Sarmiento en Europa, África y Estados Unidos
VII. EN EUROPA, AFRICA Y ESTADOS UNIDOS
La Enriqueta va lentamente por el Pacífico, a causa de los vientos contrarios y de las calmas pesadas. A cada desvío del rumbo, el viajero, con rabia y malestar, se rebela interiormente. Al cabo aprenderá la resignación y quedará “educado”, según escribe.
El 4 de noviembre la Enriqueta está frente a la isla de Más Afuera, donde, según el piloto, sólo viven perros salvajes y cerdos silvestres. Decídese llegar allí. En un bote parten algunos marineros y curiosos. Sarmiento entre ellos. La creyeron cerca y tardan ocho mortales horas en acercarse. Hay allí cuatro habitantes. Pasan el día con ellos y salen a matar cabras. Sarmiento cuenta todo con animación y gracia. Algunas de sus descripciones son muy buenas. Y no faltan reflexiones interesantes como cuando, después de decir que los cuatro isleños son felices, duda que allí se halle la felicidad perfecta, pues “se nos secaría una parte del alma, como un costado a los paralíticos, si no tuviésemos sobre quienes ejercitar la envidia, los celos, la ambición, la codicia y tanta otra pasión eminentemente social que, con apariencia de egoísta, ha puesto Dios en nuestros corazones”; y como esta otra, harto irreverente para la democracia: “Aquejábalos la necesidad de hablar, la primera necesidad del hombre, y para cuyo desahogo y satisfacción se ha introducido el sistema parlamentario con dos cámaras y comisiones especiales”.
Pablo Groussac, en El viaje intelectual, decora no creer mucho en lo que cuenta Sarmiento, y anota el error de imaginar que Robinson Crusoe —el marino Selkirk— estuvo en la isla de Más Afuera, pues fué en la de Más a Tierra. Pero esto carece de importancia. Pretender anotar todos los errores de Sarmiento sería como querer contar los granos de arena de los mares. Más importante es saber que, desde ahora, Sarmiento relatará sus andanzas por Europa y América en forma de cartas dirigidas a diversos amigos de Chile y con las que, al regreso a Santiago, compondrá los Viajes. Esas cartas se van publicando en la prensa chilena a medida que él las escribe y llegan a Santiago. Esto permite aprovechar sus palabras, ya que él muestra las cosas y los hombres casi en los mismos momentos en que los conoce. Y por este motivo, y sin perjuicio de juzgar el libro en su oportunidad, conviene decir algo sobre el valor y carácter de los relatos de Sarmiento, a medida que van siendo extractados.
El velero sigue su ruta. Sarmiento ve de cerca el Cabo de Hornos. Mira el mar cuanto tiempo puede, “horas enteras, inmóvil”, con los ojos fijos en un punto, “sin mirar, sin pensar, sin sentir”; lo que parécete “una especie de embrutecimiento y paralización de todas sus facultades” pero “lleno de atractivo y delicia”. Goza a sus anchas de este placer, sobre todo cuando “las olas son montañas que se derrumban” y se disuelven “con estrépito aterrante en una cosa como polvo de agua”.
Después de cuarenta y ocho días de viaje se acercan a Montevideo, en medio de una terrible tempestad eléctrica. La Enriqueta fondea el 13 de diciembre.
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No ha podido llegar el viajero a la capital uruguaya en momento mas interesante. La ciudad está sitiada por las fuerzas de Oribe y la defienden, junto a escasos orientales, hombres de diversas razas: ingleses, franceses, italianos, españoles, vascos y argentinos. Sarmiento permanece en Montevideo unas cuatro semanas. En su carta a Vicente Fidel López describe con precisos toques la ciudad y explica, bastante imparcialmente, la situación política.
Montevideo es una ciudad cosmopolita. Edificios de diversos estilos. Junto a algunos de tipo inglés están las azoteas con verjas de hierro y los miradores. El Cerro, coronado de cañones, domina todo. Y a la distancia se divisan los puntos ocupados por el enemigo, “que sombrean el paisaje” y “dan al espectáculo algo de serio y de amenazante”.
Sarmiento afirma ser verdad que son los extranjeros, más de dieciocho mil, quienes defienden esa ciudad de once mil nativos. Exhibe su extranjerismo antiamericano al decir que los derechos políticos corresponden a esos dieciocho mil extranjeros y que los orientales carecen de título para reclamarlos, con exclusión de los demás habitantes. Mientras los extranjeros crean riqueza, el montevideano criollo canta en las pulperías. Sarmiento se alegra de que Montevideo tenga ministros que han nacido en España, almirantes que arrojó de su seno Italia, generales argentinos, coroneles franceses…
Aprovecha la ocasión para zamarrear a España. Considera al español inhábil para el comercio, negado para la industria, la maquinaria y las artes y “destituido de luces para hacer andar las ciencias o mantenerlas siquiera”. ¡Negado para las artes el pueblo que ha producido a Velázquez y a Goya y ha levantado las más bellas catedrales del mundo!
Al referir sus días montevideanos hace algunos retratos excelentes, como el del ministro inglés Mandeville; y escribe frases que es bueno recordar. En una de ellas dice que los vascos y los italianos, principalmente, “han escarmentado a los sitiadores, volviéndoles iguales o mayores actos de crueldad”. Han vociferado tanto los enemigos de Rosas contra las crueldades de Oribe, que esta afirmación de Sarmiento cobra enorme valor. Ya sabemos, pues, que los unitarios y sus aliados compiten o superan en crueldad a las gentes de Oribe y de Rosas.
Le han recibido admirablemente. El Nacional venía publicando el Facundo desde el 3 de octubre. Apenas algunos vieron su nombre en el pasaporte, la noticia corrió y en seguida fué rodeado. El Nacional lo saludó así: “Conocido por sus talentos, especialmente como escritor, irá progresando en esta carrera en que ya se presenta como una notabilidad”. Ha conocido a Bartolomé Mitre, con cuya frecuentación ha gozado. Le llama “poeta por vocación; gaucho de la pampa, por castigo impuesto a sus instintos intelectuales; artillero, sin duda, buscando el camino más corto para volver a su patria; espíritu fácil, carácter siempre mesurado y excelente amigo”.
Su gran afecto es Esteban Echeverría; y su gran desafecto, Florencio Varela. Es Varela un espíritu harto europeo y un empecinado unitario como los de 1826, a los que Sarmiento ridiculizó en el Facundo. En Montevideo acaudilla una de las facciones que se pelean por el poder, siendo el jefe de la otra el general don Fructuoso Rivera, ahora desterrado en el Brasil. ¿Qué ocurre entre Sarmiento y Varela? Ante todo, Varela no había querido publicar en su diario el Comercio del Plata, un capítulo del Facundo y un fragmento del Aldao. En la primera entrevista, Sarmiento, según refiere el historiador Adolfo Saldías, que se lo oyera a él mismo, le habla en favor de la forma de gobierno federal, que, a su juicio, deberá establecerse en la Constitución que se dicte. Varela expresa su disgusto y exalta la Constitución unitaria de 1826. Pero hay más. A Sarmiento, según contará veinte años más tarde, en una carta privada, Varela le hace el cumplido de que el Facundo no vale nada, elogiando, en cambio el Aldao, que el unitario ignora fuese obra del viajero. Según Saldías, Sarmiento le contesta que ya lo imaginaba. Según el propio Sarmiento, sus palabras son: “Eso prueba la capacidad de juzgar de usted”. Se lo imaginaba porque al trazar en el Facundo el cuadro general de la barbarie, propone para suprimirla medios ajenos al programa de los unitarios, “que piensan extirparla por decreto“. A los pocos días, Varela va a pedirle el Facundo: el almirante francés y todos los europeos le han dicho ser el único libro americano que merece tal nombre. Varela no vuelve a visitarle, “por no perder tiempo”. Pero lo hace al día de la partida. Va a las ocho de la mañana y se retira a las cuatro de la tarde. Y al fin le dice: “Ahora que le he oído a usted, ¡cuánto siento no haberle antes tratado!”
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Rio de Janeiro… ¡Qué impresión le causa a Sarmiento! Una mañana se siente “postrado, deshecho, como queda nuestra pobre organización cuando se ha aventurado más allá del límite permitido de los goces”. Se encuentra con fatiga en el espíritu y “gastado por la sensación de lo sublime”. La naturaleza, que vive “en orgía perenne” y “siempre de gala”, cáusale un “entusiasmo casi delirante” No cuesta creerlo, pues sus descripciones de los alrededores y de la bahía, sus palabras sobre los colores y los olores, se acercan a lo fastuoso.
Ha visto el carnaval, mas no lo describe. Tal vez, aristocrático como es en el fondo de su espíritu, no ha querido mezclarse con el populacho y la negrada. Pero le impresiona la situación de los negros y condena la esclavitud, a propósito de la cual asegura que por entonces sólo existe entre los portugueses y. ..los españoles, cuando debió decir: entre los brasileños y los yanquis.
Conoce en Río a varias personas interesantes. He ahí a Fructuoso Rivera, el caudillo uruguayo, y que en 1830, por exigencias de los franceses, declarara la guerra a la Argentina. Lo ridiculiza: oyóle decir, en una comida, que el emperador Don Pedro le propusiera casarse con la princesa doña María de la Gloria, actual reina de Portugal. Le llama “‘bruto fastidioso e insípido”, “saco de mentiras y de jactancias ridículas”, “nulidad”, “badulaque”. Y exclama, con asombro, que no se explica cómo hombres decentes, por millares, se dejen arrastrar por él a los conflictos de la guerra y que, aun estando él caído, se sientan dominados por su prestigio.
Sorprende que de Don Pedro II, a quien se considerará un filósofo, una especie de Marco Aurelio, diga: “Es un joven idiota en el concepto de sus súbditos, devotísimo, y un santo en el de su confesor que lo gobierna”. Refiere cómo “los diarios y los estadistas más eminentes propalan la misión del Brasil para ponerse a la cabeza de la cruzada contra las pretensiones europeas” y cómo “el brasileño afecta ignorar que existe por ahí una cosa que se llama República Argentina”. Y en fin, he aquí palabras que no compaginan con el fervor republicano y democrático que la posteridad le atribuye! “Yo no comprendo la república sino como la última expresión de la inteligencia humana, y me desconfío de ella cuando sale del interior de los bosques, de las provincias lejanas de la capital, del rancho del negro o del espíritu de insubordinación de algún caudillo de jinetes”.
Entre otros compatriotas, conoce en Río al poeta José Mármol quien le lee su poema El Peregrino. A Sarmiento, el poema le deja “atónito, espantado”, y compara a nuestro poeta con Víctor Hugo y Lamartine. ..
Y después de haber pasado en Río más de un mes. Sarmiento se embarca para El Havre, puerto de Francia, en la corbeta Rose.
Largo le parece el viaje a Sarmiento por la ansiedad de llegar pronto a la Francia de sus sueños. Lástima que este amor a Francia le haga decir alguna enormidad, como aquella de que la literatura francesa, única que él llama “literatura”, es la sola aplicable a los pueblos sudamericanos…
En el barco se hace amigo del francés Eugenio Tandonnet, pálido joven de bellas facciones y de tupida, reluciente y larga barba negra. Es rosista y partidario de Fourier, a quien conoce. Cuando llegan a París, el francesito será al principio el guía de Sarmiento, y más tarde traducirá a su lengua el Aldao. Tandonnoete es inteligente, se ha formado una pobre idea de los enemigos de Rosas, ha tratado a Oribe y a don Juan Manuel, y sus opiniones en favor de la política de estos dos defensores de la independencia americana tienen un gran valor por ser él ciudadano de una de las naciones imperialistas que nos combaten. Sarmiento no conoce a Rosas ni ha estado en Buenos Aires; no obstante, nadie logrará ni siquiera hacerle atenuar su tremenda pasión antirrosista.
Costas de Francia. Salúdalas alborozadamente. Siéntese “apocado y medroso” por la idea de presenarse en la sociedad europea falto de trato y de maneras, y se propone no dejar traslucir la zurdería – gaucherie, dice él, que suele no acertar con la palabra española – del provinciano, que tantas bromas alimenta en París. Sáltale el corazón al acercarse a tierra. Dice con encantadora ingenuidad: “mis manos recorrían sin meditación los botines del vestido, estirando el frac, palpando el nudo de la corbata, enderezando los cuellos de la camisa, como cuando el enamorado novel va a presentarse ante las damas”.
Ya está en tierra. No le gusta el Havre. Describe con embeleso el viaje en vapor hasta Ruán: las colinas verdinegras, las barcas que descienden pesadamente por el Sena, unos músicos ambulantes, los campanarios lejanos. Evoca las viejas abadías y declara haber gozado, sin hartarse, de las sensaciones melancólicas que el paisaje inspira.
A pesar de su manía progresista, su amor a todo lo moderno y odio a lo viejo, Sarmiento, que algo tiene de artista, se entusiasma con Ruán y su catedral. Descripción hermosa de la catedral. Intenta dar la sensación de las filigranas del gótico, de los colores de los vitrales, y ve la ley de esta arquitectura en la aspiración a sobreponerse a la materia, a espiritualizarla, a darle vida y a “presentar un drama infinito sin que el espectador descubra la maquinaria”.
Hay en estas páginas, de paso, alguna frase contra los jesuitas. Revela, también, su poca simpatía por los milagros. Incurre en injusticia al decir que la Iglesia no ha hecho santa a Juana de Arco “por no reconocerla mártir de obispos y de abades”. Pero al decir que si la Iglesia la hubiese hecho santa él “no buscaría el origen de aquella sublime fascinación del espíritu de una mujer” porque entonces tal vez fué un milagro, reconoce en la Iglesia la autoridad, la condición divina y la posesión de la verdad.
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Ya está en París. Empieza a vería un poco a través de Eugenio Sué. En tono que revela su contento, va describiéndola con menudos toques. Entusiásmase al contar cómo en París el hombre de estudio encuentra todo lo que desea: museos que abarcan la historia del mundo, colecciones de plantas, exposiciones de cuadras. Al hablar de los animales antediluvianos se manifiesta evolucionista: esos animales, “de creación en creación, pueden llamarnos a nosotros sus tataranietos”. Pero cabe observar que esto, como buena parte de estas páginas, está escrito medio en broma.
Sarmiento no cree que el lujo corrompa las energías morales, ni que el placer enerve. Encuentra la prueba en el francés de entonces, del cual dice: “es el guerrero más audaz, el poeta más ardiente, el sabio más profundo, el elegante más frívolo, el ciudadano más celoso, el joven más rígido a los placeres, el artista más delicado y el hombre más blando en su trato con los otros”. No condena ni por un instante las frivolidades y los placeres, y, al contrario, los envidia. Declara no tener tiempo para esas cosas, ni gusto, ni plata, pero exclama: “¡Ah, si tuviera cuarenta mil pesos, nada más! ¡Qué año me daba en París! ¡Qué página luminosa ponía en mis recuerdos para la vejez!” Se contenta con mirar, y luego, cuando escribe a Chile, con defender los bailes, que tienen para él la virtud de que “igualizan” a la sociedad al mezclar las clases y afinan los modales de las mujeres del pueblo.
A pesar de las diversiones y andanzas por París, no le falta tiempo para estudiar. Hasta sigue un curso sobre el gusano de seda en las Bergeries de Sénart. Para esto tiene que trasladarse a Mainville, en los alrededores de París. Pero la molestia le resulta muy provechosa; y no sólo por lo que aprende, sino porque allí conoce a Julio Belin, hijo de un impresor parisiense, al que convencerá de ir a Chile, para instalar una imprenta. Belin partirá dos años después, y será su socio y su yerno.
En este capítulo sobre París, el mayor lugar está ocupado por la política y la cuestión del Río de la Plata. Sesión en la Cámara de Diputados. Sarmiento señala los nombres más célebres: Berryer, Odilon Barrot, Arago, Cormenin, Lamartine, Emilio Girardin. Habla Thiers, jefe de la oposición. Al otro día le contesta Guizot, jefe del gobierno. El argentino hace de ellos excelentes retratos. Pero, salvo el talento oratorio de los dos grandes hombres, todo le desilusiona. El escritor liberal Miguel Cané dirá años más tarde en su ensayo Sarmiento en París: “Desde entonces —refiérese Cané a su asistencia a aquellas sesiones— me parece que el régimen parlamentario está condenado a sus ojos”.
Abundan en París los “rosistas”. Para Sarmiento lo son el editor de El Correo de Ultramar y el redactor de La Presse; monsieur Pichón, ex cónsul de Francia en Montevideo; los funcionarios del ministerio de Relaciones Exteriores, el almirante Mackau y hasta el propio Guizot… No puede decir Sarmiento que estos franceses ignoren los sucesos del Plata. Ellos saben lo que Francia e Inglaterra buscan en nuestros países, y tienen motivos para encontrar justificada la patriótica resistencia de don Juan Manuel a sus atropellos imperialistas.
Thiers le consuela, a pesar de haber sido él quien dijera que los unitarios emigrados en Montevideo y los soldados de Rivera y de Lavalle fueron “auxiliares” de Francia. Fastidiado de los grandes hombres que ha conocido —porque son más o menos “rosistas”— Sarmiento se acerca sin entusiasmo al jefe de la oposición. Pero Thiers le escucha con interés y aun le pide volver. En la conversación, Sarmiento ha reconocido que Rosas cuenta con la mayoría de nuestro país. El francés le ha preguntado por Florencio Várela, y Sarmiento, al recordar este nombre en su carta, muestra su extranjerismo haciéndole este elogio, incomprensible en la pluma de un criollo: “el alma más depurada de todos los resabios americanos”.
Entre los franceses, Sarmiento encuentra un antirrosista: Armand Marrast, redactor de Le National, que lo escucha, lo aprueba y le pide datos para sus artículos de oposición. Sarmiento le ruega escribirlos de acuerdo con los “intereses americanos”, vale decir, con los intereses antirrosistas. Y Marrast le hace ver que a él eso no le importa. El sólo quiere hacer oposición. Es antirrosista por estar en contra de Guizot…
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Pero aún le falta conocer al más glorioso de todos los rosistas: al general José de San Martín. Desilusionado, encuentra en todas partes, “entre los americanos mismos”, lo que llama “la misma incapacidad de juzgar”, la cual consiste en comprender o justificar a don Juan Manuel. “San Martín —dice— es el ariete desmontado, ya que sirvió a la destrucción de los españoles; hombre de una pieza; anciano batido y ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas al defensor de la independencia amenazada, y su ánimo noble se exalta y ofusca”.
No tarda en conocerle. San Martín vive en Grand Bourg, a una legua de Mainville. Ei General, que recuerda el artículo con que Sarmiento se estrenara en Chile —principio de su rehabilitación en ese país— y cuyo autor le viene recomendado por Las Heras y otros amigos del tiempo de sus glorias, le recibe y trata con simpatía y afecto. Sarmiento dice haber pasado con él “momentos sublimes”.
Todo va admirablemente hasta que se nombra a Rosas. Sarmiento, que acaba de imaginar a San Martín joven, al frente de sus ejércitos, comenta ahora su ilusión. San Martín —dice— “era hombre y viejo, con debilidades terrenales, con enfermedades de espíritu adquiridas en la vejez”. Según él, la inteligencia del antiguo héroe declina, sus ojos, turbios, ven en la lejana tierra “fantasmas de extranjeros”, sus ideas se confunden y, fascinado, parece como una estatua de piedra, querer enderezarse en su sarcófago para defender a la América amenazada. Todo esto es porque San Martín comprende a Rosas, a quien le ha escrito el 10 de mayo de 1846, pocos días antes de conocer a Sarmiento, que su obra en la defensa de la patria “es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la España”.
En otra visita están presentes la hija de San Martín, sus dos nietitas y otro argentino, Manuel Guerrico. La hija del héroe realiza labores de aguja. Lluviosa tarde de otoño. “Pero al fin —exclama el General, continuando el tema de que se hablaba— ese tirano de Rosas, que los unitarios odian tanto, no debe ser tan malo como lo pintan cuando en un pueblo tan viril se puede sostener veinte años”. Sarmiento, alzando la voz y exaltado, le contesta que los mejores ciudadanos están en la emigración y que en esos veinte años se ha combatido sin cesar contra el tirano. “Fácil le fué asaltar el poder por nuestras divisiones —agrega, lo que es absolutamente falso — como sostenerse en el mismo por la falta de unidad”. Le habla de Paz, de Lavalle y de Lamadrid, que peleaban por su cuenta. San Martín le replica: “A tan larga distancia y por tantos años alejado de la escena, no me es fácil saber la verdad; pero por los ecos que hasta aquí llegan, si bien no he conocido al general Rosas, me inclino a creer que ustedes exageran un poco y que sus enemigos lo pintan más arbitrario de lo que es. Si, conocí en sus mocedades a los generales que usted recuerda: Paz, Lavalle, el más turbulento, Lamadrid, si no más valiente que éste, sin duda con menos cabeza; y si todos ellos, y lo mejor del país como ustedes dicen, no logran desmoronar a tan mal gobierno, es porque la mayoría convencida está de la necesidad de un gobierno fuerte y de mano firme, para que no vuelvan las bochornosas escenas del año 20 ni que cualquier comandante de cualquier batallón se levante a fusilar por su orden al gobernador del Estado. Sobre todo, tiene para mí el general Rosas que ha sabido defender con energía y en toda ocasión el pabellón nacional. Por esto, después del combate de Obligado, tentado estuve de mandarle la espada con que contribuí a fundar la independencia americana, por aquel acto de entereza en que con cuatro cañones hizo conocer a la escuadra anglofrancesa que, pocos o muchos, sin contar sus elementos, los argentinos saben siempre defender su independencia”.
El escritor que esto refiere, Pastor S. Obligado, y a quien, seguramente, se lo contó Guerrico, dice que Sarmiento, que escuchaba en silencio, reclinado en el mármol de la estufa, le interrumpe al General con vehemencia, y, reprimiendo su indignación, pregunta a su glorioso interlocutor que para qué les sirve la “cacareada independencia” a los argentinos, puesto que en el país no hay libertades. “Creo más bien —añade— que no llega vivo hasta aquí el eco lejano de las atrocidades de aquel monstruo”. ¡Interesante escena! Lástima que no se le pueda dar crédito en todos sus pormenores: el autor pone en boca de Sarmiento, en 1846, una referencia al fusilamiento de Camila O’Gorman, sucedido en 1848…
Pero nada más explicable que esta oposición. Para Sarmiento, la civilización es preferible a la independencia. En la tercera parte del Facundo, en el capítulo titulado Presente y porvenir, lo dice con toda claridad, en la frase en que elogia a los jóvenes por haberse echado en brazos de Francia para salvar la civilización en el Plata, es decir, por haber optado por la civilización en desmedro de la soberanía e independencia de la patria. Para San Martín, por lo contrario, lo principal es la independencia; y por eso admira a Rosas, que la ha defendido. En su Proclama al Ejército de los Andes había dicho: “La guerra la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar. Cuando se acaben los vestuarios nos vestiremos con las bayetitas que trabajen nuestras mujeres; y si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres, y lo demás no importa nada”. El concepto sanmartiniano es el de la independencia a toda costa. El sarmientesco es el de la cultura, la riqueza, la comodidad a toda costa.
A pesar de esta disidencia sobre Rosas, fundamental para el visitante, cuyo fanatismo antirrosista no le permite transigir en nada ni con nadie, sale contento de sus entrevistas. Y no sólo por haber conocido al libertador de media América sino también porque el General recordó a José Clemente Sarmiento, a quien entregó, después de Chacabuco, los prisioneros españoles destinados a San Juan.
Parece que Sarmiento le guarda algún rencor a San Martín, por su rosismo. De otro modo no se explican estas palabras, que algunos años después, el 19 de julio de 1852, escribirá desde Yungay a Alberdi, pidiéndole una biografía del héroe: “San Martín fué una víctima; pero su expatriación fué una expiación. Sus violencias, sobre todo la sombra de Manuel Rodríguez, se levantó contra él y lo anonadó. Haga usted resaltar este hecho para precavernos, esta justicia silenciosa, pero inflexible, que lo apartó para siempre de América. Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó a tirano por lo que usted ha dicho: por el sentimiento de repulsión al extranjero”. Y agregará: “Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico. Seamos justos, pero dejemos de ser panegiristas de cuanta maldad se ha cometido. San Martin, castigado por la opinión, expulsado para siempre de la América, olvidado veinte años, y rehabilitado por los laicos, por Montt, el doctor, el letrado, es una digna y útil lección”.
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Sarmiento, hombre de ambiciones y vanidades, no ha ido a París sólo por conocer la ciudad y trabajar contra Rosas. También anhela conquistarla literariamente. En ese tiempo, y aun setenta años después, la idea parecería absurda, ¡Iban a ocuparse de un escritor y de un libro argentino los franceses! Pero él tiene fe enorme en su obra. Además, en esa época, por razones políticas, los argentinos mantienen con las grandes figuras de Francia relaciones que luego desaparecerán. En 1846, en parlamentos y diarios, se habla de Rosas y de nuestra patria todos los días.
A fin de “entrar” en París, Sarmiento necesita ejemplares del Facundo. Los que enviara desde Valparaíso se han perdido. El tiene uno, que no puede dar ni prestar. Además, su libro está en español, “en mal español”, y esta lengua “es desconocida en París, donde creen los sabios que sólo se habló en tiempo de Lope de Vega o Calderón y después ha degenerado en dialecto inmanejable para la expresión de las ideas”. Nada menos exacto. Víctor Hugo, Merimée, Gautier y otros escritores ilustres conocen el español. Y si los demás lo ignoran es por la vanidad de los franceses de entonces, su desprecio de lo que no es Francia y su incapacidad notoria para aprender lenguas.
Hace traducir parte de su libro por cien francos, mucho dinero para su pobreza, y la entrega a una persona de su amistad, con destino a las revistas. Pasan dos meses sin saber nada. Se le ocurre entenderse directamente con algún redactor de la famosa Revue des Deux Mondes, y otro amigo lo disuade: sus páginas, de publicarse, pospondrían las de ese redactor, el cual, naturalmente, no se interesará por ellas y hasta es probable que, unido a los demás redactores, trabaje para que no aparezcan jamás en la revista. Le aconseja dirigirse al propio director, François Buloz, el “respetable tuerto”. Se lo hace presentar y le entrega su manuscrito. Transcurren semanas. Y un día las puertas de la redacción se le abren.
El tuerto tiene ahora dos ojos, “el uno que mira dulce y respetuosamente y el otro que no mira pero que pestañea y agasaja como perrito que menea la cola”. Habla con efusión al argentino y le presenta a cuatro redactores. Han leído el Facundo. El éxito de Sarmiento, según él mismo cree, es fantástico. Buloz hasta le “suplica humildemente” que escriba artículos sobre América, lo que hasta entonces, por falta de un redactor competente, no se ha hecho. En cuanto a sus páginas, tardarán dos meses en publicarse. Los números están llenos hasta entonces. Pero se hará una alteración, lo que satisface, como es de suponer, al argentino. Y el juicio crítico sobre el Facundo lo hará el redactor de temas españoles, el cual quiere leerlo íntegramente para juzgarlo con exactitud.
Mientras tanto, Sarmiento trata de vincularse en el mundo Intelectual. En la casa de San Martín conoce a Ledru-Rollin, el famoso jurisconsulto y escritor revolucionario. Tandonnet le presenta a Jules Janin: inmenso prestigio por sus críticas teatrales en el Journal des Débats y por sus libros. En el salón de cierta dama, para la cual le diera una presentación un francés residente en Chile, ha visto a varias eminencias científicas —Humbolt, Champollion, Ampère— aunque no parece haberlas tratado. Le desespera no tener traducido el libro. Por esto, no ha querido conocer a Michelet, Quinet, Luis Blanc y Lamartine. Y sin tener la dicha de ver sus páginas en francés mientras permanece en Paris, la abandona en octubre, después de cinco meses felices.
¡España! O Aspaña, como él dice al comenzar, su carta. Por fin la tiene bajo su mano. La palpa, le estira las arrugas y aprieta maliciosamente la mano a fin de que le duela. Ha venido para levantarle el proceso verbal, para fundar su acusación ante el tribunal de América. Terriblemente injustas son estas páginas. Sin duda no falta a la verdad en algunas críticas: no hay caminos para diligencias, los españoles blasfeman, los mendigos abundan con exceso, el arado romano se usa todavía, no hay industrias ni escuelas y en las fondas, ventas y posadas se come mal. Pero se olvida de cuanto ha padecido el país por la reciente guerra civil.
Algunas cosas buenas encuentra: gran riqueza en cuanto a pintoresco y poesía, aunque “por desgracia cada día va perdiendo algo de su originalidad primitiva”; la catedral de Burgos, que describe maravillosamente y que le parece “la catedral gótica más bella que se conoce”; y las corridas de toros, que evoca en colorida, briosa y animada página, si bien las explica y relaciona con los autos de fe, tanto que, al referir cómo la noche halla a los espectadores agitándose en los bancos y pidiendo a gritos nuevas carnicerías y nuevos combates, añade: “¡Id, pues, a hablar a estos hombres de caminos de hierro, de industrias o de debates constitucionales!”.
Injusticias a granel. España, afirma, “es la nación que menos puede pretender a nada suyo propio en materia de trabajos de la inteligencia, porque el atraso no es una civilización ni produce una literatura”. Considera estrecha y pobre la vida madrileña, y a esa “simplicidad de los elementos que componen la sociedad” atribuye el que en España no aparezca la novela. Dice que para construir el Escorial, “el convento normal, monumental, regio, inquisitorial”, debió morir todo: “el poder de España en Europa, la escuadra, las colonias, las letras, las bellas artes, la ciencia”.
Ciertas aseveraciones revelan su ignorancia o su incomprensión. ¿No dice que la pintura ha muerto, “pero muerto a punto de desaparecer completamente, como si jamás hubiese existido?” Y hace apenas dieciocho años que falleció Goya, y están en la plenitud de sus talentos su discípulo Eugenio Lucas y el notable retratista Vicente López. En materia de monumentos, afirma que “nada hay en Sevilla”: una de las más bellas ciudades de arte que existen. Niega la originalidad y aun el mérito de la vieja pintura española por su realismo, su “grado tan espantoso de verdad”, lo que sorprende ver condenado por el autor del Facundo. Y, para terminar con esta colección de necedades, impropias en un escritor inteligente, he aquí la peor: “Digo la verdad, un vaudeville me causa mayores sensaciones que todo el repertorio español antiguo y moderno…”.
Su vieja pasión le impide comprender a España. Si la hubiera mirado con serenidad, habría visto en ella una inmensa reserva de fuerzas. Como todos los pueblos, España ha tenido algunas décadas de estancamiento. El la visita en una de ellas. Pero ese estancamiento es relativo. En literatura, por ejemplo, el argentino sólo reconoce en España el nombre de Espronceda. Sin embargo, hay otros de gran valor —Zorrilla, el Duque de Rivas, Hartzenbusch, Mesonero Romanos, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Balmea, Donoso Cortés—, y lo que se está preparando es grandioso: un nuevo siglo de oro. Juan Valera tiene veinte años cuando Sarmiento visita España; ya ha empezado a escribir Ferrán Caballero y es famoso Ramón de Campoamor; y son adolecentes o niños Benito Pérez Galdós, José María de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, José Echegaray, Leopoldo Alas, Marcelino Menéndez y Pelayo, José Milá y Fontanals y Gaspar Núñez de Arce. No puede exigírsele a Sarmiento que presintiera a Perez Galdós. Pero su afirmación de la incapacidad española para el género novelesco recibirá, pocos años después, el más apocalíptico de los desmentidos, al aparecer aquel novelista uno de los mayores del mundo en todos los tiempos.
Barcelona le gusta. Lástima que, igual que los mediocres, declare cómo, al hallarse en Barcelona, está “fuera de la España”. Le gusta esta ciudad porque ‘”hay ómnibus, gas, vapor, seguros, tejidos, imprenta, humo y ruido…”. En la Ciudad Condal trata al famoso agitador librecambista británico Richard Cobden, a Fernando de Lesseps y a Próspero Merimée, el gran escritor francés, si bien a este último, por algo que dice en sus Memorias, parece haberle conocido en Burdeos. Y allí, en Barcelona, lee el juicio crítico del Facundo que en la Revue des Deux Mondes del 15 de setiembre acaba de publicar Charles Mazade. Y a principios de diciembre parte para Argelia, vía Mallorca.
Ocho días en Palma de Mallorca. Poco puede ver de la ciudad y sus aledaños porque un temporal oblígale a quedarse en su habitación. Apenas si ha podido asomarse a la campiña, “haciendo frente a la lluvia y al fango”. Su refugio es la catedral.
A propósito de esta permanencia, Sarmiento se contradice. En los Viajes afirma que Lesseps, cónsul general de Francia en Barcelona, le da una casi orden para el cónsul en Mallorca, a fin de que le haga conducir a Argel por el primer vapor de guerra que se presente. Pero en las Memorias dice que en Barcelona obtuvo una carta de introducción para el cónsul de Mallorca, el cual “era nada menos que M. Ferdinand de Lesseps”, con quien pasa en Palma tres días. Sarmiento no solo se contradice y hasta en el número de días de su permanencia, sino que se equivoca, pues Lesseps no fué jamás cónsul en Mallorca.
De Mallorca a Argel hace el viaje en un barco de mala muerte, sin cama, porque no las hay, y en compañía de treinta cerdos que ocupan dos tercios de la cubierta, de tres mujeres, cuatro marineros, cinco pasajeros de bodega, dos perros y varias docenas de pavos y gallinas que deben acomodarse sobre una pirámide de fardos, pipas y envoltorios. Para peor, soportan un temporal. Lo que Sarmiento sufre es indescriptible.
Argel se le presenta “como un manto blanco extendido, a guisa de albornoz árabe, de alto abajo, en la rápida pendiente de una colina”. Describe el pueblo de Argel, moros, árabes, judíos, turcos, cada cual con su traje característico y mezclados con franceses, españoles e italianos, el paisaje argelino y las callejuelas de la ciudad. Sarmiento siente el paisaje, pero demuestra más interés por los hombres y la política. Así, sus tres primeros días argelinos los pasa en conversaciones con los generales franceses. Ha traído una carta de Lesseps para el mariscal Bugeaud, el vencedor de Isly, ahora gobernador militar de Argelia. Se hace explicar la campaña que terminó con la derrota de Abd-El-Kader. El Mariscal le dice haber encontrado, por fin, alguien que le comprenda; y explica Sarmiento que esto es debido a la similitud entre la Argentina y la Argelia y a las condiciones de la guerra en ambos países. Durante su vida entera, Sarmiento se enorgullecerá de estas explicaciones del Mariscal, y llegará a darles —¿risum teneatis?— la importancia de un título militar, revelador de sus conocimientos estratégicos…
De Argel se dirige a Orán. El vapor hace su última detención en Mers-El-Kebir, y de allí los viajeros van a Orán en diligencia, por un camino excavado en la roca, entre el mar y la montaña. Lleva una carta de Bugeaud para el general que ejerce allí la máxima autoridad, y, en su ausencia, se la entrega al jefe árabe local. Y el jefe ofrécele caballos y un guía para la visita que el viajero quiere hacer a una tribu.
Es el 29 de diciembre, fecha de la carta escrita en árabe y en la que se le recomienda y presenta a los jefes de todas las tribus. Sarmiento parte a caballo, vestido de albornoz. Le acompaña su sirviente, que hará de intérprete, dos jinetes árabes y un oficial del ejército, que es turco de raza.
Esta visita al aduar con la descripción de la comida es contada por Sarmiento en una de las páginas más regocijantes que he leído en español. No es posible llegar a aquel punto en que Sarmiento ha de comer el cuscús, según lo he oído llamar en Argelia y Túnez, y al que él dice cuscusú, sin reír hasta las lágrimas. En estas páginas Sarmiento se revela un gran humorista. Pero antes de esto, se había puesto serio y tratado muy mal a los árabes, a los que atribuye los más gravea defectos, inclusive la depravación moral y los instintos criminales.
Excursión desde el aduar. ¡Pintorescos, los caminos africanos! Caravanas de camellos, que tienen los ojos en el cielo, marchan a paso lento sin que el menor ruido los anuncie. Síguenle, generalmente, una recua de borriquitos enanos y otra de vacas y toros cargados de fardos, que, por andar con calma, reciben palos y zurriagazos de los árabes. Sepulcros de santones musulmanes y ruinas de una ciudad romana. Llega a una villa en construcción, Sig, junto a la cual va a levantarse un falansterio. De allí va a Mascara, en medio de las montañas, y que fuera el centro de la dominación de Abd-El- Kader. Con el general Arnault sale a cazar. Ven la casa paterna de Abd-El-Kader. Y al volver a Mascara, el general le muestra la Revue des Deux Mondes con el artículo de Mazade sobre Civilización y Barbarie. Vuelve a Orán, donde traza “a la ligera”, según dice sus páginas africanas, y allí se embarca para Civitavecchia, con el espíritu puesto en Roma.
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Ninguno de los capítulos de su libro es comparable al que dedica a la Ciudad Eterna. Está escrito en tono elevado y en frases bien redondeadas y amplias. Y lo dirige a su tío, monseñor José Manuel Eufrasio de Quiroga Sarmiento, obispo de Cuyo.
Pero antes de llegar, mientras viene desde Civitavecchia, ocúrrele un suceso que muestra su generosidad. A la diligencia, en la que viajan catorce personas, se le ha roto una rueda. En la posta vecina consíguese una carreta para los equipajes y luego un carretón donde no caben todos, y aun tres deben ir sobre las rodillas de los otros. Sarmiento y un misionero francés continúan a pie siguiendo al carretón, hundiéndose en el fango y perdiendo de vista, a veces, a sus felices compañeros.
Alójase en una pensión, asilo de peregrinos. En cada habitación, en vez de número, se lee el nombre de un santo. Este lema hay en la de Sarmiento: “María, concebida sin pecado”. En el comedor rodéanle muchos sacerdotes. Los sábados, en la capilla, canta en coro, con los demás pasajeros, las letanías. La cuaresma se observa allí severamente, no obstante lo cual Sarmiento se queda, porque encuentra “cierta satisfacción, que no hubiera esperado, en el desempeño de deberes a la verdad poco costosos”, y porque esto le rememora la infancia, que pasó, al lado del actual obispo, “en la intimidad de las cosas religiosas”. Esos “deberes” son la práctica del culto, a la que ha sido “poco dado”. Y recordemos nosotros que fué monaguillo y ayudó misa.
En pocas páginas describe las ruinas de la Roma antigua y la Roma papal. Es una descripción excelente, y está adornada, con alguna bella imagen como aquella sobre los antiguos acueductos, que le parecen “vértebras de algún monstruo de la creación antediluviana”. Y la descripción del Carnaval, en que su prosa salta, se agita, vibra, es una página de antología, una de las mejores entre las suyas.
Incurre en muchos errores. La estatua ecuestre, que cree de Marco Aurelio, es de Antonino Pío; las tres columnas solitarias no muestran el lugar que ocupó el templo de Júpiter Tonante, pues son restos del templo de Vespasiano; llama Perrugini al Perugino. Elogia a escultores mediocres, hoy olvidados, como Coghetti y Benzoni. Está el capítulo escrito con menos incorrección que otras cosas suyas, aunque aquí y allí hay enormidades como cierto “recumbentes”, que Dios sabe lo que será.
Buena parte de su carta está dedicada a hablar de Pío IX, el nuevo Pontífice. Juzga con alguna injusticia al Papa anterior, Gregorio XVI, al que pinta como a un déspota porque vióse obligado, para terminar con la rebelión en los territorios papales, a solicitar tropas al Austria odiado y a meter en la cárcel o desterrar a muchos revolucionarias. Pío IX le parece un gobernante liberal. Tiene — dice – “el más encumbrado de todos los títulos a la veneración delos pueblos cristianos, cual es el que le viene de haber quitado a la arbitrariedad de los gobiernos la sanción de la religión”. Y agrega que “la libertad no es más que la realización más pura de la caridad cristiana”.
Con gran placer acude a la audiencia que Pío IX le ha concedido. Cumple con buena voluntad el ceremonial: le hace tres genuflexiones y no lo olvidemos— le besa el pie. Pío IX, siendo clérigo, estuvo en la Argentina y en Chile, en 1823, cuando iba a Santiago como consejero privado del Nuncio en esa ciudad. Se acuerda de San Juan de Cuyo. Pregunta a Sarmiento por algunos amigos da Santiago y se hace explicar algo de la política chilena.
A Sarmiento le deja una profunda impresión el gran Pontífice, tanto que, a su vuelta a Santiago, traducirá del italiano un opúsculo sobre su viaje a América y lo publicará. Se complace en relatar anécdotas acerca de la enorme popularidad del nuevo Papa y de sus actos generosos y simpáticos, como el de haber concedido una amnistía general en favor de todos los presos y desterrados políticos.
Sarmiento abandona Roma por unos días, con el fin de visitar Nápoles. En el Vesubio experimenta, como dice, el placer de tener mucho miedo. Llega al cono superior y se asoma al cráter, acto de coraje que le da, ante los demás viajeros, “cierta posición respetable”. Visita Sorrento, “con sus naranjales, mirtos y granados”, Castellamare, Nocera. Admira Ios nevados Abruzzos, “que dibujan una orla blanca al manto del cielo azul”, mientras, a dos varas de distancia oye “mugiendo el volcán y, debajo de las plantas, temblando, el cráter como un caldero de una máquina a vapor”.
Vuelto a Roma asiste a la Semana Santa. No le entusiasman las ceremonias en San Pedro del Vaticano, que son grandiosas pero no precisamente religiosas. Refiere que en los instantes de la adoración del Santísimo Sacramento, “las mujeres protestantes”, que han ido como viajeros, “conservan sus sillas”, es decir, se quedan sentadas, “y leen la guía para saber lo que aquello significa, y los lores y los turistas estrechan el agolpamiento de curiosos”. Más le gusta a Sarmiento la Semana Santa en San Juan. La describe con devoción y ternura y declara preferir “nuestra simplicidad de provincia, por ser más religiosa”. ¿Adulación al obispo de San Juan?
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Florencia, Bolonia, Venecia, Milán, Monza… A Sarmiento llega a fatigarle la cantidad abrumadora de monumentos, de cuadros y de estatuas que desfilan ante sus ojos. Modestamente, él parece colocarse en la categoría del “espectador poco artístico”, sin pensar en que, lo sea o no, a cualquiera le ocurriría lo mismo.
Italia, desde la Romagna hasta la Lombardía, le ha parecido un jardín delicioso: “Los Apeninos van desapareciendo poco a poco, y dejando ver un país inmenso, una llanura sin límites, sembrada de ciudades, de villas y cubierta de árboles y de verdura”. Piensa en la Pampa. No la ha visto, y la describió por lo que le dijeron de ella los arrieros sanjuaninos, los militares de la guerra civil y los versos de Echeverría. Se pregunta por qué, en lugar de yermo, no ha de ser la Pampa jardín. Se contesta, diciendo “al oído a quien dirige la carta: “porque el pueblo de Buenos Aires, con todas sus ventajas; es el más bárbaro que existe en América; pastores rudos a la manera de los calmucos, no han tomado aun posesión de la tierra; y en la Pampa hay que completar por el arte la obra de Dios”.
Al comenzar su viaje desde Roma, intimó con el francés Angel Champgobert. Nacido en medio de ideas legitimistas y de estirpe noble, se ha hecho republicano por el estudio y la convicción, con disgusto de su familia. En Venecia los dos amigos han sentido de cerca el despotismo austríaco. Mediante un subterfugio, salvan algunos libros prohibidos en Austria. Una poética noche en que van al Lido, con una dama que desciende de Alejo Commeno, el gondolero los conmueve contándoles algunos hechos de la tiranía extranjera.
Abandona Italia con fatiga por tantas correrías y con los ojos cansados de ver tantas maravillas. Una frase que revela su idiosincrasia: dice que esas bellas artes italianas “a nada se ligan” y que, “restos eternos de glorias pasadas, proyectan su sombra sobre pueblos que no tienen ni vida propia ni existencia política”. Estas palabras, que muestran al “espectador poco artístico”, serían lamentables en otro hombre que no fuese un político. Sarmiento lo es en grado sumo por amor a la cosa pública, porque siente pasión por el progreso. De ahí que el arte, al que considera necesario, en sí mismo y como forma de progreso, no le inspire mucha simpatía cuando le parece una antigualla y no una cosa viva, cuantío es un recuerdo y no algo íntimamente unido a los afanes de progreso de un pueblo.
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Lagos italianos, cruce da los Alpes. El Rin se ve “allá abajo, como una cinta blanca, inmóvil al parecer y como detenido entre las rocas, las cuales se cruzan y enroscan sobre él como si quisieran ahogarlo”. Contempla, desde un puente sobre un abismo, la batalla entre las rocas y las aguas.
Suiza, Zurich, San Gall. Se interesa por ciertos aspectos políticos de la original república. De allí va a Munich y a otras ciudades alemanas. Ve en su país natal bailar la polka, a la que anuncia “un inmenso porvenir”. Protesta contra ciertos puritanos de Chile que quisieran prohibir las “chinganas”, tal vez “porque ellos tienen sus teatros, sus diarios y sus conciertos y el pueblo se emborracha un poco más de lo que convendría, como si porque el aire fuese reconocido malsano conviniese privar de él a los que lo respiran”. Y agrega estas humanas palabras: “Si la chingana fuese aseada, confortable, embellecida, danzante, deleitante, ¡cuántas penas calmaría y cuántas horas de entorpecimiento quitaría de las que forman el difícil y nudoso tejido de la vida de los pobres!”
Berlín le parece muy moderna. Le proporcionan más emociones los bosques y jardines circundantes que sus “helados monumentos, sus museos nacientes y sus templos protestantes, rebeldes a toda artística influencia”. Los funcionarios de la capital prusiana le reciben muy bien. Consideran a Chile como un oasis de civilización “en aquel desierto que principia en Méjico y acaba en Buenos Aires”. El ministro de Instrucción Pública le dice tantas cosas buenas de Chile, que Sarmiento, según cuenta, se guarda mucho “de dejar traslucir que sólo era chileno de adopción”. En Berlín estudia las posibilidades de que vayan a Chile emigrantes alemanes. Y después de visitar a Potsdam, donde vive el barón de Humboldt, “el decano de los viajeros”, dirígese a Gotinga.
Días tranquilos y deliciosos pasa en Gotinga, a la sombra de su vieja y famosa Universidad. Ya era para él “triste y congojoso andar meses y años cambiando de lugar, con el corazón cerrado a todas las afecciones, flotando desconocido entre un mar de seres humanos que pasan o se quedan, mientras uno es el que pasa, como aquellas visiones extrañas que se nos presentan en confusa masa durante una pesadilla”. Y en seguida exclama este grito da angustia: “¡oh, Berlín, Berlín! ¡Cómo he sufrido allí de este mal secreto del corazón!”.
La gente de la Universidad lo trata con la mayor consideración. El rector le invita a asistir, entre los miembros de la facultad de Humanidades, a la distribución de los premios. Asiste, y tiene que oír un largo discurso en latín, lo que hace con “aplomo imperturbable” y sin dormirse, aunque no entiende ni jota.
Última noche. Habitación del pastor de Geinsmarien, hombre de gran saber. Están allí el doctor Juan Eduardo Wappaus, que hace amistad con Sarmiento y traducirá algunas páginas del Facundo; un profesor de filosofía y otro de teología. Se discute sobre temas de religión. Sarmiento, impresionado y absorto por ese coloquio hondamente religioso, levanta “involuntariamente los ojos hacia la negra bóveda tachonada de estrellas” y piensa en los pueblos más antiguos del mundo, cual si quisiera que ellos le revelaran ‘‘aquella verdad que Alguien sabe, y que la mente humana, inquieta y atormentada, trata en vano de sondear”.
En una de las discusiones todos están contra él. Ellos establecen diferencias entre la doctrina, el dogma y el culto, “haciendo de la primera una verdad, o un conjunto de verdades, eterno, inmutable, anterior a la conciencia humana y a su propia esencia, siempre el mismo en todas las religiones y en todos los siglos, verdadera revelación que el hombre encuentra dentro de sí y que la revelación divina depuró y completó”. Sarmiento se opone a este ontologismo, sistema que, para definirlo con más claridad que él, consiste en afirmar que conocemos todas las cosas en la intuición inmediata y directa de Dios o de las ideas divinas. Sarmiento da razones de carácter histórico. El ontologismo, considerado como error por los filósofos católicos, será condenado dieciséis años después. Es interesante recordar esta frase de Sarmiento: “Tratando las cuestiones bajo el punto de vista puramente histórico y filosófico, yo me mostraba, sin advertirlo, profundamente católico, en mi manera de apreciar la unidad de las creencias y la necesidad de una verdad común a todos los pueblos civilizados”. Profundamente católico…
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De nuevo en París, el 18 de junio de 1847. Ha llegado a la capital de Francia yendo por el Rin, Holanda y Bélgica.
Parece que el 1° de julio ha pronunciado una conferencia en París, en el Instituto Histórico de Francia, según él lo ha dicho varias veces. Pero, como él no era la veracidad personificada, se ha dudado que fuera cierto. El argumento para no creer que realizara esa lectura es poderoso: en las actas del Journal de l’institut Historique no hay el menor rastro de ella. Esto es tanto más importante cuanto que el trabajo que debió ser leído es publicado por el Journal a fines de año. Trataba ese escrito sobre San Martín y Bolívar y la guerra de la Independencia. Se dice que San Martín asistió al acto. Balcarce, nieto del prócer, en carta a Alberdi le cuenta que Sarmiento “ha presentado” su memoria al Instituto el día de su recibimiento. Pero presentar no es leer, sino más bien entregar, depositar, ofrecer.
Pero haya leído o no su trabajo, lo indudable es que se le ha hecho una honra excepcional. El Instituto Histórico, que, aunque no oficial, goza de gran prestigio, le ha nombrado “miembro extranjero”. Esto ocurre, según las actas de las sesiones publicadas en el Journal, el 7 de julio. Se lee el informe de la Comisión sobre la candidatura del “miembro de la Universidad de Chile”. Sarmiento ha enviado varios trabajos, pues el informante dice que “todas las piezas impresas y las memorias manuscritas que el candidato ha presentado se refieren a la revolución de la América y a la guerra de la Independencia”. Entre esos trabajos, aunque el acta no lo dice, está seguramente la memoria que leyó o debió leer y que él redactó después de escuchar la versión de nuestro General acerca de la conferencia de Guayaquil. En el resumen de las sesiones se hace constar que Sarmiento ha sido enviado a Europa “por su Gobierno”, es decir, el de Chile, con el encargo de hacerle conocer el estado de la instrucción pública. Admitido el candidato por los miembros del curso de Historia General e Historia de Francia, como miembro correspondiente en Chile, es sometido su nombre a la asamblea general del Instituto, la que el 30 de julio lo aprueba definitivamente.
Sarmiento contesta aceptando y anunciando que desde Chile enviará documentos preciosos sobre la historia chilena. Esta carta es leída en la reunión que el 4 de agosto celebra el curso de Historia General. En esta reunión han debido leerse también los trabajos de Sarmiento. Pero se resuelve postergarlos para la sesión de octubre.
En esta sesión del 6 de octubre se lee otra carta de Sarmiento. Con ella acompaña un manuscrito. El secretario empieza a leerlo, pero, “siendo avanzada la hora” —entre líneas uno ve a los franceses aburrirse con el tema—, “la lectura no pudo ser acabada”. No resuelven continuarla, sino que el señor Fontaine la examine e informe en la reunión próxima, que será la del 3 de noviembre.
Sesión del 3 de noviembre. No se habla ni palabra de los trabajos de Sarmiento. Pero dos de ellos, Elude politique sur San Martin et Bolívar y Guerre de l’ Indépendence dans l’Amérique du Sud, son publicados el mismo año en el Journal de L’Institut Historiqve. No se dice, como hubiera sido de rigor, que el autor leyera alguno de ellos.
Antes de abandonar París, el 29 de julio, es cuando convence a Julio Belin de las ventajas de trasladarse a Chile e instalar en ese país una imprenta. Poco se sabe sobre sus horas en Londres, salvo que pasea allí “holgadamente”. De la capital británica pasa a Liverpool, donde se embarcará para los Estados Unidos. Hace el viaje a Liverpool con calma, visitando algunas localidades. Y un día de agosto se embarca en el velero de gran calado Moctezuma, que lleva cuatrocientos ochenta emigrantes irlandeses.
Durante el viaje se encuentra al principio bastante solo, por su escasa práctica en el inglés. Frecuenta a una familia judía que habla la lengua francesa. Pero un día alguien dirígese a él en español: es el representante de una casa comercial de Valparaíso. Otro día entra en relación con un senador de los Estados Unidos, que conoce a Horacio Mann, el secretario del Ministerio de Instrucción Pública de Massachusetts, a quien Sarmiento debe visitar. El representante de la casa de Valparaíso testimonia ante el senador sobre “la misión y la idoneidad” de Sarmiento y el político le da una carta para Horacio Mann.
Durante al viaje le entretienen los irlandeses, andrajosos, macilentos, a los que ve desde lejos. Un ciego toca la zampona, y bailan “damas mugrientas, chupadas y desmelenadas, con galopines en cueros o cubiertos de andrajos”. Siete u ocho de estos infelices mueren y son arrojados al mar, “sin que el baile de la tarde estuviese por eso menos concurrido”.
Y así va pasando la travesía del Atlántico, hasta que un día de mediados de setiembre el Moctezuma llega a la rada de Nueva York, que a Sarmiento le recuerda la bahía de Rio de Janeiro, aunque sus colores son más suaves y sus formas menos grandiosas.
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Sarmiento se queda en los Estados Unidos menos de tres meses. Es increíble todo lo que ve, viaja y aprende en tan corto tiempo y en una época en que no hay automóviles y los trenes marchan con lentitud.
Visita todas las grandes ciudades. Nueva York, que encuentra poco americana, y donde hay barrios enteros de “calles estrechísimas y desaseadas, alineadas de casas de mezquina apariencia”, no le entusiasma y en ella se siente en aquel mismo desamparo que le hiciera sufrir, “moralmente y mucho, en el norte de Europa”. De allí va a Albany, capital del Estado de Nueva York; de Albany a Buffalo: y de Buffalo a las cataratas del Niágara, que le parecen “el más terrífico espectáculo” y en el que no encuentra belleza. Boston le interesa mucho por ser un gran centro intelectual y porque allí realiza su obra educativa Horacio Mann, cuyo conocimiento es la razón de su viaje a esa ciudad. Visita Lowell, la Birmingham norteamericana; Filadelfia y Baltimore, más originales que Nueva York; Washington, que apenas tiene veinticinco mil habitantes; Cincinnati, de arboladas calles, en las que andan sueltos millares de cerdos; Nueva Orleans, de apariencia magnífica, pero azotada por la fiebre amarilla.
El haber conocido a Horacio Mann es para él un acontecimiento. Sin embargo, Mann parece un mediocre. Cree que los hombres no delinquirían si hubieran tenido a su lado un maestro de escuela, como si no hubiese criminales cultos. En otro de sus escritos estampa esta novedad: “Dios es más fuerte que el hombre”. Pero es muy religioso y austero. Sarmiento lo admira por la obra educativa que está realizando en Massachusetts.
Siente profunda simpatía por los americanos. Elogia en ellos la sencillez, el buen carácter, el sentido de la igualdad, la ausencia de toda rutina, el espíritu de empresa, el afán de tratar en reuniones públicas cuanto interesa a la comunidad. La menor reforma útil es aceptada fulminantemente en el país entero. En los trenes sólo hay una clase de modo que el millonario viaja junto al campesino. Los yanquis tienen hambre de aprender. Viven viajando y cada cual posee su gran mapa de los Estados Unidos. Todo el mundo lee diarios. Se manejan sin gobierno, si puede decirse, y no hay clases privilegiadas. Muestran en todo una asombrosa energía. Cada uno cuida de sí mismo, sin estar, como el europeo bajo la tutela del Estado. Y son religiosos, hasta el punto de que toda persona grata, para la propagación de su fe, el die por ciento de su renta.
El sentido religioso es tal vez lo que más le gusta a Sarmiento. Hay en Estados Unidos absoluta libertad de cultos. Cada uno cree lo que se le da la gana sin que nadie intente molestarlo. Las sectas hacen incesante propaganda pública. No se oprime por motivos de religión, si bien, dentro de ciertas sectas, se exige de los fieles la asistencia a las prácticas del culto.
No disimula los defectos de los yanquis. Les considera espantosamente mal educados. Métense el cuchillo en la boca cuando comen; sacan el cigarro de la boca a cualquiera, aun sin conocerle ni pedirle permiso, para encender el suyo, y vuelven a colocarlo en su sitio; se arriman, a veces hasta cuatro o cinco, al que lee un diario para leer ellos también; si uno tiene un libro y se distrae, se lo arranca cualquiera y se pone a leer unos cuantos párrafos; ponen los pies sobre las mesas y se sientan en posturas que no se toleran en Europa; y se quitan los zapatos, en cualquier parte que se encuentren, y se ponen a acariciar los pies o examinárselos. Escribe: “Los yanquis son los animalitos más inciviles que llevan fraque o paletó”. Y lo peor es que se obstinan en sus malas costumbres. No obstante, por singular paradoja, él los considera “el único pueblo culto que existe en la tierra”…
En lo moral, les halla defectos muy graves. El Gobierno ha incurrido en usurpaciones y malos ejemplos. Estados que han contraído deudas, de pronto las repudian, con escándalo y vergüenza del país. El individuo endurecido en la lucha contra la naturaleza, en procura del bienestar, aparta la moral, si se le interpone, o le dan un empellón. El hábito del jurado creó —dice Sarmiento – el crimen civil, impune, horrible, que se llama la ley de Lynch. Aconseja guardarse en el Far West, o en los Estados donde existe la esclavitud, de encontrarse con siete hombres reunidos y provocar sus pasiones, porque “será usted colgado por aquellos jueces, más terribles y arbitrarios que las jueces invisibles de los tribunales secretos de la Alemania antigua”. Reconoce que los yanquis “adolecen de vicios repugnantes”, e indica la avaricia y la mala fe. Se pregunta si los defectos del yanqui serán peculiares a la raza anglosajona, o si provendrán de la amalgama de tantos pueblos diversos y acaba por atribuirlos a la libertad y a la democracia… A la libertad y a la democracia…
Sale de los Estados Unidos “triste, pensativo, complacido y abismado” Se han ajado o roto la mitad de sus ilusiones. Ese país le parece no tener modelo anterior, ser una especie de disparate que choca a primera vista. Es, ciertamente, la República, aunque todavía no la República soñada. Mejor dicho; para él existe ya en los Estados Unidos la democracia. La República “vendrá más tarde”. De cualquier modo, el yanqui le parece un pueblo gigantesco. Los americanos “muestran en sus proyectos, empresas y trabajos una virilidad que deja muy atrás a la especie humana en general”. Y teniendo como tiene ese país la tierra virgen, el hierro, el carbón de piedra, la educación popular, la libertad religiosa y la libertad política, no está lejos “el día del grande escándalo de la República fuerte, rica de centenares de millones”.
No obstante estas palabras, él no es el yancófilo a ultranza que se supone. Por el contrario, y aparte de aquellas severas críticas, juzga con independencia la política y el gobierno de los Estados Unidos. Basta un ejemplo para demostrarlo. Apenas haya vuelto a Chile, la autoridad promoverá un incidente a un enviado norteamericano en Valparaíso, por haberse casado con una católica nativa. Sarmiento publicará en el periódico Inglés Neighbour, de Valparaíso, un artículo escrito en español y titulado Chile y los Estados Unidos, en donde reprocha la actitud de las autoridades, pues con ello conseguirán que “un vapor, mandado por un truhán”, llegue a demoler media ciudad chilena. Pregunta: “Y entonces, ¿a quién apelamos? ¿Al mundo, a la Europa? El mundo se guarda muy bien en meterse en quintas con los Estados Unidos. ¿A nuestras propias fuerzas?” Y agrega estas palabras formidables, cuya dolorosa verdad conoce Hispanoamérica:
“Contra la violencia y la injusticia de los yanquis, no hay apelación en la tierra”.
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Entre un viaje y otro por los Estados Unidos, visita el Canadá. Montreal le parece una joya. “Es -opina- la ciudad más adelantada del mundo en cuanto a la aplicación y generalización de los medios más perfectos de construcción civil”. Describe las casas de piedra de cantería o de ladrillo; los techos, cubiertos de un manto de zinc lo que le da un aspecto reluciente; el pavimento de palo a pique; las aceras hechas de tablones atravesados y montados sobre barrotes que permiten al agua escurrirse por debajo”.
Pero si por lo exterior es Montreal la ciudad más civilizada del globo, moralmente “es una curiosidad fósil, digna de observación”. Cedido el Canadá a Inglaterra por Luis XIV, los canadienses rompieron todo vínculo con Francia. Las noticias de la Revolución Francesa y del advenimiento de Napoleón les llegaron como ecos vagos y lejanos. Conservan el idioma puro de la época de Luis XIV y las costumbres de ese tiempo. Los canadienses, por no transigir con los dominadores, no han querido aprender el inglés ni aceptar empleos en la administración.
Sarmiento asegura que en Canadá la religión es un arma contra los dominadores. El catolicismo se mantiene con el candor de tiempos medievales. Un domingo va a la Catedral de Montreal, y la misa episcopal a que asiste, le parece un espectáculo imponente, superior a cuanto viera en Europa. Calcula que en ese momento había en la Catedral de quince a veinte mil personas. Y la misa era ayudada por setenta y dos acólitos.
El apego de los canadienses a sus viejas costumbres es para Sarmiento algo “santo, bello, tierno, patriótico”. Pero, como no hay en el mundo cosa cumplida, los canadienses “poseen y cultivan una ignorancia desesperante”. Trabajan mal la tierra, no tienen industria ninguna y “la pobreza, la oscuridad, la nulidad y la miseria los viene cercenando y estrechando por todas partes”. Y calcula que en un siglo más se refiere a los canadienses de origen francés- habrá desaparecido este pueblo, incapaz de vivir en la sociedad actual, y obstinado, por patriotismo, en perpetuar un modo de ser que aniquila lentamente”.
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Poco antes de abandonar los Estados Unidos le ocurre una desagradabilísima aventura.
El chileno Santiago Arcos, joven de perpetuo buen humor, de fáciles risas y de no menos fáciles bromas, ha intimado con Sarmiento y ambos tienen resuelto volver juntos a Chile. Y han reunido su dinero para algunas excursiones y gastos comunes, encargándose Arcos de guardarlo y administrarlo.
Sarmiento ha ido solo a Washington, quedando los dos amigos en encontrarse en Harrisburg, en el Hotel de los Estados Unidos. Sarmiento se dirige de Washington a Baltimore y de allí a Harrisburg. No hay en esta ciudad hotel de ese nombre. Averigua en todos los hoteles, hasta que en uno encuentra este papel: “Le aguardo en Chamberburg”. Mohino y cariacontecido, allá va Sarmiento a Chamberburg. Recorre hotel por hotel Arcos no aparece por ninguna parte. Por fin, halla en la posta esta esquela: “Lo aguardo en Pittsburg”.
Aquí empieza el drama de Sarmiento. De Chamberburg a Pittsburg hay cincuenta leguas. El pasaje cuesta diez pesos en la diligencia y él apenas tiene cuatro o cinco. ¡Ni para pagar el hotel! Son indecibles sus angustias. Varias veces le expone su situación al dueño. “Un joven que va adelante —le explica— lleva mi dinero, sin saber que no traigo el necesario para los gastos de camino”. Le ofrece, en garantía y a cambio del dinero preciso para el pasaje,. algunos objetos de valor. El posadero se encoge de hombros. Sarmiento recurre al maestro de posta, que se queda mirándolo.
Dos días de suplicio y desesperación. Lo sugieren escribir a su amigo por el telégrafo eléctrico. La carta le cuesta cuatro reales y es muy sentida, aunque empieza así: “No sea usted animal”. El telégrafo le pregunta dónde está el destinatario y él le contesta que en el Hotel de los Estados Unidos suponiendo que hubiese alguno de ese nombre en Pittsburg. Sale la carta. Sarmiento está ante el telegrafista. Pero pasa el tiempo y la respuesta no llega. Después de varias horas le informan que no hay tal individuo. Y al fin resulta que han telegrafiado ¡a Filadelfia!.
Sarmiento, excitado terriblemente, maldice a gritos y en español. El hotelero cree que se va a matar o los va a morder a todos y sale a llamar a alguien. Llega un hombre con una lapicera detrás de la oreja. Se entera de lo que sucede al extranjero. Le ofrece con qué pagar hotel y pasaje siempre que, desde Pittsburg, Sarmiento deposite la pequeña cantidad en cierta casa de negocio. El viajero le ofrece alguna garantía. El otro no acepta. Sarmiento libre de la amnistía, se come un par de manzanas y sale a caminar. Esa noche le lleva su Salvador libros en español, italiano y francés, y, al día siguiente, el dinero que necesita. En la diligencia que le conduce a Pittsburg y luego en el vapor una dama, que le ha oído en Chamberburg, le ofrece dinero y alojamiento en su casa de Nueva Orleans, nada de lo cual acepta Sarmiento.
En Pittsburg en el Hotel de los Estados Unidos, encuentra a Arcos, que está por poner un aviso en los diarios buscándole. Sarmiento se preparaba para reconvenirle muy seriamente, pero el chileno lo recibe con una cara tan “cómicamente angustiada”, que suelta la risa y le tiende la mano.
En Nueva Orleans se embarca para la Habana en el bergantín P. Soulé, “malísimo y pestilente buquecillo de vela”, que lleva, como el que le condujo a Argel, una carga de cerdos y además tres o cuatro tísicos moribundos que comparten con él y con Arcos, los camarotes “estrechísimos calientes y llenos de telarañas”.
Llega a La Habana el 14 de noviembre. Permanece allí tres semanas, visitando las poblaciones próximas y conversando con los que aspiran a la independencia. En viaje a Santiago de Cuba conoce varios pueblitos de la costa. Allí se embarca para el istmo de Panamá. El buque hace escalas en Jamaica, Barranquilla y Cartagena. Sarmiento cruza el istmo, y en un puerto del Pacífico toma un barco para Valparaíso.
El 24 de febrero de 1848 llega a Valparaíso. Es enorme la cantidad de cosas que ha visto y aprendido. Ningún político argentino, ni antes ni después, viajó ni aprendió lo que él. Y puede afirmarse que sus andanzas por el mundo le han preparado para la carrera política.
Hablando de este retorno, él dirá de paso, en 1883 y en un artículo sobre el teatro de ópera en Córdoba y en Santiago de Chile, que está en el tomo 48 de sus obras completas —y hablando en serio, sin propósito de burlarse de nadie ni criticar a nadie—, estas extrañas palabras: “Por el mes de febrero de 1848 regresaba de sus largos viajes por Europa, el conocido escritor chileno D. F. Sarmiento”…
Fuente: Gálvez, Manuel: Vida de Sarmiento, Editorial TOR, Bs. As., 1957, pp. 114-135
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