John Stuart Mill – Libertad de expresión
Ya hemos reconocido la necesidad (para el bienestar intelectual de la especie humana, del cual depende cualquier otra clase de bienestar) de la libertad de opinión y de la libertad de expresar las opiniones. Y esto por cuatro motivos diferentes que vamos a resumir brevemente:
Primero, aunque una opinión sea reducida al silencio, puede muy bien ser verdadera; negarlo equivaldría a afirmar nuestra propia infalibilidad.
En segundo lugar, aun cuando la opinión reducida al silencio fuera un error, puede contener, lo que sucede la mayor parte de las veces, una porción de verdad; y puesto que la opinión general o dominante sobre cualquier asunto raramente o nunca constituye toda la verdad, no hay otra oportunidad de conocerla por completo más que por medio de la colisión de opiniones adversas.
En tercer lugar, incluso en el caso de que la opinión recibida de otras generaciones contuviera la verdad y toda la verdad, si no puede ser discutida vigorosa y lealmente, se la profesará como una especie de prejuicio, sin comprender o sentir sus fundamentos racionales. Y no sólo eso, sino que, en cuarto lugar, el sentido mismo de la doctrina estará en peligro de perderse, o de debilitarse, o de ser privado de su efecto vital sobre el carácter y la conducta; ya que el dogma llegará a ser una simple fórmula, ineficaz para el bien, que llenará de obstáculos el terreno e impedirá el nacimiento de toda convicción verdadera, fundamentada en la razón o en la experiencia personal.
Antes de abandonar el tema de la libertad de opinión, conviene conceder alguna atención a los que dicen que se puede permitir la expresión libre del pensamiento, en tanto que se haga de una manera moderada y no se traspasen los límites de la discusión leal. Se podría decir mucho sobre la imposibilidad de fijar esos supuestos límites. Pues si el criterio fuera no ofender a aquellos cuya opinión se ataca, yo pienso, según prueba la experiencia, que ellos se considerarán como ofendidos siempre que el ataque sea poderoso, y que todo oponente que los ataque fuerte, al que sea difícil responder, les parecerá, si muestra vigor al sustentar una opinión, un adversario inmoderado. Pero esta consideración, aunque importante desde un punto de vista práctico, desaparece ante una objeción más fundamental. Sin ninguna duda; el modo de proclamar una opinión, aunque sea justa, puede ser reprensible y merecer con razón en una severa censura. Pero las principales ofensas de este género son de tal naturaleza que es imposible llegar a demostrarlas, a menos que haya una accidental confesión. La más grave de estas ofensas consiste en discutir de una manera sofística, suprimiendo hechos o argumentos, exponiendo de una manera inexacta los elementos del caso, o tergiversando la opinión contraria. Pero todo esto, incluso en su grado más avanzado, se hace frecuentemente con tanta buena fe por personas que no están consideradas —o que no merecen serlo— como ignorantes o incompetentes, que rara vez es posible afirmar, de modo consciente y fundado, que una representación inadecuada es moralmente culpable y menos aún puede la ley mezclarse en esta especie inadecuada de conducta polémica.
En cuanto a lo que se entiende comúnmente por discusión inmoderada, es decir, las invectivas, los sarcasmos, el personalismo, etc., la denuncia de estas armas merecería más simpatía si se propusiera una prohibición equitativa para las dos partes; pero sólo se desea para restringir su empleo contra la opinión prevaleciente o contra la opinión que no prevalece, en cambio, no sólo se usan sin desaprobación general, sino que quien las use ganará alabanzas por su honrado celo y su justa indignación. Sin embargo, el mal que pueden producir esos procedimientos es mayor cuando se emplean en atacar opiniones que se encuentran sin defensa, y la injusta ventaja que una opinión pueda conseguir, al ser afirmada de esta forma, va en beneficio casi exclusivo de las ideas admitidas.
La peor ofensa que, en este sentido, puede cometerse en una polémica es la de estigmatizar de peligrosos e inmorales a los que profesan la opinión contraria, de exponer a los hombres que profesan una opinión impopular a tales calumnias, es porque ellos son en general poco numerosos y desprovistos de influencias, y porque nadie tiene interés en hacerles justicia. Pero, por la misma naturaleza del caso, se niega esta arma a quienes atacan a la opinión dominante; correrían un peligro personal al servirse de ella, y si no lo corrieran, no harían con ello más que desacreditar su causa. En general, las opiniones contrarias a las tradicionales sólo llegan a hacerse escuchar si emplean un lenguaje de una moderación estudiada y evitan con sumo cuidado cualquier ofensa inútil; no pueden desviarse de esta línea de conducta ni aún en el menor grado, sin que con ello pierdan terreno; mientras que, por el contrario, los denuestos dirigidos desde el lado de la opinión tradicional a los que sustentan opiniones contrarias apartan realmente a los hombres de estas últimas y de escuchar a quienes las profesan.
En interés de la verdad y de la justicia, pues, es muy importante restringir el lenguaje violento; y, si, por ejemplo, hubiera necesidad de escoger, habría más necesidad de reprobar los ataques dirigidos a la heterodoxia que a aquellos otros que se dirigen a la religión. Es evidente, sin embargo, que ni la ley ni la autoridad deben impedir unos u otros, y que, en cada momento, la opinión debería determinar su veredicto con arreglo a las circunstancias del caso particular; se debe condenar a todo aquel, cualquiera que sea el lado del argumento en que se coloque, en cuya defensa se manifieste o falta de buena fe, o malicia, o intolerancia de sentimientos. Pero no debemos imputar estos vicios a la posición que una persona adopte, aunque sea la contraria a la nuestra; rindamos honores a la persona que tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que realmente son sus adversarios, así como lo que representan sus opiniones, sin exagerar nada de lo que los pueda perjudicar, y sin ocultar tampoco lo que pueda serles favorable. En esto consiste la verdadera moralidad de la discusión pública; y aunque a menudo sea violada, me contento con pensar que existen muchos polemistas que la observan en alto grado, y que es mayor todavía el número de los que se esfuerzan por llegar a su observancia de un modo consciente.
Fuente: Stuart Mill, John, Sobre la libertad, Bs.As., Claridad, 2014, pp. 59-61
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