George Washington – Discurso de despedida de su segunda presidencia (1796)
Amigos y conciudadanos:
No muy distantes del periodo de la nueva elección de un ciudadano para que asuma el Poder Ejecutivo de los Estados Unidos, y llegado el momento de poneros de acuerdo sobre la designación de la persona a la que habrá de investirse con tan extraordinaria manifestación de confianza, me parece propio, particularmente por cuanto ello ha de conducir a una más precisa expresión del voto público, que os ponga al tanto de mi resolución de no aceptar el honor de que se me considere uno de los ciudadanos entre los que se habrá, de escoger . . .
La unidad de gobierno que os constituye una nación os es ya preciada. Es justo que así sea, pues es columna principal del edificio de vuestra verdadera independencia, el sostén de vuestra tranquilidad interior, vuestra paz exterior; de vuestra seguridad, de vuestra prosperidad, de esa misma libertad que tanto amais. Pero como es fácil prever que por diferentes causas y desde diferentes sectores se habrá de poner mucho empeño y emplear muchos artificios para debilitar en vuestras mentes el convencimiento de esta verdad siendo este el punto de vuestro valuarte político contra el cual han de dirigirse con mayor constancia y actividad (aunque muchas veces oculta e insidiosamente) las baterías de los enemigos interiores y exteriores, es de infinita importancia que estiméis bien el valor inmenso de vuestra unión nacional a vuestra felicidad colectiva y particular; que le profeséis una adhesión cordial, habitual e inconmovible, acostumbrando os a pensar y hablar de ella como la égida de vuestra seguridad y prosperidad política, velando por su conservación con celoso afán, rechazando cuanto puede excitar siquiera una sospecha de que en caso alguno pueda abandonarse, y contemplando con indignación la primera insinuación de toda tentativa para separar cualquier parte del país de las demás; o para debilitar los lazos sagrados que ahora las unen.
En este empeño contáis con todo incentivo de los sentimientos de afinidad y de interés. Ciudadanos por nacimiento, o por elección, de una patria común, tiene ésta el derecho de que todos vuestros afectos se concentren en ella. El gentilicio de norteamericanos, que os corresponde en vuestra condición nacional, debe exaltar el justo orgullo patriótico más que cualquier otra designación derivada de las distinciones de oriundez. Con ligeras variaciones de matiz, vuestra religión, vuestros modos, vuestras costumbres y vuestros principios políticos son unos mismos. Juntos habéis peleado y triunfado en una causa común; la independencia y la libertad que poseéis son la obra de esfuerzos y consejos comunes, de peligros, padecimientos y éxitos comunes…
Mientras, pues, cada parte de nuestro territorio tiene de este modo un interés inmediato y particular en la unión, todas sus partes combinadas no pueden dejar de hallar en la masa reunida de medios y esfuerzos mayor fuerza, mayores recursos, mayor seguridad, proporcionalmente, contra los peligros exteriores, una interrupción menos frecuente de su paz por otras naciones; y, lo que es de inestimable valor, deberán librarse, por la unión, de las disensiones y guerras entre si que afligen con tanta frecuencia a los países vecinos, que no están unidos bajo un mismo gobierno; disensiones que sus propias rivalidades bastarían para excitar, pero que las alianzas extrañas opuestas, las ligazones e intrigas estimularían y harían más amargas. Así, se evitará también la necesidad de mantener establecimientos militares crecidos, los cuales, bajo cualquiera que sea la forma de gobierno, no son propicios a la libertad, y deben considerarse como particularmente hostiles a la libertad republicana. Es en este sentido en el que debéis considerar vuestra unión como el sostén principal de vuestra libertad, y el amor de ésta os debe hacer más preciada la conservación de aquélla . . .
Para que vuestra unión sea permanente y eficaz es indispensable un gobierno para la totalidad. Ninguna alianza entre las partes, no importa cuán estricta, puede substituirlo adecuadamente; porque inevitablemente, habrán de experimentar las infracciones e interrupciones que todas las alianzas han experimentado en todos los tiempos. Sensibles a esta trascendental verdad habéis mejorado vuestro primer ensayo, adoptando una Constitución de Gobierno mejor calculada para una unión íntima y la eficaz administración de vuestros intereses comunes que la anterior. Este Gobierno, fruto de nuestra propia elección, hecha sin temores ni influencias, adoptado sobre la investigación plena y la deliberación madura, enteramente libre en sus principios, en la distribución de sus poderes, que a la seguridad apareja la energía, y lleva dentro de sí la providencia para su propia enmienda, tiene justo derecho a vuestra confianza y vuestro apoyo. El respeto a su autoridad, el cumplimiento de sus leyes, el acatamiento de sus medidas son obligaciones que prescriben las máximas fundamentales de la verdadera libertad.
La base de nuestro sistema político es el derecho del pueblo para hacer o alterar sus constituciones de gobierno; pero la Constitución que en cualquier momento exista, hasta que se cambiare por un acto auténtico y explícito de todo el pueblo, es sagradamente obligatoria para todos. La idea misma del poder, y del derecho, del pueblo a establecer un gobierno, presupone el deber que tiene cada individuo de obedecer al gobierno establecido . . .
Para que se conserve vuestro gobierno y que vuestra feliz condición actual sea duradera, no sólo es necesario que desaprobéis toda oposición irregular a su legítima autoridad, sino también que resistáis, con empeño, a toda innovación de sus principios, no importa cuán especiosos los pretextos. Un método de ataque podría consistir en efectuar en las formas de la Constitución alteraciones que afecten la energía del sistema, minando así lo que no puede derrocarse directamente. Cuando se os proponga alguna innovación, recordad que el tiempo y la costumbre son tan necesarios para fijar el verdadero carácter de los gobiernos como el de las demás instituciones humanas; que la experiencia es la más segura piedra de toque para probar la verdadera tendencia de la Constitución de un país; que la facilidad de hacer cambios, fiándose en el crédito dé meras hipótesis y opiniones, expone a cambios perpetuos en razón de la interminable variedad de hipótesis y opiniones; y recordad, en particular, que en un país tan dilatado como el nuestro, es indispensable, para la dirección eficaz de vuestros intereses comunes, que el gobierno tenga todo el vigor que sea compatible con la perfecta seguridad de la libertad. La libertad misma hallará su guardián más seguro en un gobierno semejante, en el que los poderes estén adecuadamente distribuidos y arreglados; el gobierno, en realidad, apenas es un nombre cuando es demasiado débil para resistir a las empresas de las facciones, para contener a cada miembro de la sociedad dentro de los confines que prescribe la ley, y para conservarlos a todos en el goce pacífico de los derechos personales y de la propiedad . . .
Existe la opinión de que en los países libres los partidos son útiles medios de revisar la obra administrativa del gobierno, y sirven para conservar vivo el espíritu de la libertad. Dentro de ciertos limites esto probablemente es verdad; y en los gobiernos de molde monárquico, el patriotismo puede mirar, si no con favor, al menos con indulgencia, el espíritu de partido. Pero en los de carácter popular, en gobiernos puramente electivos, es un espíritu que no debe alentarse: por su tendencia natural, nunca habrá falta de ese espíritu para todo efecto saludable; y existiendo siempre peligro constante de excesos, debe ponerse empeño en reducirlo y mitigarlo por la fuerza de la opinión pública. Chispa que no debe apagarse, exige, sin embargo, la vigilancia continuada, para impedir que estalle en llamas, no vaya a ser que consuma en vez de dar calor.
Es igualmente importante, en un país libre, que el hábito de pensar inspire a los encargados del gobierno la cautela de conservarse dentro de sus respectivas esferas constitucionales, evitando, en el ejercicio de los poderes, que un departamento usurpe los de otro. El espíritu de la usurpación tiende a concentrar los poderes de todos en uno, y por ende a crear, cualquiera que sea la forma del gobierno, un verdadero despotismo . . . Si en opinión del pueblo se encuentra en cualquier particular viciosa la distribución o modificación de los poderes constitucionales, que se corrija por una enmienda en la forma que designa la Constitución. Pero que no haya alteración por usurpación, pues esto, aun cuando en algún caso puede ser instrumento de bien, es el arma acostumbrada, por la que se destruyen los gobiernos libres. Siempre preponderará en gran manera el mal duradero que produce el precedente sobre cualquier beneficio parcial o transitorio que resultare de su empleo.
La religión y la moral son apoyos indispensables de todas las disposiciones y hábitos que conducen al bienestar político. En vano reclamaría el título de patriota quien trabajase por subvertir estas grandes columnas de la felicidad humana, estos fortísimos sostenes de los deberes de los hombres y de los ciudadanos. Tanto el mero político como el hombre devoto deben respetarlos y amarlos. No bastaría un tomo entero para indicar todas las relaciones que tienen con la felicidad pública y particular. Pregúntese sencillamente: ¿qué sería de la seguridad de los bienes, de la reputación, de la vida, si el sentido de la obligación religiosa se separara de los juramentos que en los tribunales de justicia son los instrumentos de investigación? Y seamos cautelosos antes de incurrir en la suposición de que la moralidad se puede sostener sin la religión. Por mucho que se conceda al influjo de una educación refinada en los cerebros de un temple peculiar, la razón y la experiencia nos prohíben esperar que la moralidad nacional pueda existir con exclusión de los principios religiosos.
Es substancialmente cierto que la virtud o la moralidad es un necesario resorte del gobierno popular. Verdaderamente, la regla se extiende con más o menos fuerza a toda clase de gobierno libre. ¿Quién, siendo un verdadero amigo de éste, puede ver con indiferencia las tentativas que se hagan para minar las bases de su estructura? Promoved, pues, como objeto de primordial importancia, las instituciones para la difusión general de los conocimientos. Es esencial que se ilumine la opinión pública en proporción de la fuerza que le imparta a la misma una forma de gobierno . . .
Observad buena fe y justicia con todas las naciones. Cultivad la paz y la armonía con todas. La religión y la moralidad mandan esta conducta. Y, ¿sería posible que no lo ordenase igualmente la buena política? Será digno de una nación libre, ilustrada, y que no está muy distante de la época en que será grande, dar al género humano el ejemplo magnánimo y muy nuevo de un pueblo siempre guiado por un sentido elevado de la justicia y la benevolencia . . .
Para la ejecución de tal plan, nada tan esencial como abstenerse de las antipatías permanentes, inveteradas contra unas naciones en particular, y de las adhesiones apasionadas a otras, y como cultivar en lugar de ello los sentimientos amistosos para con todas. La nación que se entrega al odio o a la predilección habitual de otra en cierta medida es una esclava. Es una esclava de su animosidad o de su afecto, y bastará una u otra cosa para desviarla de su obligación y de su propio interés. La antipatía entre una nación y otra las dispone con mayor facilidad a insultar y agraviar, a valerse de ligeras causas de resentimiento, y a ser altaneras e intratables cuando sobrevienen motivos accidentales o triviales de disputa . . .
Asimismo, una vinculación apasionada de una nación a otra produce una variedad de males.
El afecto a la nación favorita predispone a la ilusión de un interés común imaginario donde verdaderamente no existe ningún interés común real; e infundiendo en la una las enemistades de la otra, la lleva arteramente a participar en las querellas y guerras de la segunda sin motivo ni justificación. Ello conduce también a hacer concesiones a la nación favorita de privilegios que se niegan a otras, lo cual es capaz de tener el doble efecto de perjudicar a la nación que hace las concesiones, haciéndola desprenderse innecesariamente de lo que debería haber conservado, y excitando celos, mala voluntad y la disposición a tomar represalias en las naciones a las que se rehúsan iguales privilegios . . .
Contra las artes insidiosas de la influencia extraña debe estar constantemente alerta el celo de un pueblo libre, puesto que la historia y la experiencia demuestran que la influencia extraña es uno de los enemigos más funestos del gobierno republicano. Pero, para que sea útil, este celo debe ser imparcial, so pena de que se convierta en el instrumento de la influencia misma que ha de evitarse, en vez de una defensa contra ella.
El afecto excesivo a una nación, así como la aversión excesiva a otra, no dejan ver el peligro sino por un lado a los que así sienten, y sirven de capa, y aun de ayuda a las artes e influencias del otro lado. Los verdaderos patriotas que se resistan a las intrigas de la nación favorita se exponen a hacerse sospechosos y odiosos, mientras los instrumentos de ésta, y aquellos que la siguen ciegamente, usurpan el aplauso y la confianza del pueblo cuando entregan sus intereses.
En el proceso de ampliar el radio de nuestras relaciones comerciales, nuestra gran regla de conducta en lo que atañe a las naciones extranjeras debe consistir en tener con ellas la menor vinculación política, que sea posible. Que los tratos que hemos hecho hasta ahora se cumplan en perfecta buena fe. Aquí debemos parar.
Europa tiene una serie de intereses primarios que no tienen relación alguna con nosotros, o si la tienen, es muy remota . . .
¿Por qué hemos de enredar nuestra paz y prosperidad en las redes de la ambición, la rivalidad, el interés o el capricho europeos, entreverando nuestros destinos con los de cualquier parte de Europa?
Nuestra verdadera política es apartarnos de alianzas permanentes con cualquier parte del mundo extranjero; quiero decir, en lo que nos sea dado hacerlo actualmente, pues no se me interprete como capaz de preconizar la deslealtad a los compromisos existentes. Conceptúo la máxima de que la rectitud es la mejor política, tan aplicable a los negocios públicos como a los privados. Repito, por consiguiente: que se cumplan esos compromisos en su verdadero sentido. Pero en mi concepto no es necesario, y resultaría poco juicioso, el extenderlos.
Teniendo siempre el cuidado de mantenernos en una capacidad defensiva respetable por medio de establecimientos adecuados, podremos confiar con seguridad en alianzas temporales en casos de urgencia extraordinaria.
La política, la humanidad y el interés recomiendan la armonía y el intercambio liberal con todas las naciones. Pero a su vez nuestra política mercantil debe apoyarse en la igualdad y la imparcialidad, sin buscar ni conceder favores exclusivos o preferencias; consultando el orden natural de las cosas; difundiendo y diversificando por medios pacíficos las corrientes del comercio, sin forzar cosa alguna; estableciendo con las facultades del caso para dar al comercio una dirección estable, definir los derechos de nuestros comerciantes y habilitar al gobierno para que los apoye reglas convencionales de intercambio, las mejores que las circunstancias actuales y la opinión mutua permitan, pero temporales y susceptibles de abandonarse o variarse de tiempo en tiempo como lo exijan las circunstancias; teniendo constantemente presente que es insensato que una nación espere de otra favores desinteresados; que lo que acepte por ese concepto deberá pagarlo con una parte de su independencia; que aceptándolos se pone en la situación de corresponder con equivalentes a favores nominales, y aun exponiéndose a que se le trate de ingrata por no dar más. No puede haber error mayor que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe descartar . . .
Aunque después de haber pasado revista a la actuación de mi gobierno no me dice mi conciencia que fuera autor de error intencional alguno, estoy demasiado consciente de mis defectos para no pensar que probablemente cometí muchos yerros. Sean los que fuesen, ruego fervorosamente al Todopoderoso que se sirva prevenir o mitigar los males que pudieran ocasionar. Llevaré también conmigo la esperanza de que mi patria los mirará siempre con indulgencia, y que después de consagrar 45 años de mi vida a su servicio con elevado celo, consignará al olvido las faltas de mis incompetentes capacidades, como en breve lo deberá ser mi persona a las mansiones del descanso.
Confiad en la bondad de la patria en ésta como en otras cosas, que yo, movido por aquel amor fervoroso tan natural en un hombre que ve en ella su suelo natal y el de sus progenitores, por muchas generaciones, miro con grata anticipación el retiro donde, en medio de mis conciudadanos, me prometo entregarme, sin mezcla, al dulce placer de participar de la benigna influencia de las buenas leyes bajo un gobierno libre: objeto siempre acariciado de mi corazón, y feliz recompensa, como lo espero, de nuestros cuidados, labores y peligros comunes.
George Washington
17 de setiembre de 1796
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