Emilio Becher

La tradición y el patriotismo

Emilio Becher[i]

Los lectores de La Nación conocen ya el proyecto del señor Menéndez Pidal, que consiste en recoger los viejos romances conservados por tradición en América. No me corresponde juzgar este trabajo, cuya utilidad es evidente, ni el mérito del autor, que es notorio. Pero el estudio ha de llevarnos a conclusiones que ya podemos prever y que es útil señalar desde ahora, pues contienen grandes enseñanzas. La primera y la más importante es la persistencia del espíritu español en el Nuevo Mundo.

Algunas de las piezas citadas por el señor Menéndez Pidal son de las más interesantes, tal, entre otras, el relato de la esposa infiel, recogido en Chile. Con variantes de más o menos importancia se conserva temas y episodios del Romancero en la tradición popular de Colombia, del Perú, de Bolivia. Entre nosotros la contribución no ha de ser quizá muy copiosa. El romance histórico o novelesco ha sido olvidado, pero la literatura, que pronto lo reemplazó, no es sino la transformación inmediata y directa de las formas anteriores. La poesía gaucha es española de origen, y el Martin Fierro, la obra maestra en que se definió ese esfuerzo obscuro y anónimo, participa a la vez del romance heroico y de la novela picaresca.

El hecho bastaría para denunciar nuestra filiación, para demostrar cómo perdura todavía, en nosotros, el alma indestructible de los antepasados. A despecho de tantas influencias hostiles, el fondo de nuestro carácter sigue siendo español. No es una novedad señalar el fenómeno, ya comprobado por Sarmiento en el Facundo, por López en su Historia Argentina, y alegado tantas veces como premisa de conclusiones contradictorias. Esa identidad espiritual que se manifiesta en nuestros sentimientos más espontáneos, en el ademán atávico de las costumbres, es, sobre todo, sensible en el idioma. Hablamos mucho mejor de lo que supone la pedantería académica. Nuestros defectos de pronunciación, comunes a todos los españoles meridionales, suelen encontrarse en las versiones antiguas de los romances, y no es raro descubrir en la literatura del siglo de oro las palabras atribuidas a nuestro dialecto regional. Después de todo, nuestra lengua vulgar o doméstica no es sino la evolución del castellano arcaico, así como nuestro espíritu muestra aún en sus rasgos fundamentales el espíritu de los primeros conquistadores, cuyas carabelas zarparon un día hacia los países del oro, de Palos o de Sanlúcar.

Creyóse durante muchos años que la revolución de 1810 había roto definitivamente el vínculo de la raza; pero el error no ha resistido a un examen atento. Un estudio más minucioso de la historia anterior ha rectificado muchas de las ideas que movieron contra la tiranía peninsular el esfuerzo de los ejércitos libertadores y de los publicistas revolucionarios. El lugar común de  <<la noche del coloniaje>> nos convence cada vez menos, después de haber perdido su valor de simple argumento político. El señor García, entre nosotros, ha contribuido, con libros que merecerían ser más populares, a reformar nuestras nociones históricas y nuestro concepto del patriotismo. Conviene estudiar la Ciudad indiana para saber que nuestra república no es sino el resultado extremo y remoto de la formación colonial y que el movimiento de mayo no hizo sino sancionar la existencia de la nacionalidad, elaborada lentamente desde la hora de las primeras fundaciones.

Por esta tradición que no se interrumpe desde fines del siglo XVI hasta los días actuales, nuestro grupo social se vincula a la tradición genuinamente española. El movimiento de las inmigraciones que desde hace cincuenta años reforma el aspecto de las ciudades y multiplica en las llanuras desiertas un pueblo agrícola, industrioso y heterogéneo, ha variado quizá menos de lo que se cree el fondo de nuestro carácter nacional. Superior por el semiindigenato de una adaptación más antigua, por su cultura más intensa, el núcleo español no ha desaparecido ni aun en las provincias del litoral, y es seguro que acabará por imponer su tipo de raza preponderante al número de los campesinos advenedizos. Sin desconocer la influencia étnica y social de esas invasiones, ni la parte que han tenido en la prosperidad económica, es justo reconocer cuánto se ha exagerado su importancia. Las dos manifestaciones supremas de la actividad colectiva, la obra de pensamiento y la organización política, se han realizado indudablemente sin su concurso. Han desempeñado en el territorio la función de sudras pacientes y laboriosos, pero no han intervenido sino de modo muy indirecto en el trabajo del espíritu.[ii] Los escritores y los políticos han salido exclusivamente del grupo hispanoargentino, y sería difícil señalar fuera de él una sola contribución apreciable al progreso de nuestra cultura.

Es un hecho contra cuya evidencia valen poco los argumentos de oratoria y las efusiones de nuestra exagerada xenofilia. No perdemos ocasión de despreciarnos públicamente, atribuyendo a los extranjeros la gloria de nuestro esfuerzo. La verdad es que a pesar de los millares de trabajadores de todas las razas, acogidos según los principios hospitalarios de la carta constituyente, la civilización no ha cambiado de centro. Los mismos que libertarton el territorio, que demarcaron las fronteras, que establecieron la república, siguen siendo los posesores de la cultura superior, la consciencia permanente y estable del territorio, en medio de la masa informe de las naciones adventicias.

Todo debe, pues, inclinarnos a defender el grupo nacional contra las invasiones disolventes, afirmando nuestra improvisada sociedad sobre el cimiento de una sólida tradición. El cosmopolitismo llegó a tener entre nosotros, por un instante, el aspecto de una filosofía humanitaria y aun deslumbró las inteligencias incautas por su prestigio de utopía practicable. Creyóse que la anarquía de las razas era la imagen de la sociedad futura y que el idioma del porvenir sería la lengua de Babel. Pronto nos hemos decepcionado de tan peligrosos errores. Como el arrepentido de la parábola volvemos al viejo hogar de la patria que abandonáramos, un día de aventura imprudente, por la piara internacionalista.

El patriotismo ya no reclama de nosotros una inteligencia huraña ni sentimientos atroces. Ninguna idea de odio se añade al amor noble y profundo que nos apega a la tierra maternal y a los hombres hermanos. Nuestra pasión no era ya brutal y celosa. No nos impide admirar las obras diferentes en que se manifiesta el genio particular y distintivo de las razas y educar nuestro pensamiento, según el espíritu de las naciones extrañas, cuyas actividades se conciertan hacia un fin obscuro y común. Pero debemos apropiarnos tantos elementos distintos, no con una voracidad grosera e inteligente, sino para alimentar nuestro vigor y acrecer nuestra individualidad.

Las grandes naciones que gobiernan el siglo se formaron, como la nuestra, por la concordia de razas hostiles, que batallaron antes de fundir en un tipo definitivo sus fisonomías de godos, de francos, de latinos o de normandos. Nuestro país se halla hoy en condiciones étnicas análogas a las de Europa en el siglo VI. Vemos nuestro territorio ocupado por la invasión de pueblos venidos de Inglaterra, de Alemania, de Italia, al azar de las migraciones marítimas. En medio de esta confusión violenta de razas el grupo nacional desempeña el mismo papel que los romanos de Hispania o de Galia en la Edad Media, núcleo anterior y permanente capaz de asimilar en una civilización uniforme las invasiones sucesivas.

Podemos realizar, por el esfuerzo consciente de la educación, esa obra enorme, de cuya fortuna depende nuestro porvenir. Por su propio carácter de pueblo advenedizo y transplantado, la masa de los inmigrantes ofrece una materia dócil, susceptible de modelarse bajo la presión de una voluntad vigorosa. La unidad de la enseñanza es acaso el más grave y más trascendental de nuestros problemas sociales. Amenazados por el número cada día creciente de los invasores, no podremos reducirles sino por la imposición de nuestro espíritu, transmitiéndoles con el idioma español, verbo exclusivo de nuestra inteligencia, el culto de las ideas que fundaron nuestra sociedad y organizaron nuestra democracia.

Hay que guardarse de creer la solidaridad con los pueblos de nuestro mismo idioma nos impone la imitación de las formas peninsulares y el regreso a la dependencia virreinal. Pertenecemos a la raza española, no a la nación española. La tendencia que proponía someter nuestra literatura, aleccionada por modelos superiores, a la norma de las prescripciones académicas, ha sido definitivamente anulada. Nuestra emancipación espiritual es completa, después de conquistada la autonomía política. Pero todo nuestro esfuerzo debe obstinarse en desarrollar los elementos genuinos de la nacionalidad, cuya raíz se ahonda hasta la entraña de la raza. No debemos avergonzarnos de ser todavía los mismo que partieron, otrora, a bordo de sus navíos peligrosos, hacia las costas lejanas de los adelantazgos.

 

Fuente: La tradición y el patriotismo, en: Diálogo de las sombras y otras páginas de Emilio Becher, Bs.As., Facultad de filosofía y letras, 1938, pp. 219-225

 

[i] La Nación, 28 de junio de 1906

[ii] No se dejará de citar el nombre de Jacques, el de algún otro. Pero la pequeña inmigración francesa de 1851 y otros casos más o menos análogos, confirman la regla por su mismo carácter de fenómenos excepcionales.




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