Por qué dejé de ser socialista
Tengo 37 años, soy uruguayo y me dedico a la psicología. Esta nota intenta ser una confesión y síntesis de mi periplo ideológico en los últimos 20 años. Intenta dar cuentas de por qué abandoné el socialismo como ideología hace ya alrededor de diez años.
Entre los 15 y los 25 años se comprende mi período mayormente socialista y socialdemócrata. Tal como suele suceder, a esa edad hay mucha mística y pocos datos serios rezumando la voluntad y el frenesí de la temprana juventud.
Algo que desde muy adolescente azuzaba mi consciencia era, pues, por qué existen países tan dispares en el mundo en cuanto a su desarrollo, países ricos y países pobres. La Historia y la filosofía fueron de mi temprano interés mientras mis compañeros de clase disfrutaban los play off de la NBA y de las fruslerías propias de una adolescencia de fines de siglo XX y comienzos del XXI. La cuestión del “desarrollo nacional” era algo que rumiaba en mi mente, a tal punto que casi estudio economía y no psicología.
Por aquel entonces ya comenzaba a estar bajo la influencia de la escuela de Frankfurt -escuela que hoy rechazo-, debido a la influencia de una docente de Historia en el secundario.
Rápidamente, asimilé la matriz neomarxista de autores como Fromm y Marcuse. Aun era la época del internet 1.0, por lo que la búsqueda de la información no tenía parangón con el hoy. Había que concurrir a bibliotecas. A los 17 años intenté desmenuzar La ideología alemana y el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Y fui confeccionando una hipótesis en mi mente: el camino del gran desarrollo nacional tenía que venir dado de un cambio en los medios de producción y de la economía como caudillismo político. ¿Economía política o política económica? Yo elegía el voluntarismo político en economía. Y me fui convenciendo de que el gran nacionalismo industrial, guiado por la mano de una Intelligentzia revolucionaria, era el camino para dejar atrás la gris y triste urbanidad de tercer mundo de mi país. Ya poseía el germen para ser un socialista revolucionario. También me interioricé con literatura típica, como Galeano, Ernesto Guevara, etc. Además, eran tiempos de negación de mi acervo católico, un tanto típico de la adolescencia. Mi anhelo socialista y romántico se mezclaba con mi crisis de fe.
Entre los 17 y 19 años tuve la oportunidad de conocer estudiantes provenientes de los países nórdicos (fundamentalmente Noruega), y rápidamente comencé a admirar el sistema nórdico a través de charlas donde hablábamos en inglés sobre el mundo, la libertad, Cuba y la revolución, además de las drogas y bandas de rock. Se había implantado en mi otra semilla: la de la socialdemocracia, salida de Olof Palme y la oligarquía de los Stoltenberg, todos ellos socialdemócratas fehacientes. Estaba en mis 17 años.
Ya en la Universidad, me mantuve en estas coordenadas, profundizando en las mismas. Al menos en economía, era un joven progresista y socialista democrático. Mis lecturas de Nietzsche me acercaron a lo que Nolte denominaba un “nietzscheanismo de izquierda” -donde Deleuze y Foucault estaban muy presentes-, lo cual a su vez edulcoraba con sabor nihilista mi romanticismo socialista.
Todo indicaba que, al menos en la concepción económica y del sujeto, mi pensamiento estaba destinado a estar alineado con la hegemonía de la izquierda académica y su producción gramsciana de miles de estudiantes de izquierdas por año a modo de factoría intelectual. ¿Quién en su sano juicio no se vuelve socialista en la Universidad? ¡Se requiere una gran falta de sensibilidad para no serlo!
Me había consolidado como un socialista puro y duro. Hoy, siendo libertario, experimento una gracia cuando se me acusa de “neoliberal” y portador de la presunta insensibilidad social que aqueja a la derecha liberal y libertaria hacia los desposeídos y parias de este mundo.
Pero algo sucedió. Algo salió mal en el propio contexto de las peticiones académicas. Y, lo más anecdótico, es que esto fue la sugerencia y el pedido de un importante docente proveniente de las antiguas filas del bolchevismo universitario.
Mi trabajo final de tesis de grado fue sobre las organizaciones laborales en los ciernes de la Unión Soviética; trabajo que curiosamente recibió la máxima calificación. Yo era un estudiante voraz y ávido de lectura e información. Rápidamente me hice de todos los libros conseguibles sobre la Unión Soviética en librerías locales, y comencé un proceso de estudio pormenorizado sobre qué diantres había sucedido, al detalle, dentro de eso que llamamos URSS. Estaba en mis 26 años. Comencé a nutrirme de decenas de historiadores.
Descubrí que jamás existió en el Octubre Rojo una revolución romántica y democrática del pueblo ruso.
Descubrí que la Toma del Palacio de invierno fue un golpe de Estado. Descubrí que en el primer año de gobierno dictatorial de Lenin se fusilaron a más de 100 mil individuos considerados disidentes, por ejemplo los anarquistas. Descubrí que, lejos de inventar el soviet, la dictadura de Lenin acaparó los soviets precedentes, los cuales eran organizaciones populares que se desprendían del antiguo “mir” campesino.
Descubrí que ya en 1919 fue Lenin -y no Stalin como se cree- quien instauró el Gulag en el archipiélago de Solovki, el campo de concentración ruso para disidentes. 50 millones de rusos perdieron la vida en el Gulag cuando este se extendió por toda Rusia. Descubrí los escritos de Alexander Soljenitsin y su tétrico retrato del Gulag.
Descubrí que el llamado “comunismo de guerra” y la posterior guerra civil llevada a cabo entre el año 19 y el 21, sometieron al hambre, la peste y el exterminio masivo de rusos. En el interior de Rusia en ese período perecieron más personas que en la Primera Guerra mundial.
Descubrí cómo Trotski traicionó a sus solados y fusiló a decenas de miles de los mismos en la masacre de Kronstadt.
Descubrí cómo en los cuarteles bolcheviques se llevaban a cabo inefables torturas.
Descubrí cómo las políticas stalinistas en Ucrania de confiscación de granos para su exportación produjeron la hambruna de entre 7 y 10 millones de campesinos ucranianos, el Holodomor.
Descubrí cómo la “revolución” de 1917 había sido llevada a cabo en su enorme mayoría por sujetos que no eran rusos sino de países aledaños como Polonia y los países bálticos, y cómo habían recibido el apoyo financiero de oligarcas alemanes y de la gran banca internacional, como los Loeb y los Warburg, quienes odiaban a la Rusia tradicional cristiana e imperial.
Descubrí cómo el sistema maquinal ya en el período stalinista, con el afán de industrializar Rusia, practicó todo tipo de atropellos hacia los trabajadores.
Descubrí que el odio hacia la tradición y la grandeza del imperio era visceral y repugnante.
Finalmente, descubrí que la historia del socialismo real catapultado por la URSS mediante un intento de revolución mundial dejó un saldo de más de 100 millones de muertos, escasez, hambre, miseria y represión. El sufrimiento del pueblo ruso quizás no tenga parangón.
Yo me encontraba anonadado. Mi edificio ideológico cayó. Por cuestiones éticas y morales, el socialismo real se tornó indefendible para mi. La institución que se suponía iba a enhestarme como a un sujeto de izquierdas tuvo en mi a su propio “Neo”, quien eligió la píldora roja y salió de Matrix.
Siempre estarán aquellos quienes tilden a todo esto de “socialismo inauténtico”, “pseudo socialismo”, etc., pero lo cierto es que la historia del socialismo es lo que es y no lo que podría haber sido. La Historia humana es la historia de lo que resulta ser. 100 millones de seres humanos no pueden conformarse en el más allá con que Marx haya dejado inconclusa la escritura de El Capital. Otros se resguardan en llamar a todo esto “capitalismo de Estado” para blanquear sus consciencias, pero lo cierto es que el capitalismo no funciona así. Todo esto ha quedado muy bien retratado en la obra del socialista uruguayo Emilio Frugoni La esfinge roja, la cual consiste en las memorias de su experiencia como embajador en la URSS. Su saldo final es el desencanto absoluto, e incluso el ensalzamiento del sistema norteamericano.
Esto mismo ocurre hoy con Venezuela. Algunos dicen que “eso no es izquierda” (incluso he escuchado el delirio de que tal régimen es “neoliberal”). Pero lo cierto es que el régimen se hace llamar socialista, y cuenta con la simpatía de los sectores más recalcitrantes y dogmáticos de nuestra izquierda. Es socialismo. Es que el socialismo no puede derivar en otra cosa. Es posible que entre tales personas quienes opinan eso se hallen individuos con buenas intenciones, aunque seguramente desconozcan los pormenores del socialismo real. Luego están los que conocen todo esto a la perfección y aún así pretenden llevan una causa noble camuflada. Esto habla de su calidad humana y moral.
¿Qué hacer? ¿Qué camino elegir? La socialdemocracia parecía un camino mucho más prudente, simpático y herbívoro. Ese momento coincidió con un viaje a Noruega. Amén de que los países nórdicos son hoy más capitalistas que socialdemócratas, me encontré con una sociedad socioeconómicamente nivelada, la cual desprendía cierta chatura cultural y un extraño estado anímico en su gente. Mi sabor fue una mezcla extraña entre la novedad y el desencanto. Se trata de un bello país, pero se percibe malestar en su cultura. El Estado de Bienestar como Estado de Malestar, mutatis mutandis.
Mi búsqueda personal me llevó por diversos caminos, muchos de ellos fallidos, como mi etapa de nacionalista católico. Fueron tiempos de crisis ideológica y existencial.
Finalmente, comencé a familiarizarme con la Escuela Austríaca de economía.
Gracias a dicha corriente comprendí que no comprendía nada sobre economía, un mal que aqueja a historiadores y psicólogos. Me di cuenta que no tenía idea qué es y por qué se produce la inflación. Por qué el control de precios lleva siempre -tarde o temprano- a la escasez. Que la distribución de la riqueza mediante medios políticos conlleva a la pobreza de carácter económico. Que la pobreza es el estado antropológico y material normal de la humanidad, y que para salir de él, los pueblos deben producir valor agregado. Que la “mano invisible” de Adam Smith es meramente una metáfora, un recurso retórico del lenguaje. Que la riqueza y su producción no es un juego de suma cero: si el individuo A produce valor añadido eso nada tiene que ver con que lo haya quitado del individuo B.
Que el capitalismo, en ciertos países se desarrolla no gracias al Estado, sino a pesar de él. Que el Estado no produce riqueza, sino meramente la extrae mediante medios políticos. Que el Estado de Bienestar, al menos las grandes versiones del mismo, sólo son viables a costa de la impresión monetaria (inflación) y/o endeudamiento. Que el mercado no son las empresas ni 10 oligarcas fijando precios: el mercado es un sistema libre de cooperación social mediante el cual millones de individuos realizan transacciones voluntarias de bienes y servicios.
Que la obsesión por la igualdad es una herencia jacobina de la revolución francesa, la cual conduce a la nivelación absoluta y al socialismo. Para que exista riqueza social es necesaria la diversidad, y esto presupone la desigualdad en un sentido positivo y constructivo. Además, hablar de la desigualdad sólo tiene sentido en una sociedad donde primero existe la prosperidad: en Cuba son todos igualmente pobres. Sólo en una sociedad donde se produce riqueza se torna con sentido hablar de la preocupación por la igualdad, de lo contrario de lo que se habla es de sociedades ricas y sociedades pobres.
Y, entre otras cosas, descubrí que la socialdemocracia tampoco es el camino. La socialdemocracia no es otra cosa que socialismo a paso lento: tal cosa le ocurrió a Suecia. A fines de los años 80s, como fruto de las reformas de Olof Palme, el Estado sueco comenzó a extraer el 70% de la producción individual en impuestos. Hacia fines de esa década, Suecia implosiona en una fuerte crisis la cual la obligó a liberalizar grandes sectores de la economía. Por un camino similar al de Suecia se dirige hoy Alemania y gran parte de Occidente. Tal como ha advertido Tom Palmer, cuando el Estado de Bienestar caiga por su peso, ocurrirá una crisis sin precedentes en Occidente.
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