EL PERVERSO IDEAL DE DEMOCRACIA
El ideal de la democracia, en su acepción más común, es el “gobierno del pueblo por el pueblo”. La benevolencia que expresa esta proposición es, sin dudas, innegable. Empero, la conceptualización de este sistema político se desvirtuó, luego de su primigenia concepción en el período filosófico socrático, con las reformulaciones modernas, principalmente a partir de una estirpe intelectual cuyos referentes principales son Montesquieu y Rousseau.
Es en el presente artículo que, valiéndome de una filosofía analítica y –en paralelo– una perspectiva desde la “ciencia” del Derecho, voy a someter al juicio crítico esta teoría democrática que se mantiene vigente en espíritu hasta el día de hoy.
Como adenda a esta pequeña introducción, es menester señalar que la redacción sigue un método que, por cierto, es de simple comprensión: tres partes, encontrándose cada una (a excepción de las Reflexiones que ocupan la Parte III) dividas en 3 incisos que servirán de guía al lector para reconocer la idea “eje” de la porción del artículo en que se encuentra.
- La reformulación democrática.
- a) De República a Democracia.
El paso más significativo en la reformulación moderna de la democracia lo dio el francés Charles-Louis de Secondat (1689 – 1755), mejor conocido como Montesquieu, quien fuera un adelantado en ámbitos como la sociología y el pensamiento político en el período de la Ilustración. Es su magnum opus, titulada El espíritu de las leyes (De l’espirit des loix)[1], una obra que goza de prestigio innovador por la complejidad con la que abarca sus objetos de estudio y su profundidad al tratarlos. En este extenso tratado, Montesquieu se dedica a analizar la relación existente entre las leyes y la constitución de cada gobierno, las costumbres, la religión, el comercio, el clima, entre otros tópicos, pero lo más destacable es la perspectiva a partir de la cual aborda la cuestión de la naturaleza del hombre, la manera en que se organiza en sociedad y los modos de organizar la sociedad.
Montesquieu parte de un presupuesto teórico compartido por distintas figuras del pensamiento político, a saber, los ingleses Thomas Hobbes (1588 – 1679) y John Locke (1632 – 1704), por ejemplo. Este presupuesto es el concepto de “estado de naturaleza”. En el pensar de Montesquieu, los hombres, previo a la formación de la sociedad, están inmersos en un estado natural de plena igualdad donde no existe una organización social con normas de conducta definidas que regulen las posibles interacciones. Sin embargo, el francés critica la postura del autor de Leviathan y se diferencia de éste y el padre del Liberalismo Clásico, sosteniendo que los hombres en dicho estado tendrían un fuerte sentimiento de flaqueza respecto de sus capacidades y un temor recíproco que, contrario a la concepción hobbeana, no los llevaría a huir, sino a aproximarse e iniciar la creación de vínculos. Este concepto es la base de sus especulaciones acerca de asuntos como los modos de organizar la sociedad, la desigualdad y las vías para subsanar el “problema” de la desigualdad.
Seguidamente, Montesquieu, después de trazar el carácter pactado de la convivencia social, afirma que “luego que los hombres entran en sociedad pierden el sentimiento de su debilidad; cesa la igualdad que existía entre ellos y comienza el estado de guerra” [p. 91], y establece que “una sociedad no sabría mantenerse sin gobierno” [p. 92], reconociendo, de este modo, que la vida en sociedad no es suficiente para garantizar una convivencia armónica y pacífica, por lo cual es preciso establecer normas que obliguen a todos los miembros de la sociedad por igual, a los fines de asegurar el beneficio mutuo y crear un orden estable. Es así que el autor utiliza el concepto de una “fuerza general” para referir al producto de esta unión en vistas de reglamentar la sociedad, compartiendo idéntico significado con la figura de “Estado político” del jurisconsulto italiano Gian Vincenzo Gravina (1664 – 1718) definida como “la reunión de todas las fuerzas particulares”. En este sentido, en palabras de Montesquieu, “la fuerza general puede depositarse en manos de uno solo o en las de varios” [p. 92], ya aludiendo a una organización social en torno a un Estado como ente monopolista de la fuerza con capacidad coercitivo-coactiva, y esta idea nos remite directamente a sus reflexiones en torno a las formas gubernamentales.
La innovación montesquiana se encuentra, principalmente, en este asunto. El francés concibe tres especies de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. Lo que nos atañe es el uso que este autor hace del término “República”. Utilizando nada más que el sentido común, define al gobierno republicano como “aquel donde el pueblo en conjunto, o solamente una parte del pueblo, tiene el poder soberano” [p. 94].
Esta concepción resulta novedosa puesto que supone una ruptura parcial con la tradición romanista, de la cual es insignia el jurista y político Marco Tulio Cicerón (106 a. C – 43 a. C), ilustre iusfilósofo que en su tratado Sobre la república (De re publica)[2] –del cual se pudieron recuperar porciones muy limitadas–, además de trazar una breve historia desde la fundación de Roma hasta su era pos-monárquica y abordar cuestiones primarias de axiología jurídica, nos proporciona la acepción de “República” a la cual recurre, de la mano del personaje de Escipión (I 39): “La res publica es la res que pertenece al populus”. De esta manera, el uso que Cicerón hace del término, en lugar de significar una especie gubernamental diferenciada de la monarquía o las dictaduras –como hace Montesquieu–, es general e inespecífico, y refiere a la “cosa pública” en el sentido de “negocios” o “asuntos públicos”, es decir, asuntos cuyo tratamiento y gestión incumben al pueblo como tal pero las riendas de la cosa pública no son tomadas por el pueblo de forma estrictamente necesaria ni se establece que el pueblo posea el poder supremo o soberano. Tal es la ruptura conceptual que realiza Montesquieu respecto del Derecho Romano. Mas no se desliga de forma absoluta, ya que el autor evidencia una notable influencia romana, por ejemplo, en la clasificación que hace entre un ius gentium (derecho de gentes) y un ius civile (derecho civil), o bien, de modo más substancial, a lo largo de su loable obra, posterior a El espíritu de las leyes, titulada Consideraciones sobre las causas de la Grandeza y la Decadencia de los romanos[3].
El republicanismo desde Montesquieu también se diferencia de otras definiciones de autores relativamente contemporáneos con altísimo predicamento, a saber, el ilustre Jean Bodin (1530 – 1596), quien propone que se trata de un “recto gobierno” de varias familias que posee el poder soberano[4], o con anterioridad el ínclito Nicolás Maquiavelo (1469 – 1527), quien señala el carácter vital del “conflicto” para esta especie de gobierno y sostiene que la supresión de las divisiones sociales y el conflicto contravienen la virtud republicana[5], y es sobresaliente cómo la postura maquiavélica está a la inversa respecto de la montesquiana, algo que podremos anoticiar próximamente.
Habiendo expuesto su visión de la República, esto nos remite directamente a la división que traza entre dos tipos republicanos en razón de la proporción cuantitativa de los poseedores del poder soberano, siendo, por un lado, una democracia cuando “el pueblo en su totalidad tiene el poder soberano”, y por otro, una aristocracia cuando este poder supremo “está en manos sólo de una parte del pueblo” [p. 94].
Cortando con la aspiración idealista a que el pueblo se gobierne a sí mismo, sostiene que “en la democracia el pueblo es, a ciertos efectos, monarca, y súbdito a otros” [p. 94], y avanza con más detalle señalando que “el pueblo que tiene el poder soberano debe hacer por sí mismo todo lo que puede hacer bien, y todo cuanto no pueda hacer bien debe hacerlo mediante sus ministros” [p. 95]. Tales citas muestran que la democracia en Montesquieu tiene un carácter oscilatorio entre la modalidad directa y la representativa, y además, nos remiten al método a través del cual el pueblo seleccionará a sus ministros.
El autor afirma que “el sufragio por suertes es propio de la naturaleza de la democracia; el sufragio por elección lo es de la naturaleza de la aristocracia” [p. 97], y con esto podemos advertir una concepción que se tornaría crítica si la aplicamos en la actualidad, puesto que las democracias se decantaron por el sufragio por elección, y no por el método basado en la suerte, que tuvo su auge en la manifestación lotocrática de los sistemas democráticos implementados en las ciudades-Estado griegas.
A todo esto, reconozco gran asertividad a Montesquieu cuando afirma que la mayoría de los ciudadanos “reúnen condiciones bastantes para elegir pero no para ser elegidos, el pueblo está capacitado para tomar cuentas de la gestión de otros, pero no para administrar por sí mismo” [p. 96], y de esta manera se decanta por la modalidad más extendida hasta la actualidad: la democracia representativa.
El francés afirma lo anterior con gran acierto, ya que sería inconcebible, para una mente racional, confiar la gestión pública a perpetradores compulsivos de latrocinios o depositar el rumbo de la economía política en manos de pseudointelectuales que creen en cuentos rojos de hadas.
Bueno, reconozco que lo anterior es peculiar porque lo dicho ocurre en Argentina. Tal vez la democracia establecida en el país sea una fórmula exitosa en un universo alterno, y a pesar de tener más del 50% de niños en la pobreza, deberíamos alegrarnos porque tenemos aborto legal y un instituto gubernamental anti-discriminación encabezado por una comunista que hace trabajar “en negro” a sus empleados. Solo una palabra: ¡Peronia!
Regresando al asunto de la democracia representativa en Montesquieu, cabe relucir que, no siendo el pueblo en su conjunto quien toma las riendas de la gestión de los asuntos públicos, a excepción de los sufragios, es una porción del pueblo la que administra la “cosa pública”, pero siempre suponiendo que la soberanía reside en el pueblo como conjunto y no en la minúscula parte que gobierna.
No debe escapar a nuestro entendimiento la reproducción que realiza Montesquieu, tal como hiciera Cicerón, de una noción aristotélica como es la posibilidad de formas de gobierno implementadas de tal manera que se tornen impuras. Siguiendo este postulado, Montesquieu sostiene que a cada especie de gobierno corresponde un principio que, como un motor, mantiene en funcionamiento el sistema instalado. En este sentido, refiriendo a las leyes, agrega que “es preciso que correspondan a la naturaleza y al principio del gobierno establecido o que se quiera establecer; sea que lo constituyan, […] sea que lo mantengan” [p. 92].
Según el francés, el principio que mueve a la democracia es la “virtud política”, que, como mencionara en la Advertencia del autor significa “amor a la democracia”[6]. Este principio, por más simple e idealista que pueda parecer, marca el desvío de la democracia.
Precisamente este “amor a la democracia” es el punto de inflexión a partir del cual se produce la perversión del ideal democrático.
- b) La perversión en el ideal de democracia.
Manteniéndonos, de momento, en la obra montesquiana, podemos advertir la verdadera naturaleza de la democracia hasta entonces planteada. En palabras del propio autor, luego de definir al amor a la democracia como “amor a la igualdad”, sentencia de la siguiente manera: “El amor a la democracia es, además, amor a la frugalidad […] El amor a la igualdad limita la ambición a un único deseo, a la sola felicidad de prestar a la patria mayores servicios […] El amor a la frugalidad limita el deseo de tener a lo necesario para la propia familia y quizá lo superfluo para la patria. Las riquezas dan un poder que un ciudadano no puede usar para sí, pues dejaría de ser un igual.” [p. 129].
Quisiera hacer un sutil agregado a la cuestión de “tener lo necesario para la propia familia”, y es que me parece muy similar a la discriminación que los alemanes Karl Marx y Friedrich Engels harían entre la “propiedad privada burguesa” (a la cual rechazan por ser el supuesto origen de la “explotación”) y la “propiedad personal” (a la cual le otorgan el visto bueno). Se nos presenta, de manera inicial, la distancia hay entre el ideal democrático (igualdad y frugalidad) y el respeto a la libertad del ser humano, y nos permite ver cuánta semejanza existe entre este afán igualitarista y los objetivos socialistas que no tienen reparo alguno en los atropellos a libertades y derechos fundamentales.
Así planteado el principio rector de la forma democrática de gobierno, se deja entrever el carácter intervencionista que tomará necesariamente el Estado, ya que, recordando lo que anteriormente expuse, Montesquieu sostiene que la igualdad natural se pierde en el paso a la vida en sociedad y es objeto de las leyes positivas recobrar la igualdad, ergo, paliar la desigualdad. El intervencionismo del Estado, claro está, soslaya libertades y con el transcurrir del tiempo, dada la artificialidad de los efectos de la intervención, crea efectos mayormente nocivos en comparación con la desigualdad que se intenta combatir, efectos que son contrarrestados por el Estado con una intervención aún más férrea, llevando a un círculo vicioso de paulatina destrucción de la seguridad y el bienestar del ciudadano. Y sin embargo, hablamos todavía de una “democracia”, que más bien parece el planteo teórico de una dictadura que progresivamente maximiza sus competencias.
La artificialidad de los efectos del intervencionismo no escapa a la comprensión de Montesquieu, pero no lo detiene en su sofístico afán igualitarista, y afirma que “para que en una república haya amor a la igualdad y a la frugalidad es preciso que las hayan establecido las leyes” [p. 130]. La igualdad como frugalidad general no se alcanza de forma espontánea, puesto que la desigualdad es producto de, como diría José Ingenieros, la infinita diversidad de inclinaciones naturales[7], y en este sentido se atestigua que los objetivos de la esencia igualitarista de la democracia son incompatibles con la propia naturaleza humana, que tiende invariablemente a diferenciar a cada individuo en términos de capacidades, inclinaciones y vocaciones. Querer una “moderación” tal que el grueso de la sociedad sea casi indiferenciable de modo individual y se convierta en una masa amorfa y apática, equivale a negar el rol primario del individuo, ya que sin él no hay sociedad, y precisamente esta última se origina, incluso según el pensamiento del propio Montesquieu, por acción voluntaria de los individuos que se unen para su propia conservación.
Partiendo de la igualdad necesariamente establecida por la ley, considera que “la desigualdad se introducirá por el flanco que las leyes no protejan” [p. 130], de tal suerte que se torna menester una intervención amplísima, y agrega que “es preciso, por tanto, que con este fin se regulen […] todas las modalidades de contrato, pues si estuviera permitido que cada uno diera sus bienes a quien quisiera y como quisiera, la voluntad particular trastornaría el mandato de la ley fundamental” [p. 130]. Y es que no estábamos en un equívoco al sospechar que este proyecto “democrático” equivale a la negación de la importancia del individuo, es el propio autor quien demuestra que en la democracia así planteada es inaceptable que el individuo quiera hacer uso de sus legítimas libertades ya que pueden provocar desigualdades más o menos significativas, y se anhela subordinar al individuo como si se tratara de un mero súbdito al servicio de un Estado que lo obliga a procurar una igualdad fabricada de forma artificial y rotundamente inicua.
Ya en el tópico de la problemática de la desigualdad, viene a cuento el filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau (1712 – 1788), probablemente el autor que más influenció al esquema político como lo conocemos en la actualidad. Rousseau se ocupó del asunto, con relativo acierto, en su breve Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres[8], donde desliza una distinción entre “desigualdad natural o física” y “desigualdad moral o política”; la primera es instituida por la naturaleza, mientras que la segunda consiste en los privilegios que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como, en palabras de Rousseau, “el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer” [p. 11].
Resulta innegable que el poder es, en esencia, un privilegio, pero cabe diferenciar entre el poder coercitivo-coactivo del Estado, que no admite voluntad contraria, y el poder que tiene un propietario sobre su bien mueble o inmueble. Además de no hacer esta diferenciación, el autor concibe a la riqueza como un producto “a costa del otro” y nos permite apreciar que parte de un análisis económico erróneo. El rigor analítico de esta clasificación de desigualdades es ínfimo o casi nulo.
El abordaje rousseauniano de la desigualdad encuentra su fundamento teórico en la crítica a la propiedad privada. El autor considera, a raíz de su concepción negativa de la competencia, la rivalidad, la oposición de intereses entre quienes poseen y quienes no, y el oculto deseo de beneficiarse a expensas del otro, que “todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente” [p. 36].
Tal atribución de una naturaleza negativa a la propiedad sirve de pilar en toda la teoría de Rousseau, pero no debemos olvidar que también se trata de una herencia teórica de linaje montesquiano, ya que el autor de El espíritu de las leyes funda sus aseveraciones respecto de la desigualdad en una aversión hacia la propiedad y las actividades comerciales que extrae de la Antigua Grecia[9].
En esta misma línea de pensamiento, tomando como el mal superior a la propiedad, Rousseau cree que “el primer hombre a quien, cercando un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil” [p. 29]. A partir de este momento, vamos a realizar un entrecruzamiento con la obra más conocida del autor, El contrato social (Du contrat social)[10], por dos buenos motivos: primero, porque centrarse únicamente en el Discurso podría causar una pérdida de eje y confusión de ideas respecto del pensamiento democrático rousseauniano; y segundo, a causa de la enriquecedora interrelación conceptual que mantienen ambas obras.
Al igual que Montesquieu, Rousseau parte del supuesto de un estado de naturaleza, pero con un matiz diferente, y es que en El contrato supone que, llegado a un punto en que los obstáculos de este estado primitivo vuelven imposible su conservación, es necesaria una modificación en su modo de vida para no perecer, y siendo incapaz de crear fuerzas solo puede unir las fuerzas de otros individuos y dirigirlas, siendo así que se llega a una convención originaria, cuyo producto es la sociedad, y una segunda convención, que da origen al Estado para reglamentar a todos los miembros del cuerpo social por igual, con el objetivo del bien común[11]. Así, explicado en una vaga síntesis, Rousseau teoriza el inicio de la sociedad en base a un contrato social, y es por esto que se lo incluye dentro del trío contractualista junto a los ingleses ya mencionados, Hobbes y Locke, quienes también recurren –con diferencias axiomáticas– al concepto de un pacto o convención social para explicar el surgimiento de la sociedad. En forma de adenda, recomienda la lectura del Discurso ya que allí el autor aborda, con mayor especificidad que en El contrato, la cuestión del estado de naturaleza.
La formación de la sociedad y la institución de la autoridad que la regula mediante normas, en palabras de Rousseau, conlleva “la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera” [p. 34], y este acto de enajenación tiene como efecto la pérdida de la libertad natural y la obtención de la libertad civil, siendo importante para el autor la distinción entre “la libertad natural que tiene por límites las fuerzas individuales, de la libertad civil, circunscrita por la voluntad general” [p. 38].
Esto último abre paso al concepto rousseauniano que desde su aparición no cesa en ser utilizado como justificación para las democracias y los procesos electorales, a menudo invocado bajo diferentes presentaciones retóricas: la voluntad general.
La “voluntad general” es el resultado de una sumatoria entre las voluntades particulares de los sujetos y una depuración de diferencias a fin de encontrar una “voluntad” que cubra la mayor amplitud de necesidades y procure el bien común. La voluntad particular tiende al interés privado y la “voluntad general” a uno común, por lo que las particulares, siendo muchas veces opuestas entre sí, no sirven a los objetivos de la conservación de la sociedad en tanto cuerpo colectivo, y nos dice Rousseau “suprimid de estas mismas voluntades las más y las menos que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general” [p. 46].
Desde ya, es menester señalar que el concepto denota una crasa inverosimilitud, puesto que la naturaleza de las voluntades, en tanto intenciones e intereses, y los actos volitivos, en tanto su manifestación efectiva, es que corresponden a la individualidad, y por lo tanto, una voluntad que no se corresponde con un individuo o un origen particular –a pesar de las pretensiones de adjudicarle aspectos compartidos por un cúmulo de voluntades individuales– resulta ininteligible como un concepto que nos sirva de justificación para crear normas o implementar medidas bajo el nombre de un “bien común”, ergo, este concepto no sirve a otro propósito que el de una abstracción metafísica utilizada con fines meramente retóricos y sin validez real.
Este concepto es conjugado junto al de “soberanía popular” y se crea la fórmula que refuerza la argumentación colectivista. Habiendo ya enajenado su ser y sus derechos hacia la comunidad, el individuo también se ve sometido al arbitrio de lo que decida la mayoría por este principio de la soberanía del pueblo, resultando una doble sumisión desde el pensamiento rousseauniano: una, hacia la sociedad por cuenta propia, y otra, también a la sociedad, pero por una presunta supremacía del colectivo sobre la parte.
Particular perspectiva es la del politólogo francés Bertrand de Jouvenel (1903 – 1987), quien en su libro Sobre el poder[12], exponiendo, principalmente con base en la historia de los siglos XII-XVIII, la tendencia del poder a crecer y abarcar todo lo posible para mantener su supremacía, critica la presunción acerca de la bonanza sinigual de la democracia con ejemplos fácticos como, a saber, que fue en el período democrático cuando se estableció el principio del servicio militar obligatorio y no en los regímenes monárquicos precedentes, e inclusive la mayor cantidad de figuras jurídicas utilizadas como argumentación de la potestad del Estado sobre los derechos y libertades de los individuos fueron confeccionadas en este período y no antes. Sostiene Jouvenel que “así, pues, la democracia, tal como nosotros la hemos practicado, centralizadora, reglamentadora y absolutista, aparece como el período de incubación de la tiranía” [p. 34].
Personalmente, concuerdo con Jouvenel, y el estudio de la historia nos puede mostrar que, a pesar de tener una fachada de transparencia con vistas en el principio republicano de la publicidad de los actos de gobierno, la democracia tiende a robustecer la tiranía, a veces de formas tan sigilosas que escapan a los sentidos del pueblo sometido. Una simple pregunta: ¿qué monarquía en la historia tuvo una policía o institución de control social tan enorme, en proporción y facultades, como las que existen actualmente en los “Estados democráticos”? Se podrá objetar que esto se hace a causa del bienestar general de la sociedad, pero sin duda este control, apoyado en la atribución de potestades racionalmente injustificables a individuos para ejercer la fuerza sobre otros en representación del Estado, es una de las causas que contribuyeron a la inflación legal que se viene produciendo desde la Revolución Francesa en todo territorio democrático, y es un proceso que tiene su origen, de forma significativa, en la reactivación que el Estado moderno y cuasidemocrático hace, en nombre de una supuesta seguridad, de los mecanismos jurídico-legales y mecanismos disciplinarios heredados de regímenes precedentes no democráticos que pecan de excesivamente autoritarios, inhumanos e incluso irracionales.
De lo dicho anteriormente, se deduce que el principio de soberanía popular utilizado por Rousseau y conjugado con la “voluntad general” –que, como ya expliqué es una burda abstracción de corte metafísico–, es inferior al principio teocrático del poder, o bien, mucho más funcional al poder absoluto que éste último. Y afirmar esto es casi un pecado para el grueso de las masas con apenas un conocimiento vulgar, dado que hay un asentimiento extendido sobre la visión negativa hacia el principio de un origen divino del poder. Ciertamente, las nociones negativas y positivas respecto de determinados tipos de organizaciones son parte de la opinión pública, que es pasible de ser prefabricada y alienada por influjo de la ingeniería social impulsada por la entidad estatal, y es una artimaña que los “Estados democráticos” supieron perfeccionar.
Sin embargo, dado que el principio teocrático del poder, al contrario de lo que se enseña en cátedras básicas y rudimentarias de Historia, sirvió como obstáculo limitante para las prerrogativas del Estado a causa de que este principio se funda en que el gobernante tiene tal poder por designio divino, y por ende está obligado a ejercerlo con sujeción a la voluntad de esta deidad otorgante, que siempre se presume esencialmente buena, siendo objeto de rechazo cualquier indicio de arbitrariedad en sus decisiones como gobernante. Es más, las monarquías acostumbraban contar con un “clero” que realizara una vigilancia sobre el accionar del detentador del poder de turno.
Contando con lo anterior, espero no se me malinterprete, puesto que no afirmo la veracidad de un origen teocrático del poder –aunque filocristiano, me defino agnóstico–, y me veo en la obligación moral de señalar que este principio no era infalible, y la puja entre el poder del Estado y el poder de las normas religiosas se encontraba latente en todo momento. De tal suerte que gobernantes astutos como Luis XIV en Francia tuvieran sometidos bajo su arbitrio al clero y al propio parlamento sin represalia alguna.
Empero, sí afirmo que el principio de soberanía popular es el más funcional al robustecimiento del poder absoluto. La democracia es la forma que sufre una mayor gravitación de la tendencia natural del poder a buscar extenderse y reafirmar su dominio; la historia nos lo demuestra con altísima multiplicidad de ejemplos y nosotros mismos en la cotidianidad somos testigos de este infortunio.
El debate entre estos dos principios de poder debe darse en razón de la susceptibilidad que haya en cada uno hacia la corrupción. A pesar de la existencia de principios “menos peores” que otros, el eje principal debe ser colocado en liberar a los individuos de cualquier atadura que los perjudique, ya sean dichas ataduras emanadas del arbitrio de una autoridad religiosa o una autoridad política, y es que todo hombre tiene derecho a gobernarse a sí mismo, mas no tiene derecho a gobernar a los otros, y argumentar la supremacía de cierto número de individuos sobre otros, conociendo su naturaleza humana compartida, e independientemente de que se busque apoyo en un principio divino o uno popular, no pasaría de una argumentación sofística y rotundamente desdeñable.
- c) El poder del Estado sobre el individuo.
Dejé claro en la introducción que, además de valerme de una filosofía analítica, voy a emprender una perspectiva desde la “Ciencia” del Derecho para proceder a someter bajo la lupa analítica el objeto que abordo en esta porción.
En el inciso anterior, mencioné que la mayor cantidad de figuras jurídicas que son invocadas para fundamentar el poder del Estado sobre los derechos y libertades de los individuos fueron confeccionadas en períodos democráticos, y la figura jurídica que es objeto de un uso sumamente extendido y generalizado hasta el día de hoy es la del “poder de policía”.
Para prevenir confusiones en una primera instancia, se requiere distinguir lo que se llama simplemente “policía” en el círculo del Derecho Administrativo, siendo definida como una actividad de la administración pública que tiene por objeto la protección de la “seguridad”, la “moralidad” o la “salubridad” en la esfera pública[13].
Adentrándonos en lo que es el “poder de policía”, sería inconcebible no hacer mención del origen doctrinario que tiene este concepto que posteriormente fue implementado como un principio jurídico dentro del derecho positivo.
El antecedente de mayor peso es el del jurista británico William Blackstone (1723 – 1780), quien, perteneciendo al linaje iusfilosófico montesquiano, tuvo marcada influencia en Estados Unidos, y a partir de la repercusión del modelo republicano estadounidense en Occidente y parte de Oriente, su influjo se esparció mucho más allá de las fronteras anglosajonas. Si bien su transmisión doctrinaria fue masiva, no se dio por medio de la publicación de sus libros sino en la aplicación práctica y en la imitación entre ordenamientos jurídicos diferentes, motivo por el cual es casi imposible acceder a versiones traducidas al español y me veo obligado a recurrir a una edición en inglés y procurar traducirla de la manera más fiel posible.
En sus Commentaries on the Laws of England[14], divididos en dos tomos, desarrolla las prerrogativas del monarca (primera parte) y las injurias públicas (segunda parte). Inspirándose en la esencia jerárquica de la modalidad de familia imperante en la época, considera al reino como una familia y al monarca como su maestro o señor, posición que conlleva un derecho a administrar y mandar a su arbitrio dentro de la “cosa pública” (common-wealth), y es dentro de su concepción de cosa pública que se encuentran especificados los ámbitos donde su potestad va a recaer: la justicia, la paz, la salud, la economía y el comercio. Así, el rol regulador del monarca, todavía bajo la etiqueta de “policía” es tan poco limitado que se asemeja a una silueta tiránica. Refiriendo a las “injurias” a la cosa pública, las inobservancias en los cinco ámbitos que Sir Blackstone establece, junto a sus correspondientes castigos, fueron vertidas en el derecho positivo de Estados miembros de la Unión como, a nivel local, en Nueva York (1829) o como, a un nivel jerárquico superior dentro del orden de prelación, en Massachusetts (1836).
Las prerrogativas monárquicas de Blackstone fueron traspasadas a la denominación del “poder de policía” propiamente dicho por la Corte Suprema de los Estados Unidos, de la mano del primer Chief Justice, John Marshall, en 1827 cuando, en el marco del popular Caso Brown v. Maryland (Charles Brown contra el Estado de Maryland), el juez Marshall falló en favor de la detención realizada por las milicias estatales de Maryland hacia un cargamento de material bélico proveído por Brown, significando, por un lado, una clara violación a un derecho constitucional por la Segunda Enmienda de 1791, y por el otro, una intromisión en una libertad comercial y en el uso de la propiedad del demandante, pero Marshall argumentó su fallo declarando que el poder de policía (police power, en sus palabras) es una potestad que los Estados incuestionablemente poseen y deben poseer.
Por esta vía, quedó asentado el concepto de “poder de policía” como la facultad que tiene el Estado de reglamentar los derechos y garantías aun de rango constitucional.
De ningún modo se debe pensar que el poder de policía se empezó a implementar recién con la introducción de este concepto al derecho judicial norteamericano, dado que la figura presidencial estadounidense poseía facultades muy similares a las prerrogativas de la figura monárquica establecidas por Blackstone como parte de la facultad de “policía”, y es que el sistema representativo y presidencialista instaurado en la Constitución de 1787 encontraba una gran inspiración, al momento de incluir la institución del “Presidente” como Jefe de Estado, en el rol de los monarcas, únicamente depositando las facultades de emitir leyes en un Poder Legislativo y de administración de justicia en un Poder Judicial.
Ya en el ordenamiento jurídico argentino, el principio espiritualmente absolutista del poder de policía se encuentra presente en la Constitución, bien conservada en cuanto a su Parte Dogmática, sin modificaciones radicales desde la sanción de la Constitución alberdiana de 1853, que tuvo evidente influencia estadounidense[15].
En el propio texto constitucional, esta función que tiene el Estado de reglamentar derechos y garantías está presente, por ejemplo, en el Artículo 14, que establece que “todos los habitantes de la Nación gozan los derechos de trabajar y ejercer toda industria lícita, navegar, comerciar, peticionar a autoridades […]” pero conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio. También se puede hablar de la expropiación como una limitación que establece el Estado a los derechos individuales en relación a la propiedad privada, ya que en el Artículo 17 se establece que la propiedad es inviolable, pero la acepta si se otorga una indemnización previa, lo cual no quita la naturaleza coactiva de la medida. Es más, en el Artículo 30 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969), tratado que goza de jerarquía constitucional por el Artículo 75 inciso 22 de nuestra norma fundamental, se reconoce que las restricciones permitidas al goce y ejercicio de los derechos y libertades no pueden ser aplicadas sino conforme a las leyes que se dicten en razón del interés general; esto es algo que también se puede observar en la Carta Democrática Interamericana (2001).
Sin duda, la figura jurídica del “poder de policía” fue y sigue siendo la de máximo peso en las democracias, ya que sirve de justificativo para las intervenciones del Estado sobre derechos subjetivos sin importar que estén protegidos por una Constitución.
Podrá ver mi lector que el Estado siempre se las ingenia para excusarse por perjuicios ocasionados de forma arbitraria a los individuos y así, en un lavado retórico de manos, deshacerse de la responsabilidad y gozar de impunidad por vulnerar los derechos y libertades fundamentales.
- La democracia frente al individuo.
- d) La falacia del “individualismo” democrático.
Con lo expuesto hasta este momento, ni siquiera parece necesario deslizar la simple afirmación de “la democracia es contraria al individuo”, pero me parece adecuado refutar la postura de un autor con gran predicamento dentro del ámbito académico del Derecho.
Hago alusión al jurista italiano Norberto Bobbio (1909 – 2004), considerado uno de los iusfilósofos más influyentes del siglo pasado, quien, en su breve ensayo “Liberalismo y democracia”[16], ofrece un planteamiento que considero absurdo y desacertado respecto de los fundamentos de la democracia.
Buscando un punto de unión entre la doctrina liberal y la democracia, Bobbio plantea que el nexo entre liberalismo y dicha forma política es posible gracias a que “ambos tienen un punto de partida en común: el individuo; los dos reposan en una concepción individualista de la sociedad” [p. 49]. Sobre el individualismo del liberalismo, sostiene que “reivindica la libertad individual tanto en la esfera espiritual como en la económica contra el Estado”, con lo cual no tengo objeciones, pero sobre el supuesto individualismo de la democracia, afirma que “reconcilia al individuo con la sociedad haciendo de la sociedad el producto de un acuerdo entre los individuos” [p. 51]. Podemos pensar que la democracia parte del individuo, y efectivamente lo hace, desde el momento en que se plantea preexistencia del individuo frente a la sociedad y al Estado, pero esto no conlleva respeto irrestricto al individualismo, es más, la democracia se desliga del individualismo metodológico de tal modo que llega a supeditar la importancia del individuo en relación a la sociedad de la cual es parte.
Volviendo a la afirmación de Bobbio, dirigiendo la lupa hacia la supuesta reconciliación entre el individuo y la sociedad como producto de acuerdo voluntario entre individuos, resulta conveniente el aporte del filósofo estadounidense Michael Walzer (1935 – presente), quien en el marco de las Conferencias Max Horkheimer[17] realiza críticas al liberalismo por tres defectos que toma en consideración. Walzer critica a los liberales contractualistas por olvidar ciertas “constricciones”, basándose en que el individuo no es insertado en una familia ni en una sociedad con arreglo a una voluntad expresamente afirmativa a los efectos de formar parte de ellas, más bien la vida misma del individuo se origina por actos extrínsecos sobre los cuales no tiene control alguno y su nacimiento, su inscripción en un registro de natalidad, su inserción en la familia y el domicilio de la misma, la adopción de su nombre, la sujeción a normas estatales que regulan la vida en sociedad y la convivencia en relación con otros individuos no son acontecimientos causados por una expresión de la voluntad del humano, por el contrario, prescinden rotundamente de la misma. En palabras de Walzer, “nacemos ya como miembros de un grupo de parentesco, de una nación o un país y de una clase social […] Se trata de un ingreso concreto y no voluntario del que resultan, como se suele enseñar a los niños, derechos y obligaciones” [pp. 17-18].
Es así que la sociedad como producto de un pacto voluntario entre individuos es una ficción en la actualidad, y la afirmación de Bobbio se reduce a la categoría de simple falacia dado que no resiste el menor análisis. En este sentido, tampoco pasa por ser la única falacia en su pequeña obra, ya que contiene nociones, como mínimo, peculiares, como sentenciar a Thomas Hobbes con un carácter individualista democrático (mientras en su Leviathan el inglés aboga, aunque queriéndolo alejar del poder divino, por la figura de un monarca absoluto), nociones tan inverosímiles que, en definitiva, me llevan a preguntar si Bobbio leyó y utilizó ediciones deliberadamente adulteradas.
Desmontada tan fácilmente la falacia anterior que servía como el “nexo” que pretendía encontrar Bobbio entre liberalismo y democracia, cabe remitirnos al plano fáctico, y es que en un sistema democrático se pueden implementar medidas de corte liberal, ya sea la eliminación de intervenciones arbitrarias por parte de la autoridad estatal o el reconocimiento de derechos fundamentales del ser humano, pero resulta imposible implementar un liberalismo en términos cabales dentro de una democracia moderna, puesto que este sistema gubernamental en sus consecuencias extremas produce lesiones al Estado de Derecho que plantea el liberalismo y lo conduce a su paulatina destrucción, tal y como se puede apreciar en la doctrina expuesta por Montesquieu y Rousseau anteriormente, o bien, en la praxis, con las penas de muerte, los hechos imponibles sancionados a diestra y siniestra, reducciones de libertades individuales por arbitrio estatal, entre otras formas de intervención coercitivo-coactiva.
- e) El socialismo y la democracia.
Como hemos visto, la democracia no es compatible con las extremas consecuencias de la doctrina que defiende la libertad humana ante todo. Por el contrario, está enfrentada con la defensa de la libertad individual ya que se vale de principios y herramientas liberticidas, y asimismo tiene objetivos igualmente inadecuados que relucen si se la pretende emparentar con el liberalismo.
Una pregunta: ¿a qué se nos hace similar el concepto de un sistema que busca el “bien común” sin importar los perjuicios a la individualidad ni la amplitud que pudiese llegar a conferirse al Estado en términos de funciones y potestades? Evidentemente, esto nos recuerda al concepto más común de “socialismo”, y precisamente el más importante intérprete de Karl Marx en clave filosófica, Gerald Allan Cohen (1941 – 2009), quien es también considerado el pensador marxista anglosajón con mayor rigurosidad analítica, expone, en una serie de trabajos recopilados dentro del libro Por una vuelta al socialismo[18], que el socialismo, con sus finalidades, es totalmente compatible con la democracia moderna.
Claro que Cohen, en calidad de socialista, critica al capitalismo. No obstante, me abstengo de entrar en un debate de índole económica, porque solo basta mencionar “cálculo económico” para darle fin al argumento anti-capitalista. Cohen supera los burdos y tan trillados reproches socialistas contra el capitalismo, como “¿a qué precio se debe garantizar una libertad irrestricta cuyas consecuencias son la pobreza y la inseguridad de muchos?” y “la libertad tan preciada por los partidarios del capitalismo es una libertad meramente burguesa”, mostrando un criterio más amplio, señala que “en conjunto el capitalismo es adverso a la libertad” [p. 32] y propone, como podrá prever mi lector, la alternativa “segura” para la realización verídica de la libertad en el socialismo. Este socialista, como muchos otros, cree que los capitalistas y el gobierno realizan una suerte de cooperación –valiéndose de la propiedad privada– a los fines de obtener beneficio a costa de los socioeconómicamente inferiores, e intenta atribuir esto al capitalismo, y esto configura un error de análisis económico que ya fue desmontado en el siglo XX con anterioridad a lo que citamos del autor; una sola palabra: “corporativismo”. Sin embargo, lo relevante es cómo Cohen demuestra la afinidad estrecha que existe entre los medios-fines socialistas y los medios-fines democráticos. Y con este párrafo, intuyo haber zanjado definitivamente la distancia que vamos a tomar del debate económico.
Orgulloso de la herencia axiológica de sus predecesores en la cosmovisión socialista, Cohen reivindica los valores de “comunidad” e “igualdad”, entendiendo por el primero una contribución productiva entre individuos “en función del compromiso con los demás y el deseo de servirles y de ser servido por ellos” [p. 59], y receptando al segundo, la igualdad, como un principio basado en que “la cantidad de cargas y beneficios que tiene una persona en su vida debería ser equiparable a la de cualquier otra” [p. 62].
Queda claro que los principios que propugna Cohen, uno de los marxistas más afamados del siglo XX, coinciden con las máximas igualitarias y colectivistas del pensamiento democrático de linaje montesquiano y rousseauniano que vimos en incisos previos.
Creyendo firmemente en el principio de la igualdad, apoya una redistribución igualadora del ingreso –que siempre funciona con el mecanismo del expolio–, concibiéndola como un fin en sí mismo y no a la manera de un simple medio de satisfacer necesidades de los económicamente desfavorecidos. Ahora bien, su defensa de la redistribución de ingresos conlleva como presupuesto necesario la aceptación de la sustracción arbitraria y coactiva de propiedad a los individuos por parte del Estado, es decir, la aceptación de los impuestos, y a este respecto, en respuesta al filósofo Bernard Williams por haber criticado a esta redistribución por significar continuas intervenciones en la libertad, dice que “ todo aquel que reciba dinero como resultado de la redistribución goza necesariamente de una ampliación de su libertad, aunque a expensas de la libertad de la persona de quien se toma ese mismo dinero, pero con un resultado por completo insignificante” [p. 67].
Cabe destacar que Cohen, al hablar de insignificancia, no hablaba de la cantidad minúscula que sería apropiada coactivamente por el Estado, justamente expresaba lo anterior luego de criticar a quienes se oponían al “impuesto progresivo” que propondrían Marx y Engels en el segundo capítulo del Manifiesto del Partido Comunista[19], de modo que no afirma una insignificancia en los efectos liberticidas de los impuestos por un criterio de cantidad, sino que presume el carácter insignificante de los gravámenes porque no considera a la disposición y utilización de la propiedad como parte de la libertad, y la observa como un juego ideológico, puesto que niega la existencia de derechos naturales a la propiedad privada[20].
El mecanismo de la redistribución de ingresos tan admirado por el socialista es un mecanismo fundamental en las democracias que aplican tanto modelos de Estado de Bienestar como de Estados Subsidiarios, y como asiente el propio autor, es una herramienta de base para la realización de la “justicia social”. Viene al caso lo que diría el jurista y economista austriaco Friedrich August von Hayek (1899 – 1992): “la expresión ‘justicia social’ suele emplearse hoy como sinónimo de lo que antes se denominada ‘justicia distributiva’, y quizá refleje esta última expresión más fidedignamente lo que verdaderamente se pretende decir”[21].
Por lo tanto, visto lo anterior, es sencillo advertir que el proyecto político del socialismo y las bases espirituales de la democracia se equiparan, en dos sentidos: primero, porque parten de la aversión hacia la propiedad privada y su concepción como una suerte de “mal mayor” que originaría los males de la desigualdad y la avaricia; y segundo, porque se asemejan drásticamente en los medios-fines, escogiendo como medios principales la expoliación, la redistribución de ingresos y las intervenciones a las libertades que involucran la propiedad, y teniendo como máxima finalidad la realización de la igualdad sin reparos en violaciones a derechos y libertades fundamentales.
Previo a la existencia del propio Cohen, sería el comunista italiano Antonio Gramsci (1891 – 1937) quien esbozaría, en su escrito titulado La conquista del Estado[22], un postulado que en esta ocasión nos sirve como resumen de la altísima semejanza entre el ideal –e inclusive el rumbo práctico– igualitario de la democracia y el socialismo: “El estado socialista no es todavía el comunismo, es decir, la implantación de una práctica y de una modalidad económica solidaria, sino el estado de transición que tiene el deber de suprimir la competencia con la supresión de la propiedad privada, de las clases, de las economías nacionales […]” [p. 95].
Si bien las democracias no plantean la eliminación de la propiedad privada, lo cierto es que la regulan y restringen de modos aberrantes, y en suma, se proponen objetivos como la reducción de desproporciones entre estratos de la sociedad desde un punto de vista económico, de tal suerte que las medidas reguladoras de las propiedades y las libertades comerciales en la democracia no se pueden catalogar como “socialismo” únicamente porque no pasan la línea que representa la supresión definitiva de la propiedad privada, pero resulta inobjetable que la democracia es peligrosamente servil al socialismo por corresponderse con las necesidades de coyuntura política de éste, y hay mayor peligro de transiciones hacia regímenes autoritarios y totalitarios –que siempre son de naturaleza intervencionista– desde una base jurídico-política de índole democrática dada la facilidad que presenta en términos de disponibilidad de herramientas y subterfugios retóricos funcionales a la conquista del poder absoluto.
- f) La vigencia de Tocqueville.
Con lo visto, destacable criterio es el del filósofo y jurista francés Alexis de Tocqueville, quien a pesar de haber sido partidario de la democracia no cayó en el atavismo igualitario y advirtió cómo este sendero ponía en jaque la seguridad jurídica de los ciudadanos. En su obra La democracia en América[23] se toma el tiempo de reflexionar acerca del rumbo político angloamericano en la época de la cual hablamos en el inciso donde abordamos el “poder de policía”.
Luego de repasar las medidas gubernamentales en materia de bienes personales y sucesiones, y también en lo relativo al comercio, el filósofo, destacando la ambigüedad en el sistema político respecto de quién es efectivo detentador del poder soberano, afirma que en tales condiciones “es muy difícil percibir un término medio entre la soberanía de todos y el poder absoluto de uno solo” [p. 59].
Seguidamente, Tocqueville refleja su sentido común digno de admiración cuando asevera que, más allá de la sana aspiración a la igualdad por el hecho de querer alcanzar a quien nos supera, existe “un gusto depravado por la igualdad, que inclina a los débiles a querer atraer a los fuertes a su nivel, y que conduce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre a la igualdad en la libertad” [p. 60], y este es un problema que nos aqueja como sociedad hasta el día de hoy. Ese gusto depravado por la igualdad que lleva a “igualar hacia abajo” y perjudicar al prójimo es néctar para los políticos que se valen de la demagogia y el populismo, con sus medidas típicas basadas principalmente en la redistribución de ingresos fiscales, para mantener ilusoriamente contentas a las masas ignorantes y subyugados a todos los ciudadanos por igual, sean los beneficiarios de la redistribución, sean los perjudicados por la colosal maquinaria estatal de expolio.
Además del igualitarismo en términos económicos propulsado por los “Estados democráticos”, Tocqueville critica al igualitarismo intelectual, consecuencia necesaria de la decantación por el gobierno tirano de la mayoría: “El imperio moral de la mayoría se funda en parte sobre la idea de que hay más luz y cordura en muchos hombres reunidos que en uno solo, en el número de los legisladores que en su selección. Es la teoría de la igualdad aplicada a la inteligencia […]” [p. 297]. Luego, destaca cómo la mayoría tiende a aplastar al individuo cuando está respaldada por el entramado jurídico-político de la democracia, diciendo que “el imperio moral de la mayoría se funda todavía en el principio de que los intereses del mayor número deben ser preferidos a los del menor” [ídem].
Pensar en cuán temporalmente alejados nos encontramos actualmente de la época criticada por Tocqueville, y al mismo tiempo, cuán tristemente cercanos estamos por la semejanza existente entre los problemas causados por el sistema político en aquella y en esta época, puede llevarnos a perder fe en un cambio significativo y positivo. No obstante, lo que necesitamos es dar mayor exposición a quienes cargan en sus hombros la ardua labor de desmontar esta clase de falacias con un asentimiento tan general como absurdo.
III. Reflexiones.
La democracia, planteada a partir la tradición del igualitarismo montesquiano y el contractualismo colectivista de Rousseau, línea que aún se mantiene espiritualmente vigente, demuestra una imposibilidad insalvable al tratarse de alcanzar el bienestar común, imposibilidad que se acentúa todavía más cuando se trata del bienestar individual. La esencia igualitarista y anti-individual de esta democracia, en lugar de servir a los intereses de los miembros de la sociedad y proteger sus derechos y libertades fundamentales, es funcional a individuos deseosos de un poder absoluto sobre el prójimo. La democracia, concebida de esta manera, solo elimina antiguas discriminaciones en los criterios para el acceso al poder absoluto, pero no elimina el peligro inminente que representan el monopolio de la fuerza y su tendencia a intentar abarcar todos los rincones posibles.
El déspota latente no es frenado por un minúsculo libro con normas cuando tiene el objetivo de hacerse con el poder total e instalar el imperio de su arbitrio, del mismo modo que el respeto a los mecanismos “democráticos” no asegura que se estén persiguiendo finalidades democráticas. Y verdaderamente, es el propio sistema el que ofrece en bandeja de plata a humanos astutos e irracionalmente egoístas la posibilidad de instalar su trono de arbitrariedad e iniquidad en una sociedad que, ilusa e ingenua, recibe con brazos abiertos el advenimiento de un poder totalmente destructivo.
Tal es la ineficacia de la democracia, que ni siquiera siendo llevada a sus extremos de craso igualitarismo como puntal axiológico es capaz de procurar un bienestar común ni individual.
El problema es evidentemente de naturaleza teórica, pero también tiene una faceta en la cultura popular, ya que la democracia hasta hoy planteada en los cánones del colectivismo y el igualitarismo originó una falaz creencia respecto del carácter idóneo de este sistema político.
Entonces, se nos muestra necesaria una recreación conceptual que siga realmente el sentido etimológico del término, siendo la única alternativa que cumple con este inexorable requisito un orden cataláctico, espontáneo, basado en la libre interacción de los hombres, teniendo como pilar la garantía de la mayor libertad individual posible para la decisión sobre la vida y la propiedad de cada uno, y la defensa del individuo frente a cualquier afrenta autoritaria, ya sea proveniente de un simple sujeto o de un emisario de la clase parasitaria gobernante.
Finalmente, concluyo con esta egregia frase de Bernardo Monteagudo: “¡Pueblos! ya habéis visto cuán fácil es confundir el egoísmo con la generosidad, y preferir al vicioso creyendo encontrar en él un héroe: vuestros errores son nuevas lecciones para el acierto”.
NOTAS:
[1] Montesquieu (2002). El espíritu de las leyes (Edición de Demetrio Castro Alfín). Ediciones Istmo.
[2] Cicerón, M.T. (1994). Sobre la república (Traducción de Alvarado d’Ors). Editorial Gredos.
[3] Edición recomendada: Montesquieu (2019). Consideraciones sobre las causas de la Grandeza y la Decadencia de los Romanos (Traducción de Teresa Navarro Salazar). Editorial Tecnos.
[4] Véase Los seis libros de la República, de Jean Bodin.
[5] Véase El príncipe, de Nicolás Maquiavelo.
[6] Montesquieu (2002). El espíritu… Op. cit. Pág. 79.
[7] Ingenieros, J. (2007). Las fuerzas morales. Gradifco.
[8] Rousseau, J. J. (1923). Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Editorial C.A.L.P.E.
[9] Véanse los Libros V y VI en adelante, de Montesquieu (2002). El espíritu… Op. cit.
[10] Rousseau, J. J. (2013). El contrato social (Traducción de Marie Mersoye). Plutón Ediciones.
[11] Véanse los Capítulos V y VI de Rousseau J.J. (2013). El contrato… Op. cit.
[12] Jouvenel, B. (2008). Sobre el poder: Historia natural de su crecimiento. Unión Editorial.
[13] Véase Tratado de Derecho Administrativo, de Miguel Marienhoff.
[14] Blackstone, W. (1979). Commentaries on the Laws of England (Edición facsímil del original de 1765-1769). Editorial de la Universidad de Chicago.
[15] Véase Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, de Juan Bautista Alberdi.
[16] Bobbio, N. (2014). Liberalismo y democracia (Traducción de José Fernández Santillán). Fondo de Cultura Económica.
[17] Walzer, M. (2004). Razón, política y pasión: 3 defectos del liberalismo. A. Machado Libros.
[18] Cohen, G. A. (2014). Por una vuelta al socialismo (Edición de Jahel Queralt). Siglo Veintiuno Editores.
[19] Marx, K. y Engels, F. (2017). Manifiesto Comunista (Traducción del Instituto del Marxismo-Leninismo del PCUS). Siglo Veintiuno Editores. Pág. 104.
[20] Véase Cohen, G. A. (2014). Por una… Op. cit. Pág. 39.
[21] Hayek, F. A. (2005). Democracia, justicia y socialismo (Traducción de Luis Reig Albiol). Unión Editorial. Pág. 34.
[22] Incluido en Gramsci, A. (1998). Escritos políticos (1917-1933) (Traducción de Raúl Crisafio). Siglo Veintiuno Editores.
[23] Tocqueville, A. (2014). La democracia en América (Edición facsímil de la versión del Fondo de Cultura Económica). MCRC Alicante.
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