Victor Massuh

Víctor Massuh – LA RAZON Y LA FE: MESURA Y DESMESURA

VII.  LA RAZON Y LA FE: MESURA Y DESMESURA

Por la razón o la fe, dijimos, es preciso acceder a un saber de lo que no cambia ni merece cambiar. Pero es preciso que tanto una como la otra se vean a sí mismas con ojos nuevos y rescaten sus viejos contenidos, aquellos que quedaron enterrados bajo las deformaciones del dogmatismo o bajo los desprecios de una Modernidad empeñada en ridiculizar uno de los términos. Es preciso recorrer sus avenidas, percibir lo que las distingue genuinamente y, yendo más lejos, descubrir sus tierras comunes, esa vertiente originaria en la que las dos miradas se confunden en una visión extrema.

Cuando pensamos en la razón y la fe saltan sus opuestos: la mesura y la desmesura, el ejercicio de la mediatez y el desgarramiento inmediato, el pensamiento y el éxtasis, la cautela y el grito, la entrega condicionada y la incondicional. Viejas alternancias de un término u otro, caminos opuestos o complementarios, encuentros y desencuentros, conciliaciones y rupturas. Sé que la razón y la fe no siempre fueron juntas, que la historia de sus relaciones es la de indiferencias mutuas, parciales coincidencias, luchas por la hegemonía y el aplastamiento de una por la otra.

Quien se interese por el vínculo de la razón y la fe a lo largo del tiempo, no puede sino sentirse fascinado ante una batalla incesante, una tensión creadora, una herida que avergüenza y ennoblece al hombre. Esta guerra fue fecunda y enriqueció a ambas, pero se convirtió en infame toda vez que cualquiera de ellas tuvo el poder en las manos. Cuando la fe empuñó la espada, toda Europa se volvió un río de sangre. Sus capítulos de horror son infinitos. El incienso y la voluntad de dominio generaron un tufo venenoso que sirvió para exterminar indios en América, aplastar cabezas, quemar seres vivos, perseguir herejes e impíos, amordazar la razón y someterla a distorsiones dialécticas, sutiles y férreas, sólo comparables con las tenazas empleadas para torturar los cuerpos. Con la espada en la mano, la fe se convirtió en la locura de la espada: el desenfreno de lo peor en el hombre, el éxtasis de la destrucción santificada.

Con el poder en la mano la fe se hizo odio al prójimo, al enemigo, al aire libre, al espacio abierto, a la luz. Cuando se apartó del mundo y se encerró en la celda, su antigua alianza con la fuerza hizo que enfermara de megalomanía: se sintió un poder absoluto. Exaltó la grandeza del alma y la miseria del cuerpo al que es preciso aplastar con la crueldad de un conquistador o un tirano. El ascetismo, había dicho Nietzsche, es la expresión invertida de una voluntad de dominio: golpes que en lugar de proyectar hacia afuera se vuelven contra las propias entrañas.

La fe odió el cuerpo, lo vejó con heridas sangrantes y sufrimientos obscenos, lo ocultó y humilló en la soledad de lo prohibido y la castración. El hedor acre del encierro, del semen y del orín, pasó a ser el aliento de la santidad. La fe mutiló el sexo, lo convirtió en una mancha, un jadeo maldito que nos aleja de Dios y nos hunde en una finitud que se desgasta sin remedio. Enferma de egotismo, borracha de voluntad absoluta, la fe se pretendió conocimiento supremo al que debían estar subordinados los restantes. Se instaló en la cima del monte, fue la reina de las ciencias; buscó las alturas no para liberarse del poder sino para sentirse dominante, para dictar leyes con el respaldo de un amo divino. La fe se hizo voluntad de poderío. Quiso iglesias ricas y suntuosas, instituciones imperiales, fundó los reinos del hombre. Quiso imperar y no creer, ser la voz de Dios y no el oído que la escucha. Desde la cúspide dio órdenes al arte, la ciencia, la moral y la filosofía, trazó sus fronteras, los sometió a su arbitrio y desplegó un severo sistema de vigilancia. Al aliarse al poder se convirtió en fe diurna, definida, ciara, con un lenguaje abierto y comprensible por todos, tuvo la precisión de una ley. La fe se convirtió en artículo de fe, en un decreto, una razón congelada, una verdad universal mente válida, una convención que se transmite sin esfuerzo. Perdió su misterio, su inseguridad, su vacilación, su escondrijo individual y recóndito. Se hizo pública, el lenguaje de los inteligentes y los doctores, la verdad que se memoriza o demuestra y explica con argumentos, no la certeza de los pobres ni el lenguaje oracular de los iluminados.

 

Aliada con el poder, confundida con él o puesta a su servicio, dominante o sirvienta, esta fe vale demasiado poco. No sorprende que el hombre libre haya preferido abandonarla optando por la incredulidad porque aquí encuentra una atmósfera más pura. No sorprende que la fe termine, muchas veces, entre un montón de trastos viejos, se diluya en la atonía de los templos vacíos o profanados por la abundancia de turistas, se convierta en la formalización de una dialéctica refinada pero fría o que, finalmente, encubra su agonía, con una cargazón de fórmulas, ritos, cúpulas, prédicas y símbolos que no dicen nada y se vienen abajo como un castillo de naipes. No es extraño que Nietzsche haya colgado en sus viejos portones un cartel que dice “Dios ha muerto”. Ni que auténticos creyentes vayan por las tierras secas de una cultura secularizada como peregrinos que han perdido el rumbo, tanteando inseguros el sitio donde levantar el nuevo templo. Tampoco es extraño que estos mismos buscadores caigan en la idolatría, en el culto de baratijas de un brillo equívoco, no más duraderas que un cambio de humor. Se explica que terminen inclinándose ante divinidades de pacotilla, mesías oligofrénicos, profetas de artículo de consumo, showmen de televisión, milagreros, astrólogos, pillos y embaucadores de toda laya. Los sedientos de una fe nueva mojan los labios, a falta de agua pura, en cualquier acumulación de aguas servidas y residuales.

Liberada del poder y centrada en sí misma, sostenida por sus fuerzas y dando lugar a sus movimientos espontáneos, secretos y profundos, la fe es la gran aliada del hombre. No tiene necesidad de conquistar el mundo para imprimir en él el sello de su presencia activa. Fue dibujada por las añejas sabidurías y sus textos decisivos. Uno de ellos dijo emuná. Es cierto, la fe, originariamente, es confianza. Es sola confianza, difusa certeza de que el gran espectáculo que se mueve ante los ojos no es un “cuento insensato contado por un idiota”. La fe sabe, contra todo saber, que el círculo de la creación, la ronda incesante de la vida y de la muerte, la voluntad de ser que se advierte ya en todo lo que nace, el humo fugaz de la existencia individual y las fatigas de la historia, tienen un sentido. Detrás, más allá, por encima, debajo o dentro del más insospechado pliegue de la vida finita, está oculto un sentido que puede ser captado por el corazón que confía. La fe dice solamente esto. Es cierto que para la razón es demasiado poco, es minúsculo, apenas una delgada certeza, un balbuceo, el comienzo de una palabra, un punto. Pero este punto solo basta, no es preciso agregarle más. Es suficiente para reconciliarse con el mundo o inventarlo de nuevo. Basta para empezar, es suficiente este pequeño suelo firme e inamovible contra el nihilismo y el colosal derrumbe de nuestro tiempo. Sentido o confianza apenas son palabras. Sería bueno no jurar demasiado por ellas porque enseguida trataremos de poseerlas como un bien, nos apegaremos a sus resonancias y terminaremos peleando por sus contenidos hasta arrancarnos los ojos. Las palabras suelen interponerse entre nosotros y aquello que nos da confianza.

Pero la fe busca este sentido del modo menos activo posible. Dicho de otra forma: no es buscado sino encontrado; mear aún: es escuchado. Es una palabra que encontramos justo en el instante en que todo el ser se convierte en un gran oído, un estricto acto de atención. La fe es pasividad, un trabajo que se ha vuelto contra todo trabajo, acaso una quietud. O lo que es lo mismo: una acción delgada, imperceptible, un movimiento del ánimo, esa búsqueda que comienza cuando se detiene toda búsqueda y la ansiedad se prolonga en espera. ¿No es acaso verdadero que la naturaleza última de la búsqueda es la espera? Cuando salimos tras un rastro, algo nos dice que podríamos ser encontrados por él. ¿La búsqueda no es un llamado? ¿No esperamos entonces que alguien responda, que la voz descubra nuestro oído, que el sentido encuentre su reposo en nuestra atención, que se recueste en ella y le brinde una seguridad y una calma que antes nunca había experimentado? La fe es la quietud encinta de actividad invisible, el movimiento del oído que busca la voz esperada, o es esta que sale al encuentro del oído, o son ambos que caen envueltos en un abrazo, en la fusión de dos llamas.

O es el encuentro de la semilla y la tierra. Imaginemos el sueño despierto de la semilla, su pasiva actividad, su condición de flor y fruto; pero también la tierra que la acoge, el espacio carnal que la envuelve, la devora y transfigura. ¿Es la semilla la que redime a la tierra de su condición de lecho sin amor o de altar sin Dioses, o es ésta la que salva a aquélla dándole muerte, otra vida? Una vive cambiando y otra permanace muriendo: se trata de un solo e incesante acto que incluye el amor, la muerte y el nacimiento.

La fe es el movimiento de los ojos que salen al encuentro de la luz, y el de la luz que llega a los ojos, y el abrazo de ambos en una mirada que rueda sobre un horizonte que no cambia. Es la prisa de las yemas de los dedos a la búsqueda de una piel y es ésta que viene a la punta de los dedos, y el encuentro de ambos en el gozo unitario que confunde los cuerpos. La fe transita estos caminos: es una voz, una mirada, un toque, una fecundación. No desdeña el lenguaje de los sentidos porque es lo inmediato, lo directo, lo que no usa caminos ni puentes, ni mensajeros: nada que la haga depender do otros, nada que la distancie de la piel, las manos, el oído y la mirada. No quiere intermediarios: ni el guía, el sacerdote, el teólogo o el maestro. La fe barre con todos ellos y los inutiliza, da las gracias por los servicios prestados y los deja haciendo gesticulaciones aburridas. Pasa por encima y va directamente a su objeto: el oído, la mirada, el corazón de los demás. Allí dentro pone una piedra segura sobre la cual podrán edificar nuevamente los hombres.

 

Purificada del poder y la gloria, es la escandalosa certeza del triunfo en medio del naufragio. Fe es la locura orgullosa de los que han perdido pero que, inexplicablemente, no están tristes ni derrotados. Peor aún; miran a los triunfadores con un poco de lástima y los hacen sentir perdedores. Acaso sea ésta la más singular cualidad de la fe. Pasa a través de las derrotas de este mundo como un río subterráneo de agua fresca que preserva de la amargura: la alegría esencial de la vida queda intacta.

Es un ejercicio de contradicciones: un hombre ha caído más de una vez, pero su señorío no sufrió grietas. Aquel otro siente que vacilan sus convicciones, sus ídolos, sus dioses, pero hay un rincón secreto cuyo suelo permanece inamovible: se acurruca en él y espera el momento en que su resorte lo lanzará nuevamente sobre el mundo. Las verdades han caído, pero la fe perdura como un presentimiento oscuro e indefinible que gradualmente se transforma en el deseo, las ganas o la disposición a la conquista de nuevas verdades. Es algo así como una verdad anterior a sí misma, el útero desde el cual ella nace, el movimiento de esa credulidad originaria sin la que no podemos dar los primeros pasos hacia el conocimiento. ¿Cómo es posible que ante los Dioses caídos tengamos fuerzas para crear otros nuevos? ¿Qué patria secreta llevamos en el corazón que nos impide sentirnos extraños aun en el exilio?

Es preciso decirlo: no es la fuerza, pero sí su fundamento.

Tampoco es la verdad pero sí el camino que lleva hacia ella. No es la creencia en Dios sino la posibilidad de que él adopte las formas que moldean nuestras manos. Vivir la fe es sentir un calor hogareño aun en la intemperie, decir que ganamos al ser despojados, es cantar cuando se es herido, poseerlo todo cuando se ha perdido todo, dar gracias incluso a la muerte. Es reconocer que la virtud se alimenta de un defecto, que la finitud nutre a lo eterno, que detrás de lo horrendo se mueve y anima una risa de niño, que la tristeza más grande es el rostro de algo que no es ella misma, que lo incomprensible es sólo el idioma no descifrado aún de un poema de belleza infinita: mañana su significado saltará a la vista. Un hombre encerrado en una prisión dice que se siente más libre que sus carceleros. Otro que lucha por su libertad dice ser más libre que el que la ha alcanzado. Cuando la meta se ha convertido en camino, cuando el fin y los medios se han confundido, entonces el caminar no es sino una sucesión de arribos, una quietud que se traslada incesantemente, un rumbo que camina. Estas son las parábolas de la fe.

 

Aquel hombre lucha por su causa pero sabe que existen otras tan importantes como la suya. Está jugado íntegramente en una acción visible pero confía en sus formas invisibles, secretas y desconocidas. Tengo en las manos un objeto en desuso, gastado, apenas un fragmento o algo más insignificante aun; ese objeto puede ser, sin embargo, la palanca de la creación, el punto decisivo, el símbolo de todo comienzo. La fe cree en lo secundario, tiene ojos para lo insignificante, lo que quedó atrás. Percibe el trabajo genial de un actor que pasa oscuramente por el fondo de la escena. Sabe que toda la obra acaso resida en el juego de aquel actor de comparsa, que la interpretación íntegra culmine en una sola palabra, acaso un gesto, menos: un silencio apenas perceptible.

Podría decirse que la fe es el único órgano de la totalidad. Nos defiende de las desmesuras, impide que cualquier criatura se convierta en ídolo porque las preserva a todas. Enseña que lo que hemos dejado de lado por inerte o inservible cobrará valor un día. Un hombre se halla en el centro del tablado y recibe el aplauso de su tiempo: es la hora del triunfo. La fe es aquello que le recuerda la existencia de lo opuesto. Lo mismo le advierte a aquel que quedó tendido en el barro y en el olvido. Su mirada cubre la totalidad del espectáculo porque se ha desprendido de la ilusión del tiempo. Cuida que no caigamos en sus trampas, que los ojos miren las presencias y las ausencias, la proximidad y la lejanía. Sobre todo, confía en la actividad de lo invisible, de lo que pasa allí al otro lado o que, por demasiado cerca, no vemos.

La fe no es más que un ensanchamiento de la mirada con otros ojos que acompañan a los nuestros y miran a los lados, más allá, abajo, detrás. Es la simultaneidad de las miradas en una sola, es la unidad de los infinitos rayos apuntando hacia un solo centro, un ojo único, un sol cuya luz lo abarca todo y que, por lo mismo, tiene un lugar reservado para alguna mirada extraviada e inédita. También la “indecisa luz” tiene su resplandor en la visión polidimensional de la fe.

 

Nos libra de la ilusión del tiempo, o nos acostumbra a otros tiempos, o a confundirlos en uno solo. Hay el tiempo de la maduración del grano, el de los días y el de las estrellas; hay el de la esperanza de los hombres y también el de la desesperación. La fe los entremezcla y los sumerge en una sola gran rotación. Nos enseña a esperar como los árboles, a saber que vacilamos en jugarnos por una causa que rendirá sus frutos centro de mil años, es por pura impaciencia. Pero también el tiempo de la fe dice ahora y no un distante futuro. Nada promete porque su mundo es el de la certeza y el cumplimiento. Lo que tendrá lugar en otra parte y en otra época, para la fe se ha cumplido ya en este instante. Simultaneidad de los tiempos.

¿Y nuestras imperfecciones? ¿Cómo juega la fe en el ánimo extraviado, la mentira y el crimen? Están cerrados al misterio de la fe los que roban y succionan la sangre y la alegría de los otros, los que tienen abierta la herida de la culpa, los que mienten, los intemperantes, los egoístas, los buscadores de espectáculos, los que vuelven la cara ante la fealdad, los intoxicados de sedantes por temor al sufrimiento, la fatiga, la soledad, la angustia y la compañía de los otros. Podrán recuperarla un día, luego de librar una batalla contra sí mismos. En ellos la fe aparece bajo la dimensión de la lucha contra el olvido. Es el hombre enfrentándose a sí mismo, dudando, reconociendo que debe pasar por un fuego purgativo, debe arrancar las costras de su segunda piel y despertar a su naturaleza: ser nuevamente el habitante de las tierras sagradas. La fe le llama a la confianza en sí pero también lo ayuda con el testimonio de los otros: a nuestro lado hay rostros y actos de quienes son ciudadanos de aquellas tierras. Vale la pena seguirlos: imitarlos es un modo de ser fieles a nosotros mismos.

 

La sabiduría de la fe sólo tiene ojos para ver en cada ser humano su realidad sagrada, única e incambiable. Todos son hijos de un mismo centro, criaturas con un rol divino desde toda la eternidad, absolutamente necesarias, nada gratuitas. Ella dice que no puede faltar nadie ni nada de lo que viene a la creación: ni los vivos ni los muertos, ni los enfermos, ni los deformes, ninguno de los ensayos frustrados de la naturaleza. Nadie puede estar ausente del formidable convite. Con los ojos de la fe todas las criaturas son iguales, ni un palmo una más alta que la otra. Tanto el criminal como el redentor tienen el mismo peso para la economía de la creación. Más allá de la grandeza, los méritos, las virtudes, las conquistas y los bienes del mundo, la fe percibe la santa desnudez de la condición humana.

Su acción no es estruendosa, carece de movimientos exagerados, esconde la mano, trabaja en los escondrijos mayores del alma, en sus zonas más íntimas. Esta es su simplicidad difícil, su claro afán, su pequeñez. Pero también aquí radica su grandeza y su arbitrio escandaloso. Ama las contradicciones, las extrema y de pronto las atraviesa con un rayo de coherencia meridiana. Frecuenta la sinrazón, y la locura pareciera su hogar. ¿No resultan sus actos un desafío a la razón, un grito de extravío ante el cual la razón no puede sino resistirse porque pierde pie, trastabilla y cae?

 

La razón es “sierva del diablo” había dicho Pedro Damiani al ver que no aceptaba someterse a la fe. Peor fue cuando se convirtió en una sierva del Poder porque entonces se identificó con la sinrazón. Pero tanto una como otra servidumbre —a la fe o al poder— resultaron siempre infamantes. ¿Había acaso alguna justicia en esta doble exigencia? De ningún modo. Nada hay en los cielos ni en la tierra que desde fuera de la razón legitime su caída mendicante.

Porque la razón no tiene otro punto de partida ni otra condición de existencia que no sea su soledad total y su soberbia absoluta. Es originariamente una visión, un impulso totalizador, englobante, una coherencia que quiere abrazar en un solo vocablo-mirada la salpicadura de los entes, el conjunto abigarrado de las criaturas y las cosas. La teoría es el paso delgado que va del caos al cosmos, del no-saber a la pregunta, de la pregunta a la respuesta, de los ojos cerrados a los ojos abiertos. Nace cuando cobra forma este acto simple: el de la libertad de la mirada. La razón se constituye en el preciso momento en que camina por sí sola y no acepta subordinación alguna, ninguna soberanía mayor que la de sí misma: ni la naturaleza, Dios, la historia, los hechos o los hombres. Está encima de todos ellos para poder servirlos mejor. Su naturaleza está hecha de soledad e independencia. No acepta compañías, no pacta con nadie, desconfía de todo, su señorío es incondicional. Por eso es que en las filosofías mayores de Oriente y Occidente, el nacimiento de la razón aparece identificado con el de la libertad.

Pero la soberanía de la razón se convierte en locura cuando se confunde con la soberanía del Poder. Se degrada toda vez que sella una alianza con el poder político, eclesiástico o económico. La razón sólo se ejerce plenamente a través de un acto de pobreza. Sólo el ascetismo otorga libertad. En cambio muestra su cara tortuosa cuando presta su nombre para el asesinato, la conquista o la suma del poder público. La razón hegeliana imperó soberana cuando quiso organizar la historia en una comprensión totalizadora, pero se prostituyó al convertirse en el instrumento de la voluntad hegemónica del Estado prusiano. Sus profecías, en este último caso, no fueron más que las obsecuentes gesticulaciones de un cortesano, un provincianismo de la razón. Aquí no es el filósofo el que habla, un príncipe lo hace en su nombre. Una filosofía oficial, un saber del Estado, la teoría de un partido, son los signos de una abolición de la filosofía.

 

La razón se aparta de los entes, rehúsa confundirse con ellos, pone distancia. De ahí su enorme libertad pero también su limitación. No otro es el drama de la razón; se dirige a un objeto, intima con él para apresarlo y conocerlo, pero no puede aproximarse demasiado porque si se produce el contacto quema sus alas. Este es su ritmo: se acerca al objeto pero siempre quedará alejado. Conocer es penetrar en la realidad mediante un ejercicio que nos pone necesariamente fuera de ella. El latido de la cercanía y la lejanía, esta es la cruz de la razón. Otros caminos llegan más cerca del núcleo de lo real: la sensibilidad, la intuición, el sentimiento. La razón quedará siempre en los umbrales. Aun enamorada del objeto, nunca experimentará la entrega total. El reino de la fe es el de la inmediatez, el de la razón es la distancia. Su condena: quedar afuera. Su grandeza: ser siempre algo más, un más que se le agrega a la realidad. Es un residuo teórico, un sobrante no susceptible de integración alguna. Pero sólo mediante este residuo el mundo cobra la suficiente perspectiva como para vivir la aventura de conocerse a sí mismo.

La razón rehúsa la entrega incondicional propia de la fe. No inicia ningún trayecto sin imponer condiciones. Da un paso tras otro usando sus propios instrumentos porque no los acepta de prestado. La fe confía pero la razón desconfía. Pone todo en tela de juicio, amenaza malquistarse con todos y termina dudando de sí misma. No cree en el testimonio de los sentidos, ni en su propio lenguaje, y es severa con el proceso que dentro de sí culmina en el lenguaje. Es cautelosa como un miope por exceso de vivacidad en la mirada. El don de la duda alimenta sus verdades, la aptitud para la vacilación es el secreto de su energía: no hay que buscar en otra parte la base firme desde la cual pudo librar la milenaria guerra contra la ilusión, el error y el caos.

 

El llamado de la razón no tolera el mutismo, el de la fe sí. La razón quiere ser escuchada, busca a su interlocutor, golpea una y otra vez sobre las puertas del enigma o del problema, y se queda esperando con el oído alerta. No abandona su puesto hasta encontrar la respuesta. Es empecinada, aviesa, despectiva, grita de igual a igual a la realidad, no inclina el cuerpo ni baja la cabeza. La fe puede ser humilde porque su meta es más ambiciosa. No se conforma con el hecho de que la realidad hable o sea descripta sino que deberá mostrar el rostro. Cuando la realidad queda escondida y en silencio, la fe termina aceptándola porque si no ve su rostro, sí sabe su nombre: Dios. Acepta su ocultamiento porque a pesar de todo valía la pena el intento. “Dios sólo es Aquel a quien nunca se busca en vano, aun en el caso de no hallar la respuesta” escribió San Bernardo.*

  • Solus est Deus, qui frustra nunquam quaeri potest, nec cum invenieri non potest. De consideratione, 1. V, c. XI, n° 24.

La razón es locuaz y diurna, va de la plaza pública al taller de trabajo, sin cambiar de traje ni actitud: espera que la realidad responda, no en el lenguaje cifrado y oracular de la fe, sino mediante conceptos de uso universal, palabras claras y la coherencia del discurso. La razón es laboriosa, cree en el esfuerzo más que en el rapto, en la producción del conocimiento. Viste a la realidad para comprenderla, le aterra y enceguece su desnudez silvestre, su desorden originario. Sólo la conoce luego de cubrirla, de convertirla en objeto y de transformar el enigma en problema, el caos en cosmos, la vida en esencia. Lo que equivale a decir que la razón no puede sino conocerse a sí misma, que no sale de su propio cono de luz: ve su propio resplandor y sólo conoce aquello que aparece condicionado por su juego. Pobre razón prisionera de su propio reino.

Una vez llegó hasta los muros y quiso atravesarlos, ir más allá de sí misma y ver el espacio exterior, la realidad desnuda. Pero quedó desarticulada, se la encontró muerta y con los ojos desorbitados. Acaso por fatiga o deslumbramiento. El testimonio de sus vanguardias, de los que se acercaron más al abismo, nos dice que se trata de una razón alucinada cuyo dominio verdadero es la poesía o la religión. Pero los filósofos audaces que se atrevieron hasta sus límites pagaron la hazaña con el silencio o la locura.

No es razón la que no se proyecta en el universo del discurso. Una fe que hace hincapié en él, no es auténtica fe. La razón es discursiva, se mueve hacia afuera, hacia la luz abstracta del concepto. Por las avenidas geométricas del concepto, sometidos a sus regulaciones y vigilancias, pueden transitar y encontrarse los hombres. Es cierto que existen los sobreentendidos, que es demasiado espesa la sombra de lo que no se expresa en el habla. Pero la razón se vuelve hacia lo oscuro e intenta llevarlo hacia la superficie, convertirlo en reverberaciones geométricas, estructuras analíticas, conjuntos ordenados sobre los cuales se levanta el formidable edificio de la ciencia.

La razón no mira hacia la vida sino hada el reino intersticial que se levanta entre ambas: el del objeto. Su meta no es la realidad sino las esencias. Su instrumento no es la palabra hablada sino una formalización depurada y abstracta. Prisionera de lo universal no puede detenerse en lo particular, ni en los individuos. Necesita seguir su camino hacia lo general, la ley, el conjunto, o la estructura. La pura singularidad, el único, permanecen exteriores al asedio de la razón. En algunos momentos, los objetos de la mente y las formas ideales se adaptan a la realidad y la expresan. La razón la reproduce con tal fidelidad que aun en los mínimos pliegues del concepto percibimos las contracciones de la vida. Es el instante de las grandes filosofías. Pero en otras circunstancias, la realidad muere al convertirse en objeto, es aplastada por una red de abstracciones: una rígida escolástica paraliza sus movimientos.

 

La razón exige coherencia, construye orgánicamente a partir ¿e un fundamento. Parte de una evidencia sobre cuya base se levanta un edificio teórico, un sistema de ideas. Este principio unificador es el que falta a la razón de nuestro tiempo y por dio mismo aparece fragmentada en un conjunto de razones parciales que, para colmo, nada tienen que ver entre sí: la razón matemática, la científica, la razón histórica, la técnica. Atiborrado de “racionalidades” de todo tipo, nuestro tiempo no tiene una razón suprema o, si se quiere, un principio totalizador. Y no puede tenerlo porque carece de una base de común credulidad. Verdades, ideas, estructuras, todas igualmente- precarias: les falta la evidencia.

En este punto en que la razón persigue no la verdad sino la evidencia, se mueve en un terreno más profundo, el de las respuestas últimas; terreno que también frecuenta la fe, porque quiere convertirlo en certeza inmediata y experiencia. En efecto, la evidencia se mueve en la línea esfumada e imprecisa en que las tierras de la razón se confunden con las que están fuera de su alcance. Es algo que toca a la razón como desde fuera y Ja despierta, una verdad en la que la razón no puede sino creer porque su presencia es demasiado fuerte. El volumen de lo real se recorta con nitidez y se nos impone. La razón ha topado con la evidencia: es la visión de un instante, el momento en que lo real se muestra y la razón lo acata, aunque no sepa cual es su origen. Luego vendrá la tarea en que será proyectado y desenvuelto con los instrumentos conceptuales: será convertido en hipótesis, luego en idea y finalmente en verdad.

Ante la verdad la razón discurre, pero ante la evidencia calla. Y es porque la evidencia se mueve en esa “tierra de nadie” en la que se confunden la razón y la fe. La realidad toda habla un lenguaje de muda coherencia: ella misma no es una prueba, pero sí el sostén y fundamento de toda prueba. La evidencia es la presentación instantánea de una verdad que aceptamos como un todo, aun cuando sus partes no hayan sido recorridas ni examinadas. Esta certeza de una razón que se remite a lo evidente, a un originario acto de confianza en el fundamento, no es un movimiento distinto del de la fe. Porque hay algo que no se pone en duda sino que se manifiesta autoevidente, penetra en el ejercicio de la razón y hace posible que ella inicie un largo camino de dudas, hipótesis, experimentos y pruebas. Un originario asentimiento que hace posible un ulterior trayecto de disentimientos. Si por el contrario la razón sigue un camino retrospectivo, y regresa por una cadena de razonamientos a su fundamento inicial, descubrirá que esta secuencia de ideas se remonta a un origen auto- evidente, no fundado porque él mismo es otorgador de fundamento, es un principio organizador de la totalidad del discurso.

En unos casos se dice que es un contenido que la razón pone, en otros que acepta; pero él mismo no es examinado, porque es la posibilidad misma de todo examen posterior, la garantía mayor del ejercicio de la inteligencia. Ella no descansaría con su solo hallazgo como ocurre con la fe, pero no podría iniciar su camino especulativo sin partir de él. Este secreto ingrediente común a la fe y que actúa en el corazón de la inteligencia, es el que vitaliza a esta última y le permite construir concepciones del mundo, sistemas de explicación válidos para un largo período histórico. Sin esta credulidad básica, no serían posibles las incredulidades de la razón; sin aquella originaria confianza, no podría operar como el principio mismo de toda desconfianza. Sin este íntimo y oscuro elemento de la fe, la razón dejaría de ser el órgano de la verdad y del sistema, de la coherencia y del discurso, para convertirse en un frío bizantinismo acumulador de argumentos, un tejido de argucias, de opiniones de igual valor, de criterios humorales. Sin el ingrediente de la fe, la razón es una expresión del nihilismo.

Este ingrediente originario es el que le falta a la razón contemporánea. La fe, actuando en el seno de la razón, es la fuerza del creer, el poder de la confianza, el movimiento de la evidencia emergiendo desde el oscuro fondo del pensar, es la credulidad que conferimos a nuestras razones antes de que se constituyan como tales, es el acto por el cual sabemos que la razón se vincula con la vida: el punto en el que vivir y pensar confluyen. La separación de estos términos entraña el drama mayor de nuestro tiempo. Porque condena a la vida a debatirse en las mediocridades ciegas y torpes del activismo y del emocionalismo, y a la razón en una esterilidad lúdica, bizantina, lujosa y estéril.

 

Nihilista es una razón que ya no tiene fuerzas para creer en sus propias razones, pero que tiene el suficiente desgano como para admitirlas a todas. Nihilista es el grito de una rebeldía que se juega sin importarle cual sea la causa, y también la locura de aquel pensar que hace del coraje un criterio de verdad. Tal demostración de empuje no es otra cosa que la debilidad de una razón que renunció a sí misma.

La razón no puede enfrentar al nihilismo sin apelar al poder secreto de una fe que la mueve a creer en su salud, en la seriedad de su trabajo. No puede pensarse a sí como instrumento de conocimiento si no se otorga un crédito mínimo, una rudimentaria confianza. Al actuar de este modo se asume como principio de selección, de distinción, de evaluación comprometida: comienza reconociendo que la verdad del Todo implica no haber examinado cada una de las partes, que debe caminar entre términos que son unos falsos y otros verdaderos: no obstante enuncia una verdad del Todo. Una razón en movimiento saludable, indica que echó mano a un ingrediente que no es ella misma y con el que debe contar. Nuevamente, la fe está en el comienzo de la razón, y es el recurso más eficaz contra una actitud que tanto niega a las verdades como las acepta a todas.

Cuando la razón supera al nihilismo, ejercita el poder de la opción, descubre su verdad y la convierte en una causa, es porque por sus venas corre la sangre de la fe; por supuesto que no de las “razones” de la fe sino de su poder originario. Hay fe en toda aventura genuina de la razón porque en el momento mismo en que decide la afirmación de un componente de la realidad, tuvo que asentir a sus partes restantes sin someterlas a juicio ni verificación. Es claro que verificar cada elemento de la realidad resulta imposible porque ella es inagotable. Si la razón, a pesar de esta imposibilidad, no renuncia a aquella afirmación, quiere decir que cede a la fuerza de la fe: ha decidido que la realidad aparezca bajo la forma de la evidencia espontánea. Se le otorga respaldo al juicio que se da sobre toda la realidad, aun cuando no se hayan examinado cada una de sus partes. La decisión fundada en una evidencia, engloba la realidad sin haberla agotado. No otro ha sido el camino recorrido hacia las grandes fuentes del conocimiento metafísico. Este escándalo de la razón generando respuestas últimas, sólo fue posible mediante esa cordura de la fe que saludablemente se mueve en su centro.

La razón que transita por los terrenos de la fe, que no teme confundir sus respuestas con los contenidos de ésta, y que elabora una sabiduría de los fines últimos, puede ser llamada razón contemplativa. Importa fortalecerla frente a los avances de la razón técnica. Esta última amenaza convertirse en el modelo arquetípico de toda operación racional, de todo verdadero conocimiento. Sabemos que la técnica, esa formidable aventura del hombre, tiene su origen y fundamento en el ejercicio de una lógica que cuantifica la realidad, la reduce a términos homogéneos y procura expresarla con una simbología conceptual exacta. Mediante la organización y el planeamiento concluye, finalmente, dominando la naturaleza y aprovechando sus recursos. La razón técnica viene a ser, en suma, una síntesis de cuantificación y voluntad de poderío.

La razón contemplativa no cuantifica la realidad sino que respeta sus matices cualitativos. Sus expresiones conceptuales son ambiguas. Por lo general es permeable a los contenidos irracionales, a las intuiciones de la fe, a los saltos de la imaginación y el vaivén de los sentidos. Muchas veces acepta el testimonio de experiencias que no pueden ser sometidas a verificación empírica. Esta razón no quiere violentar la realidad sino contemplarla, conocerla, recorrer sus pasadizos secretos, sus pozos de grandeza e inmundicia; y si es menester cambiarla, quiere hacerlo mediante la intensidad de su propia contemplación.

Ambas razones son valiosas para la vida humana. Pero a raíz del progreso tecnológico y sus éxitos sorprendentes, no es raro que la razón técnica ceda a la soberbia: invade entonces el terreno de la razón contemplativa y rechaza sus productos como juegos fantásticos e inútiles, como supercherías metafísica o religiosas carentes de sentido. Hace de sí el modelo de todo auténtico conocimiento. He aquí las consecuencias: en lugar de iluminar la realidad termina oscureciendo sus infinitos matices, en lugar de dignificar al hombre lo empobrece y deshumaniza hasta convertirlo en un número. Esta hipertrofia de la razón técnica provocó, en buena medida, la reacción explosiva de los irracionalismos políticos, estéticos y juveniles que hemos conocido en las últimas décadas.

Por otro lado, se sabe que a la razón técnica no le interesan los fines. Ella se agota en la mera producción y perfeccionamiento de bienes e instrumentos. El ahondamiento de este proceso puede llevar a que una sabiduría de los fines últimos del hombre (la verdad, la belleza, lo bueno y lo sagrado), sea sustituida por una cultura de medios instrumentales que se refinan y perfeccionan hasta el infinito. De este modo se nos ofrece vivir en un mundo productor de utensilios que caducan reemplazados por otros más perfectos y que pasan, cada vez con mayor rapidez, a la condición de chatarra. He aquí lo trágico: este proceso de sustitución vertiginosa envuelve también a los hombres. Paralelamente crece el número de chatarras humanas ya que sus experiencias y conocimientos devienen obsoletos a corto plazo. Aumentan cada día los hombres —que aun sin ser viejos— y las cosas —que aun sin haberse gastado—, quedan tirados y en desuso, fuera de la circulación de la vida. La cultura tecnológica, que ha exaltado la vivencia de la innovación hasta niveles inauditos, también impuso, con ribetes dramáticos, la vivencia humana de la caducidad. Muchas existencias lozanas quedan paralizadas porque no pueden correr al ritmo de actualización y puesta al día que la vertiginosa innovación técnica impone a todas las restantes formas de la actividad cultural.

Un sistema que idoliza el perfeccionamiento infinito de sus instrumentos termina en el canibalismo y genera una superficialidad masiva de la vida humana. Crea un tipo de hombre atrapado en la complejidad de los medios, y cerrado a aquellas experiencias últimas que justifican la aventura humana y la hacen digna de ser vivida. En esta dialéctica entre la razón técnica y la contemplativa, es preciso asumir a esta última como el esfuerzo por despejar un horizonte histórico de chatarras, recobrar el sentido de la continuidad valiosa de todas las etapas de la vida humana, rescatar el sentido totalizador del pensar, lanzar la vocación filosófica hacia el extremo, y ahondar las posibilidades de nuevos e inéditos encuentros del hombre con la verdad, la belleza, el bien y lo sagrado.

 

Con todo, no debe ocultarse que la razón contemplativa ha perdido gravitación en el cuadro general de la cultura. Tiene escasa vigencia en un mundo ganado por el emocionalismo y el activismo. Los arquetipos de la hora no son el hombre de la reflexión, sino los conductores de altos voltajes de la emoción y de la acción. Arquetipos de la emoción: cantores, ídolos, líderes que generan un delirio colectivo; gurúes, curanderos y santones que otorgan una felicidad instantánea o a corto plazo; experimentadores con drogas que producen éxtasis; psicólogos que prometen catarsis y descargas liberadoras; buscadores de la “identidad” a través del bienestar con la pareja; estetas que procuran estremecer al espectador con truculencias y pornografía; actores que infatigablemente saltan del estupor a la interjección, y de ésta a las lágrimas constituyendo un círculo vicioso; el homo ludens por doquier enseñando a asumir la vida como juego, gratificación y erotismo. Arquetipos la acción: deportistas que convierten el deporte en una mística; revolucionarios permanentes que hacen de la tarea política el desiderátum de toda actividad transformadora; activistas que quieren convertir al arte, la religión, la política, la filosofía, la ciencia y la enseñanza, en acción callejera, espectáculo público, movilización y estado de asamblea, predicadores de “buenas nuevas” que hacen de las audiencias multitudinarias un criterio de verdad; redentores sociales que multiplican la labor proselitista en una gimnasia guerrillera; militares imbuidos de una misión heroica y caballeresca; ejecutivos y hombres prácticos que se mueven sin cesar atraídos por la estrella del provecho y la eficacia.

En esta galería de triunfadores y dueños del momento, la imagen del hombre de la reflexión cuenta bastante poco. Pensemos en el destino de ese órgano tradicional de la razón especulativa que es la filosofía. Ella ha dejado de constituir un sistema de ideas orientadoras de la vida contemporánea. Además, son muy pocos los que aún le reconocen aquella función señalada por Hegel: la de ser autoconciencia conceptual de su tiempo. Para todos estos menesteres, ha sido sustituida por ciencias humanas como la sociología, la economía, la antropología cultural, la psicología y la politicología. En un mundo de sociedades crecientemente muchedumbrizadas y tecnificadas, que idoliza la producción de bienes de consumo y parcela el conocimiento en una serie de áreas incomunicadas, es muy frecuente que se rechace al filósofo como al fabricante de visiones totalizadoras que nada tienen que ver con la realidad. Si la filosofía halla uno de sus orígenes en la humana apetencia de poseer una visión de la totalidad y una teoría del fundamento último, parece evidente que el hombre de nuestros días satisface tal apetencia metafísica con los variados productos que le ofrecen las disciplinas señaladas. (De donde se advierte que, paradójicamente, el auge de la ciencia no concluye neutralizando a la metafísica sino sustituyéndola con productos cuyo empleo bastardo la ciencia misma no puede controlar.)

 

¿Qué hacer para que el filósofo supere esta marginalidad, la tarea de la razón contemplativa se vuelva decisiva y se note su presencia en la vida social, política, literaria y científica de nuestros días? A esto puede responderse tanto desde el lado de la sociedad como desde el de la filosofía. Es decir, preguntar por las condiciones objetivas necesarias para que la sociedad se haga receptiva a la labor filosófica; o bien, por las exigencias subjetivas que debe satisfacer individualmente el filósofo para que su palabra fuerce la atención de sus contemporáneos. Parece más legítimo y substancial encarar este segundo aspecto de la cuestión.

El hombre de la razón contemplativa debe enfrentar su marginalidad histórica, examinar sus rasgos, tomar conciencia de ella y convertirla en el punto de partida de una nueva aventura espiritual. Puede sacar partido de su impotencia y hacer de ella el origen de un poder insospechado, de una experiencia radical: la de una libertad especulativa sin reservas. Si la filosofía ha sido olvidada en nuestro tiempo, quiere decir que su pasado no se impone ya al pensador con la fuerza de una tradición viva, prestigiosa y coactiva; está allí, neutralizado, inoperante, borroso, y es el filósofo quien decidirá qué dimensión de ese pasado deberá ser rescatada, qué línea de ideas continuada. En razón de su desamparo, el espectro de las posibilidades es mayor: puede “elegir” su tradición, “crearla” retrospectivamente, dar vida a los fantasmas del ayer, y sacar de sí un orden de coherencias con verdadera solidez fundante. Esta libertad del filósofo, fruto de su marginalidad, es una invitación a la más notable de las aventuras creadoras.

También puede asumir su pobreza como un ascetismo que lo libera de una cargazón metodológica que, con frecuencia, asfixia a la razón en lugar de estimularla. Se trata de que la razón recobre la espontaneidad de sus movimientos, se contamine de la fe, la imaginación y la locura. No debe aplastar a la locura como a una enemiga sino frecuentarla, alimentarse a veces de sus toxinas, y ponerla finalmente de su lado. La razón debe recuperar una sabia simplicidad contemplativa que la haga una mirada abierta al todo y a un fundamento que no cambia. Durante varios siglos se orientó hacia lo mutable: la historia, el tiempo, la existencia. Ahora debe mirar hacia lo inmutable, el extremo, lo igual a sí mismo y absolutamente valioso, lo que puede ofrecer una base firme para que nuevamente los hombres organicen la aventura de definir el bien, la belleza y lo sagrado.

Que la filosofía busque la inmediatez táctil del objeto extremo y distante, que se adhiera a las cosas imitando la fidelidad silenciosa y extática de los sentidos, la experiencia oscura y reconcentrada de la fe, y se cierre sobre los enigmas que lastiman nuestra piel o la de nuestra circunstancia histórica. He aquí la tarea: buscar para la reflexión un tema, un misterio, un punto de partida visible, directo, entrañable; ahondar en él con todas las fuerzas de la inocencia, de quien tiene la ilusión de ver por vez primera y ser el destinatario de una verdad inédita. Entrar a solas en la pregunta, dejarnos caer lentamente en ella, recorrer su laberinto, asediar al núcleo último y volver con el esquema de su íntima coherencia. Y sobre todo: saltar el cerco de las especializaciones, tomar el material que se considere valioso sin pedir permiso a sus guardianes.

 

El hombre de la razón contemplativa es sensible al drama de la ciudad que lo compromete como hombre y como filósofo. Vive este drama en la piel de su pensamiento y quiere sublimarlo en problema y respuesta. Pero esto no quiere decir que su labor se convierta en una reflexión sobre el ser nacional o en la expresión mediúmnica del alma colectiva. “Ser nacional”, “alma colectiva”, “espíritu del pueblo”, son baratijas metafísicas que el filósofo puede desdeñar sin remordimiento. Por lo general, son metáforas especulativamente inocuas; pero se vuelven peligrosas en virtud, de su brumosa vacuidad. Como pueden ser llenadas con contenidos ocasionales y las intuiciones más diversas, del “alma nacional” se puede predicar cualquier cosa siempre que se ponga un énfasis emotivo en su enunciación. Se trata de un lenguaje caro a sociólogos confusos, a dirigentes de deportes que despiertan un fervor multitudinario, a entusiastas folkloristas, a políticos necesitados de fórmulas que aporten la síntesis de muchos contenidos prestigiosos, a funcionarios de la censura y hombres de inspiración providencial. Estos últimos prefieren fundar la legitimidad de su aspiración al Poder (o su perpetuación en él), no en el consenso razonado y computable de los individuos sino en su identificación mística con el “alma del pueblo”. Se empieza creyendo en la “volonté générale” y se termina acatando la “raison d’État”, se comienza en el “Volksgeist” y se concluye en “Der dritte Reich”, Adolf Hitler y los campos de concentración: aquí terminan purgando sus faltas los hombres que no son capaces de integrarse en el Gran Cuerpo Colectivo, ni vivir el éxtasis de su fusión en el Todo Social. Nada más tóxica que esta conceptuación inocente y sentimental. Por lo general suele apelarse a este repertorio de metáforas oscuras cuando se quiere montar una legislación represiva, fortalecer la voluntad de un tirano, mutilar películas y obras de arte, prohibir la circulación de libros o someter ciudadanos a la condición de inadaptados dentro de las propias fronteras.

 

Es preciso alertar contra los que postulan que la filosofía debe estar esencialmente “al servicio de” una causa histórica, y todo el horizonte especulativo limitado por las necesidades de su comunidad. Uno de los mayores peligros que se ciernen sobre el quehacer filosófico, en los países jóvenes sobre todo, es la prisa con que se lo quiere convertir en ideología. En tal caso, la filosofía sólo sería valorizada como instrumento de un determinado ideal histórico: sea la revolución social, la sociedad sin clases, la liberación latinoamericana, la toma del Poder, la instauración del socialismo, la supremacía del Occidente cristiano, la democracia, la lucha contra el imperialismo o la difusión de una economía de libre concurrencia. Entiéndaseme bien: no quiero decir que estas metas sean deleznables. Ellas pueden ser legítimamente asumidas por las diversas voluntades históricos; incluso ser fecundos motivos de reflexión cuando aparecen problematizadas y sometidas a un prolijo cuestionamiento. Pero si tales metas o proyectos sociales se cuestionan a sí mismos, se convierten en absolutos históricos que paralizan toda la filosofía. Aparece entonces la degradación ideológica que le exige ponerse “al servicio” del cumplimiento de cierta meta privilegiada. Y como esta praxis privilegiada es propuesta por los activistas de la Revolución o del Dinero, lo que se pide es la lisa y llana subordinación de la teoría a los poderes de la acción.

La ideología revolucionaria considera que la misión de la filosofía no es “interpretar” el mundo sino “cambiarlo”; la ideología reaccionaria sostiene que es preciso “dejarlo como está”. Pero ambas coinciden en que la filosofía no debe “interpretar” el mundo sino someterse a los imperativos del cambio o del status-quo. Ambas desconfían de ella porque saben que se origina en una actividad insumisa de la razón frente a toda autoridad extraña. La actividad filosófica se revela como una insaciable búsqueda de la verdad, un preguntar constante, un severo y metódico afán de conocimiento, un empeño por llegar al fundamento de la realidad. ¿Y qué es esto sino un testimonio de rebeldía, un corrosivo cuestionamiento de lo dado, de lo establecido, de lo que sólo se sostiene por el peso de su propia muerte? Sabemos que una gran filosofía se constituye a partir de un examen libre y de una libre aceptación de las respuestas. Se trata de un acto de autonomía que no acepta menoscabo. Tanto la ideología revolucionaria como la reaccionaria, es decir, tanto los activistas del “cambio” como los del “status-quo”, conocen esta vocación rebelde de la filosofía y la desdeñan como una actividad inútil, molesta, disconforme. Empleando un lenguaje despectivo, también coinciden en repudiar al filósofo como un marginal, un “outsider”, un indiferente encerrado en su torre de marfil, perdido en “las nubes” de las ideas y distante de la realidad.

 

Acaso una de las mayores tareas del filósofo en la actualidad es dar testimonio de la razón contemplativa como una teoría que resulta operante justamente porque no se somete a los imperativos de la acción. Cuando la ideología afirma que los filósofos solamente han “interpretado” el mundo y que lo que corresponde es “cambiarlo”, pasa por alto que la “interpretación” es ya un cambio del mundo. No hay dos momentos separados: la teoría, pasiva, y la praxis, activa. Toda gran teoría filosófica es, en sí misma, operante. No existe una actividad teórica aislada, indiferente, por un lado, y una praxis transformadora instalada en la política o la economía, por otro. La filosofía, toda vez que interpreta la realidad con hondura y objetividad, la cambia explosivamente. Las ideologías de la Revolución y del Dinero son expresiones de un miedo a la razón; tienen conciencia de su poder operante y por ello exigen su sometimiento.

La figura de Sócrates sigue teniendo el valor de un paradigma. Entregado a la teoría, buscando la verdad en diálogo con los hombres, conversador trashumante, fue el mayor fermento de transformación del mundo antiguo. No se metió en la vida pública ni quiso hacer revoluciones políticas o militares. Fue solamente un pensador. Pero toda una concepción del mundo y de la vida saltaron por el aire bajo la acción de su pensamiento. El caso de Sócrates se repite en el de los grandes nombres de la filosofía: Platón, Aristóteles, Tomás, Descartes, Pascal, Leibniz, Spinoza, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Bergson, Heidegger. Ellos dieron testimonio del poder transformador del pensamiento, sus interpretaciones cambiaron el mundo. Con razón se dijo que la Revolución Francesa se hizo antes en los autores de la Enciclopedia, que una revolución se hace en las mentes y luego sale a las calles.

La tarea de la razón contemplativa en nuestros días debe aprender la lección de estos grandes nombres. Y si su empeño definido es cambiar el mundo, entonces debe hacerlo con el poder de un pensamiento que no quiere someterse a ninguna acción de cambio del mundo. Esta autonomía de la teoría le dará mayor fuerza transformadora. Sólo un pensar que se respeta a sí mismo y se mantiene leal a su propio ritmo, que no acepta ser forzado por las urgencias ni cae en las trampas tendidas por aquellos superficiales que en materia filosófica únicamente saben pedir opciones políticas o éticas, sólo un pensar está en condiciones de otorgar nuevas bases para la acción y prefigurar un mundo distinto. Quien no está determinado por meta histórica alguna es el que puede engendrar nuevas metas o enjuiciar las antiguas.

Se trata de una razón que debe tener soltura para vestir todos los disfraces: desde el de príncipe del saber hasta el de mendigo, de perseguido, de vagabundo o de loco que ha perdido la razón. Sólo de este modo ella podrá recorrer los rincones de la ciudad, no dejar puerta alguna sin golpear, echar sondas en los abismos, e incluso caer en el éxtasis de una verdad absoluta, es decir perderse y esclavizarse voluntariamente. En suma, una razón que no pacta con ningún poder de la tierra porque ya pactó con lo desconocido, con las apenas audibles gestaciones del extremo o las honduras de la historia. Sin militar en causa alguna, quiere libertad de movimientos para saltar sobre la presa en el momento imprevisto: aun cuando vuelva con las manos vacías y termine degradada en la inutilidad del más bizantino de los ejercicios.

 

Que el filósofo encare orgullosamente esta ineficacia de la razón contemplativa como la eficacia mayor. Su utilidad viene de su inutilidad, su enorme poder práctico deriva de su condición de teoría. Que no reniegue de la filosofía como interpretación y autoconciencia del mundo. Esta es su estructura originaria: un conocimiento que es un fin en sí mismo, jamás un medio, y que se resiste a ser instrumentado por un imperativo exterior a su propio juego. No debe subordinarse a las exigencias de la acción, la moral, la política, la economía o la religión. Que el hombre de la razón contemplativa tenga el coraje de asumirla con una dignidad absoluta. No debe temer el reproche de los activistas de la Revolución o del Dinero que lo enjuician por su soledad meditativa exigiéndole compromisos, militancias o la adhesión a alguna violencia redentora. Estos últimos son seres de opciones definidas, sus metas son inmediatas y precisas, eligen constantemente en favor de unos hombres y en contra de otros. Pueden silenciar verdades si así lo exige el logro de un objetivo o distorsionar la historia si esto contribuye a difundir determinada imagen colectiva. El filósofo, en cambio, no puede silenciar verdades sin correr el riesgo de autodestruirse. No acepta el condicionamiento de los partidos ni se adapta a sus estrategias. Cuando se acerca a la acción y elige un papel en ella, casi siempre resulta el más apto para los disconformismos y las rupturas: su adhesión nunca es incondicional. Este carácter hace del filósofo el eterno sospechoso, el hombre del que se desconfía en el seno de los grupos, las cofradías y las instituciones. Rechaza la complicidad, el éxtasis de sentirse perteneciendo a un alma colectiva porque quiere, sobre todas las cosas, resguardar la claridad de su mirada. No teme quedarse solo; quiere mantener la cabeza fría en el ardor de las pasiones. Acaso la labor filosófica no consiste en otra cosa que en este sencillo y difícil ejercicio: mantener la claridad de la mirada.

El maravilloso poder de la mirada da testimonio de la luz, crea el contorno de las cosas, les otorga existencia. Olvidada de sí misma, incondicionalmente abierta hacia lo otro, ella sólo se prohíbe el ocultamiento. Con libertad infinita salta del movimiento a la quietud, desgarra lo oscuro, y la realidad la desvelada por una imagen, colonizada por un concepto. Sé que esta acción invisible de la mirada no tiene la atracción de las acciones visibles y públicas; no posee la contundencia de un operativo militar o guerrillero, ni el redentorismo de praxis revolucionaria, ni el significado de la explosión terrorista o la movilización insurreccional con sus proclamas fervientes y el inevitable llamado a la liberación de los oprimidos. Es cierto: muchas veces el hombre de la mirada teórica no puede sustraerse a la fascinación del activista que aparece como el hacedor de la historia, el dueño de los hechos; la contemplación se le ocurre una huida, el “gris” de una teoría del “árbol verde de la vida”.

Pero el filósofo se recobra cuando percibe la dignidad absoluta de su causa y la defiende con uñas y dientes. Sabe que la vida circula por su mirada insobornable y advierte que la transformación que sacude al mundo también pasa por su pensamiento. Teoría y praxis no son distintas: la contemplación es una acción callada y el movimiento de las calles es una mirada que decidió abrirse en actos.

El hombre de la razón contemplativa debe llevar más lejos su vigilia hasta descubrir las trampas de la acción, sus formas falseadas. Con bastante frecuencia el desenfreno activista es la máscara joven de una confusión senil, el fruto tardío y descompuesto de miradas envejecidas, de ideas que tuvieron vigencia hace cien años. En casos extremos, la praxis revolucionaria resulta la expresión lisa y llana de la incapacidad para la crítica lúcida, la carencia de una teoría creadora que abra inéditos caminos de lucha. ¿Qué son la guerrilla y el terrorismo, en la actualidad, sino la repetición de los trillados caminos de la violencia, tan antiguos como el mundo? ¿No representan una suma de aventura, utopismo y desesperación, cuando no la decadencia de un fervor que termina en mera destrucción nihilista? En tales casos se apela a la acción para lograr que las cosas queden intactas, se insiste en la algarabía insurreccional para impedir una auténtica transformación. Cuando la teoría cobra el “verdor de la vida”, el filósofo no puede sino rechazar esas formas de acción que tienen el “gris” de la muerte.

Convendría que la razón contemplativa no ceda a un complejo de menor valía frente a las exitosas ciencias particulares. Hay tres formas en que el filósofo sucumbe a esta fascinación. Primero: cuando se viste con los ropajes de la ciencia, y en este caso, procura la mayor asimilación posible de sus métodos y quiere pasar él mismo por científico; aquí la filosofía se limita a la condición de disciplina auxiliar de la investigación científica y su tarea se agota en la traducción de sus resultados mediante símbolos lógicos. Segundo: cuando el filósofo se considera el artesano de un oficio en vías de extinción dentro de una cultura de cuño científico-técnico. En este caso acepta que se le destine algún desván académico en donde echará sus huesos cansados y se dedicará a bordar bellos tapices evocadores de un glorioso pasado. Tercero: cuando el filósofo aparece como el diligente funcionario de una empresa de investigaciones realizadas impersonalmente y rechaza toda forma de medición solitaria e individual como un resabio de culturas metafísico-religiosas.

Es preciso que el hombre de la razón contemplativa no ceda a estas tres formas de su autodisolución. Debe reconocer la grandeza de la aventura científica sin renunciar a la autonomía y la especificidad de su propia tarea: su doble condición de teoría del fundamento último y de órgano de la totalidad. Vivimos en un mundo cuyo símbolo más expresivo es el fragmento. Ya hemos visto en el capítulo anterior, hasta qué punto la realidad ha sido fragmentada en “realidades”, el conocimiento en una serie de especializaciones, la continuidad de la vida histórica en una enconada ruptura de generaciones, el oficio unitario de ser hombre en una atomización de ocupaciones con sus éticas particulares y sus funciones excluyentes. Partes, átomos, fragmentos. La filosofía no puede sino ser nuevamente un principio de unificación, brindar visiones de conjunto. A la idolatría del fragmento debe oponer una vocación por el todo; a las significaciones parciales, la búsqueda de su significación última y fundante.

Las voces cautelosas advierten, con justicia, que no podemos apresar el todo, ni la realidad última, que todas las respuestas son provisionales. ¿Pero tiene el filósofo otra misión que lo imposible? ¿No ha sido siempre esta imposibilidad su verdadero desafío? En nuestros días, nada resulta más visceral próximo que estas metas distantes, no hay experiencia que pueda resultarle más entrañable que la experiencia extrema. El filósofo debe hablar a pesar de las insuficiencias del lenguaje, golpear contra el silencio, penetrar en los recintos vedados, recorrer las conjeturas y extremarlas. La tarea de la razón comienza allí donde se han cerrado las puertas de la razón. Lo “incognoscible” e “inverificable”, que durante décadas frenaron la creatividad filosófica, ahora constituyen su estímulo. El filósofo debe rescatar su derecho a ser el amante no sólo de la verdad sino también de las conjeturas; debe asediarlas, hacerlas filosas, llevarlas hasta el fin, clavarlas en sus venas y apostarlo todo en este juego de la inteligencia. Como los presocráticos, será fiel a la filosofía sin jurar demasiado por ella ni temer que se confunda con la poesía o la religión. Tampoco se horrorizará de saber que esa Diosa del conocimiento que vislumbra a lo lejos, no es distinta a la Divinidad que los místicos asedian en el punto más levantado de la fe. Algunas veces la razón se aproxima a su objeto con tal intensidad que alcanza a tocarlo, a tal punto que el pensar pareciera una experiencia en la que el objeto se recuesta confiadamente. ¿No es éste también el movimiento peculiar de la fe? El objeto de la razón contemplativa es la última base de lo real, aquello que no padece muerte, es igual a sí mismo, absolutamente valioso y otorgador de fundamento. Acaso lo que la fe escucha sea lo mismo que lo que la razón abarca con la mirada. La razón y la fe son los ojos y los oídos que el hombre pone en los extremos, en las avanzadas de su ser, para ver y escuchar una realidad que otra vez necesita ser nombrada.

 

Al cabo de este capítulo se pide al filósofo que no ceda a la menor valía ante las ciencias ni ante la magia eficaz de la razón técnica, que sea sensible a la comunidad, que se desprenda de las exageradas cautelas y frecuente los riesgos de la imaginación y la locura, que asuma su marginalidad histórica como una aventura creadora. Si se le pide todo esto es porque ha sido llamado a una audacia mayor que la de ponerse al servicio de las ideologías de la Revolución o del Dinero y sus metas irrisorias. Ha sido llamado para encontrar, en un mundo que se desintegra, un nuevo fundamento, nuevas experiencias de la verdad, el bien, la belleza y lo sagrado: una base de respuestas humanas que duren algo más que el fugaz respiro de una moda, que valgan un período mayor que el de una generación. En suma, buscar un punto partida para enfrentar el nihilismo y organizar otra vez el caos. El caos se hice patente en la vida cotidiana cuando percibimos la existencia colectiva como una serie de fragmentos anónimos, como números o fracciones de números, cuando nosotros mismos nos hemos fragmentado en una variedad de conductas incoherentes, en un puntillismo de actos inconexos, de experiencias parceladas fácilmente sustituibles por otras de igual valor igualmente carentes de él.

Pero el hombre no puede vivir largo tiempo en esta situación. El caos es su exilio ocasional pero no su patria. Por eso el filósofo se halla entre quienes con mayor coraje lo enfrentan mediante la búsqueda de un nuevo fundamento, de base unificante, de un principio de totalidad, de una experiencia extrema. El hombre es una voluntad de forma, un cosmos; no puede vivir en lo informe sin caer devorado por sus fuerzas ciegas. Necesita trazar un límite, un espacio sagrado, una fisonomía, recortar un terreno en el que dibujará su imagen, el orden de su fantasía, una nueva coherencia. Que el filósofo, que apenas sobrevive en la ciudad idólatra de chatarras, utensilios, productos, informaciones, oficios, propagandas y funciones —fragmentos, en suma—, sea quien nos recuerde el oficio primero y unificador por excelencia: el de ser hombres.

 

Fuente: Massuh, Víctor, Nihilismo y experiencia extrema, Sudamericana, Buenos Aires, 1975, pp. 152-183




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