Manuel Gálvez – Cultura y Literatura
No creo que exista un lector tan deficiente como el argentino. O mejor dicho como el habitante de Buenos Aires, pues es probable que en las provincias se lea con alguna calma y con buena voluntad. Sea por la rapidez con que se vive en esta urbe gigantesca, que apenas nos deja tiempo para recorrer en los grandes diarios las noticias que más nos interesan; sea por el enorme material de lectura que cada día ofrecen al público esos mismos diarios; sea por cierta superficialidad que se le atribuye al porteño, ocurre muy frecuentemente que a quien, en alguna página publicada por los periódicos, ha dicho “blanco” se le reproche haber dicho “negro”, aunque haya hablado con inequívoca claridad.
Esto me ha ocurrido recientemente. En el banquete que dio el P. E. N. Club a los delegados extranjeros al congreso que acaba de realizarse y que me tocó ofrecer en un discurso dije que nosotros, los argentinos, no teníamos “una cultura propia”. Estas palabras me parecen de una claridad indiscutible y de una evidencia de axioma. No obstante, muchas personas, y algunas entre ellas de las que suelen ser llamadas “intelectuales” han prescindido del adjetivo “propia”, para atribuirme el haber dicho que en este país no había cultura… Otros han llegado a ver en mis palabras la afirmación de que entre nosotros no existían valores intelectuales, a pesar de haber asegurado, en ese mismo discurso, que “nuestra literatura ha alcanzado ya el derecho de ocupar un lugar, si no junto a las grandes y viejas literaturas, por lo menos al lado de las más jóvenes de Europa”.
Digamos, ante todo, que los términos “cultura” y ‘’literatura” no se equivalen. La cultura es algo mucho más vasto que la literatura. Podría decirse que la cultura es el todo y la literatura una parte. La cultura abarca las ciencias, las artes, las letras, los métodos de investigación, el periodismo, los procedimientos de la enseñanza, la técnica industrial y en suma toda clase de estudio, asi como todo trabajo que se relacione con la inteligencia. Confundir los términos “literatura” y “cultura” es demostrar una grave superficialidad de espíritu, o una ignorancia que, de ser general, autorizaría hasta dudar de la existencia entre nosotros de toda cultura, no ya de la propia, que todavía no hemos creado, pero aún de la importada, que es la que tenemos por ahora.
Establezcamos, también, que la existencia de una cultura no está forzosamente en relación directa con la existencia de grandes libros. El libro genial, aunque algo deba al ambiente en que ha sido originado, es un producto individual. La cultura es un fenómeno colectivo, histórico. El libro le hace un solo hombre, si bien es posible que este hombre haya utilizado algunos elementos encontrados en la obra de tal o cual de sus antepasados o de sus contemporáneos. La cultura la hacen varias generaciones.
Una generación, aunque fuera posible que abundaran en ella los hombres geniales, nunca podría llegar a crear una cultura. Porque la cultura es un resultado de la tradición del tiempo, de la obra que se va acumulando. El libro es, desde luego una contribución a la cultura. Junto con otros libros, con millares de libros, y a la par de otras cosas que no son libros —inventos, docencia, acción intelectual — colabora en la creación de una cultura. La literatura es obra del escritor. La cultura es obra, principalmente, del hombre de acción intelectual, del trabajador científico y del profesor.
La cultura es una de las expresiones en que se manifiesta el espíritu de un pueblo o de una raza. No es la única expresión porque existen otras, como la religión, como el sentido de la vida. De modo, pues, que para que un pueblo posea una cultura propia es menester, primeramente, que posea un espíritu propio.
¿Tenemos, los argentinos, un espíritu propio, un espíritu definido, diferente del de los demás pueblos del mundo? Yo creo que sí, aunque reconozco que no es mucho lo que podrá diferenciamos de los pueblos vecinos. El estudio de nuestra historia, o, mejor, de nuestra crónica, revela que el carácter del argentino ha cambiado relativamente poco. Hay porteños ahora que se parecen bastante a los porteños típicos de hace un siglo, o menos, como Juan Cruz Varela, Carlos de Alvear y aun Mariano Moreno. Los viajeros Ingleses y norteamericanos de las tres primeras décadas del siglo pasado definen el carácter del porteño casi idénticamente que como lo han definido los viajeros de comienzos de este siglo. Y, sin embarga puede decirse que en nuestro país se ha operada en parte, una substitución de razas. En 1810 había en Buenos Aires más negros que blancos; hoy los negros han desaparecido. En 1870 eran en esta ciudad muy escasos los italianos, mientras que en 1889 más de la mitad de su población era extranjera, siendo italianos la mayoría de estos extranjeros. En 1900 las colectividades israelita y sirio-libanesa empezaban a formarse: hoy, entre las dos, cuentan, en la Capital Federal solamente, con medio millón de almas, o poco menos. El fondo indígena, tan importante en 1810, ya no tiene realidad en el argentino actual, salvo en las clases ínfimas de dos o tres provincias del norte.
Algunos escritores extranjeros que nos han visitado en estos últimos años están convencidos de la peculiaridad de nuestro carácter. Karl Vossler ha dicho: “la original idiosincrasia argentina, de tan firmes rasgos fisonómicos, no viene sin más de la pampa, ni de las montañas, ni de los Indios; sino que sólo se ha encendido al choque del espíritu europeo con el de la barbarie”. Pero conviene preguntarnos si continuaremos teniendo el mismo carácter. Hasta hace pocos años, los hombres que actuaban pertenecían a las generaciones venidas al mundo antes de la gran invasión inmigratoria de 1885 a 1890. Ahora están actuando los hijos de los inmigrantes españoles e italianos, que, habiendo nacido a fines del siglo pasado o comienzos del presente, tienen, en estos momentos, entre treinta y cincuenta años de edad. Hasta aquí, pues, no hemos podido advertir ningún cambio en la idiosincrasia general, ya que esos hombres son latinos como nosotros. Pero ¿no se advierten ya modos de ser nuevos, con la reciente estrada en acción de los hijos de los inmigrantes israelitas y sirio-libaneses que empezaron a llegar al país en grandes masas durante los primeros años de este siglo? ¿Y no habrá otras novedades, dentro de veinte años, cuando surjan a la acción los hijos de los inmigrantes yugoeslavos, lituanos y poloneses venidos en las dos últimas décadas? Tal vez ocurra como en los Estados Unidos, en donde la idiosincrasia nacional no parece haber experimentado cambios esenciales a pesar de haber ingresado en el país varios millones de inmigrantes. Si esto mismo sucediese entre nosotros habría que darle la razón a Raúl Scalabrini Ortiz, que hablando de “el espíritu de la tierra”, al que imagina como un hombre gigantesco, dice, con mucha gracia: “Es un arquetipo enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio, devorando y asimilando millones de españoles, de italianos, de ingleses, de franceses, sin dejar de ser nunca idéntico a sí mismo, así como usted no cambia por mucho que ingiera trozos de cerdo, costillas de ternera o pechugas de pollo.”
Pero el hecho de tener un espíritu propio no significa forzosamente la existencia de una cultura propia. Algunos pueblos negros del África suponen un carácter bien definido, y están muy lejos de toda cultura. La cultura se forma en la paz y por medio del trabajo intelectual; y yo diría también que por medio del trabajo material, ya que ciertas formas de la obra intelectual – el libro, por ejemplo – no pueden realizarse sin la obra del trabajo manual y mecánico. Nosotros hemos perdido muchos años a los efectos de crearnos una cultura: los años de anarquía, los de las guerras civiles, los de la tiranía, los de “gobernar es poblar“. Hemos sido más pintorescos, peleadores y románticos que intelectuales. Mucho más que el crearnos una cultura nos interesaban las revoluciones y el bienestar material.
¿Llegaremos a tener una cultura propia? No me cabe duda. Pero creo que tardaremos muchos años en formarla. Tal vez necesitemos un siglo, tal vez medio siglo de esfuerzos. Nuestra situación es acaso la misma que la de los Estados Unidos en el segundo cuarto del siglo pasado. Me parece que hemos adelantado mucho en el sentido cultural. Soy optimista. Nuestro país no habrá de ser una factoría, no debe serlo. Puesto que tiene un espíritu propio debe tener también una cultura propia.
Algunos signos me permiten ser optimista. Uno de ellos es mi convicción de que ha empezado a nacer, y en este siglo, una literatura verdaderamente argentina. El alma argentina ha comenzado, pues, a manifestarse por medio de la literatura, en la que va encontrando su expresión. Ya llegará con el tiempo a expresarse en otras formas de la actividad intelectual.
Dije que ha empezado a nacer una literatura, y esto requiere una explicación. Durante el siglo pasado hemos tenido varios escritores de categoría: dos o tres historiadores, dos o tres poetas, algún narrador y tal cual pensador político. Pero por valiosos que hayan sido estos escritores, ellos no forman una literatura. Géneros tan importantes como la novela, el teatro y aun el ensayo no existían. Los trabajos de esos escritores aislados, sin conexión entre ellos, han sido solamente anuncios de la actual realidad. Hoy es muy distinto. El país cuenta con un gran número de poetas, muchos de ellos excelentes; con cuentistas y novelistas importantes; con ensayistas y con autores de teatro. Algunos de los escritores actuales no sólo tienen un valor relativo sino que ocuparían un buen lugar entre los maestros europeos de este tiempo. Pero ¿significa esto que ya tengamos una literatura propia? Invito al lector a pensar un momento en esta cuestión. Tener “una literatura” no es lo mismo que tener “una literatura propia“. Nosotros contamos con un buen número de escritores de valer, lo cual quiere decir que contamos con una literatura. Pero para que esta literatura mereciese el adjetivo de “propia“ tendría que formar un conjunto homogéneo. No se trata de que los escritores sean vernáculos o criollistas, o que describan nuestras costumbres, nuestros paisajes, nuestros tipos característicos o nuestra historia. Eso carece de importancia. Lo importante es que los escritores tengan caracteres comunes, que estén unidos por análogos modos de ver, de sentir y de interpretar la vida; que el concepto estético de cada uno sea parecido al concepto estético de los otros.
Pero a los escritores argentinos poco o nada nos une. Nada nos une a los escritores del siglo pasado, salvo a José Hernández, y muy poco a nuestros mismos contemporáneos. Todavía no se ha formado entre nosotros una tradición, aunque estoy convencido de que pronto empezara a formarse. Cuando se dice “poesía inglesa“, “novela rusa“ o “teatro español“ sabemos de qué se trata. Los grandes novelistas rusos, por ejemplo, podrán diferenciarse entre ellos, pero es evidente que tienen numerosos caracteres comunes. Pero cuando decimos “literatura argentina“ o “novela argentina“ no sabemos de qué se trata. Cada escritor es distinto del otro. Los términos “novela argentina’* no comprenden un buen número de novelas con características iguales o semejantes. Quieren decir sólo: las novelas escritas por argentinos. Claro es que, en cierto sentido, toda novela escrita por un argentino es una novela argentina; pero no lo es en el sentido de pertenecer a una tradición literaria argentina. Para que exista “la novela argentina“ auténtica, no como conjunto material, aglutinante, sino como entidad independiente, es necesario que exista una tradición novelesca, que existan relaciones de continuidad entre los novelistas de un momento y los que lo precedieron; que se adviertan entre los actuales algunas características comunes y que haya en sus obras posibilidades de continuidad.
Mientras se va formando nuestra literatura no nos aflijamos. Lo importante, por ahora, es que contemos con individualidades de alta calidad; y es indudable que contamos con algunas. Paul Claudel no está dentro de la tradición francesa, y esto no le impide ser uno de los más grandes poetas de Francia. Entre nosotros aún no existe una tradición literaria argentina, de modo que nuestros escritores no pueden estar dentro de la tradición literaria argentina. Pero hemos empezado a creamos esa tradición. Si la corriente iniciada se continúa, si los escritores que vendrán se suman a alguna de las diversas tendencias individuales del presente, podrá constituirse una tradición literaria, o para ser más modestos, un comienzo de tradición literaria.
¿Cuáles serán las características esenciales de nuestra cultura? Es imposible preverlo. Lo que me parece indudable es que, como dije en ese mismo discurso, “vamos en camino de definirnos como una muestra de lo que será la humanidad de Occidente”. Seremos, pues, un resumen del mundo, una síntesis universal, ya que nuestro pueblo se está formando con gentes de otros muchos pueblos. Esto será, acaso, lo que nos caracterice, y esto será nuestra gloria. Ya existe la versión Inglesa de la nueva humanidad. Nosotros representaremos la versión latina. Entonces, después de haber trabajado espiritualmente, nos habremos creado una cultura, que no será la heredada de Europa, sino la que construyamos en nuestras tierras, con nuestro dolor y con nuestra esperanza.
Fuente: diario La Nación, 29 de Noviembre de 1936
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