Manuel Gálvez – Delfina y el 17 de Octubre
Conviene, antes de comentar el artículo sobre lo de octubre, decir que a Delfina, como a todos los católicos, nos habían horrorizado las revoluciones de Méjico y de Rusia y los crímenes de los rojos en España. En España murieron más de ocho mil personas —entonces creíase que habían sido el doble— por el delito de llevar un hábito religioso. Delfina y yo recordábamos siempre los sucesos de enero de 1919. Tenía ella, pues, motivos de sobra para imaginar lo que pasaría cuando el pueblo se echase a la calle en actitud revolucionaria: asesinatos de sacerdotes, incendios de iglesias y conventos, violaciones de mujeres, el “paredón” para los católicos fervientes. Su asombro fue enorme cuando vio pasar al pueblo frente a nuestra casa, no con el cuchillo entre los dientes ni el fusil en la mano, sino contento, entonando estribillos, riéndose todo el tiempo o vitoreando a su líder. Transcribiré unas frases de Delfina, y advirtiendo que en su artículo no nombra a Perón, ni elogia al Gobierno, ni defiende cosa alguna:
Emoción nueva la de este 17 de octubre: la eclosión, entre nosotros, de una multitud proletaria y pacífica. Algo que no conocíamos, que, por mi parte, no sospeché siquiera que pudiese existir.
Recuerda el terror, en su niñez y adolescencia, de los movimientos anarquistas, y luego los sucesos de Rusia y España y la muestra que tuvimos aquí en enero de 1919. Dice, en seguida:
Las primeras manifestaciones de las turbas rebeldes fueron siempre contra todo lo religioso. Quemábanse las iglesias como para librarse del más temible de los testigos. Parecíales, tal vez, a los foragidos, que eliminaban así el ojo de Dios y podían entonces, sin ningún miedo misterioso, abandonarse a todos los crímenes. Suprimido Dios, todo quedaba automáticamente permitido.
Luego compara con lo del 17 de octubre:
… Las calles presenciaron algo insólito. De todos los puntos suburbanos veíanse llegar grupos de proletarios, de los más pobres entre los proletarios. Y pasaban debajo de nuestros balcones. Era la turba tan temida. Era —pensábamos— la gente descontenta…
Refiere que nuestro primer impulso fue el de cerrar los balcones, pero que, al asomarnos a la calle, quedamos en suspenso. Pues las turbas
parecían trocadas por milagrosa transformación. Su aspecto era bonachón y tranquilo. No había caras hostiles ni puños levantados, como los vimos hace pocos años. Y más aún nos sorprendieron sus gritos y estribillos. No se pedía la cabeza de nadie.
Luego, van llegando noticias por la radio. En la plaza de Mayo hay quinientas mil personas. La catedral y la curia, respetadas. Una columna, frente al templo, hizo la señal de la cruz.
Léase ahora bien, pesándolas, estas palabras: “…quiero declarar y jurar que mientras esto escribo manténgome a mil leguas de la más leve intención política. No me interesa, el personaje con cuyo nombre nos saturaron los oídos esa noche”. Soy yo quien subraya. El personaje era Perón. A Delfina sólo le interesaba el hecho de los trabajadores reunidos en actitud de paz. ¿Habrá habido en la masa alguna lejana influencia del Congreso Eucarístico?
Luego, las palabras que más indignaron. Evoca las turbas de Palestina que seguían a Jesús. La canalla oligárquica interpretó que Delfina comparaba a Perón con Cristo… Lo que comparaba eran las turbas. ¿O creían, los ignorantes, que quienes seguían a Jesús era la “gente bien” de Jerusalén? No. Los que seguían a Jesús eran los descamisados, la “chusma”. Igualmente desharrapados los de entonces y los de 1945.
Delfina ni siquiera consideraba a Perón, al que ni nombró ni elogió, como el verdadero líder del pueblo. Dice: “Pedíase la libertad de un preso al que —equivocadamente o no— ellas creían su protector.” Y todavía señala “el peligro de que un hombre sea endiosado por el pueblo” y cree en un posible “peligro de la demagogia”. Y todavía duda de la sinceridad de Perón al hablar de “este hombre que, con sinceridad o sin ella, con buenas intenciones o por ambición únicamente” ha tenido la “peligrosa fortuna de ser glorificado por los pobres”. Y por si alguien no entendiese aún sus propósitos, vuelve a decir: “Lo que nos interesa son las turbas mismas y su capacidad de proceder en paz.”
Este artículo cambió, en cierto sentido, la vida de Delfina. Algunas damas que opinaban como ella la rodearon, y un tiempo después fue nombrada por el gobierno miembro de la Junta de Intelectuales. “Pago del artículo”, pensará algún miserable. No y no. El artículo no debió gustar mucho entre los adulones que seguían al presidente. El cargo, que, por otra parte, era honorario, vale decir, gratuito, se le dio a Delfina por sus méritos literarios y en representación de las escritoras. Ni sueldo, ni honras, ni gangas, pero mucho trabajo. Era, puede decirse, un cargo técnico.
Fuente: Gálvez, Manuel, En el mundo de los seres reales, Bs.As., Hachette, 1961, pp. 291-293
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