Rubén Calderón Bouchet – Ideologías y puesto del hombre en el mundo
Ideologías y puesto del hombre en el mundo
Las ideologías han sido fabricadas para dar una respuesta racional del contenido y la explicación de esa clausura. Son los substitutos de la religión y están construidas, en sus mejores aspectos, con algunas conclusiones de las ciencias particulares, y, en los peores, son puro palabrerío. Las energías religiosas vacantes han llenado el vacío de las ideologías con los restos secularizados de la Gracia, poniendo la fe al servicio de las utopías, y la esperanza en la acción redentora de un cambio de naturaleza que vendrá, de alguna manera, a colmar el deseo de evasión.[i]
Limitada la existencia del hombre a una concreta acción transformadora sobre la realidad terrena, era conveniente liberarlo, en primer lugar, de todas aquellas sujeciones que imponían al trabajo productivo una restricción fundada en razones de orden religioso. En esta tarea colaboraron tres fuerzas: la ciencia, la política y el nuevo sentido religioso de un culto depurado de potestad institucional. La ciencia, porque creyendo haber descubierto las leyes mecánicas que regían los movimientos naturales, liberó el mundo de una Providencia gubernativa personal y transformó la obra de la creación, en la fabricación de un artilugio. Este aparato era puesto a disposición del hombre para que éste, conociendo su mecanismo, lo usara en beneficio de su instalación terrena, sin preocuparse por un Creador que había depositado sus facultades potestativas en las leyes perfectas de su constitución. No se tardó mucho tiempo en descubrir el carácter subjetivo y meramente humano de esa constitución y advertir, paralelamente, su adecuación a la obra productiva del hombre. El descubrimiento hizo muy difícil hablar de un Creador y concurrió, sin que en ello se descubra una intención deliberada, a deshacerse de la idea de Dios, no sólo como Providencia, sino también como causa eficiente del universo.
El término naturaleza perdió su rígida pertenencia a un orden objetivo, por ende obligatorio, y se convirtió en la simple regularidad de un comportamiento. La ciencia liberó al burgués de Dios y luego trató de convertirlo en el demiurgo de su propia realidad. La política ayudó en la tarea cuando descubrió, o creyó descubrir, su autonomía noética.
Si el mandato divino de ir a predicar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra, estaba limitado a un grupo de especialistas de una suerte de empresa privada, los demás hombres podían dedicarse a ordenar la ciudad sin tomarlo en cuenta para nada. La política pura, libraba el orden de la convivencia a las improvisaciones de la “libido dominandi”. De ellas podía salir cualquier cosa: el estado gendarme al servicio del capitalismo, el estado totalitario y el estado de la subversión perpetua.
La Religión ha sido dada por Dios para que el hombre, fiel a sus preceptos y al cumplimiento de su vida sacramental, ordene su existencia en la tierra y prepare su alma para la vida eterna. La astucia del demonio fue hacer creer a los hombres que podían tener una religión privada, sin apoyo institucional ni organización comunitaria. Era la tentación de la religión pura, autónoma y que cada uno podía cultivar en la isla clausa de su intimidad. La relación de Dios con el hombre aislado en el santuario de una sociedad donde cada individuo es rey y sacerdote al mismo tiempo. Nada más apropiado para exaltar la soberbia y perder para siempre los influjos saludables de una dogmática y un orden sacramental objetivos.
Estas tres actividades del espíritu: ciencia, política y religión, al rebelarse del orden impuesto por la tradición revelada, creyeron conquistar jurisdicciones autónomas, libres, independientes, pero en realidad, la política y la ciencia, fueron sometidas muy pronto a los criterios económicos y la religión, antes de convertirse en una esperanza de salvación por la gracia de la economía, desarrolló en el seno del “sentimentalismo” religioso la idea de que el hombre es el artífice de su transfiguración esencial. Como estos tres procesos se complican, en su desarrollo histórico, con otras actividades culturales, no es fácil seguir sus huellas sin encontrar las constantes confusiones.
El fondo de la espiritualidad moderna está formado por el carácter emergente de la idea del ser y por la plasticidad material de lo real ante la acción transformadora del hombre. Destacamos en su oportunidad la inspiración economicista de esta visión y la influencia del burgués en su nacimiento y su ulterior perfección. Señalamos también el esfuerzo cooperador de la ciencia y la política y la energía que presta a esta concepción del mundo, el nuevo rumbo tomado por la religión. Las ideologías que tratarán, con mayor o menor hondura, de dar cuenta y razón de todo el proceso, se nutrieron en todas esas actividades espirituales sacadas de quicio.
Por supuesto, como lo señaló Comte antes de ofrecer su propia explicación, el cambio no tuvo desde su origen, al final de la Edad Media, una clara conciencia de sus propósitos. Los primeros ideólogos: Marsilio de Papua, Guillermo de Ockham, sirvieron a la revolución sin los instrumentos nocionales adecuados para hacer una explicación sistemática de ese movimiento, llamémoslo de substitución radical, que se incoaba. Para que tales “organa” alcancen su perfecto desarrollo se deberá esperar la ruptura del orden religioso, el desarrollo de las ciencias positivas y el auge del capitalismo. El carácter matemático de la nueva representación del universo físico, hará más irremediable la independencia entre el saber y la realidad y esto le hará pensar al hombre que si el mundo es apenas un esquema producido por él para un ulterior aprovechamiento utilitario, ¿no ocurrirá lo mismo con el hombre y su sociedad?
Dejamos la pregunta sin respuesta; nos limitamos por ahora a observar si el éxito de las ciencias físico matemáticas ha influido en el desarrollo de las ideologías y por ende en una reducción del problema humano a una suerte de modelo del tipo usual en la técnica productiva.
La primera ideología burguesa es el liberalismo. No se precisa ser un enemigo encarnizado de esta corriente de pensamiento, para advertir su carácter deliberadamente destructivo. Todos sus principios lo proclaman: libertad de conciencia, libertad de pensamiento, libertad de opinión, etc. En todas estas franquicias se trata de liberar al hombre del peso de una serie de realidades: la religión revelada, la naturaleza del orden moral y las condiciones históricas en el gobierno de la ciudad, porque es en el decurso del tiempo donde se han cimentado las jerarquías impuestas por la experiencia y los servicios prestados. La astucia, siempre bastante obesa del burgués, veía en este arreglo de cuentas con la tradición, una suerte de desbroza miento previo para desarrollar sus actividades en un campo sin restricciones de ningún género. Todo debía ser medido según el parámetro de un craso individualismo. Funciones sociales, división de clases, importancia y categoría de los diversos méritos, valor de las ideas, significado de las obras artísticas, todo entraba ahora en una línea de apreciación en dinero contante. El burgués calculaba que poseyendo en la cartera el poder de comprar, tendría en sus manos la conducción de la vida política.
No contó en este primer momento con la existencia del revolucionario profesional, y si contó con él, lo puso en la lista de sus gastos eventuales, haciendo una rápida cuenta de lo que podía costar, término medio, un agitador común. Los no comunes, no entraban en sus cómputos y reservaban al burgués esas sorpresas de la historia que él cree poder eliminar haciendo un tímido llamado a su ejército para que lo saque del mal paso. El liberalismo, cuando se vio amenazado por la subversión, trató de paliar el peligro con las dictaduras y las guerras.
No entramos en un examen detallado de sus aventuras, pero interesa destacar dos aspectos del problema que aparecen en el liberalismo: su ineptitud radical para constituir un régimen estable y el carácter fundamentalmente anárquico de sus declaraciones libertarias.
Las nuevas ideologías lo toman siempre como necesario punto de partida, ya sea para corregir sus consecuencias destructivas o para lograr el desiderátum de sus aspiraciones más radicales. El burgués lo inventó para destruir el Antiguo orden social. Una vez logrado su propósito se propuso reducir sus pretensiones para ver si podía crear un conato de autoridad. Pero cuando se ha roto las barreras de la cordura, aunque sólo fuere para una pequeña orgía casera, resulta muy difícil reclamar más tarde cercos que ya no existen. Los locos están en su terreno y con esa pasión por la lógica deductiva que los caracteriza, se empeñan en sacar las conclusiones más extremas de principios que nadie tomó en serio o que se creyó corregir con minuciosa jurisprudencia.
Fuente: Calderón Bouchet, Rubén, El espíritu del capitalismo, Bs.As., Nueva Hispanidad, 2008, pp. 61-65
[i] MONNEROT, J., Sociología de la Revolución, Eudeba, Bs.As., 1981, 2 tomos
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