Allan Bloom – El cierre de la mente moderna (fragmentos)
(Los títulos y los párrafos resaltados en negrita no pertenecen al autor)
Dos modos de ser francés: cartesiano o pascaliano
“Considérese, por el contrario, la educación que todavía persiste, en forma muy atenuada, en Francia. Exagerando sólo un poco, hay dos escritores que moldean y fijan los límites de las mentes de los franceses instruidos. Todo francés nace, o al menos, se hace a edad muy temprana, cartesiano o pascaliano. (Algo similar podría decirse de Shakespeare como educador de los ingleses; Goethe, de los alemanes, y Dante y Maquiavelo, de los italianos.) Descartes y Pascal son autores nacionales, y ellos dicen a los franceses cuáles son sus alternativas, proporcionándoles una peculiar y poderosa perspectiva sobre los perennes problemas de la vida. Ellos tejen el entramado de las almas. En mi último viaje a Francia, oí a un camarero llamar «cartesiano» a uno de sus colegas. No era pedantería; estaba, simplemente, refiriéndose a lo que para él era un «tipo». No es tanto que los franceses extraigan principios de esas fuentes; es más bien que producen un molde mental. Descartes y Pascal representan una opción entre razón y revelación, entre ciencia y piedad; la opción de la que se desprende todo lo demás. Una u otra de estas visiones totales se presentan a las mentes de los franceses cuando piensan en sí mismos y en sus problemas. Estos grandes antagonistas a quienes ninguna síntesis puede unir —la oposición entre bon sens y fe absoluta— puso en marcha un dualismo que reconocemos cuando hablamos de claridad francesa y de pasión francesa. Ningún país ha tenido una querella tan persistente e irreconciliable entre lo secular y lo religioso como Francia, donde las dos partes no encuentran ningún terreno común, donde las aspiraciones de los ciudadanos que comparten el mismo país tienen concepciones absolutamente diferentes sobre el sentido de la vida. Shakespeare proporcionó una mediación entre estos dos polos para los ingleses, pero nadie consiguió hacerlo para los franceses, aunque Rousseau, un suizo, realizó un noble intento. Tanto la Ilustración como el pensamiento católico han encontrado su hogar especial en Francia durante más de tres siglos. Descartes y Pascal realizaron exposiciones para los franceses de la fe común de Occidente, el cristianismo, y, al mismo tiempo, los situaron con respecto a esa otra fuente de inspiración, más distante, que es Grecia. Las sucesivas generaciones de escritores que comenzaron a partir de la tensión Descartes-Pascal desarrollaron y variaron sus temas. Las experiencias espirituales esenciales se repiten en Voltaire, Montesquieu, Constant, Balzac y Zola, por una parte, y en Malebranche, Cháteaubriand, De Maistre, Baudelaire, Proust y Céline, por la otra, consciente de los otros cada uno de ellos y sosteniendo un diálogo o una confrontación con su correlativo oponente.
Fue, por lo tanto, muy francés por parte de Tocqueville decir que el método de pensamiento de los americanos era cartesiano sin que hubieran leído jamás a Descartes, y preguntarse si podrían entender a Pascal o llegar a producir uno. América no era para él un pueblo con un libro. Un francés era una criatura de sentimientos informada por una tradición literaria, mientras que un americano era un hombre de principios racionales. Estos principios fueron elaborados primeramente por escritores, desde luego, pero, como decía Kant de su propia filosofía moral, expresaban lo que todo niño bien educado sabe. El recíproco reconocimiento de derechos necesita poca instrucción, ninguna filosofía y hace abstracción de todas las diferencias de carácter nacional. A los americanos se les decía, en efecto, que podían ser lo que quisieran, siempre que reconociesen que lo mismo era aplicable a todos los demás hombres y estuviesen dispuestos a apoyar y defender al Gobierno que garantizaba ese sistema. Es posible hacerse americano en un día. Y esto no es tomarse a la ligera lo que significa ser americano. La cooperación de pasión natural y razón natural constituye un desafío a las antiguas máximas que insistían en que una ciudad debía ser como una unidad orgánica, engendrada por la madre patria, con una relación entre el ciudadano y ella semejante a la que existe entre la hoja y el árbol. Es imposible, sin embargo, o lo fue hasta ayer mismo, hacerse francés, pues un francés es una compleja armonía, o disonancia, de ecos históricos a partir del nacimiento. El idioma francés, que los franceses solían aprender muy bien, no existía para transmitir información, para comunicar las necesidades comunes de los hombres; era indistinguible de una conciencia histórica. La calidad de lo francés se define por la participación en este idioma, en su literatura y toda la gama de efectos que produce. En cierto modo, las discusiones legalistas sobre derechos no afectan al privilegio transmitido por la participación en ello. En América no existen, en principio, auténticos extraños, mientras que en Francia personas que, aunque ciudadanos, son marginales a esta tradición —los judíos, por ejemplo— han tenido siempre que reflexionar sobre cuál es su vínculo de pertenencia. En Francia, la relación del judío con lo que es constitutivamente francés de lugar a un tema literario grande y complejo. La respuesta a la cuestión no es universal y origina el desarrollo de un interesante espectro de tipos humanos. En América, por el contrario, un judío es tan americano como cualquiera, y, si es discriminado o tratado de manera diferente, la reacción apropiada es la de sentirse injustamente agraviado.
La inexistencia de equivalentes americanos de Descartes, Pascal o, incluso, Montaigne, Rabelais, Racine, Montesquieu y Rousseau, no es una cuestión de calidad, sino de si efectivamente existen algunos escritores que sean necesarios para construir nuestro edificio espiritual, a quienes deba uno haber leído, o más bien, con los que deba haber vivido, para considerarse educado, y que sean los intérpretes y artífices de nuestra vida nacional. Se puede pensar en autores y libros americanos que deban ser leídos y que, en efecto, lo son frecuentemente, pero, en la medida en que los americanos leen, el mundo entero es su anaquel de librería; no se ha dado la profunda necesidad de absorber las obras de su propio país que experimentan los ciudadanos de otras naciones. Es inconcebible para los americanos un fenómeno como Gesamt-kunstwerk, de Wagner, una elevada obra de arte que pretende ser totalmente alemana, de alemanes, para alemanes y por alemanes y que constituye una expresión de conciencia colectiva. Y es asombroso lo poco que un francés conoce, o siquiera le importan, cosas que no sean francesas. Para los americanos, en cambio, Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe, pertenecen a todos a la «civilización». Y, a la larga, tal vez sea así. Pero no era ésta la opinión de griegos, romanos, italianos, ingleses y alemanes, ni de los judíos con su libro que les pertenecía a ellos, que contaba su historia y encarnaba, por así decirlo, su instinto. Los americanos creen en el acceso igual para todos.”
Bloom, Alan, El cierre de la mente moderna, Barcelona, Plaza & Janes, 1989, pp. 52-54
Las concepciones del <<burgués>>
“La interpretación del burgués como «último hombre» se ve reforzada por una cierta ambigüedad en el significado de la palabra «burgués». En la conciencia popular, especialmente en los Estados Unidos, lo burgués se suele asociar con Marx. Pero existe también el burgués como enemigo de los artistas. Se supone que el capitalista y el burgués inculto y pretencioso son lo mismo, pero Marx presenta sólo el aspecto económico, dando por supuesto, sin adecuada justificación, que es suficiente para explicar deformidades morales y estéticas del burgués descrito por los artistas y para explicar también a los artistas mismos. La duda de esta consideración del burgués y del artista sea realmente eficaz es uno de los motivos fundamentales de quienes se sintieron atraídos por Nietzsche, cuyo tema central es el artista. Como he dicho muchas veces y de muchas maneras, la mayoría de los grandes novelistas y poetas europeos de los últimos doscientos años eran hombres de la derecha; y Nietzsche, es en ese aspecto, simplemente su complemento. Para ellos el problema era, de una forma u otra, la igualdad, que no deja lugar al genio. Así, pues, son exactamente lo contrario de Marx. Pero, en cierto modo, el que dice que odia a la burguesía puede ser considerado como un amigo de la izquierda. Por consiguiente, cuando la izquierda tuvo la idea de abrazar a Nietzsche, abrazó con él toda la autoridad de la tradición literaria de los siglos XIX y XX. Goethe y Flaubert y Yeats odiaban a la burguesía…, así que Marx tenía razón: estos escritores no habían reconocido, simplemente, que la burguesía podía ser vencida por el proletariado. Y puede decirse que, enfocado desde el ángulo correcto, Nietzsche es un proponente de la Revolución. Cuando se lee la primitiva Partisan Review, editada enteramente por izquierdistas, se percibe su ilimitado entusiasmo por Joyce y Proust, a quienes estaban introduciendo en este país, en la creencia, al parecer, de que representaban el arte del futuro socialista, aunque estos artistas pensaban que el futuro del arte se encontraba en la dirección opuesta.
Los marxistas posteriores de Alemania se sentían obsesionados por la idea de cultura y repelidos por la vulgaridad de la burguesía, preguntándose quizá si todavía sería posible extender un cheque en blanco a la cultura en el futuro socialista. Ellos querían conservar la pasada grandeza, de la que eran mucho más conscientes que sus predecesores. El marxismo había vuelto a retroceder dentro de los confines del tradicional odio a la burguesía, con una vaga esperanza de que el proletariado aportara la renovación cultural. Puede verse esto fácilmente en Adorno. Pero también es fácil ver que en Sartre y Merleau-Ponty la verdadera preocupación es el burgués. Los marxistas de la clase trabajadora pensaban todavía en la plusvalía y en otros temas auténticamente marxistas semejantes. Los intelectuales estaban obsesionados por la cultura y, como tan oportunamente ha señalado Leszek Kolakowski, se encontraron sin proletariado. Por eso es por lo que los estudiantes de los años sesenta eran tan bien recibidos por muchos de ellos. Pero también lo eran por Heidegger. Le recordaban algo.
Es de señalar además que, a medida que aumentaba la prosperidad, los pobres empezaron a aburguesarse. En lugar de un aumento de conciencia de clase, hubo una disminución. Se podía prever un momento, al menos en los países desarrollados, en que el mundo sería burgués. En consecuencia, el marxismo perdía otro puntal. La cuestión no es realmente de ricos y pobres, sino de vulgaridad: Los marxistas se estaban aproximando peligrosamente a la noción de que el hombre igualitario como tal es burgués y que debían unirse a él o convertirse en esnobs de la cultura. Sólo el dogma absolutamente indemostrado de que el trabajador burgués es, simplemente, una enfermedad de nuestro sistema económico y un producto de falsa conciencia, les impide , como Tocqueville, que ésta es la naturaleza de la democracia y debe uno aceptarla o rebelarse contra ella. Una rebelión de este tipo no sería la revolución de Marx. Podría uno sentirse tentado a afirmar que estos marxistas avanzados son demasiado cultos para la sociedad igualitaria. Ellos solamente evitan ese reconocimiento llamándola burguesa.
En general, el marxismo sofisticado se convirtió en un criticismo cultural de la vida en las democracias occidentales. Por razones obvias, se mantuvo por regla general apartado de toda discusión seria en la Unión Soviética. Parte de ese criticismo era profundo, parte era superficial y petulante. Pero nada de ello procede de Marx ni de una perspectiva marxista. Era y es, nietzscheano, variaciones sobre nuestra forma de vida entendida como la del <<último hombre». Si volvemos de nuevo la vista hacia esa psicología tan influyente en América de la que hablaba al principio de este capítulo, nos hallamos ahora en situación de ver que dirigido por la tradición, dirigido por el exterior y dirigido por el interior, son sólo tres ligeras modificaciones de las tres clases de legitimidad de Weber, derivando el dirigido por el exterior (léase burgués) de la racionalidad económica o burocrática guiada por las demandas del mercado o de la opinión pública, y siendo el dirigido por el interior idéntico al carismático, esto es, al yo creador de valores. El profeta de Weber es remplazado por el individuo igualitario y socialista. No hay en nada de esto un solo elemento de Marx, fuera de la afirmación absolutamente indemostrada de que el socialista es el autolegislador. La discusión del hombre dirigido por su interior es vana. No hay ejemplos que se puedan señalar. Weber, al menos, presentó algunos, aunque puede que su definición fuera problemática. Se pregunta uno si la afirmación de Weber de que el suministrador de valores es un aristócrata del espíritu, resulta menos creíble que la de quienes dicen que lo es cualquiera, si tiene el terapeuta adecuado, o si se construye para él una sociedad socialista. Esta transformación igualitaria de Weber permitía que quien no estuviese a la izquierda fuese diagnosticado como mentalmente enfermo. Los críticos izquierdistas del psicoanálisis lo llamaron instrumento de conformismo burgués; se pregunta uno, no obstante, si los críticos no son manipuladores de la terapia psicológica al servicio del conformismo izquierdista. La meretricia fabricación por parte de Adorno de los tipos autoritario y democrático de personalidad, tiene exactamente las mismas fuentes que la tipología dirigido por el interior/dirigido por el exterior, y las mismas siniestras implicaciones.
Así llegó Nietzsche a América. Su conversión a la izquierda fácilmente aceptada aquí como genuina, porque los americanos no pueden creer que ninguna persona realmente inteligente y buena no comparta en el fondo la cosmovisión de Will Rogers: «Nunca conocí un hombre que no me gustara.» La naturalización de Nietzsche se realizó en muchas oleadas: algunos de nosotros fuimos a Europa en su busca; vino con los exiliados; y, más recientemente, profesores de literatura comparada se han volcado en el negocio de importación, adquiriendo sus mercancías en París, donde descomponer y desmontar a Nietzsche y Heidegger y reconstruirlos en la izquierda, ha sido la principal actividad filosófica desde la Liberación. Gracias a estos profesores, Heidegger y Nietzsche vienen ahora bajo sus propios nombres, pisando la alfombra roja desenrollada para ellos por sus anteriores emisarios. La psicología, la sociología, la literatura comparada y la antropología académicas, han estado durante largo tiempo dominadas por ellos. Pero la cuestión está en su paso de la academia a la plaza pública. Un lenguaje desarrollado para explicar a los conocedores lo malos que somos, ha sido adoptado por nosotros para explicar al mundo lo interesantes que somos. De alguna manera, las mercancías han sufrido daños durante el viaje. Marcuse empezó en los años veinte en Alemania siendo un discípulo serio de Hegel. Acabó aquí escribiendo crítica cultural de ínfima calidad con acusado interés por el sexo en El hombre unidimensional y otros conocidos libros. En la Unión Soviética, en vez del filósofo-rey, tenían el tirano ideólogo; en los Estados Unidos, el crítico cultural se convirtió en la voz de Woodstock.”
Bloom, Alan, El cierre de la mente moderna, Barcelona, Plaza & Janes, 1989, pp. 232-235
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