André Maurois – EDUARDO I Y LOS CELTAS
III
EDUARDO I Y LOS CELTAS
CONQUISTA DEL PAIS DE GALES
FRACASO EN ESCOCIA – EDUARDO II
Lo mismo que Eduardo es el primero de los Plantagenet que ostenta un nombre inglés, es también el primero que intenta llevar a término la conquista de las Islas Británicas. Su adolescencia le había preparado para esta misión. En 1252 su padre le otorgó Irlanda, el condado de Chester (en las marcas Galesas), las tierras del Rey en el País de Gales, las islas anglonormandas y la Gascuña. Don menos generoso de lo que parece. Después que los celtas, rechazados por los sajones, se hubieron refugiado en las colinas de Gales y de Escocia, mantuvieron su independencia y continuaron sus luchas intestinas. Los reyes sajones acabaron por adoptar respecto a ellos el perezoso método del emperador Adriano, o sea, el método del Muro, y uno de ellos construyó (hacia el 790) el dique de Offa para contener como pudiera a los montañeses del País de Gales. En tiempos de la conquista, algunos aventureros normandos se posesionaron de dominios en los valles galeses; elevaron mottes, edificaron torres fortificadas y obligaron a las tribus disidentes a refugiarse en las colinas. Allí conservaron su lengua y sus costumbres. La poesía, la música y la ocupación extranjera hicieron nacer entre los galeses un sentimiento nacional. En el macizo montañoso del Snowdon, las tribus se unieron bajo la autoridad de un señor galés: Llywelyn ab Iorweth, que se hacía llamar Príncipe de Gales. Muy hábil, supo representar el doble papel de príncipe nacional y señor feudal inglés. En tiempos de la Carta Magna había defendido a los nobles, asegurándose así su apoyo. Su nieto, Llywelyn ab Gruffyd (1264-1282) adoptó la misma actitud en tiempos de Simón de Montfort, contribuyendo grandemente a la victoria de Lewes. En vano fue que Eduardo, conde de Chester, tratase de imponer a los galeses las costumbres inglesas; ellos se rebelaron y le vencieron. El joven Eduardo se arruinó en esta guerra, pero aprendió a conocer los métodos de combate de los galeses, el valor de sus arqueros armados con un arco largo, de alcance y penetración mucho mayores que el arco ordinario, y la imposibilidad de emplear contra ellos la caballería feudal, que las flechas de este enemigo ponían en desorden. Lecciones de las que más tarde debería acordarse.
Su padre, Enrique III, le había dado Irlanda al mismo tiempo que el condado de Chester; allí, sin embargo, parecía inútil toda empresa militar. Irlanda, antes cuna de santos, había sido conquistada en parte a los cristianos celtas por los daneses, mas éstos no llegaron a ocupar sino los puertos del Este y las tribus celtas continuaron sus venganzas en el interior del país. Durante el período en que la Iglesia de Irlanda cesó de pertenecer a la Iglesia romana, la isla permaneció por completo ajena a la historia de Europa. Vivió entonces, en realidad, al margen del mundo. En la época en que Enrique II, después del asesinato de Becket, trataba de ganar el perdón del Papa, envió allí a Ricardo de Clare, conde de Pembroke, denominado Stronbow. Mas los normandos, allí como en el País de Gales, no pudieron establecerse sino al abrigo de sus castillos. En torno a Dublín se extendía una pequeña zona inglesa llamada el Pale. Más allí los ingleses no tenían dominio alguno y los nobles normandos que poseían castillos fuera del Pale, adoptaron, después de algunas generaciones, la lengua y las costumbres de los irlandeses. Estos nobles, que disfrutaban allí derechos soberanos, deseaban tan poco como las tribus indígenas la llegada de un ejército inglés. En derecho conocían la soberanía del Rey de Inglaterra; de hecho mantenían un régimen de anarquía feudal. «Inglaterra se mostraba demasiado débil para conquistar y gobernar a Irlanda, pero bastante fuerte para impedirle que aprendiera a gobernarse por sí misma.»
Cuando Eduardo fue rey, el galés Llywelyn cometió el error de creer que podría continuar representando en Inglaterra un papel de árbitro entre el soberano y los nobles. Eduardo I no era Enrique III y se cansó pronto de las añagazas del galés. En 1277 preparó una expedición al País de Gales, a cuyo frente se puso él mismo. A través del bosque se trazaron anchos caminos; los Cinco Puertos proporcionaron una flota que se mantuvo a lo largo de la costa en comunicación con el ejército, asegurando su aprovisionamiento. Llywelyn, su hermano David y sus partidarios, sitiados en el macizo de Snowdon, tuvieron que someterse al entrar el invierno. El rey Eduardo ensayó entonces una política de pacificación; trató a Llywelyn y a David con generosidad e incluso con honor. Después se dispuso a administrar el País de Gales a la manera inglesa. Creó condados y tribunales y envió jueces ambulantes que aplicasen la Common Law. Los galeses protestaron, pues eran aferrados a sus viejas costumbres. Eduardo, de espíritu tan estrecho como enérgico, no quiso tolerar usos que consideraba como bárbaros. Mantuvo, pues, sus leyes, pero provocó así un levantamiento. Llywelyn y David faltaron a su juramento. El Rey, terrible para cualquiera que no fuese fiel a un pacto establecido, les combatió esta vez hasta la muerte. Llywelyn murió en un combate; David fue ahorcado, descuartizado y cortado en pedazos. En 1301 el Rey dio a su hijo Eduardo, que había nacido en el País de Gales y estaba criado por una nodriza galesa, el título de Príncipe de Gales, que lleva, desde entonces, el hijo mayor de los reyes de Inglaterra. Aunque las leyes y las costumbres inglesas fuesen introducidas en el país, a partir de ese momento el Principado quedó fuera del reino y no enviaba diputados al Parlamento. Fue Enrique VIII quien, en el siglo XVI, hizo de Inglaterra y del País de Gales un solo reino. (Acta de Unión: 1536.)
Vencedor de los Celtas de Gales, Eduardo I fracasó frente a los celtas de Escocia. Allí se había formado una monarquía feudal, de civilización análoga a la civilización anglo-normanda. Toda una provincia escocesa (el Lothian) estaba poblada de ingleses; muchos nobles tenían posesiones a ambos lados de la frontera; nada parecía más fácil que una fusión. Cuando murió el Rey de Escocia no dejando otra heredera que una nieta que vivía en Noruega, Eduardo propuso, muy hábilmente, unirla en matrimonio a su hijo, lo que uniría también ambos reinos. La idea pareció bien acogida por la mayoría de los escoceses y Eduardo envió a Noruega un barco encargado de recoger a la niña. Para distraer a la «hija de Noruega» durante la travesía, el navío fue bien provisto de nueces y jengibre, higos y golosinas, mas la delicada criatura no soportó las inclemencias del viaje. Murió en el mar e inmediatamente los grandes señores se disputaron la corona. Dos de ellos, John Balliol y Robert Bruce (pertenecientes ambos a la familia real y ambos de origen francés), parecían tener iguales títulos. Eduardo, elegido por árbitro, concedió el reino a John Balliol, que fue coronado en Scone. Mas el Rey de Inglaterra, envanecido por esta llamada a su autoridad, exigió al nuevo rey y a los nobles escoceses el reconocimiento de su posición de soberano.
Los escoceses habían creído que tal soberanía no sería sino nominal. Cuando Eduardo anunció que una demanda denegada por un tribunal escocés podría apelar a los tribunales ingleses, John Balliol se alió al Rey de Francia, a su vez adversario de Eduardo de Gascuña, y, enviando al Rey de Inglaterra su desafío, se negó a acudir a una cita de su soberano. «Ese insensato, ¿sería capaz de semejante locura? — dijo Eduardo —, pues si él no viene a mí, nosotros iremos a él.» Y en efecto, entró en Escocia, hizo prisionero a Balliol, arrancó la piedra sagrada de Scone que, según la tradición, había formado parte del pilar por que subieron los ángeles de Jacob, y la hizo incrustar en un asiento que desde entonces sirve de trono para la coronación de los Reyes de Inglaterra.
Eduardo I, vencedor, empezaba siempre por ser misericordioso. Como había hecho en Gales, emprendió la tarea de imponer a Escocia aquellas leyes inglesas que él amaba y admiraba. Se encontró con una imprevista resistencia, no por parte de los nobles barones, sino del pueblo escocés, que se sublevó dirigido por un caballero llamado William Wallace. En vano Eduardo quedó vencedor en Falkirk, en vano hizo ahorcar a sus prisioneros y entre ellos al propio Wallace, en vano asoló tan completamente la región fronteriza que la convirtió en un desierto. Ya los romanos habían tenido que reconocer que en Escocia la victoria no era nunca sino el preludio de la derrota. Las líneas de comunicación eran demasiado largas, el clima duro, el país demasiado pobre. En Froissart pueden entreverse las lamentables cabalgatas del ejército inglés «todo el día entre montañas y desiertos salvajes, sin camino, vía ni sendero, sin encontrar nunca villa, casa ni choza», y en el campo contrario los guerreros escoceses, «tan valerosos, fuertes y osados, tan duros en todos los trabajos y fatigas, sin carros ni máquinas de guerra y tan sobrios que se contentan, por toda provisión, con una mochila llena de avena». En 1305, Eduardo se creyó dueño de todo el país; en 1306, Robert Bruce sublevó de nuevo a Escocia y fue coronado en Scone.
El Rey de Inglaterra era viejo y estaba enfermo, mas en un extraño juramento místico «ante Dios y los cisnes» juró aplastar la rebelión escocesa y, en caso de quedar vencedor, no volver jamás a tomar las armas contra cristianos, ir a Tierra Santa y morir allí. Esta última campaña de Escocia acabó con su vida. Al morir dijo adiós a sus hijos y pidió que su corazón fuese llevado a Tierra Santa por cien caballeros, que su cuerpo no se enterrara antes de la derrota de los escoceses, y que sus huesos fuesen llevados a la batalla, a fin de conducir, muerto o vivo, sus tropas a la victoria. Él mismo redactó la inscripción que deseaba se grabara sobre su tumba: «Eduardus Prirnus Scotorum Malleus hic est. Pactum serva».
Pactum serva… Jamás juramento alguno fue cumplido menos fielmente que el de estos hijos para con su padre. Eduardo II renunció inmediatamente a proseguir la conquista de Escocia, y cuando los acontecimientos le obligaron a reanudarla se dejó derrotar en Bannockgurn (1314). Era un hombre extraño, a la vez vigoroso y afeminado. Se rodeaba de sorprendentes favoritos, mozos de cuadra y jóvenes artesanos. Se aficionó sobre todo a un gascón, Pedro Gaveston, cuyas bromas exasperaban a la Corte tanto como divertían al Rey. Eduardo II no se interesaba lo más mínimo por los asuntos del reino; gustaba únicamente de la música y( los trabajos manuales. Se casó, al fin, pero en seguida abandonó a su mujer por «su amigo Pedro». Conocía hasta tal punto su propia medrosa condición, que hizo preguntar al Papa si sería pecado frotarse el cuerpo con un aceite que proporcionara valor. Por último, la cólera de los barones fue tal, que mataron a Gaveston. El obispo de Hereford pronunció un sermón sobre el texto: «Es en el jefe en quien está el mal»; el obispo de Oxford tomó el texto del Génesis: «Te enemistaré con la mujer y ella aplastará tu cabeza.» Los acontecimientos confirmaron la profecía. La reina, que tenía un amante, Mortimer, se puso a la cabeza de un levantamiento contra su marido, le hizo prisionero y el Parlamento obtuvo de Eduardo II que renunciase a la corona en favor de su hijo, proclamado con el nombre de Eduardo III. En cuanto al rey caído, murió en el más horrible de los suplicios. Sus guardias lo empalaron con un hierro candente (1327). Durante algunos años el poder real fue ejercido por la reina madre y por Mortimer. Mas el joven Eduardo III era hombre muy distinto de su padre; no tardó en rebelarse contra la tiranía de Mortimer, y le hizo encarcelar y condenar a muerte (1330). Después de lo cual se esforzó por ser un rey fuerte como lo había sido su abuelo Eduardo I.
Fuente: Maurois, André: Historia de Inglaterra, Editorial Zurco, Barcelona, 1960, pp. 158-163
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