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Diego Andrés Díaz – Una derrota cultural centenaria

Dos sucesos del día de hoy que parecen de naturaleza diferente, tienen en algún punto elementos en común, sobretodo los que están relacionados con las causas estructurales de los mismo, más allá de su manifestación coyuntural.

Hace un rato leía como el gobierno presentará en un auditorio estatal privilegiado, y promovida desde varios medios estatales en alta calidad y de forma masiva, una conferencia de una figura representativa de la ultra izquierda política norteamericana. Algunos contactos, con cierta razón, comparaban esta conferencia solventada por el dinero de todos los contribuyentes con la próxima conferencia que realizará el filósofo Antonio Escohotado, fruto del enorme esfuerzo privado de un grupo de Quijotes de la lucha de ideas. Esta enojosa comparación puede ser acertada, y plantear la enorme desigualdad que supone el financiamiento público de una y el esfuerzo a coste personal y privado de otra. Pero sería absurdo y auto-condescendiente adjudicar al “uso monopolico de la caja estatal” está posibilidad privilegiada de la izquierda cultural.  Porque, recuérdese, que esta realidad también se vivía cuando no tenían el poder del estado. No vale, en este caso, olvidar esta realidad histórica: la izquierda conquistó el poder -primero cultural, después político- desde el llano, sin la caja estatal.

Por otro lado, hoy recorrí numerosas librerías buscando un libro de un autor, bastante conocido hoy, de la escuela libertaria, obviamente sin suerte. Ni ese ni casi ningún exponente de las ideas liberales, ni conservadoras, ni libertarias, ni anarquistas de libre mercado, ni tradicionalistas, nada. Si se debiera cuantificar la cantidad de obras de espíritu colectivista/socialista/críticas a occidente que se reproducen y están disponibles en el mercado y las que se inspiran en alguna de las diversas corrientes que promueven las ideas de la libertad, la relación sería tan desfavorable que haría a la actividad, absurda, por la diferencia colosal a favor de los colectivistas.

Algún día alguien realizara un ensayo en el que describa la abrumadora derrota intelectual y cultural que vivió el liberalismo en sus diversas expresiones en el siglo XX -y quizás en buena parte del XXI- frente a las diferentes formas de colectivismo y defensa de la planificación centralizada.

Pocas veces conceptos tan simples y ponderables fueron distorsionados y retorcidos a  niveles increíbles de falsedad y estigmatizacion, a partir de la sistemática victoria cultural de los colectivistas y sus diversas versiones.

Si existe una muestra absoluta de esta distorsión social es la percepción abrumadoramente mayoritaria que tiene la población con respecto a lo que representa un “representante político” que haga de su actividad, algo admirable. Es decir, el colectivismo y la “planificación” social y económica se han erigido en dioses modernos y populares.

En este sentido, domina una lógica que impregna a todos los políticos y partidos, y es la de creer que su trabajo es legislar y reglamentar constantemente y en todo aspecto, la vida de las personas. Es decir encarnar un “planificador” de la vida social. Se maneja positivamente a nivel de “opinión pública” que un representante, trabajador, digno de su rol, es aquel que presenta muchos proyectos de ley.

La “inflación legislativa” como mentalidad es la causante de que el Estado, a través de la clase política, se dedique a dirigirle totalmente la vida a las personas, y los políticos a competir entre si a ver quién tiene la última ocurrencia legislativa para presentar.

Está acción política, como en general obtiene resultados frustrantes cuando se mete a “coordinar” y “dirigir” la vida económica de la sociedad, apuesta a organizar, controlar y dirigir la vida cultural, y en último caso, intentar incidir en la conciencia de las personas a partir de la “ingeniería legislativa”. Tanto a nivel jurídico, educativo, comunicacional y lingüístico, así como premiando económicamente a los agentes que lo promuevan, apuntan a hacer a la sociedad a imagen y semejanza de dos gritos desaforados: el de sus delirios mesiánicos, y el del grito de la tribuna.

Si existe una señal clara por donde la civilización a llevado a las sociedades a la prosperidad individual y general es al respeto de lo que se conoce en español de las “leyes viejas”, o “rule of law” en la concepción británica.

Como bien sostiene F. Hayek, “…Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquel, de los grandes principios conocidos bajo la expresión estado de derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo será la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este consentimiento…”

El desprestigio que el “estado de derecho” tiene en nuestra sociedad, y el incentivo a la constante regulación y cambio de reglas, es síntoma de este desastre comunicacional.

Por ello no pasa un día que sea constatable la total y absoluta derrota cultural que vivieron las distintas versiones de las ideas occidentales de la libertad frente a el colectivismo en el último siglo y medio. Si de algo pueden jactarse victoriosamente los socialistas y colectivistas es de haber derrotado totalmente a sus adversarios en el campo de la propaganda de ideas y en la transmisión de sus postulados, sean estos en el plano académico, técnico, político, artístico, y también en el ideario popular, en el espíritu de época, en el “sentido común” con el cual las personas definimos y medimos los sucesos sociales que diariamente vivimos. Han convertido a la mentalidad colectivista en el “agua en la que todos los peces nadan”, por lo que no existe vida fuera de ella.

 

 

Foto: Librería Puro Verso.




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