El nacionalismo de Manuel Gálvez
En el nacionalismo, como en los partidos políticos, hay derecha, un centro y una izquierda. Nacionalista de derecha, era Héctor Sáenz Quesada, que murió hace poco, y también lo es Rául Labougle.
Con el primero, la amistad no era grande, pero había entre nosotros una mutua simpatía y mucha relación de familia: su mujer era hermana de la más íntima de las amigas de Delfina, y sus hijas tenían amistad con mis nietas. Y él fue amigo de mis hijos.
Sáenz Quesada tenía temperamento de escritor, y colaboró en La Nación con excelentes artículos, redactados en buena prosa. Espíritu original, gustaba de soltar paradojas y de llevar la contra. Pero no lo hacía con agresividad, sino sonriente y sin el menor intento de discusión, lo cual resultaba divertido.
Anduvo siempre entre los nacionalistas, pero, más que nacionalista, era un conservador con ideas de orden y jerarquía. No le inquietaba la justicia social. No creía – me parece – que el nacionalismo debiese ser un movimiento de grandes masas. Amaba excesivamente el pasado: la España colonial, la nobleza de sangre. Y condenaba a tal gobernante y a tal político porque eran “tanitos”.
Rául Labougle es también un espíritu original. Ha escrito poco, sobre temas de historia, y bueno. Entre los varios Labougle él es el que más vale: por su inteligencia, su saber en historia, su personalidad. Pero nuestros gobiernos, que, por lo común, no estiman los auténticos valores intelectuales, han preferido dar altos cargos a los hermanos de Rául y no a él.
Conocí a Raúl Labougle en 1915, a raíz de mi artículo en respuesta a Lugones, cuando lo de La maestra normal. Me lo presentó Pedro Miguel Obligado, con quien él tomaba el té. Nos seguimos viendo, pero nuestra amistad se afianzó posteriormente, en la acción nacionalista.
Gálvez, Manuel, En el mundo de los seres reales, Bs.As., Hachette, 1962., p. 309
Hablaré ahora, para terminar con la política, de un cargo que se me ha hecho.
Se decía que yo había cambiado varias veces de opiniones. No lo considero un delito. En todo el mundo, hombres eminentes han evolucionado. Jaurés entró en la Cámara de Diputados de Francia como representante de la derecha y concluyó por serlo de la izquierda. Pero es falso. Jamás pertenecí a partido alguno ni estuve cerca de ningún gobierno. He opinado, sí, y como todo el mundo, y casi siempre sólo verbalmente, en conversaciones amistosas. He aplaudido lo que me parecía bueno y condenado lo que me parecía malo. Y me expresé siempre con harta franqueza, sin tapujos ni disimulos.
Por esto, los amigos de poner rótulos a la gente me clasificaron como radical cuando elogié la política internacional de Yrigoyen; socialista o comunista cuando en Nacha Regules condené la injusticia social y la explotación del hombre por el hombre; y, años más tarde, peronista, porque aprobé la obra de recuperación nacional que realizaba Perón. Dos ideas están arraigadas en mí, casi desde la niñez: el cristianismo y la justicia social. A veces, no fui muy buen católico, pero nunca, salvo durante cuatro años de mi adolescencia, me independicé del dogma ni de la disciplina. Nunca, jamás, fui “reaccionario”, porque siempre estuve del lado del pueblo, del lado de los que sufren. Siempre, absolutamente siempre, estuve por los pobres y contra los ricos.
Las obras de gobierno que juzgué buenas, me parecieron siempre buenas fuese quien fuese su autor. Al doctor Nicolás Repetto se le atacó por haber reconocido que Stalin había hecho en Rusia grandes cosas. ¿Y no es verdad? Yo detesté siempre a Stalin y al comunismo, pero sería un fanático o un estúpido si negase que fue un gobernante de genio y que realizó, verdaderamente, grandes cosas. El mismo criterio he tenido para juzgar a los gobernantes argentinos. La mala literatura de Yrigoyen o su peor administración no me impiden reconocer que manejó estupendamente, como antes que él nadie lo hiciera entre nosotros, las relaciones internacionales. Y el mismo criterio, en los últimos años, apliqué para juzgar la obra de Perón, cuyas atrocidades en cierto sentido – ¡ese incendio del Jockey Club! – no me prohíben reconocer que recuperó para el país los ferrocarriles, los puertos, los teléfonos…
También arraigaron en mi espíritu desde mi adolescencia, estas otras ideas esenciales: la tolerancia, el antiliberalismo y la necesidad del orden, no sólo del orden policial sino del orden jerárquico. He deseado, y deseo, que se establezca la justicia social, pero sin violencias excesivas o innecesarias y conservándose la religión y el orden tradicional. No soy liberal. Hay en mí, como he leído, un fondo socialista – empleo esta palabra en sentido muy vasto – y siempre creí que entre nosotros sólo podría alcanzarse la justicia social mediante la intervención del Estado. No soy liberal, aunque considero necesaria la libertad. Pero admito la restricción de las libertades, no sólo en tiempo de guerra y de conmoción interior, sino también, aunque por un período no largo, cuando es urgente realizar ciertas reformas sociales o corregir la excesiva corrupción. Me considero demócrata, pero no “democratista”. Quienes me conocen saben que no puedo ser sino demócrata. Esto no significa que yo mire a la democracia como la única forma de gobierno posible. Es, ciertamente, una forma de convivencia, aunque esté basada en el absurdo del voto universal. Todo tienen derecho a vivir, y en un régimen más o menos democrático todos pueden vivir. Pero estoy convencido de que la verdadera democracia es un resultado de la cultura. Sólo puede haber democracia allí donde cada uno respeta el derecho de los demás. Creo imposible e innecesaria la supresión de las clases. Siempre habrá clases porque los hombres no somos todos iguales. Lo importante es suprimir la explotación del hombre por el hombre. Esto trae la disminución de las diferencias entre las clases.
Ignoro por qué motivos algunos me han considerado antisemita. Lejos de serlo, siempre he escrito bien de los judíos. Los he defendido. Dije que se les calumniaba, y que algunos de sus defectos – no hay pueblo que no tenga defectos – provenían de la vida que durante siglos se les había obligado a llevar. Escribí también que no eran cobardes, y sucesos posteriores diéronme la razón. Porque la verdad es que el pequeño pueblo israelita, en su lucha contra la poderosa Inglaterra, demostró un coraje extraordinario.
Simpaticé con el fascismo italiano por la parte social, pero no con su orgullo, su culto de la violencia y se sentido pagano de la vida. Soy cristiano ante todo. Alguna vez, sin salirme de lo doctrinario, pensé en la posibilidad de un fascismo a la manera argentina, es decir, de un socialismo realizado dentro de un marco de orden, respetando las tradiciones sociales, históricas y culturales, y sin violencias, ni orgullos, ni bravatas ridículas, ni declamaciones de mal gusto.
Estas ideas están en mis libros y en mis artículos. Pero el lector malévolo, el escritor envidioso, no se atiene sino a las líneas que están ante sus ojos. Si por razones circunstanciales – y porque no es posible exponer siempre todas nuestras ideas ni hay espacio para ello – domina en alguno de mis libros el tema de la justicia social, los malévolos exclaman: “Gálvez es socialista” o “Gálvez es comunista”. Si, en cambio, en un artículo domina el tema del orden, sin que hable yo de la justicia social, eso malévolos gritan: “Gálvez es reaccionario”. No he sido jamás reaccionario, porque siempre he tenido en lo social – y esto es lo que importa – ideas avanzadas. En tiempo del presidente Castillo, creyendo que nuestro país no debía mezclarse en una guerra – lucha de imperialismos – por el dominio del mundo, firmé un documento en favor de la paz, y este documento fue denominado, por un escritor amigo, como reaccionario…
En cuanto al comunismo, diré claramente lo que opino. En Rusia no hay tal comunismo. Hay una monarquía absoluta y no hereditaria, de tipo asiático, y en la que existen clases sociales y todo lo que existe en los demás países, bueno y malo: dinero, fortunas particulares, prostitución, explotación del hombre por el Estado, torturas, ejército y marina poderosos, nacionalismo feroz… El sistema administrativo que rige en Rusia no me entusiasma, pero lo aceptaría. Igualmente aceptaría otras cosas. Pero jamás podría conformarme con la absoluta falta de libertad, con la privación de los derechos humanos esenciales, con el ateísmo oficial y militante, con el materialismo que todo lo informa. No me importaría la supresión de la propiedad privada de la tierra. ¿Tienen todos tierras en los países capitalistas? Por otra parte, en Rusia existe un asomo de propiedad de la tierra, puesto que una persona puede poseer una casa de campo. En cuanto a la libertad, no creo que las libertades políticas – la de pertenecer a un partido, echar discursos de oposición y escribir contra las autoridades – tenga demasiada importancia cuando el gobierno va realizando una gran obra para el pueblo. Pero sí considero necesarios el derecho a vivir; a habitar en el lugar que uno quiera; a que no se nos encarcele o destierre sin motivo ni explicación; a que nuestros hijos puedan seguir la carrera que ellos o sus padres quieran y antoje y en la forma que lo sienta, y a que los músicos y los pintores no se vean obligados a renunciar al arte que les dicta su temperamento y su estética para realizar el pseudoarte que gusta al Estado Policial.
Gálvez, Manuel, En el mundo de los seres ficticios, Bs.As., Hachette, 1962., pp. 156-159
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