Manuel Gálvez – La Argentina en nuestros libros

Manuel Gálvez – La tristeza de los argentinos

LA TRISTEZA DE LOS ARGENTINOS[i]

Dijeron bien Keyserling y Waldo Frank. Pero no. No es exactamente tristeza nuestro mal. Es más bien, a lo menos entre las selecciones sociales e intelectuales, un enorme descontento. Descontento por la vida que vivimos, por nuestro carácter, por nuestro país.

Harto miserable es la existencia que llevamos en Buenos Aires. No hay aquí vida espiritual, y apenas si comenzamos a crear una pequeña vida intelectual. No tenemos paisaje, cosa tan necesaria para todo ser sensible. Vivimos entre masas de edificios, en calles todas iguales, eternamente perseguidas, aplastados y cercados por una monotonía desesperante que se nos entra en el alma. No conozco una ciudad más monótona, más espiritualmente pobre que Buenos Aires. Quisiéramos vivir de otra manera que como vivimos, menos sujetos a la implacable dictadura de los prejuicios y del convencionalismo.

Y es que nuestro carácter es el enemigo mayor de nuestra felicidad. Los argentinos, por lo menos los habitantes de Buenos Aires, estamos enfermos de vanidades y de preocupaciones. Somos egoístas, envidiosos, criticones, pequeños de espíritu, incapaces de verdadera alegría. No tenemos cordialidad ni espontaneidad. Las ambiciones nos ahogan y nos hacen antipáticos. El argentino culto es un pobre hombre carcomido por tenaces vanidades. Vanidad de dinero: no se resigna a vivir con lo que tiene y simula una situación inexistente, desesperado de deudas y de impotencia para hacer fortuna. Vanidades de posición social: no se conforma con permanecer en su puesto, y aspira a actuar en más altos círculos. Vanidades del poder: se cree capaz de los más altos cargos, y lo es, a veces; y el no conseguirlos, cuando otros, con menor mérito, los ocupan, le hace desgraciado. Vanidades de amores: todo argentino busca la aventura, o las aventuras, aquí y allí, desesperadamente. Y por culpa de nuestras vanidades innumerables, sólo tienen amigos los ricos y los que disponen de alguna influencia o prestigio, sea social, político o económico.

La vida social casi no existe en Buenos Aires. El argentino parece no gustar de la conversación, que es el encanto de la verdadera vida de sociedad. El diálogo es entre nosotros una rareza. Me refiero al diálogo de ideas o de sentimientos: al diálogo que tenga algo de confidencial. Carecemos de vida interior, y no nos interesa la vida interior que puedan tener los otros. Un hombre culto, amigo del diálogo, no encontrará casi interlocutores en Buenos Aires. No falta aquí ni inteligencia, ni información, ni sensibilidad. Falta el gusto por las cosas del alma. Y el resultado es la soledad espiritual.

Los jóvenes tal vez no sientan con angustia este drama íntimo. Pero para los que hemos realizado nuestra obra o vamos realizándola, para los que hemos pasado los años de las grandes esperanzas, la vida en este país es asfixiante. A los veinticinco años, la vida es admirable en cualquier parte. A esa edad nada es necesario para poder vivir: nos basta y aun nos sobra con la belleza de nuestra ilusión. Pero a los cuarenta, exigimos muchas cosas.

Y sobre todo es asfixiante este país, o mejor dicho esta ciudad de Buenos Aires, para el que ha conocido otros ambientes más nobles. Quien ha visitado Europa ya no puede vivir en Buenos Aires. El haber estado allí es un veneno. Y para el que no puede volver, la existencia aquí es una tragedia. No se piense que exagero. Todo lo que voy diciendo es un tema habitual de conversación entre los descontentos que forman parte de nuestras selecciones sociales e intelectuales. Un rebelde, aunque puramente íntimo y silencioso no conformismo, nos hace soñar con Europa. Hay quienes, angustiados por esta obsesión de Europa, desearían no haber ido nunca.

Y este fenómeno parece únicamente argentino. Todos los que conocen Chile, el Perú y el Brasil aseguran que en esos países no ocurre lo mismo. En Santiago de Chile, según ha observado Ortega y Gasset – y varios escritores europeos lo confirman – las gentes se entregan con sencillez a la delicia de vivir. Quienes han estado en Lima dice igual cosa de esta ciudad. Y es indudable que en Río de Janeiro se cultiva sin prejuicios la sociabilidad, la conversación y el baile. Y en estas tres capitales hay paisajes que dicen algo al alma, y la vida es variada, cordial y espontánea.

En Buenos Aires cada hombre está solo. Los clubes son páramos de frialdad. Dentro de cada profesión el ambiente es horrible por la hostilidad y la envidia. Jamás se atribuye a nadie una buena intención, y el mayor placer de todos, hombres y mujeres, consiste en lo que aquí llamamos con acierto “alacranear”. No se ve el afecto ni la simpatía humana por ninguna parte. Nadie quiere verdaderamente, hondamente, a nadie. Nos reúne un interés común o la elemental necesidad de juntarnos los unos con los otros. Para la amistad no se busca en Buenos Aires la nobleza del carácter, ni la generosidad del corazón. El argentino busca la amistad del que posee una fortuna, del que dispone de “cuñas”, es decir de influencias, principalmente políticas, o del que lleva un gran apellido. Buenos Aires es la tierra de los incomprendidos, de las almas desconocidas o solitarias.

Las inquietudes de los otros no interesan a nadie. El atormentado no encontrará quien quiera oír el relato de sus angustias, y su ansia por desahogarse en otra alma hermana, su necesidad de consuelo y de confidencia, resultarán molestas y aburridoras: “secantes”, para decirlo con una de esas gráficas palabrejas que el porteño gusta de tomar a la germanía de los ladrones y de los asesinos. Tal vez entre personas de distinto sexo… Pero tampoco. Porque la vida es excesivamente rápida en esta ciudad de las distancias y del tráfico callejero en permanente congestión, y no hay tiempo para escuchar penas ajenas. La amistad exige muchas horas inútiles… el amor desaparece en efímeras aventuras. Y hasta el matrimonio resulta ahora, en muchos casos, una rápida, aunque irremediable aventura.

Una vez le oí decir a uno de nuestros escritores de más talento que Buenos Aires era “la ciudad cruel”, porque en ella se hacía imposible la amistad. Podría escribirse un curioso ensayo sobre la influencia negativa de las distancias sobre los sentimientos afectivos y aun sobre las ideas. Creo que en las distancias reside una de las causas de nuestro descontento. A veces me pregunto si los argentinos no estaremos en camino de suprimir de la vida el sentimiento, como los norteamericanos. El caso es que, hoy por hoy, el aislamiento es la ley general. Mientras en las sociedades europeas cada hombre o cada familia tienen su grupo de amistades con las cuales se reúnen frecuentemente, en Buenos Aires eso constituye una excepción. Aquí el “hacer sociedad” es una rareza sólo accesible a ciertos privilegiados.

Todas estas cosas verdaderas, que podría demostrarlas con multitud de ejemplos, dan a los hombres de Buenos Aires una expresión preocupada. No pensamos sino en la evasión. Y la evasión, sobre todo para los espíritus cultos, es la soñada Europa… O es para otros la aventura amorosa… O Dios, para los que tienen la enorme dicha de no ambicionar nada fuera de Él… O la áspera vida de trabajo, para los más. Y cuando el trabajo no tiene recompensa – como en el caso de los escritores y de los artistas – la vida en Buenos Aires, en esta Buenos Aires monótona, fea, llena de prejuicios, egoísta, materialista, falta de un sentido religioso de la existencia, es una tragedia, una cotidiana tragedia.

 

Fuente: Gálvez, Manuel, La Argentina en nuestros libros, Santiago de Chile, Editorial Ercilla, 1935, pp. 150-155

 

NOTAS:

[i] Reproduzco aquí dos ensayos sobre el tema, y según el orden en que aparecieron. Aunque el fondo es el mismo en ambos, cada uno tiene un tono propio que lo diferencia del otro considerablemente.




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