Hasta se corre el peligro de abandonar el trabajo continuado que una novela exige y dedicarse al más fácil de escribir artículos.
Hay en la psiquis del novelista un cierto fondo obsesivo. Le refieren un drama de la vida real y se queda preocupado varios días. De cualquier cosa él se inventa una novela. Dostoievski, en El diario de un escritor, habla de su manía de descubrir dramas en la gente qué ve en las calles. A mí me dicen, cuando en una conversación interpreto un heclio a mi manera: “Ya estás haciendo una novela.” Otra clase de obsesiones, no literarias, también las tiene el novelista. Zola, sin ser anormal, contaba todo: las ventanas del ómnibus, los pisos de las casas. Yo tengo idéntica costumbre.
Puschkin solía decir que el gran escritor debe ser un poco tonto. velesca, ni en los caracteres, ni menos en el diálogo, sino en ciertas ideas que, según se dice, pero no lo creo, sugieren esos libros absurdos acerca de la llamada ‘ angustia del hombre de hoy”. Durante los años del “arte deshumanizado”, el novelista verdadero, el creador de seres humanos, el analista de pasiones, resultaba “atrasado”. Ahora que lo humano ha vuelto a primer término, sobre todo lo humano social o colectivo, puede afirmarse que, entre los escritores, el novelista es el que marcha más de acuerdo con el tiempo nuevo. Los éxitos de librería más grandes los alcanzaron ciertas novelas que leyó el mundo entero: La hora veinticinco, La náusea, Cuerpos y almas, El Poder y la Gloria.
El novelista es hombre de excepcional voluntad. Fuerte dominio de sí, de sus pasiones, de sus perjudiciales inclinaciones. “No puede dejarse vencer por el dolor, debe utilizarlo todo”, según Turgueniev. El escribir novelas lleva mucho tiempo, v él debe defenderlo de las tentaciones mundanas y sentimentales. Suele haber un período en su vida en que cede a la atracción mundana, política o femenina; pero no tarda en salvarse. No ignora que, por esos caminos de la ambición, no se realizan grandes libros. Hasta se corre el peligro de abandonar el trabajo continuado que una novela exige y dedicarse al más fácil de escribir artículos.
Hay en la psiquis del novelista un cierto Jondo obsesivo. Le refieren un drama de la vida real y se queda preocupado varios días. De cualquier cosa él se inventa una novela. Dostoïevski, en El diario de un escritor, habla de su manía de descubrir dramas en la gente que ve en las calles. A mi me dicen, cuando en una conversación interpreto un hecho a mi manera: “Ya estás haciendo una novela.” Otra clase de obsesiones, no literarias, también las tiene el novelista. Zola, sin ser anormal, contaba todo: las ventanas del ómnibus, los pisos de las casas. Yo tengo idéntica costumbre.
Puschkin solía decir que el gran escritor debe ser un tonto. Esta frase ha sido, varias veces, aplicada al novelista, el cual conviene también que sea algo ignorante. Se ha dicho de Tolstoi que tuvo un poco de ambas cosas. Jaloux ha escrito: “La calidad de novelista pide, ante todo, una dosis espesa de candor, quizá también una cierta tontera, la de Dickens, la de Tolstoi.” Es indudable que algunas tonterías se pueden encontrar en Balzac, en Víctor Hugo, en Galdós y hasta en Flaubert y en otros jerarcas de la novela francesa. Esto puede verse en el divertidísimo libro de Albert Cim sobre “recreaciones literarias”.
El novelista es hombre práctico y, como vive manejando realidades, hechos concretos, es también objetivo. No se piense que carezca de ideales. Los tiene, aunque no hable de ellos. Pero esto no es ser idealista en lo literario. Las novelas de los idealistas suelen ser, salvo excepciones como las de Valera, bastante chirles. Jorge Sand, Fernán Caballero y Octavio Feuillet son novelistas flojos, blanduchos y de segunda o tercera categoría. También fue idealista, en sentido literario, Anatole France, que escribió en perfecta prosa novelas sin vida, resultado de sus lecturas: “copias según los mejores modelos”, dice Henri Massis, agregando que “la erudición alimentó su obra”.
El novelista es, también, un patriota. No un patriotero. Es un patriota porque dice a su país la verdad, mostrándole sus vicios v defectos, realizando una obra, necesaria v sana, de crítica social. El gran escritor catalán José Carner escribió de mis primeras novelas que eran de un “patriotismo pesimista”. Patriotismo severo, sí. No pesimista. El escritor que vapulea duramente a sus conciudadanos realiza con ello un acto de esperanza, un acto de fe.
Fuente: Gálvez, Manuel: El novelista y las novelas, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1980, p.p. 7-21
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