Roger Scruton 2

Roger Scruton – Pensadores de la nueva izquierda

Fue George Orwell quien acuñó el término “neolengua” en su escalofriante descripción de un Estado totalitario ficticio. Pero la apropiación del lenguaje por la izquierda es mucho más antigua: comenzó con la Revolución Francesa y sus consignas. El cambio que llamó la atención de Orwell se produjo en la Internacional Socialista, y con el compromiso entusiasta de la intelligentsia rusa. A aquellos que salieron triunfantes en la Segunda Internacional de 1889 se les concedió la visión de un mundo transformado. Esa revelación gnóstica fue tan luminosa que no fue necesario recurrir a razones que la justificaran, aunque tampoco era posible. Lo verdaderamente importante era distinguir entre quienes comulgaban con esa concepción y quienes no lo hacían. Y los más peligrosos eran los disidentes que tenían ideas próximas a la corriente principal, pues amenazaban con mezclarse con ellos y contaminar su pureza.

Desde un principio, pues, fue necesario disponer de etiquetas con las que estigmatizar también a los enemigos internos y justificar su expulsión: revisionista, desviacionista, izquierda infantil, socialista utópico, fascista social son, entre otras, algunas de las que se emplearon. La diferencia entre mencheviques y bolcheviques que nació en el II Congreso del Partido Social y Democrático de los Trabajadores Rusos en 1904 fue el epítome de este proceso: esas palabras acuñadas para una situación concreta, en sí mismas la cristalización de una mentira – pues los mencheviques (que significa minoría) representaban en realidad el punto de vista mayoritario –, quedaron para siempre grabadas en el lenguaje político y utilizadas por la élite comunista.

El éxito de esas etiquetas para marginar y condenar a los críticos, fortaleció la creencia comunista de que era posible transformar la realidad cambiando las palabras. Se puede crear una cultura proletaria sencillamente inventando la palabra “prolecut”. Se puede provocar el desmoronamiento de la economía libre gritando “crisis del capitalismo” cada vez que es oportuno. Se puede combinar el poder absoluto del partido comunista con el libre consentimiento del pueblo, denominando al gobierno comunista “centralismo democrático” y llamando a los países en los que se impone “democracias populares”. La neolengua reconfigura el escenario político, establece distinciones hasta entonces desconocidas y suscita la impresión de que, así como el anatomista describe el cuerpo humano, la neolengua revela el entramado oculto que se encuentra bajo la superficie. Es fácil, de ese modo, repudiar la realidad como mera ilusión.

La neolengua irrumpe cuando se sustituye la finalidad principal del lenguaje, describir la realidad, por el objetivo opuesto de reafirmar nuestro poder sobre ella. El acto de habla básico está solo superficialmente representado por la gramática asertórica. Las frases que se expresan en neolengua parecen aserciones, pero su lógica subyacente es la propia de la magia. Conjura el triunfo de las palabras sobre las cosas, la futilidad del argumento racional, y advierte del peligro de la resistencia. Como consecuencia de ello, la neolengua desarrolla su peculiar sintaxis que, a pesar de estar estrechamente vinculada a la del lenguaje ordinario, rehúye celosamente el encuentro con la realidad y la lógica de la discusión racional. Fracoise Thom ha explicado todo este proceso en su brillante ensayo La langue de bois. El propósito de la neolengua comunista, según las irónicas palabras de Thom, ha sido <<proteger a la ideología del malintencionado ataque de lo real>>.

Los individuos son la realidad más importante, el obstáculo que todo sistema revolucionario ha de vencer por necesidad y toda ideología destruir. La inclinación del individuo por lo particular y contingente, su molesta tendencia a rechazar lo que otro ha pensado por su bien y para su mejora, su libertad de elección y los derechos y deberes mediante los cuales la ejerce, todo esto no son más que obstáculos para los revolucionarios que ponen en marcha planes quinquenales. Por eso es necesario expresar las decisiones políticas evitando la participación de los individuos. La neolengua prefiere hablar de fuerzas, clases, y de la marcha de la Historia, y solo tiene en cuenta las acciones del Gran Hombre, como Napoleón, Lenin o Hitler es, en realidad, la encarnación de fuerzas abstractas como el imperialismo, el socialismo revolucionario o el fascismo. Los “ismos” que determinan el cambio político operan a través de las personas, pero no con ellos.

También el rasgo que Thom llama “pan-dinamismo” está relacionado con el implacable uso de la abstracción. El mundo de la neolengua es un mundo de fuerzas abstractas, en el que los individuos son simplemente realizaciones espaciales de los ismos que se encarnan en ellos. Se trata de un mundo “sin acción”. Pero no de un mundo carente de movimiento. Por el contrario, todo está en continua transformación, empujado por las fuerzas del progreso o impedido por las de la reacción. No hay equilibrio, ni inmovilidad, ni descanso en el mundo de la neolengua. La quietud es un engaño, un volcán inactivo que puede erupcionar en cualquier momento. La paz nunca es para la neolengua una situación de reposo o normalidad. Siempre hay algo por lo que luchar, y “¡lucha por la paz!” o “¡combate por la paz!” son algunos de los lemas oficiales del Partido Comunista.

La misma raíz tiene su tendencia hacia los cambios “irreversibles”. Como todo está en transformación y siempre están en lucha las fuerzas del progreso y las de la reacción, es importante revisar y asegurar continuamente la victoria de la ideología frente a la realidad. De ahí que los cambios que logran las fuerzas del progreso sean siempre “irreversibles”, y que las fuerzas de la reacción siempre yerren con sus contradictorios y nostálgicos intentos por defender un orden social que está inexorablemente abocado al fracaso.

Mucho términos con un honroso origen terminan siendo usados por la neolengua para denunciar, exhortar y condenar, sin necesidad de tener en cuenta la realidad observable. De ninguna palabra es más cierto esto que del término “capitalismo”, empleado para condenar todos los sistemas económicos libres y considerarlos formas de esclavitud y explotación. Puede no aceptarse el argumento central que Marx ofrece en Das Kapital, pero se puede estar de acuerdo en que existe el capital económico. Y podríamos hablar de economías en las que gran parte del capital se encuentra en manos de individuos privados o capitalistas, entendiendo todo esto desde un punto de vista imparcial que puede, a su debido tiempo, pasar a formar parte o no de una teoría explicativa. Pero en afirmaciones como “la crisis del capitalismo”, “explotación capitalista”, “ideología capitalista”, y similares, no es así como se entiende el término. En ellas opera como un hechizo, y en la teoría económica desempeña una función parecida a la que desempeñó el gran grito que Kruschev lanzó en el atril de la ONU: “¡Os enterraremos!”. Al hablar de las economías libres con ese término, se les arroja el hechizo que las anula. Su realidad desaparece y queda reemplazada por una extraña construcción barroca, que amenaza ruina.

Los conceptos que se utilizan en el diálogo y la conversación cotidiana facilitan los compromisos, los acuerdos y la coordinación pacífica de la acción con personas que no comparten nuestros proyectos o inclinaciones, pero que, como nosotros, tienen necesidad de contar con su propio espacio. Esos conceptos tienen poco o nada que ver con las estrategias y los planes de la izquierda revolucionaria, pues permiten a quienes los usan cambiar el curso de sus preferencias, abandonar sus objetivos y sustituirlos por otros, enmendar sus formas y adoptar esa flexibilidad de la que al final siempre depende una paz duradera.

Así pues, aunque yo, un intelectual encerrado en mi torre de marfil, contemple con satisfacción y sin ningún tipo de remordimientos “la liquidación de la burguesía”, cuando entro en una tienda a comprar, tengo que emplear otro lenguaje. La mujer que me atiende detrás del mostrador solo puede ser considerada lejanamente miembro de la burguesía. Pero si decido verla así es porque estoy conjurándola con el término “burgués”, es decir, porque intento dominarla aplicándole esa etiqueta. Si quiero tratar a esa mujer como un ser humano, tengo que renunciar a esa presuntuosa declaración de poder y atribuirle voz propia. Mi lenguaje debe dejarle espacio, y eso implica que se debe adaptar a la situación y hacer posible la resolución de un eventual conflicto o llegar a acuerdos, incluido el de no estar de acuerdo. Comento algo sobre el tiempo, me quejo de los políticos, “paso el tiempo” y mi lenguaje suaviza la realidad, la convierte en algo flexible y utilizable. Por el contrario, la neolengua, con su rechazo de la realidad, la cosifica y endurece, la transforma en algo extraño y resistente, algo frente a lo que hay que luchar, que hay que vencer.

Puede que haya bajado de mi torre de marfil con un plan en mente, con el propósito de dar el primer paso en la liquidación de la burguesía sobre la que he leído en mi manual de marxismo básico. Pero ese propósito no aguantará el primer intercambio de palabras con la víctima elegida y el intento de imponer o hablar con el lenguaje que lo anuncia tendrá la misma consecuencia que el viento en la fábula de Esopo: rivalizar con el sol para ver quién consigue quitar o poner el abrigo al viajero. El lenguaje cotidiano ablanda y abriga; la neolengua, endurece y congela. La conversación cotidiana tiene sus propios recursos para generar aquellos conceptos que la neolengua prohíbe: imparcial/parcial, justo/injusto, correcto/incorrecto, honesto/deshonesto, legal/ilegal, tuyo/mío. Estas distinciones, que son propia del libre intercambio de sentimientos, opiniones y bienes, cuando se expresan con libertad y se actúa en consecuencia, crean una sociedad cuyo orden es espontáneo y no resultado de ningún proyecto, y en la que la distribución desigual de los bienes la causa “una mano invisible”.

Pero la neolengua no solo impone un plan; elimina también el diálogo hasta que los seres humanos sean capaces de vivir sin él. Si la neolengua habla de las justicia, no se refiere a la justicia de los intercambios individuales, sino a la “justicia social”, a esa justicia que se impone mediante planes y proyectos y exige siempre privar a los individuos de los bienes que han adquirido en el mercado gracias a un justo acuerdo. Para la mayoría de los pensadores que estudio en estas páginas, el gobierno es el arte de apropiarse de los bienes a los que se supone que todos los ciudadanos tienen derecho, y de distribuirlos. No expresa un orden social preexistente, nacido de nuestros libres acuerdos o de nuestra natural inclinación a cuidar de nosotros mismos y de nuestros vecinos. Es el creador y el garante de un orden social, determinado por la idea de “justicia social” e impuesto sobre las personas por decretos promulgados desde instancias superiores.

A los intelectuales les atrae de forma natural la idea de una sociedad planificada, pues confían estar a cargo de ella. Por ello olvidan que el auténtico diálogo social es parte de un problema que se ha de resolver en el día a día y mediante la minuciosa búsqueda de acuerdos. Ese diálogo está lejos de los “cambios irreversibles”, considera que todos los acuerdos se pueden ajustar y da la palabra a todos los implicados. De esa misma fuente deriva el derecho anglosajón y las instituciones parlamentarias que encarnan la soberanía del pueblo inglés.

 

Fuente: Scruton, Roger, Pensadores de la nueva izquierda, Madrid, Rialp, 2017, cap. I (Kindle edition)




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