Manuel Gálvez – A propósito de Marcel Proust
La filosofía del pasado siglo quiso dejar a un lado el problema del conocimiento. Mientras duró la influencia positivista, la ardua cuestión del conocer quedó en la sombra. Pero el problema debía forzosamente retornar, pues constituye toda la filosofía o, por lo menos, toda la metafísica. Quienes pretenden prescindir de la teoría del conocimiento vénse obligados a proponer otros problemas que no son sino nuevas formas de aquél.
Siempre habrá una teoría del conocimiento, porque siempre habrá todo un Universo que el hombre necesita conocer. Y, por consiguiente, siempre habrá una metafísica. Haeckel intentó demostrar que en el Universo no hay enigmas; pero el creer en la unidad de la substancia y en su manifestación mediante dos esencias opuestas, el éter móvil y la materia inerte, ¿no implica el reconocimiento de que en el mundo hay enigmas y la afirmación tácita de la necesidad de la metafísica? Todo en el mundo es enigma. El hombre mismo es para sí un permanente enigma. Durante cincuenta años creyóse que la ciencia lo explicaría todo. Hoy esta ingenua confianza ha desaparecido. Ya sabemos que el poder de la ciencia es harto limitado y sabemos también que la ciencia, cuando se eleva desde el hecho a la generalización y a la hipótesis trascendental, deja de ser ciencia para convertirse en metafísica.
Pero la filosofía moderna no se ocupa precisamente de la materia cognoscible, es decir, de los que pretendemos conocer, sino de los órganos del conocimiento y de su valor. La filosofía ha de estudiar al hombre para saber si hay en él la capacidad de llegar a conocer algo de los grandes problemas. Y ha de estudiar también el no-yo, la naturaleza, las fuerzas de la naturaleza. Recientes hipótesis y descubrimientos científicos muestran la relación muy estrecha que hay entre el ser humano y las fuerzas naturales. Nuestra alma no está aislada. Vinculos misteriosos, aun no conocidos, nos unen a las cosas y a las otras almas. La fórmula de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas” ya no podría ser sostenida, a causa de su excesivo subjetivismo. De las teorías y comprobaciones de Einstein despréndese una nueva entrada en escena del objeto. La naturaleza adquiere un valor excepcional y obligará a los filósofos a no mirar el mundo desde el solo punto de vista del hombre, como lo hizo Kant.
El análisis de los órganos del conocimiento para juzgar de su valor no es, por cierto, cosa nueva. Los griegos, Platón principalmente, dejaron interesantes observaciones sobre la capacidad del hombre para conocer. Pero desde entonces hasta hoy los órganos del conocimiento no fueron sino dos: la inteligencia o la razón y los sentidos. . Los filósofos, según diesen importancia exclusiva o mayor a uno u otro, fueron idealistas y espiritualistas o sensualistas y materialistas. Descartes, como se sabe, no reconoció otro insano del conocimiento que la inteligencia; del mismo modo que Locke sólo creia en la sensación. Algunos filósofos afirmaron la imposibilidad de todo conocimiento: asi Kant que, levantando en su libro genial el mayor monumento a la razón humana, intentó demostrar su insuficiencia.
En esta situación permaneció el problema durante más de dos siglos: o la razón o los sentidos, o la imposibilidad de conocer. Durante el siglo xix la influencia de Kant fue absoluta y debió ejercerse hasta sobre el positivismo, que en otros conceptos le era adverso. Muy anteriormente hubo en este problema el paréntesis de Pascal, que agregaba el corazón, vale decir: la íe, a los órganos del conocimiento. Pero Pascal no separaba la razón del corazón, al que consideraba una razón más concreta, algo que apoyaba y daba mayor fuerza a los razonamientos; sin contar con que esta idea, desde el punto de vista filosófico, carece de valor.
Pero a fines del siglo pasado Williams James revolucionó la filosofía con sus análisis de los estados subconscientes. Cualquiera idea que ten-gamos sobre la doctrina pragmatista, no es posible dudar de la importancia que significa el re-conocimiento del yo subliminal. James, espíritu práctico, moralista más que filósofo, verdadero voluntarista y en el fondo un escéptico, no dió un valor nosciológico al subconsciente. Esta idea fué de Bergson, quien llamó intuición a las operaciones de la subconciencia y demostró el poder creador del instinto.
En los últimos años el valor de lo subconsciente ha crecido de una manera inusitada. Las comprobaciones de Freud revelan que había en el hombre toda una forma de vida que le era ignorada. Los estudios de Freud, aunque a veces nos hagan sonreír, enseñan que la vida subconsciente es tan poderosa como la vida de la inteligencia, y que existe entre los hombres, y entre ellos y las cosas, relaciones extrañamente íntimas. Cuando las investigaciones de Freud estén perfeccionadas y por medio de ellas se haya llegado a dominar el secreto de lo subconsciente, el hombre se hallará en posesión de un poderoso órgano de conocimiento.
Pero, no es sólo la adquisición de un tercer instrumento del conocer lo que hará superar las deducciones de los filósofos hasta el día de hoy. Creo firmemente que la inteligencia y los sentidos se irán perfeccionando, afinando y sensibilizando hasta adquirir un real valor epistemológico. Cierto que la historia no revela grandes progresos en la razón humana, pero dos mil quinientos años nada representan en la vida del mundo. Es indudable que desde el primer hombre la inteligencia ha ido perfeccionándose incesantemente, como es indudable que las modernas comprobaciones científicas suministran al ser humano poderosos recursos de engrandecimiento mental. ¿No es lícito asegurar que el hombre de aquí a doscientos años, armado con las formidables adquisiciones de las ciencias, agudizará hasta lo increíble su inteligencia, y, ayudado por sus invenciones, llegará tal vez a conocer con mayor evidencia que ahora algunos de los problemas filosóficos fundamentales?
Y no sólo la inteligencia habrá de perfeccionarse, sino también los sentidos y la intuición. La literatura y el arte modernos revelan, comparados con los de otro tiempo, que el perfeccionamiento ha comenzado; o que sigue su curso, para hablar con más exactitud.
Esta revelación maravillosa nos la dan los libros de Marcel Proust.
Desde los griegos y romanos, que, evidentemente, no sentían el paisaje y no veían los matices del alma humana, hasta Proust, hay recorrido un camino equivalente, tal vez, a algunos millares de siglos. Es como si hubiésemos salido de la prehistoria para entrar en la historia. Puede afirmarse que, después de Proust, sabemos algo más sobre las capacidades humanas. El conocimiento de nuestra psiquis avanzó considerablemente por los libros de los místicos, y en especial los de Santa Teresa. Pero, todo lo que vino después: los escritores del siglo XVIII, los tratadistas de psicología, Stendhal, Bourget, no significó un progreso excepcional. Sin embargo, en la pura literatura, el análisis psicológico parecía haber alcanzado con Stendhal el límite de sus posibilidades. Y la tragedia maeterlinkiana, emparentada con las comprobaciones de William James y precursora de Freud, había revelado cómo dentro de nosotros llevamos un mundo entero, hasta hace pocos años desconocido: el mundo de los presentimientos, de las intuiciones, de la vida subconsciente, en una palabra.
Marcel Proust, hasta hace cinco años ignorado, superó a todos los reveladores de la psiquis y la sensibilidad humanas. Fué, probablemente, el mayor escritor de estos tiempos. Su aparición tiene en la literatura tanta importancia como la de un Shakespeare o un Goethe. Ya existe sobre su obra — interrumpida para siempre por la muerte — una bibliografía excepcional. Se ha hablado de su genio, y creo que raras veces fué mejor empleada esta palabra. La obra de Proust, que no recuerda la de ningún otro escritor, es una poderosa, continua y singular creación.
Más que un novelista, Marcel Proust es un autor de memorias que disfraza apenas las cosas y las gentes y da a sus recuerdos una muy vaga forma novelesca. Nada más lejos de lo que se entiende por una novela que los libros de Proust; en ellos nada ocurre y carecen de dramaticidad y de desarrollo. No hay tampoco en ellos composición ni estilo ni orden alguno. Pero su desorden es el orden de la vida creadora; asi, una página nace de la anterior, un recuerdo surge en medio de un estado de ánimo y engendra un nuevo recuerdo que tal vez ocupe en el volumen muchas páginas. Jamás se han escrito libros con menos plan. Todo, absolutamente todo, es ellos imprevisto como la vida.
Tampoco se preocupa Proust de reconstruir los ambientes ni de pintar caracteres ni mucho menos de evocar la existencia cotidiana. Es lo más opuesto al realismo que pueda imaginarse. Sus personajes apenas tienen vida corporal. No lo vemos moverse, ni hablar, ni vivir. Sólo cuando hemos leído un volumen o dos, los seres creados por el escritor se destacan ante nosotros con una riqueza de vida interior no igualada hasta ahora. Por más observadores y perspicaces que seamos, no conocemos con tanta hondura a ningún ser real como a los personajes de Proust. Ni de nuestros amigos y parientes más próximos, ni aun de nuestros padres o nuestros hijos, podríamos saber todo lo que sabemos de Swann o de la duquesa de Guermantes.
La ausencia de preocupación literaria es tan grande en Proust que dijérase que escribió para sí con el objeto de aglomerar materiales para sus libros. Su obra es un inmenso almacén de materia prima literaria, el más vasto y repleto que ha existido en el mundo. Todo esto no significa que su obra no esté realizada, sino que está realizada de otra manera que la conocida basta ahora. De los libros de Pío Baroja pudiera decirse que son notas para futuros libros; los de Proust son verdaderos libros, bien trabajados y completos. No los concibo sino como son. Si Proust los hubiera sintetizado, cortando aquí y allí y dando un orden a su material, su obra no tendría ni la novedad, ni el tono, ni el valor que tiene.
Ésta falta absoluta de preocupación retórica no impide que en cada página de Proust encontremos magníficas bellezas. He aquí, por ejemplo, la llegada de la lluvia: “Un pequeño golpe en el vidrio como si alguna cosa lo hubiese atropellado, seguido de una amplia caída ligera como de granos de arena que hubiesen dejado caer desde una ventana de arriba, luego la caída ex-tendiéndose, reglándose, adoptando un ritmo, llegando a ser fluida, sonora, musical, innumerable, universal: era la lluvia.” Cito esta sola frase como pudiera citar mil.
Pero el interés de los libros de Proust y su valor excepcional reside en la maravillosa cantidad de las anotaciones psicológicas y de los detalles nuevos y profundos que el autor ve en los seres y en las cosas. Es un psicólogo que analiza con prolijidad asombrosa los caracteres, los estados de ánimo y aun las cosas, tanto en sí mismas como en su influencia sobre las almas. Con igual minucia se encarniza en un recuerdo, que en el espíritu de un paisaje o de un simple cuarto. Recordemos aquella nutrida página sobre el olor del cuarto de la tía Leoncia. Nada le es indiferente, y no trata un solo tema sin analizarlo, agotando todo lo que sobre él pudiera decirse. Un tema es abandonado sólo cuando ya no dá más de sí. Páginas y páginas detiénese en el hecho menos dramático y en apariencia menos interesante. Y si dedica mayor número de páginas a Swann que a Francisca no es porque lo haya premeditado o porque para su asunto Swann sea más importante que Francisca; es porque el primero es un espíritu complicado y sutil, de gran riqueza interior, y para el conocimiento del cual se requiere centenares de páginas, mientras que Francisca es un ser sencillo, de escasa complicación psicológica.
El parentesco de Proust con Stendhal me parece indudable, pero considerando a Stendhal no en conjunto sino en cierta parte de su obra y desprovisto de lo dramático. En El rojo y el negro hay trozos de exclusivo análisis, enormemente extensos y en los que la acción no avanza en absoluto; trozos de literatura estática, sin estilo, y cuyo valor consiste en la cantidad y en la excelencia de las anotaciones psicológicas. Todo, lo mismo que en Proust. Las anotaciones de Proust son de igual carácter que las de Stendhal. He aquí unos ejemplos: “Ella se ensayaba en admirar al Embajador para poder alabarle con sinceridad”; “Uno se vuelve moral desde que es desgraciado”; “Y fue Swann quien, antes que ella lo dejase caer, como a pesar de ella, sobre sus labios, le retuvo un instante, a alguna distancia, cutre sus dos manos. K1 había querido dejar a su pensamiento el tiempo de acudir, de reconocer el ensueño que él había tan largo tiempo acariciado y de asistir a su realización, como una parienta a la que se llama para tomar su parte en el éxito de un niño al que ella ha querido mucho”. Marcel Proust sería un Stendhal elevado a la quinta potencia, un Stendhal que se aplica lo mismo a los seres que a las cosas. Pero mucho más genial y más sincero y menos literato, no obstante su extremado refinamiento y su sensibilidad verdaderamente única. Y mucho más profundo, con la máxima profundidad que se puede alcanzar en el análisis.
El contenido filosófico de los libros de Proust no interesa menos que su valor literario. En el fondo es Proust un relativista y, tal vez sin saberlo, un renovador, en la literatura, y en forma ejemplar, no sistemática, del fenomenismo de Hume. Como el filósofo inglés, que no reconocía sino sucesiones de fenómenos, en Proust todas las cosas: el alma, el amor, por ejemplo, no son sino sucesiones de estados de ánimo, de momentos. Hume negaba la unidad del ser humano, del mismo modo que la niegan las novelas de Proust. Recordemos aquel amor de Swann hacia Odette. No es, como cree Ortega y Gasset, un relato que contiene de todo: “puntos de sensualidad cálida, pigmentos morados de recelo, pardos de hábitos, grises de cansancio vital”, y en el que “lo único que no hay es amor”. 1,0 que ocurre, a mi entender, es que Proust, por primera vez en el mundo, ha pintado al amor tal como es. El clasicismo había impuesto el concepto del amor como una unidad perfectamente clara y definida. El romanticismo, incapaz de ver la realidad y cómplice de la ilusión sentimental, no podía reaccionar contra el viejo concepto del amor; y en cuanto a los escritores naturalistas, su inaptitud psicológica les vedaba el comprender la verdad. Fue necesario el genio analítico de Marcel Proust para mostrarnos cómo en el amor entran numerosos elementos que no son amor: el egoísmo, la vanidad, la cobardía, la piedad, el vicio, el hastío, el hábito, la generosidad, la desilusión y cuanto se quiera encontrar. El concepto unitario del amor, como el de otra pasión o sentimiento cualquiera, es un concepto falso y teatral, aunque cómodo y fácil para el escritor. Frente al clasicismo y a todo lo que de él perdura en la vida y en la literatura, Proust levanta el concepto de lo múltiple y heterogéneo, de la sucesión de fenómenos. ÉI ha escrito: “Porque lo que creemos nuestro amor, nuestros celos, no es una misma pasión continua, indivisible. Se componen de una infinidad de amores sucesivos, de celos diferentes, y que son efímeros; pero por su multitud ininterrumpida dan la impresión de la continuidad, la ilusión de la unidad.”
En su libro reciente sobre Dostoievsky, André Gide observa que el novelista ruso trata sus personajes prescindiendo de la continuidad de la línea. Quiero hacer notar que esto nada tiene que ver con el modo como Proust ve los seres humanos y las cosas. En Dostoievsky los personajes son inconsecuentes, pero sus almas tienen unidad: una unidad más próxima a la verdadera que aquella que dan a sus muñecos los novelistas occidentales. La unidad en las obras de estos últimos está formada por la moral, las normas sociales, la disciplina y otros productos de la civilización. Los personajes de Dostoievsky—caprichosos, histéricos, salvajes, indisciplinados, anárquicos, románticos—tienen la unidad de los primitivos y los bárbaros. El gran escritor ruso, cuyo espíritu tuvo tanta unidad en medio de sus contradicciones, retrató a sus personajes no muy diferentemente de como era él mismo. A su alma oriental fué del todo ajeno el concepto de Proust. La falta de unidad en los personajes de Proust deriva de un exceso de civilización; en los de Dostoievsky deriva de un exceso de barbarie. En cierto sentido son, pues, contrarios. Dostoievsky, aunque con más genio que casi todos sus predecesores en la novela, ve al hombre como ellos; Proust lo ve de una manera totalmente nueva: como una sucesión de momentos.
Podria objetarse que el “recuerdo” da unidad a los personajes de Proust. El gran escritor, en efecto, mezcla el recuerdo y la realidad incesantemente y de tal manera que el lector, muchas veces, debe esforzarse en distinguir lo que pertenece al presente de lo que pertenece al pasado. Esto es verdadero desde el punto de vista psicológico; cada momento actual contiene todo nuestro pasado. Pero esta verdad no es argumento en favor de la unidad del ser humano. Precisamente “de esta supervivencia del pasado —dice Bergson— surge la imposibilidad de que una conciencia pase dos veces por un mismo estado”. El filósofo de La evolución creadora afirma más adelante, en el mismo libro, refiriéndose a nuestro estado de conciencia, considerado como un momento de una historia que va desarrollándose: “es simple y no puede haber sido antes percibido, desde que concentra en sí todo lo ya percibido y, además, lo que el presente le agrega: es un momento original de una historia no menos original”. Ni la persistencia del recuerdo prueba la unidad del ser humano, ni la diversidad de cada estado de conciencia prueba falta de unidad.
Para el conocimiento del ser humano, la obra de Proust es, por consiguiente, de un valor único. Jamás las almas han sido analizadas con tanta maravillosa minuciosidad. Proust se manifiesta en sus libros como un hombre dotado de unos sentidos extraordinarios. Sus ojos ven lo que nadie vería, lo que nadie vio jamás; sus oídos oyen lo que nadie puede oír ni oyó nunca. Lejos de considerarle un miope que se acerca demasiado a las cosas, como !o considera Ortega y Gasset, lo imagino con un microscopio en cada ojo, de manera que puede advertir lo infinitamente pequeño, ya sea en el orden espiritual o entre las cosas materiales. Su sensibilidad es de una sutileza que nadie hubiera nunca podido suponer. Posee una aptitud milagrosa para descomponer las cosas, las almas y los momentos, para dividir, cortar, separar, unir. Es un misterioso alquimista espiritual.
El valor del hombre, como capacidad intelectual y sensible, me parece que ha aumentado, ante el hombre mismo, después de la obra de Proust. Dijérase que el horizonte de nuestras limitaciones está ahora un poco más lejos. Proust nos ha hecho saber que podemos mucho más que lo que creíamos poder. Su obra nos autoriza a preguntarnos nuevamente: ¿ no llegará el hombre a una agudización de la inteligencia y de los sentidos mucho mayor que la actual, y al dominio de lo que hoy llamamos subconsciente y que podria no serlo mañana? Bergson, preconizando una filosofía que se propusiese la investigación orientada en el mismo sentido que el arte y que tomase por objeto a la vida en general, dice: “la intuición podría alcanzar lo que hay de insuficiente en los datos de la inteligencia y dejarnos entrever la manera de completarlos.”
La naturaleza, no tratándose de monstruos, no produce nada individual ni absolutamente aislado. Si produjo una sensibilidad como la de Proust, ¿por qué no ha de producir otras? Lo que hoy es una rareza, dentro de cien años tal vez no lo sea. Hoy apenas podemos leer a Proust, pues no estamos preparados para comprenderle; pero algún día será ampliamente comprendido. La sensibilidad humana ha progresado extraordinariamente por la obra de los artistas. Recordemos, una vez más, el moderno sentimiento del paisaje. ¿A qué mejoramientos espirituales no nos conducirá la obra de Marcel Proust? De su fenomenismo se desprende una filosofía optimista. Su obra y su espíritu demuestran la perfectibilidad humana.
Y bien: cuando la inteligencia y la sensibilidad del hombre hayan sobrepasado a la actual, ¿no hay derecho a creer que avanzará algunos pasos en el conocimiento ? Hoy el hombre apenas se conoce a sí mismo, y sus capacidades son, por cierto, limitadas. Pero ya el hombre va tomando posesión de su ser, conociendo sus fuerzas, descubriendo nuevos reinos interiores, como el sub-consciente, y dominando la naturaleza y la vida por medio de la ciencia. Tal vez dentro de doscientos, de quinientos años, el hombre, mediante sus propios sentidos y los instrumentos científicos que haya inventado, llegue a ver, a oir, a sentir, a intuir, a presentir lo que hoy parece absolutamente imposible de ser oído, visto, sentido, intuido y presentido. No debe ahora dudarse de que los esfuerzos del hombre van creando un nuevo grado de realidad. Ya no podemos afirmar que el ser humano se limita a continuar el movimiento de la Naturaleza, como tampoco que el mundo sensible no tenga realidad sino en el hombre mismo. El mundo sensible, poderoso, ciertamente, no impide el poder del hombre, que cada día irá sintiendo el crecimiento de sus capacidades. No creo, como William James, que el progreso de la ciencia agrande el mundo material y disminuya la importancia del hombre, pues si el no-yo cobra una extensión cada día mayor, también el yo crece y se perfecciona. El hombre y el mundo sensible están frente a frente, pero no aislados, sino unidos.
Están unidos por hilos misteriosos, ignorados en gran parte todavía, pero que el hombre conocerá progresivamente. La obra de Einstein en la ciencia, la de Freud en la psicología y la de Proust en la literatura, son revelaciones sobre algunos de aquellos misteriosos hilos.
Manuel Gálvez
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