Un nuevo estado de segregación: los carnets de vacunación son solo el comienzo
Por John W. Whitehead y Nisha Whitehead
Instituto Rutherford
4 de agosto de 2021
“Las cosas que nos preocupaba que sucedieran, están sucediendo”. – Angus Johnston, profesor de la City University of New York
Imagine un sistema de clasificación nacional que no solo lo categoriza según su estado de salud, sino que también le permite al gobierno clasificarlo de otras cien formas: por sexo, orientación, riqueza, enfermedades, creencias religiosas, ideología política, estado legal, etc.
Esta es la pendiente resbaladiza en la que nos embarcamos, una que comienza con los pasaportes de vacunas y termina con un sistema nacional de segregación.
Ya comenzó.
Tanto en los diferentes estados como a nivel federal, cada día son más y más las empresas privadas y agencias gubernamentales que exigen una prueba de que las personas recibieron una vacuna contra la COVID-19 para permitirles trabajar, viajar, comprar, ir a la escuela y, en general, participar en la vida del país.
Independientemente de la opinión que se tenga con respecto al manejo de la pandemia por COVID-19 por parte del gobierno, esta es una propuesta desconcertante para un país que asegura valorar los derechos individuales y cuya Declaración de Derechos está redactada de tal manera que favorece los derechos de la minoría.
El hecho de permitir que los agentes del gobierno establezcan una prueba de fuego para permitir que las personas participen en el comercio, circulen y gocen de cualquier otro derecho que hace a la vida en una sociedad supuestamente libre, sienta las bases para una sociedad “muéstrame tus documentos” que obligue a los ciudadanos a identificarse en cualquier momento ante cualquier funcionario público que lo exija por cualquier motivo.
Tales tácticas pueden escalar rápidamente empoderando a los agentes del gobierno para obligar a todos a demostrar que cumplen con todos los reglamentos y regulaciones existentes. Eso sí, hay miles de reglamentos y regulaciones. De hecho, en esta era de sobrecriminalización, se estima que el estadounidense promedio infringe al menos tres leyes al día sin saberlo.
Así es también cómo el derecho a circular libremente fue socavado, sobrepasado y reescrito como un privilegio otorgado por el gobierno a aquellos ciudadanos que están dispuestos a cumplir con las reglas.
“Nosotros, el pueblo” solíamos tener derecho a ir y venir cuando quisiéramos sin temor a ser detenidos, interrogados por la policía o forzados a identificarnos. En otras palabras, a menos que la policía tuviera una sospecha razonable de que una persona era culpable de un delito, no tenía autoridad legal para detenerla y requerir su identificación.
Desafortunadamente, en la era del COVID-19, ese derecho irrestricto a circular libremente se ve enfrentado contra el poder del gobierno de encerrar a las comunidades de un momento a otro. Y en este tira y afloja entre las libertades individuales y el poder del gobierno, “nosotros, el pueblo” quedamos del lado de los perdedores.
Los pasaportes de vacunas, los requisitos de admisión de vacunas y las restricciones de viaje pueden parecer pasos pequeños pero necesarios para ganar la guerra contra el virus COVID-19, pero eso es propaganda. Solo son necesarios para el estado policial en sus esfuerzos por lavar aún más el cerebro de la población para que crea que el gobierno legítimamente tiene el poder para hacer cumplir actos tan flagrantes de autoritarismo.
Así es como se encarcela a una población y se encierra a una nación.
No importa si tales tácticas de estado policial se llevan a cabo en nombre de la seguridad nacional o protegiendo las fronteras de Estados Unidos o haciendo que Estados Unidos vuelva a ser próspero: la filosofía sigue siendo la misma, y se trata de una mentalidad que no es compatible con la libertad.
Ud. no puede tener ambas cosas.
Ud. no puede vivir en una república constitucional si permite que el gobierno actúe como un estado policial.
Ud. no puede afirmar que valora la libertad si permite que el gobierno funcione como una dictadura.
Ud. no puede esperar que se respeten sus derechos si permite que el gobierno le falte el respeto a quien le plazca con un desprecio total por el estado de derecho.
Si tiene la tentación de justificar estas medidas draconianas por cualquier motivo (sea por motivos de salud, por la economía o por la seguridad nacional), tenga cuidado: siempre hay un efecto boomerang.
Cualquier práctica peligrosa que permita que el gobierno lleve a cabo ahora, puede tener la certeza de que podrá y será utilizada en su contra cuando el gobierno decida ponerlo en la mira.
La guerra contra las drogas resultó ser una guerra contra el pueblo estadounidense, librada con equipos SWAT y policías militarizados. La guerra contra el terrorismo resultó ser una guerra contra el pueblo estadounidense, librada con vigilancia sin orden judicial y detención indefinida para aquellos que se atrevieran a discrepar.
La guerra contra la inmigración resultó ser una guerra contra el pueblo estadounidense, librada con agentes del gobierno que circulaban exigiendo “documentos, por favor”.
Esta guerra contra la COVID-19 está resultando ser una guerra más contra el pueblo estadounidense, librada con todo el armamento de vigilancia y los mecanismos de rastreo a disposición del gobierno. Cuando Ud. habla de empoderar a los agentes del gobierno para que examinen a la población a fin de controlar y prevenir la propagación de este virus, de lo que realmente está hablando es de crear una sociedad en la que los documentos de identidad, las redadas, los puestos de control y los centros de detención se conviertan en armas de rutina utilizadas por el gobierno para controlar y reprimir a la población, sin importar la amenaza.
Nadie está a salvo.
Nadie está exento.
Y como ilustro en mi nueva novela, Los diarios de Erik Blair (en inglés, The Erik Blair Diaries), nadie se libra de la angustia, del miedo y de la aflicción de vivir en un estado policial.
Ese es el mensaje que se transmite las 24 horas del día, los 7 días de la semana con cada nueva pieza de propaganda gubernamental, con cada nueva ley que criminaliza la actividad que de otro modo sería legal, con cada nuevo policía patrullando, con cada nueva cámara que nos vigila atentamente, con cada noticia sensacionalista que nos provoca y distrae, con cada nueva prisión o centro de detención construido para albergar a las personas problemáticas y a otros individuos indeseables, con cada nuevo fallo judicial que da luz verde a los agentes del gobierno para despojar y robar y violar y devastar a la ciudadanía, con cada escuela que opta por adoctrinar en lugar de educar, y con cada nueva justificación de por qué los estadounidenses deberían cumplir con los intentos del gobierno de pisotear la Constitución.
Sí, la COVID-19 ha tenido un costo significativo en la nación, tanto emocional como física y económicamente, pero aún hay peligros mayores en el horizonte.
Mientras “nosotros el pueblo” sigamos permitiendo que el gobierno pisotee nuestros derechos en nombre de la llamada seguridad nacional, las cosas empeorarán, no mejorarán.
Ya es peor.
Venimos teniendo este mismo debate sobre los peligros de la extralimitación del gobierno hace más de 50 años y todavía no parece que aprendamos, o si lo hacemos, es demasiado tarde.
Curiosamente, estos mandatos, restricciones y requisitos de carnets de vacunación COVID-19 encajan convenientemente con un cronograma nacional para que los estados cumplan con la Ley de Identificación Real (en inglés, Real ID Act), que impone estándares federales a los documentos de identidad como licencias de conducir emitidos por los estados, un preludio a un sistema de identificación nacional.
Vaya si no es una tormenta perfecta para dar lugar a la adopción de un documento nacional de identidad, el dispositivo de rastreo humano definitivo.
En ausencia de un documento nacional de identidad, que simplificaría mucho la tarea del estado policial de monitorear, rastrear e identificar individuos sospechosos, “nosotros, el pueblo” ya estamos siendo rastreados de muchas otras maneras: a través de nuestras licencias de conducir emitidas por los estados, nuestros números de seguro social, nuestras cuentas bancarias, nuestras compras y transacciones electrónicas; nuestros datos biométricos; a través de nuestros dispositivos de comunicación y correspondencia (correo electrónico, llamadas telefónicas y teléfonos móviles); a través de chips implantados en nuestros vehículos, de documentos de identificación, e incluso de nuestra ropa.
Sumemos a esto el hecho de que las empresas, las escuelas y otros servicios dependen cada vez más de las huellas dactilares y el reconocimiento facial para identificarnos. Mientras tanto, las empresas de datos como Acxiom están capturando vastos cachés de información personal para ayudar a los aeropuertos, a los comercios minoristas, a la policía y a otras autoridades gubernamentales a determinar instantáneamente si alguien es la persona que dice ser.
Este exceso de información, utilizado con gran ventaja tanto por el gobierno como por los sectores corporativos, convergió en la idea de exigir un “un pasaporte interno”, también conocido como documento nacional de identidad que almacenaría información tan básica como el nombre de una persona, su fecha y lugar de nacimiento, así como información privada, incluido su número de seguro social, huellas dactilares, escaneo de retina y antecedentes personales, penales y financieros.
Un sistema de identificación federalizado, computarizado, con referencias cruzadas y bases de datos vigilado por agentes del gobierno, sería el último clavo en el ataúd de la privacidad (sin mencionar que sería una pesadilla de seguridad logística que dejaría a los estadounidenses aún más vulnerables ante cada hacker del ciberespacio).
Los estadounidenses siempre se han resistido a adoptar un documento nacional de identidad por una buena razón: los sistemas de documentos nacionales de identidad han sido utilizados anteriormente por otros gobiernos tiránicos en nombre de la seguridad nacional, invariablemente con resultados horribles. Después de todo, ese sistema le da al gobierno y sus agentes el máximo poder para identificar, rastrear y atemorizar a la población de acuerdo con los propósitos perversos del propio gobierno.
Por ejemplo, en Alemania, los nazis exigieron que todos los judíos llevaran carnets de identidad especiales sellados para viajar dentro del país. Un preludio a las insignias amarillas de la Estrella de David, estos carnets sellados fueron fundamentales para identificar a los judíos para su deportación a los campos de concentración en Polonia.
El autor Raul Hilberg resume el impacto que tal sistema tuvo en los judíos:
Todo el sistema de identificación, con sus documentos personales, nombres especialmente asignados y etiquetado llamativo en público, fue un arma poderosa en manos de la policía. En primer lugar, el sistema fue un recurso auxiliar que facilitó la aplicación de las restricciones de residencia y movimiento. En segundo lugar, fue una medida de control independiente en el sentido de que permitió a la policía detener a cualquier judío, en cualquier lugar y en cualquier momento. En tercer lugar, y quizás lo más importante, la identificación tuvo un efecto paralizante en sus víctimas.
En Sudáfrica, durante el apartheid, se utilizaron libretas de pase para regular el movimiento de ciudadanos negros y segregar a la población. La Ley de Pases de 1952 estipulaba dónde, cuándo y durante cuánto tiempo podía permanecer un africano negro en ciertas áreas. Cualquier empleado del gobierno podía tachar entradas de la libreta, lo que cancelaba el permiso para permanecer en un área. Una inválida en la libreta acarreaba el arresto y encarcelamiento de su portador.
Los documentos de identidad jugaron un papel crucial en el genocidio de los tutsis en el país centroafricano de Ruanda. El ataque, llevado a cabo por grupos de milicias extremistas hutu, duró alrededor de 100 días y ocasionó un millón de muertes aproximadamente. Si bien los documentos de identidad no fueron una condición previa para el genocidio, fueron un factor facilitador. Una vez que comenzó el genocidio, la exhibición de un documento de identidad con la designación “Tutsi” implicaba una sentencia de muerte en cualquier barricada.
Los documentos de identidad también han ayudado a los regímenes dictatoriales a llevar a cabo políticas de eliminación como la expulsión masiva, la reubicación forzosa y la desnacionalización de grupos. Mediante el uso de documentos de identidad, las autoridades etíopes pudieron identificar a las personas con afiliación eritrea durante la expulsión masiva de 1998. El gobierno vietnamita pudo localizar más fácilmente a las personas de etnia china durante su expulsión de 1978-79. La URSS utilizó carnets de identidad para forzar la reubicación de personas de etnia coreana (1937), alemanes del Volga (1941), kamyks y karachai (1943), tártaros de Crimea, turcos meshjetes, chechenos, ingush y balkars (1944) y personas de etnia griega (1949). Asimismo, se identificó a las personas de etnia vietnamita para la desnacionalización del grupo a través de carnets de identidad en Camboya en 1993, al igual que a los kurdos en Siria en 1962.
Y en los Estados Unidos, después del 11 de septiembre, más de 750 hombres musulmanes fueron capturados en una redada por causa de su religión y origen étnico, y permanecieron detenidos por hasta ocho meses. Sus experiencias se hacen eco de las de los 120.000 japoneses-estadounidenses que fueron detenidos de manera similar hace 75 años después del ataque a Pearl Harbor.
A pesar de una disculpa tardía y de una emisión monetaria por parte del gobierno de los EE. UU., la Corte Suprema de los EE. UU. aún no ha declarado ilegal tal práctica. Además, leyes como la Ley de Autorización de Defensa Nacional (NDAA, por sus siglas en inglés) facultan al gobierno para arrestar y detener por tiempo indefinido a cualquier persona que “sospeche” que es un enemigo del estado.
Como puede ver, Ud. puede ser inocente de haber cometido un delito ahora, pero cuando el gobierno establece el estándar de inocencia, nadie está a salvo.
Todo el mundo es sospechoso.
Y cualquiera puede ser un criminal cuando es el gobierno quien determina qué es un crimen.
Ya no se trata de una cuestión de probabilidad, sino de tiempo.
Recuerde, el estado policial no discrimina.
En algún momento, no importará si su piel es negra, amarilla, marrón o blanca. No importará si Ud. es inmigrante o ciudadano. No importará si Ud. es rico o pobre. Ni siquiera importará si ha sido debidamente medicado, vacunado o adoctrinado.
Las cárceles del gobierno lo retendrán con la misma facilidad, ya sea que haya obedecido todas las leyes o infringido unas cuantas. Las balas del gobierno lo matarán con la misma facilidad, ya sea que esté cumpliendo con la orden de un oficial de policía o cuestionando sus tácticas. Y ya sea que haya hecho algo malo o no, los agentes del gobierno lo tratarán como sospechoso simplemente porque fueron capacitados para ver y tratar a todos como potenciales criminales.
Eventualmente, como dejo claro en mi libro Battlefield America: The War on the American People (N. de la T.: podría traducirse como El campo de batalla de los Estados Unidos: la guerra contra los norteamericanos), cuando el estado policial haya ajustado el último tornillo y dado el portazo final, lo único que importará es si algún agente del gobierno elige individualizarte para darte un tratamiento especial.
DEBATIME AGRADECE ESPECIALMENTE LA TRADUCCIÓN REALIZADA POR MARÍA EUGENIA D’ANGELO
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