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Vicente Sierra – En las rutas de la Conquista (fragmento)

“En las rutas de los conquistadores fueron surgiendo las ciudades de América y en cada una fructificó un afán de elevación social, moral y cultural que fue efectivo, porque era la cosecha de las siembras de aquellos hombres, a los que sólo consideramos por sus hazañas guerreras o por sus apetitos humanos, olvidando que procedían de la cultísima España del siglo XVI y poseían insospechados afanes de cultura. Bernal Díaz del Castillo es un modesto soldado de la conquista de México que se inmortaliza al dejar un libro que dice de la imposibilidad de juzgar a hombres semejantes con conceptos unilaterales. Las cartas de Hernán Cortés al emperador son un modelo de forma, precisión y estilo. Las de Pedro de Valdivia pueden servir de ejemplo epistolar al más culto bachiller. Por un Pizarro analfabeto, pero con afanes de cultura —pues el alfabetismo no es signo de que se posea alguna—, se descubre a cada paso que el alto nivel cultural que alcanzó la España del siglo XVI estuvo bien representado por los hombres de la conquista. Citas en latín, perfectamente ubicadas, precisión en la terminología, claridad en la expresión, referencias de los EVANGELIOS o de los escritores clásicos, son corrientes motivos de atracción en escritos de la época. El amor a la cultura predomina en todos. Pizarro asiste a las cátedras de lengua indígena que implanta en Lima para dotar de ese instrumento de apostolado a los misioneros; Hernán Cortés lleva, a la ha poco conquistada México, una imprenta, y bajo su protección, aquel gran pastor que fuera fray Pedro de Gante funda una escuela de artes y oficios para los indios. Todos tuvieron auténtica curiosidad por conocer la historia, las costumbres y las lenguas de los naturales. La imagen del conquistador analfabeto debe ser desechada por falsa, aunque pudo haber entre ellos quienes lo fueran. Carlos Pereyra recuerda que entre los del Paraguay hubo por lo menos dos, pero eran ingleses.

Cierto indigenismo, de notoria filiación extranjera, pretende demostrar que España destruyó en América una problemática civilización. Basta recordar, para comprender el grado de primitivismo de las más avanzadas, que no habían alcanzado a utilizar la rueda; no habían logrado domesticar ningún animal de tiro, y en materia de escritura no habían pasado de la reproducción gráfica de las cosas que querían referir, o lo hacían como los incas, mediante los quipus, o cuerdas con nudos, lo que equivale a demostrar que carecían del instrumento sin el cual toda alta cultura es imposible. Si rente a eso colocamos la primera carta de Hernán Cortés al emperador dándole cuenta de su conquista, se comprende que no en balde siglos de elaboración espiritual consciente separan a una de otra cultura. En dicha epístola, el conquistador suplica para que se le envíen obispos y religiosos de todas las órdenes, que fuesen de buena vida y doctrina, “para que nos ayudasen a plantar más por entero nuestra santa fé católica”. Por eso es por lo que dice el padre Bayle que el sentido de la responsabilidad colectiva en orden a la protección de los naturales, responsabilidad que muchos no acertarán a ver y que, ciertamente, se esconde a veces, es el que hace que “aquellos mismos hombres, duros en la pelea y en el escarmiento, sin entrañas quizá con sus indios, al dejar a un lado a personas o intereses particulares, al obrar en función social y pública, son otros”.  Para implantar por entero una civilización de la que se saben paladines, aquellos hombres piden obispos y religiosos. La leyenda negra queda al descubierto en su apasionada falsedad ante comprobaciones semejantes. En 1543, Pedro Dorantes, desde Asunción, escribe al rey para pedirle misioneros y un prelado, para que con la autoridad de su buena vida “nos haga a todos recoger de nuestros vicios”. Porque el español peca, pero sabe la responsabilidad que le incumbe por hacerlo. No es extraño, por consiguiente, que entre hombres tales se iniciara una corriente de restitución de los bienes materiales logrados. El obispo de Charcas, fray Matías de San Martín, escribió un memorial titulado PARECER SOBRE SI ERAN BIEN GANADOS LOS BIENES ADQUIRIDOS POR LOS CONQUISTADORES, POBLADORES E ENCOMENDEROS DE INDIAS. Y no se trata de un caso aislado. Basta recorrer los archivos notariales de América para reunir innumerables testamentos que denuncian cómo, en la hora de la muerte, muchos piden que sus bienes sean restituidos a los naturales. Lo que no debe sorprender. Sólo mediante la fusión de lo más bajo con lo más sublime —tan sublime, que las hornadas indianas fueron venero de hombres que alcanzaron la gloria de los altares— se explica la gesta estupenda de la hispanización de América; empresa sin parangón, que no pudo realizar otro pueblo que el que la hizo, pues su empeño requería todas esas características, a veces contradictorias, que integran la personalidad del español del siglo XVI. Sólo España es capaz de concebir la religión como un combate; sólo ella es capaz de concebir que su fe no es cuestión del propio perfeccionamiento, sino también, y a veces con pleno sacrificio, luchar por el de los demás. Tamaña convicción, forjada en la lucha secular contra el invasor musulmán, se tradujo en una pléyade de seres de excepción; y verdaderamente excepcionales se necesitaron para que pudieran hacer a América; hacerla moral y materialmente imagen y semejanza de ellos mismos, tarea posible porque dilapidaron en las nuevas tierras la flor de su espíritu, de su ingenio, de su trabajo, de su fe, de su cultura y de su saber. Así como la economía de Hispanoamérica se asienta aún sobre la producción que España introdujo o desarrolló, así todos los frutos legítimos de la espiritualidad americana —no los otros, expresiones pasajeras de la moda – son brotes del viejo árbol hispano, que se reproduce bajo nuevas formas.

En el cuadro de la epopeya indiana lo que más se destaca es su valor humano. Las entradas son empresas de riesgo, que demandan heroísmo para exponer la vida, desprendimiento para gastar la hacienda y audacia para jugarse el crédito. Nada de eso pudo tener la codicia como único aliciente. Pedro de Valdivia, que reúne algunos bienes en el Perú, los pierde en las jornadas araucanas, donde además pierde la vida, asesinado por los naturales. Almagro dilapida lo obtenido en tierras peruanas en su infructuosa campaña chilena; Hernando de Soto sale rico del Perú para intentar la conquista de la Florida y dejar sus huesos en las aguas del Mississippi; Alvarado, que ha obtenido cuanto podía aspirar en Guatemala, parte hacia el Sur para perderlo todo. La aventura tienta más que el oro, y cuando en algunos casos se alcanza el oro, se lo pierde en la aventura. El balance es desolador, por trágico. Comienza con Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa. Éste muere asesinado por los indios, y aquél, después de fundar San Sebastián, en Castilla del Oro, deja su precaria fundación en manos del futuro conquistador del Perú, Pizarro; y empobrecido y náufrago es recogido por el gobernador de Jamaica, que lo devuelve a la isla española, donde muere en la miseria. Diego de Nicuesa funda la ciudad de Nombre de Dios, donde el clima malsano mata a mas de medio millar de sus hombres; el resto busca refugio en San Sebastián, que había sido abandonado por sus pobladores, agotados por las fiebres, el hambre y la desesperación. Pedrarias Dávila pierde dinero y crédito, y Vasco Núñez de Balboa, la vida. Francisco de Montejo, conquistador de Yucatán, muere en la más angustiosa miseria, y en la conquista de Centroamérica mueren Fernández de Córdoba y Cristóbal de Olid; y Pedro de Alvarado termina desastrosamente sus días. Los alemanes a quienes Carlos I concede la conquista de Venezuela pierden vidas y dinero, como los pierde Pedro de Mendoza en el Río de la Plata. Su lugarteniente Juan de Ayolas es asesinado por los naturales, como lo fue Nuflo de Chaves, el descubridor del camino entre Asunción y Lima, y Juan de Garay, el fundador de Santa Fe y Corrientes. Gonzalo Jiménez de Quesada termina sus últimos días en honorable pobreza. Los conquistadores del Tucumán no conocieron más que la miseria y el trabajo; Ortiz de Zárate dilapida la mayor parte de su fortuna peruana en el inútil adelantazgo del Río de la Plata, que le cuesta a Alvar Núñez su dinero, su crédito y su nombre; y Orellana, bajando desde el Ecuador hasta la desembocadura del gigantesco Amazonas, encuentra allí su muerte. De un gran capitán siempre es posible hacer un banquero, pero no es tan fácil hacer de un banquero un gran capitán. Afanes de riqueza pudieron ser el cebo. Algunos de los conquistadores de México, antiguos labradores, expresaban sus deseos de mejoramiento al decir que “para no salir de cavadores no valía la pena moverse de sus pueblos”; pero la realidad los obligó a cavar y cavaron. Y es que si no se sabía valer más que la propia vida, si no se tenía fe en el juicio final, sin el sentido trágico de la vida del español del siglo, la conquista no se habría realizado como lo fue. A lo sumo se habrían fundado, en las extensas costas del Nuevo Mundo, algunas factorías para intercambiar con los naturales a cambio de baratijas; pero nunca se hubiera logrado el trasplante maravilloso de toda una civilización a otro mundo; mundo que hoy, por la acción de aquellos hombres, reza a Dios, dice de sus amores y de sus penas, canta la belleza y repudia el mal, y todo eso lo hace en español.”

 

Fuente: Sierra, Vicente: Así se hizo América, Dictio, Bs.As., 1952, p.p. 50-53




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