Heterodoxia
«No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo
es una forma de caridad eminente hacia las almas»
San Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 29
Hace algún tiempo, escribía el actual prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal Víctor Manuel Fernández:
«Pero también se da el caso de una abstención sexual que contradiga la jerarquía cristiana de valores coronada por la caridad. No podemos cerrar los ojos, por ejemplo, ante la dificultad que se plantea a una mujer cuando percibe que la estabilidad familiar se pone en riesgo por someter al esposo no practicante a períodos de continencia. En ese caso, un rechazo inflexible a cualquier uso de preservativos haría primar el cumplimiento de una norma externa por sobre la obligación grave de cuidar la comunión amorosa y la estabilidad conyugal que exige más directamente la caridad»[1].
Nótese que en nombre nada menos que de la caridad ―horresco referens―, el entonces presbítero Fernández exigía en algún caso, como obligación grave, el uso de preservativos. Ahora bien, el uso de preservativos ―i.e., el uso de un medio contraceptivo― es en el matrimonio, de suyo ―conforme enseña la Iglesia (como veremos), fundada en las Sagradas Escrituras, y prueba la razón[2]―, objetivamente un pecado grave; de modo que en nombre de la caridad se exige así como grave obligación nada menos que el pecado grave o mortal, lo cual es contrario a la caridad. Y no nos consta que haya habido una retractación…
Cabe preguntarse si la afirmación del ahora cardenal Fernández que hemos referido es o no estrictamente[3] herética.
Conforme a la «Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei», de la Congregación para la Doctrina de la Fe ―que, convertida en Dicasterio, paradójicamente ahora preside el mismo cardenal Fernández―, entendemos que tal afirmación, sin duda errónea, no es estrictamente herética, pues la cualificación moral de la contracepción en el matrimonio como intrínsecamente mala no parece que sea una «doctrina de fe divina y católica que la Iglesia propone como formalmente revelada»[4] ―doctrinas que «requieren por ello el asentimiento de fe teologal de todos los fieles» y cuya obstinada negación o puesta en duda constituye herejía propiamente dicha―, sino que se trataría más bien de una doctrina de las que «conciernen al campo dogmático o moral, que son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hayan sido propuestas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas», pero que «son enseñadas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia»: por ello «todo creyente debe dar su asentimiento firme y definitivo a estas verdades, fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio en estas materias. Quien las negara, asumiría la posición de rechazo de la verdad de la doctrina católica y, por tanto, no estaría en plena comunión con la Iglesia católica». Es interesante lo que agrega la Nota que estamos siguiendo sobre estas mismas verdades: «El hecho de que estas doctrinas no sean propuestas como formalmente reveladas, en cuanto añaden al dato de fe elementos no revelados o no reconocidos todavía expresamente como tales, en nada afecta a su carácter definitivo, el cual debe sostenerse como necesario al menos por su vinculación intrínseca con la verdad revelada».
Veamos ahora la definitiva e infalible enseñanza de la verdad en cuestión, i.e., la intrínseca y grave inmoralidad de la contracepción dentro del matrimonio, dada por Pío XI en su Encíclica Casti connubii (nn. 21-22)[5]:
«Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito.
Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación de todas las almas, encargamos a los confesores y a todos los que tienen cura de las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su cuidado error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven —ellos mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujera a los fieles que le han sido confiados a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: “Ellos son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el hoyo”.
Por lo que se refiere a las causas que les mueven a defender el mal uso del matrimonio, frecuentemente suelen aducirse algunas fingidas o exageradas, por no hablar de las que son vergonzosas. […].
Ninguna dificultad puede presentarse que valga para derogar la obligación impuesta por los mandamientos de Dios, los cuales prohíben todas las acciones que son malas por su íntima naturaleza; cualesquiera que sean las circunstancias, pueden siempre los esposos, robustecidos por la gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad y conservar la castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la verdad de la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio Tridentino: “Nadie debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres anatematizada de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre redimido. Dios no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que hagas cuanto puedas y pidas lo que no puedas, y Él te dará su ayuda para que puedas”. La misma doctrina ha sido solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia al condenar la herejía jansenista, que contra la bondad de Dios osó blasfemar de esta manera: “Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y poniendo empeño, no los pueden cumplir, atendidas las fuerzas de que actualmente disponen: fáltales asimismo la gracia con cuyo medio lo puedan hacer”».
Al respecto de tal enseñanza expuesta en esta Encíclica Casti connubii, el p. Sixto Cartechini, S.J., se plantea si la cualificación teológica de la sentencia condenatoria del abuso del matrimonio u onanismo como pecado mortal es o no una definición solemne «ex cathedra». Y dice: «Algunos afirmaban que es un dogma, porque el Pontífice presenta palabras muy solemnes. Ciertamente para una definición solemne se requieren estos elementos: que hable como supremo pastor y doctor, y que quiera comprometer su autoridad en sumo grado. Que aquí hable como supremo pastor y doctor es patente. Resta por determinar si ha querido usar su suprema autoridad dando una sentencia definitiva. Pero, admitido que no sea un dogma de fe, sin embargo la doctrina por él promulgada es ciertamente infaliblemente verdadera por este capítulo: que el Papa, con palabras solemnes, auténticamente refiere la doctrina que desde los tiempos antiguos ha sido propuesta constantemente por el Magisterio ordinario y universal para ser conservada y observada»[6].
En fin, por si quedara alguna duda, veamos lo que enseña el Magisterio de la Iglesia en la Encíclica Humanae vitae, de san Pablo VI[7]:
«En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas.
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.
Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado [ex propria natura moralem ordinem transgrediatur] y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto [intrinsece inhonestum][8], pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda» (n. 14).
«Por tanto, si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar» (n. 17).
«Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que están en contraste con la Iglesia. A decir verdad, esta no se maravilla de ser, a semejanza de su divino Fundador, “signo de contradicción”, pero no deja por esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica.
La Iglesia no ha sido la autora de estas, ni puede por tanto ser su árbitro, sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo que no lo es por su íntima e inmutable [suapte natura] oposición al verdadero bien del hombre» (n. 18).
Federico María Rago
* * *
[1] Fernández, Víctor Manuel, «La dimensión trinitaria de la moral II: profundización del aspecto ético a la luz de “Deus caritas est”», Teología, 89 (2006), p. 150 (la negrita es nuestra).
[2] Vid. Billuart, Charles R., O.P., Summa Sancti Thomae, Tom. VIII, Appendix C: «De onanismo», II; Prümmer, Dominicus M., O.P. Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, tom. III, nn. 699-700, pp. 509-511 (ed. 1960); Royo Marín, Antonio, O.P., Teología moral para seglares, tom. II, nn. 624-625, pp. 663-664 (ed. 1958).
[3] Decimos «estrictamente», pues parece que es tomando la calificación de «herético» lato sensu que dice santo Tomás: «Cualquiera que dice que no es pecado aquello que es contrario a un precepto de Dios, es juzgado como hereje, como de hereje es juzgado cualquiera que dijera que la fornicación no es absolutamente pecado mortal, pues es contraria a este precepto: no cometerás adulterio, como lo explican los santos» (Quodl. III, q. 5, a. 2, c.). Decimos que aquí santo Tomás emplea la expresión «herético» en sentido amplio, a la luz de la «Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei», de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual considera en su n. 11 la ilicitud de la fornicación tan sólo como una doctrina moral enseñada como definitiva por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia.
[4] Las frases entrecomilladas en este párrafo pertenecen a la referida Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Las cursivas son nuestras.
[5] Las negritas son nuestras.
[6] De valore notarum theologicarum et de criteriis ad eas dignoscendas, ex Typis Pontificiae Universitatis Gregorianae, Roma, 1951, p. 29.
[7] Nuevamente, las negritas son nuestras.
[8] A la pregunta: «¿Es lícito el uso del matrimonio realizado de manera imperfecta —como en el caso propuesto—, onanística o condonísticamente (es decir, mediante el empleo del execrable instrumento vulgarmente denominado “condom”)?», el Santo Oficio había respondido el 19 de abril de 1853: «Negativamente, porque es intrínsecamente malo» [«Negative; est enim intrinsece malus»]. Y a la pregunta: «¿La esposa puede conducirse de manera pasiva en el uso del matrimonio cuando, con conocimiento de ella, se usa el “condom”?», respondió asimismo el Santo Oficio: «Negativamente; porque sería prestarse a una acción intrínsecamente ilícita» [«Negative; daret enim operam rei intrinsece illicitae»] (Dz 2795).
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A.M.D.G.
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