Pio Moa – Nueva historia de España

Pio Moa – La expulsión de los judíos de España

  1. LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS Y LA INQUISICIÓN

 

El año 1492 no marcó sólo el final de la Reconquista y el descubrimiento, hitos históricos relacionados, sino el de la expulsión de los judíos. La actitud ante los judíos en Europa, y desde luego en España, alternó entre la tolerancia (en el sentido estricto de ser tolerados, no queridos), la persecución y la expulsión. Francia, Inglaterra y Austria los habían expulsado en distintos momentos, y los pogromos habían sido recurrentes. Los judíos solían ser protegidos por los reyes y los nobles, de modo ambivalente por el Papado; y odiados por el pueblo llano, con las excepciones de rigor. Ya hemos aludido a las causas de esa aversión, básicamente su consideración de «pueblo deicida», su carácter inasimilable, pues eran vistos como un grupo social extraño y peligroso, por el efecto corrosivo achacado a su religión; en España la antipatía se extendía a la memoria de su colaboración con la invasión islámica. Precisados a protegerse entre sí en un ambiente poco propicio, los judíos aplicaban formas de solidaridad que a los ojos de los gentiles les convertían en una sociedad opaca, dedicada a secretos manejos para destruir el cristianismo, acusación ya presente entre los visigodos. No menos inquina causaba la dedicación de la élite hebrea a negocios como el cobro de impuestos y la usura, o la ostentación, por algunos, de su riqueza. Aunque los judíos ricos eran pocos, se creó el estereotipo del «judío» avaro, explotador de la necesidad de los cristianos y con un poder oscuro, más ultrajante por venir de una minoría ajena al país y su cultura. Por esa habilidad para hacer dinero les protegían los reyes y los grandes… y por los impuestos a las aljamas o juderías, mayores que los que gravaban a los cristianos.

Se han dado diversas explicaciones de la destreza comercial y financiera de los judíos —de la capa superior de ellos—, pero una causa suena probable: las persecuciones les impulsaban a buscar bienes poco tangibles y fáciles de transportar, creándose un círculo vicioso: sus actividades generaban odio, pero eran su salvaguardia en caso de necesidad.

La misma causa, posiblemente, tenía el interés de muchos de ellos por conseguir una preparación profesional que les permitiera valerse en distintas circunstancias. Esa instrucción formó una élite culta, profesionalmente experta e intelectualmente curiosa, que intervino destacadamente en la Escuela de Traductores de Toledo y otras empresas culturales cristianas como las de Alfonso X el Sabio; y una cultura propia en hebreo, árabe o idiomas españoles, de los que Maimónides es el mayor ejemplo. Maimónides había inaugurado una interpretación racionalista de las Escrituras que muchos judíos rechazaban como herejía. Dirección opuesta tomó la Cabalá (Tradición), predominante en la Península Ibérica, donde, en Castilla, en la segunda mitad del siglo XIII, se escribió el Sefer ha-Zohar (Libro del esplendor), obra central cabalística. La Cabalá buscaba descifrar el sentido profundo de la Biblia por métodos como el valor numérico de las letras, descomposición de las palabras en sus letras para formar con ellas nuevas palabras, o alteración del orden de las letras para obtener nuevos significados.

La presión ambiente minaba las juderías con una corriente de bautismos, pero que el pueblo hebreo no se desintegrase pese a vivir siglo tras siglo en tales circunstancias es sin duda uno de los hechos más singulares de la historia. Sin duda la idea de ser el pueblo elegido por Dios le daba una capacidad de resistencia excepcional. A ello se unía la esperanza, nunca perdida, de un Mesías y la vuelta a Jerusalén; esperanza exacerbada a mediados del siglo XIV por las profecías, basadas en cálculos matemáticos, de Abraham bar Hiyá, dos siglos anterior (su Tratado de geometría fue por siglos texto en las escuelas cristianas). La religión se mantenía por el estudio, repetición y comentario de la Torá o Pentateuco. Los comentarios habían dado lugar a la Misná o Mishná, base a su vez del Talmud, compilación de historias, consideraciones y preceptos sobre el trabajo, el derecho civil y comercial, el matrimonio, la purificación, etc. La vida política y social se identificaba con la religión de modo absorbente, y la repetición y comentario de los textos sagrados, generación tras generación, daba a las comunidades un fuerte sentido de pertenencia. Para los cristianos, el Talmud era otro motivo de sospecha, puesto que ya no se trataba de la Biblia común a las dos religiones.

Las diferencias en la interpretación religiosa desgarraban a veces las comunidades hebreas en conflictos violentos, como había ocurrido en tiempos de Roma, atenuados luego por la falta de poder político y militar. Sus disputas guardaban paralelo con las cristianas desde la introducción de Aristóteles, y giraban en torno al racionalismo de Maimónides, el problema del bien y el mal, etc. Algunos judíos consideraban el mal como un principio activo y poderoso (el tomismo lo entendía, de modo más pasivo, como ausencia de bien) y se orientaban al gnosticismo. También brotaron en las aljamas ideas similares a las de los franciscanos, con exigencia de pobreza total y diatribas contra los judíos acaudalados. Y esperanza de un Mesías próximo.

Las juderías de España vivieron en el siglo XIII una época de esplendor, también intelectual. Las de Cataluña eran las más nutridas, también las de Aragón, y la de Valencia ciudad, con 250 familias, quizá la mayor de la península. Se les concedían privilegios (relativos) para atraerlos como fuente de ingresos para los reyes y oligarquías. A principios del siglo XIV, el antisemitismo en Alemania y Francia, así como en Mallorca y zonas pirenaicas, provocó la emigración de bastantes de ellos a Aragón y aún más a Castilla. Pero pronto iba a recrudecerse el antisemitismo en toda la península a partir de Navarra, muy influida por Francia. A mediados de siglo, con motivo de la Peste Negra circularon las habituales calumnias sobre el envenenamiento de pozos, que ocasionaron matanzas en Cataluña y Aragón, pese a que las aljamas sufrían la peste no menos que las ciudades cristianas, quizá más, por tratarse de barrios estrechos. La animosidad persistió hasta que, a finales de siglo, en 1391, estalló en matanzas extendidas desde Andalucía por Castilla, Valencia y Cataluña, provocando numerosos bautizos forzados.

La política oficial osciló entre intentos de conversión mediante la predicación, y el uso de restricciones legales. Las leyes de Ayllón, en 1412, imponían en Castilla una rígida separación de los judíos en barrios cerrados, vestimenta etc., y se les prohibían los oficios provechosos o prestigiosos. En Aragón, la Inquisición presionaba en pro de medidas resolutivas, por las buenas o las malas. Un converso, Jerónimo de Santa Fe, presentó al papa Benedicto XIII una serie de textos bíblicos que justificaban a Jesús como el Mesías. Benedicto ordenó a los rabinos de la corona de Aragón acudir a Tortosa, a partir de enero de 1413, para instruirse, preguntar y objetar al respecto. En Tortosa, los rabinos arguyeron que aun si el Mesías hubiera venido, lo decisivo era la Ley Sagrada, es decir, el Talmud. El Mesías, además, debía obrar como un líder político y restaurar Jerusalén pero, aunque no llegase hasta el final de los tiempos, las almas no precisaban de él para salvarse, pues para ello les bastaba cumplir la ley.

Como entre los judíos comunes y los rabinos hubo discrepancias, se abrió paso la acusación de que los jefes religiosos engañaban y tiranizaban a su pueblo. A su vez, un rabino acusó a Jerónimo de Santa Fe de utilizar textos inseguros, y otros insistieron en que la ley expuesta en la Torá es eterna e incambiable: el Mesías sólo podía cumplirla, no transformarla, devolviendo a su pueblo la tierra que Dios le había otorgado. Los sufrimientos que comportaba la lealtad a su fe debían entenderse como pruebas que Dios recompensaría. Las discusiones de Tortosa duraron meses, muchos rabinos y judíos comunes se bautizaron, lo cual confirmaba a los demás el peligro del contacto con los cristianos, y la idea de que el aumento de renegados era preciso para que resplandeciera la virtud de los justos: eran aquellos banqueros y usureros más en contacto con los cristianos quienes despertaban con su codicia la cólera de los gentiles, y eran ellos los primeros en abandonar la fe a la hora de la prueba. Por su parte, la Santa Fe consideró herejes contumaces a quienes persistieron en la fe judaica, y recomendó a Benedicto obrar en consecuencia. Por ello, muchos judíos de Aragón emigraron a Castilla, a pesar de las leyes de Ayllón, escasamente cumplidas.

Otro converso, Alonso de Palencia, denunciaba a los conversos judaizantes, que obraban entre sí como una sociedad de auxilios mutuos: «Extraordinariamente enriquecidos por oficios muy particulares, se muestran por ello soberbios, y con arrogancia insolente intentan apoderarse de los cargos públicos, después de haberse hecho admitir, a precio de oro y contra todas las reglas, en las órdenes de caballería, y se constituyen en bandos». Disponían de fuerza armada y «no temen celebrar, con la mayor audacia y a su antojo, las ceremonias judaicas». Según vimos, Enrique II de Trastámara explotó contra Pedro I el Cruel el odio antihebreo, pero cambió de actitud al ganar el trono. En 1432 el jefe religioso Abraham Bienveniste, protegido por Álvaro de Luna, convocó una asamblea de rabinos para redactar los Estatutos (takanoz) de Valladolid, de aplicación en Castilla. Sus normas daban a los judíos autonomía judicial, con prohibición de acudir a jueces cristianos, e imponían pena de muerte para los delitos de delación y calumnia, aunque no tenían medios de hacerla efectiva salvo aprobación del Consejo Real. Las aljamas funcionaron con una libertad que, criticaban otros países europeos y el Papado, esterilizaba los esfuerzos por convertirlos. Los estatutos obligaban también a todas las familias a pagar un impuesto especial para sostener casas de oración y maestros que enseñasen a los niños la Torá y el Talmud. Esta atención a la enseñanza religiosa, extendida a la instrucción práctica, daba a los hebreos ventaja cultural sobre los cristianos comunes.

Gracias a la actividad de rabinos como Bienveniste o Abraham Seneor, las juderías se rehicieron parcialmente de la aguda crisis de los decenios anteriores, pero aun así su población había decaído mucho, debido a pestes, pogromos y conversiones. También habían decaído en productividad intelectual, y la participación de judíos en los empleos más lucrativos había descendido, teniendo la inmensa mayoría de ellos oficios de poco lucimiento, como pequeños artesanos, tenderos, etcétera.

En cualquier caso, la aversión popular a los judíos creció: les acusaban de crímenes rituales como el asesinato del niño de La Guardia, de profanar las sagradas formas, de mantener preceptos anticristianos y blasfemos en el Talmud, etc. El odio alcanzaba a los conversos. Muchos de éstos se habían cristianizado por convicción, abrazando a menudo un intenso nacionalismo hispano, otros lo habían hecho forzados, por temor a perder ventajas materiales o incluso la cabeza. Algunos de los primeros mostraron especial celo antijudaico, y los últimos, los insinceros, quedaban en posición equívoca, rechazados por sus antiguos correligionarios y sospechosos ante los cristianos. Se tendía a igualar a sinceros e insinceros, incluso a muchos nacidos cristianos por venir de familias conversas generaciones atrás.

Los Reyes Católicos adoptaron una política favorable al pueblo de Israel: «Los judíos son tolerados y sufridos y nos los mandamos tolerar y sufrir y que vivan en nuestros reinos como nuestros súbditos y vasallos»; y los protegieron anulando normas como las de Bilbao, que obligaban a los comerciantes hebreos a pernoctar fuera de la ciudad, con riesgo de ser saqueados por los bandoleros, y les imponían otras restricciones semejantes. Reaparecieron en la corte judíos como Abraham Seneor, que llegó a administrador de las rentas del reino y a tesorero de la Santa Hermandad.

No obstante, la situación empeoró cuando la Inquisición se extendió de Aragón a Castilla, en 1478, con el nombre de Inquisición Española y dos novedades. No dependía de los obispos como la Inquisición anterior, sino de la corona: el Papa estaba, en principio, por encima, y hubo algunos roces entre los papas y los reyes, imponiéndose los últimos; y mostró mayor actividad contra los conversos. La resistencia a la nueva Inquisición fue débil en Aragón, pero en Nápoles hubo verdaderas revueltas.

En 1483 fue nombrado inquisidor general Tomás de Torquemada, a quien se atribuye algún antecesor converso, en todo caso secundario, aunque es cierto que los conversos abundaron entre los altos cargos de la Inquisición. Torquemada ha sido objeto de juicios contradictorios, ya como paradigma del más brutal fanatismo o bien como «el martillo de los herejes, la luz de España, el salvador de su país», a juicio del cronista Sebastián de Olmedo. Defendió la tortura pero la hizo usar mucho menos que los tribunales corrientes, organizó cárceles más habitables que las ordinarias, aseguró la buena alimentación de los presos (los comunes trataban de ser transferidos a tribunales eclesiásticos), y combatió la corrupción judicial y las denuncias falsas, acordando que quien acusase falsamente a otro recibiría la pena prevista para su víctima. Al mismo tiempo fue inflexible en la persecución de la herejía, sin reparo en llamar ante el tribunal a nobles u obispos. Considerado incorruptible, procuraba la reconciliación de los acusados. Suele achacarse a su período de inquisidor una especial actividad y dureza, aunque no hay datos muy fehacientes de ello, lo que permite un amplio margen a la especulación, según la orientación ideológica del estudioso.

Como fuere, no hay duda de que fue el mayor partidario de la expulsión de los judíos, por creer que así desaparecería el problema judaizante entre los conversos. La expulsión se decidió por decreto real tres meses después de la toma de Granada y poco antes de la orden que llevaría al Descubrimiento de América. El decreto daba a los judíos que persistiesen en su fe cuatro meses para liquidar sus bienes y salir de España.

Los fundamentos de la orden no aludían a las acusaciones populares de sacrilegios y asesinatos rituales (en las que probablemente no creían las personas ilustradas), y tampoco a la usura, excepto en una versión del rey Fernando: «Hallamos los dichos judíos, por medio de grandísimas e insoportables usuras, devorar y absorber las haciendas y sustancias de los cristianos, ejerciendo inicuamente y sin piedad la pravedad usuraria contra los dichos cristianos […] como contra enemigos y reputándolos idólatras, de lo cual graves querellas de nuestros súbditos y naturales a nuestras orejas han prevenido». Ello suena a pretexto, porque tales prácticas se habían restringido mucho. El motivo invocado era religioso, ante todo el peligro de contagio y herejía sobre los cristianos. La expulsión valió a los reyes enhorabuenas de toda Europa.

Los Reyes Católicos debieron de esperar que la comunidad hebrea, al verse en tal aprieto, se diluyera mediante la conversión, y se prodigaron las exhortaciones, hasta promesas de privilegios económicos y jurídicos, a quienes se bautizasen. El prestigiado Abraham Seneor se convirtió al catolicismo e hizo proselitismo entre los suyos, pero la mayoría persistió en su fe: los rabinos habían robustecido moralmente a su comunidad.

¿Cuántos emigraron? No es fácil hacer un cálculo, y las estimaciones varían entre los 200 000 y los 50 000. No pudieron ser muchos, teniendo en cuenta el número de aljamas y los períodos de pestes, matanzas y conversiones. Su número en Cataluña, antes alto, había bajado drásticamente. Según señala Luis Suárez, en Aragón quedaban 19 juderías, con un máximo de 1900 familias, es decir, en torno a 10 000 personas, probablemente menos, y sólo ellas significaban el 85 por ciento de todas las de la corona, distribuyéndose el 15 por ciento restante entre Cataluña y Valencia. Castilla contaba con 224 aljamas, que a 100 familias por cada una sumarían 22 400 familias y unas 100 000 personas, pero más probablemente no llegaban a la mitad, ya que una aljama de 200 familias podía considerarse muy numerosa, pocas tenían más de 50 y muchas no pasaban de 20 o 30. Por ello, la cifra real de judíos no debió de superar los 60 000, y de ella habría que deducir varios millares bautizados in extremis.

La suerte de los expulsados fue dolorosa. Se tomaron medidas para evitar abusos contra ellos, pero la compraventa de sus bienes se hizo a menudo en condiciones de estafa. En largas filas menesterosas marcharon al destierro, sostenidos por los rabinos que les exhortaban y hacían que las mujeres y muchachos cantaran y tañeran instrumentos musicales para elevar el ánimo. El Imperio otomano los acogió bien, asombrándose de que España prescindiera de gente tan hábil en hacer dinero, y en Portugal sólo pudieron mantenerse breve tiempo. Otros marcharon a Italia o a Flandes. Padecieron más los que recalaron en el norte de África, donde bastantes de ellos fueron reducidos a la esclavitud. Quizá un tercio del total volvió a España a bautizarse.

Los estudiosos han discutido los motivos de la expulsión, desde el afán de reyes y nobles por enriquecerse con los bienes de los judíos, hasta el racismo o la «lucha de clases». Joseph Pérez, Luis Suárez y otros han deshecho la mayor parte de esas versiones. Los reyes eran conscientes de que la medida sería poco rentable —aunque no desastrosa, porque la economía española se hallaba entonces en pleno auge y, contra una idea extendida, el peso de los judíos en ella era pequeño—. Las razones expuestas en el decreto son exclusivamente religiosas, como quedó indicado, lo cual tenía una dimensión política. La herejía se consideraba un grave riesgo de descomposición social y discordias civiles, y por eso las reacciones ante ella solían ser tan duras. Y en la estela de la racionalización del Estado, pesaba más que antes la búsqueda de la homogeneidad y la norma de que la religión del príncipe debía ser la del pueblo. El judaísmo, mirado como un cuerpo extraño, debía disolverse por conversión o de otro modo.

 

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La Inquisición, valedora mayor de la expulsión, sólo podía actuar contra cristianos, por lo que se centró en los conversos. Su procedimiento consistía en pregonar el Edicto de gracia, explicando en qué consistían las herejías y animando a quienes hubieran incurrido en ellas a presentarse y denunciar a sus cómplices para reconciliarse con la Iglesia. A continuación venían las denuncias, mantenidas en el anonimato. Los «calificadores» las examinaban y, si las hallaban fundadas, ordenaban detener al acusado, cuyos bienes eran confiscados preventivamente para pagar los gastos del proceso, lo cual causaba abusos que se combatieron desde mediados del siglo XVI. Por otra parte, la Inquisición se financiaba sobre todo con los bienes de los condenados, lo que, en principio, constituía un incentivo para extremar la severidad.

Luego eran interrogados los denunciantes y el denunciado. Éste recibía un abogado defensor que le animaba a decir la verdad, y debía buscar testigos favorables o probar la falsedad de la acusación, a cuyo fin se le pedía que citara los nombres de quienes podían tener interés en perjudicarle, por si coincidían con los denunciantes. Si el proceso seguía, podía usarse la tortura, a condición de no poner en peligro la vida ni causar mutilaciones, y la confesión debía ser luego ratificada libremente. Las penas más habituales eran multas, obligación de portar un sambenito, y «prisión perpetua», que rara vez pasaba de tres años; pero podían llegar a la «relajación al brazo secular», es decir, a la justicia laica. Seguía un auto de fe, ceremonia pública o privada para solemnizar la reconciliación de los arrepentidos y la ratificación de los recalcitrantes, que serían ejecutados. Popularmente se ha identificado el auto de fe con la ejecución, pero ésta se cumplía al margen y después. Si el condenado se arrepentía en último extremo, era ahorcado o decapitado; en caso contrario, quemado en la hoguera.

Las víctimas más numerosas de la Inquisición fueron conversos judíos y moriscos, y más tarde protestantes, muy pocos en España. Su actuación más intensa transcurrió entre su fundación y el año 1530, remitiendo después durante más de un siglo para recrudecerse entre 1640 a 1660. Desde esa fecha su actividad decayó mucho.

Los métodos de la Inquisición han sido muy criticados, en particular la denuncia anónima y el uso de la tortura. Pero hoy se admite que utilizó la tortura mucho menos que los tribunales europeos de la época (o de la actualidad en muchos lugares): de los 7000 procesos en Valencia sólo se usó la tortura en un 2 por ciento de los casos, nunca más de quince minutos, y nadie fue torturado dos veces, según la investigación de S. Haliczer. La Inquisición abolió los azotes y argollas para las mujeres y limitó a cinco años la pena de galeras, que solía ser perpetua. Sus cárceles eran mejores que las comunes, y los presos podían recibir visitas de familiares y practicar su oficio; a menudo sólo sufrían arresto domiciliario. El anonimato de los denunciantes se debía a las venganzas que ejercerían contra ellos las familias de los denunciados, muchas de ellas pudientes, y la prevención contra falsos testimonios era mucho más rigurosa que en la justicia ordinaria: «Los inquisidores —explican las instrucciones de Torquemada— deben observar y examinar con atención a los testigos, obrar de suerte que sepan quiénes son, si deponen por odio o enemistad o por otra corrupción. Deben interrogarlos con mucha diligencia e informarse en otras personas sobre el crédito que se les pueda otorgar, sobre su valor moral, remitiendo todo a las conciencias de los inquisidores».

Tres siglos y medio duraría la Inquisición, concebida para asegurar la estabilidad social frente a la herejía. Muchas descripciones crean la impresión de un clima generalizado de denuncias y temor, pero los datos conocidos no abonan tal imagen. A lo largo de tres siglos hubo un máximo de 150 000 procesos, quizá menos de 100 000, pues se conservan las actas de los 50 000 ocurridos entre 1560 y 1700, casi un siglo y medio: los procesos posteriores a 1700 fueron pocos, y resulta difícil creer que los de los ochenta años anteriores a 1560 casi duplicaran los posteriores. Aun aceptando la cifra mayor, da un promedio de 420 procesos por año, no muchos para una población que varió entre 5 y 12 millones de habitantes —con temporadas de actividad muy escasa y otras más intensa— y la realidad fue sin duda bastante inferior.

Sobre las ejecuciones se ha exagerado sin tasa, por razones de propaganda ideológica. El clérigo Juan Antonio Llorente, colaboracionista de Napoleón, hablaba de 32 000 muertes y atribuía a la Inquisición «la despoblación de España». Leyendas tales han disfrutado de crédito. Hoy se conoce bien el número de ajusticiados entre 1540 y 1834, año de su abolición: en torno a un millar. Los datos más precarios de los sesenta años anteriores a 1540 permiten cálculos comúnmente influidos por la inclinación ideológica del estudioso. Se los tiene por años de intensa actividad, y algunos hablan de hasta 4000 ejecuciones, aunque el cuidadoso investigador Tarsicio de Azcona los limita a unos cientos durante el reinado de Isabel la Católica. Las represiones religioso-políticas en diversos países europeos causaron por entonces más muertes en menos tiempo, y, como se ha observado, las policías políticas de ciertos países actuales multiplican en pocos años o meses el número de víctimas achacadas a la Inquisición. Así, ésta resultó bastante moderada y poco sangrienta comparada con otras persecuciones de la época. Las investigaciones recientes ponen en un marco más preciso la entidad del tribunal, objeto preferente de mitos y leyendas durante siglos.

Otro dato muy relevante es que, tras algunas persecuciones puntuales, la Inquisición descartó la «caza de brujas», considerando la existencia de éstas como un mero fenómeno supersticioso. Por el contrario, en Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra (donde existían «cazadores de brujas» por dinero), Escocia, Escandinavia y otros países, la quema de brujas se hizo obsesiva durante los siglos XVI y XVII, calculándose entre 60 000 y 100 000 víctimas (59 en España).

Se ha acusado a la Inquisición de haber paralizado el desarrollo intelectual de España con su represión e índices de libros prohibidos; pero éstos, aún más rigurosos, estaban en boga por gran parte de Europa, y los siglos XVI y XVII fueron los de mayor florecimiento artístico e intelectual de España. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Juan de Mariana, entre tantos, pertenecieron a la Inquisición, y otros como Cervantes estuvieron próximos a ella. Es hacia finales del siglo XVII, con débil actividad inquisitorial, cuando desciende el nivel creativo de la cultura española, lo cual prueba la ausencia de una relación de causa a efecto entre ambos fenómenos.

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La mentalidad que llevó a la expulsión de los judíos tenía que ver seguramente con la euforia del final de la Reconquista. Mas, paradójicamente, no se adoptaron en un primer momento medidas similares contra los mudéjares o moros. A los que permanecían en Granada se les concedieron derechos y privilegios como el de no pagar más impuestos que antes, conservar armas blancas, o provocar la destitución de gobernantes cristianos sobre los que tuvieran queja. Podían mantener su religión y propiedades, su sistema legal y educativo, llevar la ropa que quisieran, no las capas que identificaban a los judíos, retener sin trabas a los cristianos islamizados… Estas normas iban más allá de las de Valladolid con respecto a los judíos, y creaban casi un estado dentro del Estado, lo que chocaba con el impulso racionalizador de la monarquía autoritaria. Curiosamente, el odio hacia los mudéjares era mucho menor que hacia los judíos, lo que acaso se explique por las posiciones de poder y riqueza adquiridas por algunos de éstos, en contraste con la pobreza casi generalizada de los moros, que vivían en condiciones similares o peores que los cristianos de clase baja.

No obstante, los mudéjares constituían otro cuerpo social extraño, y además una potencial quinta columna de los poderes musulmanes de África, sólo separados por el Estrecho de Gibraltar y el breve mar de Alborán, los cuales daban a los moros peninsulares esperanzas de un cambio de tornas, recordando las grandes invasiones del pasado. Por consiguiente, la política hacia ellos cambió pronto. Las predicaciones para convertirlos apenas dieron resultado, y en 1499 se adoptó una postura más drástica, con presiones económicas y a veces físicas para que los jefes musulmanes se bautizasen y arrastrasen a los demás. Sus libros religiosos fueron quemados, y los científicos enviados a la Universidad de Alcalá de Henares. Miles de mudéjares se convirtieron, pero otros más se rebelaron en Granada y las Alpujarras, en 1500.Vencida la rebelión, la política hacia ellos se endureció, y en 1502 se les aplicó la misma alternativa que a los judíos: convertirse o marcharse. La gran masa de ellos aceptó el bautismo, pero mantuvo sus tradiciones, costumbres, vestimenta y, ocultamente, su religión, recibiendo el nombre de moriscos. Así, el problema no desapareció, sino que se haría más alarmante conforme aumentaba la piratería magrebí y la amenaza turca se aproximaba a España durante el siglo XVI.

 

Fuente: Moa, Pío, Nueva historia de España, Kindle edition, 2007, cap. 32




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