Ludwig von Mises – Omnipotencia gubernamental
- El estatismo
- La nueva mentalidad
El acontecimiento más importante en la historia de los últimos cien años es la sustitución del liberalismo por el estatismo. El estatismo aparece en dos formas: socialismo e intervencionismo. Ambos tienen en común el fin de subordinar incondicionalmente el individuo al Estado, al aparato social de compulsión y coerción.
También el estatismo, como antes el liberalismo, tuvo su origen en la Europa occidental y sólo más tarde penetró en Alemania. Se ha dicho que las raíces autóctonas alemanas del estatismo podrían encontrarse en la utopía socialista de Fichte y en las enseñanzas sociológicas de Schelling y de Hegel. Sin embargo, las disertaciones de estos filósofos eran tan ajenas a los problemas y fines de la política social y económica, que no pudieron influir directamente en cuestiones políticas. No se ve qué uso podía derivar la política práctica de la afirmación de Hegel: «El Estado es la realización de la idea ética. Es el espíritu ético en cuanto voluntad, manifiesta y revelada a sí misma, que se conoce y piensa a sí misma, y que realiza lo que sabe y en la medida en que lo sabe», o de su afirmación: «El Estado es absolutamente racional en cuanto realización de la voluntad sustancial que posee en la particular conciencia de sí mismo una vez que la conciencia ha alcanzado su universalidad»[23].
El estatismo asigna al Estado la tarea de guiar a sus ciudadanos y de mantenerlos bajo tutela. Se propone restringir la libertad de acción del individuo. Pretende plasmar su destino y reserva toda iniciativa únicamente al gobierno. El estatismo entró en Alemania por Occidente [24]. Sus cimientos los pusieron Saint-Simon, Owen, Fourier, Pesqueur, Sismondi y Auguste Comte. El primer escritor que ofreció una explicación exhaustiva de las nuevas doctrinas fue Lorenz von Stein. La aparición, en 1842, de la primera edición de su obra, Socialismo y comunismo en la Francia actual, fue el acontecimiento más importante del socialismo alemán premarxista. También los elementos de la intervención del gobierno en la vida económica, en la legislación laboral y el sindicalismo[25] llegaron a Alemania desde el oeste. Friedrich List se familiarizó en Estados Unidos con las teorías proteccionistas de Alexander Hamilton.
El liberalismo había enseñado a los intelectuales alemanes a absorber reverentemente las ideas políticas de Occidente; pero los intelectuales alemanes pensaban que el liberalismo estaba ya superado; la intervención gubernamental en la vida económica había sustituido a la anticuada ortodoxia liberal para desembocar luego, inexorablemente, en el socialismo. Quien no quería parecer atrasado tenía que hacerse «social», es decir intervencionista o socialista. Pero las nuevas ideas sólo triunfan al cabo de algún tiempo, y para que estas llegaran a amplias capas de la intelectualidad tuvieron que pasar años. El Sistema nacional de economía política de List se publicó en 1841, pocos meses antes que el libro de Stein. Marx y Engels lanzaron el Manifiesto comunista en 1847. A mediados de los años sesenta el prestigio del liberalismo empezó a disolverse. Muy pronto, en las lecciones universitarias de economía, filosofía, historia y derecho se empezó a ridiculizar el liberalismo. Los científicos sociales rivalizaban en las críticas emotivas del libre cambio y del laissez faire ingleses; los filósofos denigraban la ética de especuladores del utilitarismo, la superficialidad de la Ilustración y el carácter negativo de la noción de libertad; los juristas insistían en lo paradójico de las instituciones democráticas y parlamentarias; y los historiadores trataban de la decadencia moral y política de Francia y de Inglaterra. Por otra parte, a los estudiantes se les enseñaba a admirar el «reino social de los Hohenzollern», desde Federico Guillermo I, el «noble socialista», hasta Guillermo I, el gran káiser de la seguridad social y de la legislación laboral. Los socialdemócratas despreciaban la «plutodemocracia» y la «pseudolibertad» occidentales y ridiculizaban las enseñanzas de la «economía burguesa».
La aburrida pedantería de los profesores y la jactanciosa oratoria de los socialdemócratas no lograron influir en las personas dotadas de sentido crítico. A la elite la conquistaron para el estatismo otros hombres. De Inglaterra penetraron las ideas de Carlyle, Ruskin y los fabianos; de Francia, el solidarismo. Las iglesias de todos los credos se sumaron al coro. Las novelas y las obras de teatro propagaban la nueva doctrina del Estado. Shaw y Wells, Spielhagen, Gerhart Hauptmann y multitud de escritores menos dotados contribuyeron a la popularidad del estatismo.
- El Estado
El Estado es en esencia un aparato de compulsión y coerción. El rasgo característico de sus actividades consiste en compeler al pueblo, mediante la aplicación o la amenaza de la fuerza, a portarse de manera distinta a la que quisiera.
Pero no a todo aparato de compulsión y coerción se llama Estado. Se llama comúnmente así sólo al que puede mantener su existencia, por lo menos durante algún tiempo, mediante su propia fuerza. Una banda de ladrones, que por la relativa debilidad de sus fuerzas no tiene posibilidades de resistirse con éxito, durante un cierto tiempo, contra las fuerzas de otra organización, carece de títulos para llamarse Estado. El Estado la aplastará o la tolerará. En el primer caso, la banda no es un Estado porque su independencia dura sólo poco tiempo; en el segundo, no es un Estado porque no se sostiene por su propia fuerza. Las bandas responsables de los pogrom de la Rusia imperial no eran un Estado, porque si podían matar y saquear, era gracias a la connivencia del gobierno.
Esta restricción de la noción del Estado nos lleva directamente a los conceptos de territorio y de soberanía. El sostenerse por sus propias fuerzas implica que hay en la superficie de la tierra un espacio donde el funcionamiento del aparato no está restringido por la intervención de otra organización; ese espacio es el territorio del Estado. Soberanía (suprema potestas, supremo poder) significa que la organización se tiene sobre sus propias piernas. Un Estado sin territorio es un concepto vacío. Un Estado sin soberanía es una contradicción en los términos.
Llamamos derecho al conjunto de normas mediante las cuales los gobernantes emplean la compulsión y la coerción. Sin embargo, lo característico del Estado no son las normas como tales, sino la aplicación o la amenaza de la violencia. Un Estado cuyos jefes no reconocen más que una norma —la de hacer lo que en el momento les parezca oportuno— es un Estado sin derecho. No importa que los tiranos sean «benévolos» o no.
El término derecho tiene también otro significado. Llamamos derecho internacional al conjunto de convenios concertados expresa o tácitamente por Estados soberanos respecto a sus relaciones mutuas. Sin embargo, para que una organización sea estatal no es esencial que otros Estados reconozcan su existencia mediante la conclusión de tratados. Lo esencial es el hecho de la soberanía en un territorio, no las formalidades.
Las personas que manejan la maquinaria estatal pueden hacerse cargo de otras funciones y actividades y de otros deberes. El gobierno puede ser dueño de escuelas, ferrocarriles, hospitales y asilos de huérfanos, y hacerlos funcionar. Pero esas actividades son sólo incidentales en el concepto de Estado. Cualesquiera que sean las otras funciones que asuma, el Estado se caracteriza siempre por la compulsión y la coerción que ejerce.
Siendo la naturaleza humana lo que es, el Estado es una institución necesaria e indispensable, y, adecuadamente administrado, base de la sociedad, de la cooperación humana y de la civilización. Es el instrumento más beneficioso y más útil que ha encontrado el hombre en sus esfuerzos para promover la felicidad y el bienestar de la humanidad. Pero es únicamente un instrumento, un medio, no un fin. No es Dios. Es simplemente compulsión y coerción, fuerza policial.
Ha sido necesario detenerse en esas disquisiciones porque la mitología y la metafísica del estatismo han conseguido rodearse de misterio. El Estado es una institución humana, no un ser sobrehumano. Quien dice: debería haber una ley sobre este asunto, quiere decir: la fuerza armada del gobierno debería obligar a la gente a hacer lo que no quiere hacer. Quien dice: esta ley debería ser puesta en vigor, quiere decir: la policía debería obligar a la gente a cumplir esta ley. Quien dice: el Estado es Dios, deifica las armas y las cárceles. No hay para la civilización una amenaza más peligrosa que el gobierno de hombres incompetentes, corrompidos o viles. Los peores males que la humanidad ha tenido que soportar le han sido infligidos por malos gobiernos. El Estado puede ser, y ha sido a menudo en el curso de la historia, la principal fuente de desgracias y de desastres.
Al aparato de compulsión y de coerción le hacen funcionar hombres de carne y hueso. Con frecuencia, los gobernantes han superado en competencia y en sentido de justicia a sus contemporáneos y conciudadanos. Pero también hay abundantes pruebas históricas de lo contrario. La tesis estatista de que los miembros del gobierno y sus auxiliares son más inteligentes que el pueblo y saben mejor que el propio individuo lo que le conviene es una completa estupidez. Los führers y los duces no son Dios ni vicarios de Dios.
Los rasgos característicos esenciales del Estado y del gobierno no dependen de su estructura y constitución particular. Se hallan presentes tanto en los gobiernos despóticos como en los democráticos. Tampoco la democracia es divina. Más adelante hablaremos de los beneficios que la sociedad deriva del gobierno democrático, pero, por grandes que sean, no debe olvidarse que las mayorías no están menos expuestas al error y al fracaso que los reyes y los dictadores. El que la mayoría crea que una cosa es verdad, no prueba que lo sea. El que la mayoría crea que una política es oportuna, no prueba que lo sea. Los individuos que forman la mayoría no son dioses, y sus conclusiones de conjunto no son necesariamente divinas.
- Las doctrinas políticas y sociales del liberalismo
Existe una escuela de pensamiento que enseña que la cooperación social entre los hombres podría lograrse sin compulsión o coerción. El anarquismo entiende que se podría establecer un orden social en que todos los hombres reconocieran las ventajas derivadas de la cooperación y estuvieran dispuestos a hacer voluntariamente todo lo que exigiera el sostenimiento de la sociedad y a renunciar voluntariamente a todo lo que la perjudicara. Pero los anarquistas no se fijan en dos cosas. Hay gente de una capacidad mental tan limitada que no puede comprender los beneficios que les reporta la sociedad. Y hay gente de carne tan flaca que no puede resistir la tentación de buscar sus intereses egoístas mediante actos perjudiciales para la sociedad. Una sociedad anarquista estaría a la merced de cada individuo. Concedamos que todo adulto sano está dotado de la facultad de comprender los beneficios de la cooperación social y de obrar en consecuencia. Pero siempre habrá niños, viejos y locos. Podremos estar de acuerdo en que a quien obra antisocialmente hay que considerarlo mentalmente enfermo y necesitado de tratamiento. Pero mientras no estén curados todos y haya niños y viejos, hay que adoptar disposiciones para que no destruyan la sociedad.
El liberalismo difiere radicalmente del anarquismo. No tiene ninguna afinidad con las absurdas ilusiones de los anarquistas. Debemos recalcarlo porque los estatistas tratan a veces de encontrarles semejanzas. El liberalismo no es tan loco como para aspirar a la abolición del Estado. Los liberales reconocen plenamente que sin cierta compulsión y coerción no podrían existir la cooperación social ni la civilización. La tarea del gobierno consiste en proteger el sistema social contra los ataques de quienes planean actos perjudiciales a su mantenimiento y funcionamiento.
La doctrina esencial del liberalismo es que la cooperación social y la división del trabajo no se pueden lograr sino en un sistema de propiedad privada de los medios de producción, es decir en una sociedad de mercado o capitalismo. Los demás principios del liberalismo —democracia, libertad personal del individuo, libertad de palabra y de prensa, tolerancia religiosa, paz entre las naciones— son consecuencias de ese postulado básico. No pueden ser realizados sino dentro de una sociedad basada en la propiedad privada. Desde este punto de vista, el liberalismo asigna al Estado la tarea de proteger la vida, la salud, la libertad y la propiedad de sus ciudadanos contra la agresión violenta o fraudulenta.
El hecho de que el liberalismo defienda la propiedad privada de los medios de producción implica que rechaza la propiedad pública de los mismos, es decir el socialismo. El liberalismo se opone, por tanto, a la socialización de los medios de producción. Es ilógico decir, como dicen muchos estatistas, que el liberalismo es hostil al Estado o que lo odia porque se opone a que se le transfieran los ferrocarriles o las fábricas de tejidos de algodón. El hombre que dice que el ácido sulfúrico no es bueno como loción para las manos no expresa hostilidad al ácido sulfúrico como tal; lo que hace es dar simplemente su opinión sobre las limitaciones de su uso.
Este ensayo no se propone determinar cuál de los dos programas —el del liberalismo o el del socialismo— es más adecuado para la consecución de los fines que persiguen todos los esfuerzos políticos y sociales, es decir, para el logro de la felicidad y del bienestar de la humanidad. Nos limitamos a precisar el papel que han representado el liberalismo y el antiliberalismo —el socialista o el intervencionista— en la evolución que lleva a la instauración del totalitarismo. Podemos, pues, contentamos con bosquejar sumariamente los perfiles del programa social y político del liberalismo y su funcionamiento.
El punto focal del sistema, en un orden económico basado en la propiedad privada de los medios de producción, es el mercado. El funcionamiento del mecanismo del mercado obliga a los capitalistas y empresarios a producir para satisfacer las necesidades del consumidor tan bien y tan barato como lo permitan la cantidad y calidad de los recursos materiales, la mano de obra disponible y los conocimientos técnicos. Si no están a la altura de su tarea, si producen artículos malos o a un coste demasiado elevado, o si no producen los que con más urgencia pide el consumidor, sufren pérdidas, y si no cambian sus métodos para satisfacer mejor las necesidades del consumidor, acabarán por ser desalojados de sus puestos de capitalistas y empresarios y ser sustituidos por otras personas que sepan servir mejor al consumidor. Dentro de una sociedad de mercado, el funcionamiento del mecanismo de precios hace que mande el consumidor, que es quien mediante los precios que paga y el importe de sus compras determina la cantidad y la calidad de la producción y quien determina directamente los precios de los artículos de consumo, e indirectamente, por lo tanto, los precios de todos los factores materiales de la producción y los salarios de toda la mano de obra empleada.
En la sociedad de mercado cada uno sirve a sus conciudadanos y sus conciudadanos le sirven a él. Es un sistema de intercambio mutuo de servicios y artículos, un mutuo dar y recibir. En este permanente mecanismo rotatorio, los empresarios y capitalistas son sirvientes de los consumidores, que son los amos a cuyos caprichos deben aquellos ajustar sus inversiones y métodos de producción. El mercado elige los empresarios y capitalistas y los aparta cuando fracasan. El mercado es una democracia donde cada centavo da un derecho a votar y donde se vota todos los días.
Fuera del mercado están el aparato social de compulsión y coerción y sus timoneles, es decir el gobierno. Al Estado y al gobierno les está encomendada la misión de mantener la paz dentro y fuera. Porque sólo en la paz puede el sistema económico alcanzar su fin, la plena satisfacción de las necesidades humanas.
Pero ¿quién debe dirigir el aparato de compulsión y coerción? En otras palabras, ¿quién debe gobernar? Uno de los principios fundamentales del liberalismo es que el gobierno se basa en la opinión pública, y que por lo tanto no puede subsistir a la larga si los hombres que lo forman y los métodos que aplica no son aceptados por la mayoría de los gobernados. Si la dirección de los asuntos políticos no les parece buena, los ciudadanos acabarán por derrocar al gobierno mediante la violencia y sustituir a los gobernantes por hombres que les parezcan más competentes. Los gobernantes son siempre una minoría. No pueden seguir en el poder si la mayoría se decide a expulsarlos. El último remedio contra un gobierno impopular es la revolución y la guerra civil. En consideración a la paz interior, el liberalismo aspira al gobierno democrático. La democracia no es, pues, una institución revolucionaria. Es, por el contrario, el verdadero medio de impedir revoluciones. La democracia es un sistema que provee al pacífico ajuste del gobierno a la voluntad de la mayoría. Cuando los hombres que están en el poder, y sus métodos, dejan de satisfacer a la mayoría de la nación, esta los eliminará en la primera elección y los sustituirá por otros hombres y otros métodos. La democracia aspira a salvaguardar la paz dentro del país y entre sus ciudadanos.
El fin del liberalismo es la cooperación pacífica de todos los hombres. El liberalismo aspira también a la paz entre las naciones. Cuando en todas partes existe la propiedad de los medios de producción y cuando las leyes, los tribunales y la administración pública tratan de la misma manera a los extranjeros y a los nacionales, no tiene importancia dónde están situadas las fronteras. Nadie puede obtener beneficios de la conquista, y muchos pueden sufrir pérdidas en la guerra. Las guerras dejan de ser negocio; no hay motivos de agresión. La población de cada territorio tiene libertad para determinar a qué Estado quiere pertenecer, o para establecer un Estado propio si lo prefiere. Todas las naciones pueden coexistir pacíficamente porque no hay ninguna a la que le preocupe la extensión de su Estado.
Esto es, claro está, un frío y desapasionado alegato en favor de la paz y de la democracia, producto de una filosofía utilitarista. Tan lejos está de la mística mitología del derecho divino de los reyes como de la metafísica del derecho natural o de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Se funda en consideraciones de utilidad común. La libertad, la democracia, la paz y la propiedad privada son consideradas buenas porque son los mejores medios para promover la felicidad y el bienestar de la humanidad. El liberalismo quiere asegurar al hombre una vida libre de miedos y de necesidades. Eso es todo.
A mediados del siglo XIX los liberales estaban convencidos de hallarse en vísperas de realizar sus planes. Era una ilusión.
- El socialismo
El socialismo aspira a un sistema social basado en la propiedad pública de los medios de producción. En una comunidad socialista el Estado posee y administra todos los recursos materiales. Ello implica que el Estado es el único dador de trabajo y que nadie puede consumir más de lo que el Estado le asigna. La expresión «socialismo de Estado» es redundante; el socialismo es siempre y necesariamente socialismo de Estado. En nuestro tiempo ha adquirido popularidad, como sinónimo de socialismo, la palabra planificación. Hasta 1917 solían emplearse como sinónimos los términos comunismo y socialismo. El documento fundamental del socialismo marxista, que todos los partidos socialistas unidos en las diversas asociaciones obreras internacionales han considerado y siguen considerando como el eterno e invariable evangelio del socialismo, se titula Manifiesto comunista. Desde la instauración del bolchevismo ruso la mayoría de la gente distingue entre comunismo y socialismo. Pero esta diferencia no se refiere sino a la táctica política. Los comunistas y los socialistas de hoy sólo difieren respecto a los métodos que han de aplicarse para conseguir los fines comunes a ambos.
Los socialistas marxistas alemanes llamaron a su partido socialdemócrata. Entendían que el socialismo era compatible con el gobierno democrático; el programa de la democracia sólo podía realizarse plenamente dentro de una comunidad socialista. En la Europa occidental y en los Estados Unidos prevalece todavía esa opinión. A pesar de la experiencia que los acontecimientos, desde 1917, han proporcionado, muchos se aferran tercamente a la creencia de que la verdadera democracia y el verdadero socialismo son idénticos. Rusia, el país clásico de la opresión dictatorial, es considerada democrática porque es socialista.
Sin embargo, el amor de los marxistas a las instituciones democráticas no era más que una estratagema, un subterfugio para engañar a las masas[26]. En una comunidad socialista no hay sitio para la libertad. Donde el gobierno es dueño de todas las imprentas, no puede haber libertad de prensa. Donde el único patrono es el gobierno, que designa a cada uno la tarea que ha de realizar, no puede haber libertad para elegir una profesión o un oficio. Donde el gobierno tiene poder para fijar el lugar en que uno ha de trabajar, no puede haber libertad para radicarse donde uno quiera. Donde el gobierno es dueño de todas las bibliotecas, archivos y laboratorios y tiene derecho a mandar a un hombre a donde no pueda continuar sus investigaciones, no puede haber una verdadera libertad de investigación científica. Donde el gobierno determina quién ha de crear las obras de arte, no puede haber libertad en el arte y en la literatura. Tampoco puede haber libertad de conciencia ni de palabra donde el gobierno tiene poder para trasladar a cualquier adversario a un clima perjudicial para su salud o para imponerle obligaciones que superan sus fuerzas y le destrozan física e intelectualmente. En una comunidad socialista el ciudadano individual no puede tener más libertad que un soldado en un ejército o que un hospiciano en un orfanato.
Pero el Estado socialista —objetan los socialistas— difiere de semejantes organizaciones en una cosa esencial: los habitantes tiene derecho a elegir el gobierno. Olvidan, sin embargo, que en un Estado socialista el derecho de voto se convierte en una farsa. Los ciudadanos no tienen más fuentes de información que las suministradas por el gobierno. La prensa, la radio y las salas de reunión están en manos de la administración. Ningún partido de oposición puede organizarse ni propagar sus ideas. Para descubrir el verdadero significado de las elecciones y de los plebiscitos bajo el socialismo no tenemos más que examinar los ejemplos que nos proporcionan Rusia o Alemania.
La dirección de los asuntos económicos por un gobierno socialista no puede ser fiscalizada por el voto de los cuerpos parlamentarios ni por los ciudadanos. Las empresas económicas y las inversiones están planeadas para largos plazos, requieren muchos años de preparación y realización, sus frutos maduran tarde. Si se promulga en mayo una ley penal, en octubre puede ser derogada sin daño ni perjuicio. Si se nombra un ministro de relaciones exteriores, puede ser destituido unos meses después. Pero una vez iniciadas las inversiones industriales, es necesario persistir en la empresa hasta que esté concluida y mientras la instalación se considere capaz de producir beneficios, lo cual implica necesariamente que el personal contratado por el gobierno no podrá ser fácilmente despedido. Quienes trazaron el plan tienen que ejecutarlo. Después tienen que hacer funcionar las instalaciones construidas para que otros puedan asumir la responsabilidad de una adecuada gestión de las mismas. Quienes dan su aprobación a los famosos planes cuatrienales y quinquenales renuncian virtualmente a su derecho a cambiar el sistema y el personal del gobierno, no sólo durante los cuatro o cinco años, sino durante los años sucesivos en que hay que utilizar las inversiones realizadas. En consecuencia, un gobierno socialista debe seguir en el poder durante un periodo indefinido. No es ya el ejecutante de la voluntad de la nación; si sus actos no gustan al pueblo, no se le puede apartar sin ocasionar un gran perjuicio. Un gobierno socialista tiene poderes irrevocables. Se convierte en una autoridad por encima del pueblo; piensa y obra por la comunidad por derecho propio y no tolera intromisiones en «sus propios asuntos» por parte de extraños [27].
El empresario, en una sociedad capitalista, depende del mercado y del consumidor. Debe obedecer las órdenes que el consumidor le transmite cuando compra o deja de comprar, y el mandato que el consumidor le otorga puede ser revocado en cualquier momento. Todo empresario y todo dueño de medios de producción debe justificar diariamente su función social sometiéndose a las necesidades de los consumidores.
La administración de una economía socialista no tiene necesidad de ajustarse al funcionamiento del mercado. Tiene un monopolio absoluto. No depende de las necesidades de los consumidores. Decide ella misma lo que ha de hacerse. Atiende al consumidor como el padre a sus hijos o el director de una escuela a los alumnos. Es una autoridad que hace favores, no un comerciante deseoso de ganar clientes. El vendedor le agradece al comprador el que sea su cliente y le pide que vuelva. Pero el socialista dice: mostrad agradecimiento a Hitler, dad gracias a Stalin; sed buenos y sumisos, porque el gran hombre será después bueno con vosotros.
El medio fundamental de fiscalizar democráticamente la administración es el presupuesto. Si el parlamento no asigna una partida para ello, no se puede nombrar un funcionario ni comprar un lápiz. El gobierno tiene que dar cuenta de cada centavo gastado. Es ilegal gastar más de lo asignado o gastarlo en fines distintos de los fijados por el parlamento. Todas esas restricciones son inaplicables en la administración de plantas industriales, minas, granjas y sistemas de transporte, pues sus gastos hay que ajustarlos a las variables condiciones del momento. No se puede fijar por anticipado cuánto se ha de gastar en desbrozar tierras o en remover nieve de las vías ferroviarias, cosas que deben ser decididas sobre el terreno y según las circunstancias. La fiscalización del presupuesto por los representantes del pueblo —el arma más efectiva del gobierno democrático— desaparece en un Estado socialista.
El socialismo conduce, pues, necesariamente a la disolución de la democracia. Los rasgos característicos del sistema capitalista son la soberanía del consumidor y la democracia del mercado. Sus corolarios en el campo de la política son la soberanía del pueblo y el control democrático del gobierno. Pareto, Georges Sorel, Lenin, Hitler y Mussolini tenían razón al denunciar que la democracia es un método capitalista. Cada paso que lleva del capitalismo a la planificación es por necesidad un paso que acerca al absolutismo y a la dictadura.
Los defensores del socialismo que son lo bastante sagaces para comprenderlo nos dicen que la libertad y la democracia carecen de valor para las masas. El pueblo, dicen, quiere comida y techo, y para obtener más y mejor pan está dispuesto a renunciar a la libertad y a la autodeterminación sometiéndose a una autoridad paternal competente. A esto los antiguos liberales solían replicar que el socialismo no mejorará el nivel de vida de las masas, sino que, por el contrario, lo empeorará, pues el socialismo es un sistema de producción menos eficiente que el capitalismo. Pero tampoco esta respuesta inducía al silencio a los paladines del socialismo. Concedamos, replicaban muchos de ellos, que el socialismo no traerá la riqueza para todos, sino una menor producción de riqueza; con todo, las masas serán más felices bajo el socialismo, porque compartirán preocupaciones con todos sus conciudadanos y no habrá clases ricas envidiadas por los pobres. Los harapientos obreros que en la Rusia soviética se mueren de hambre son mil veces más felices, nos dicen, que los obreros de Occidente que viven en condiciones que, comparadas con las rusas, son lujosas; la igualdad en la pobreza es un estado más satisfactorio que el bienestar donde hay personas que gozan de más lujo que el término medio.
Estos debates son inútiles, pues no llevan al fondo de la cuestión. Es inútil discutir las supuestas ventajas de la administración socialista. El socialismo completo es simplemente irrealizable. No es un sistema de producción; acaba en la frustración y el caos.
El problema fundamental del socialismo es el cálculo económico. En un sistema de división del trabajo, y por tanto de cooperación social, la producción requiere métodos para el cálculo de los gastos que exigen todas las formas imaginables y posibles de lograr unos fines. En la sociedad capitalista, las unidades del cálculo son los precios de mercado. Pero en un sistema donde el Estado es dueño de todos los factores de producción no hay mercado, y, por lo tanto, faltan los precios de esos factores. El corolario es que a los administradores de una comunidad socialista les resulta imposible calcular. No pueden saber si lo que planean y hacen es razonable o no. No tienen medios de saber cuál de los métodos de producción que están en estudio es el más ventajoso. No disponen de una auténtica base de comparación entre cantidades de diferentes factores materiales de producción y de diferentes servicios; y por lo tanto no pueden comparar los gastos necesarios con la producción prevista. Para realizar tales comparaciones se necesita una unidad común; y no hay más unidad disponible que la que proporciona el sistema de precios del mercado.
Los administradores socialistas no pueden saber si la construcción de una nueva línea ferroviaria es más provechosa que la de una carretera. Y una vez que deciden construir un ferrocarril, no pueden saber cuál de las muchas posibles rutas debería cubrir. En un sistema de propiedad privada se hacen cálculos en dinero para resolver estos problemas. Pero comparando gastos e ingresos en especie no se puede hacer ningún cálculo. Es totalmente imposible reducir a una unidad común las cantidades de varias clases de mano de obra especializada y no especializada, de hierro, de carbón, de materiales de construcción de diferentes tipos, de maquinaria y de todo lo que exige la construcción, el mantenimiento y el funcionamiento de un ferrocarril. Y sin una unidad común es imposible que los planes se ajusten a cálculos económicos.
La planificación requiere que todos los artículos y servicios que hay que tener en cuenta puedan ser reducidos a dinero. El administrador de una comunidad socialista se vería en la situación del capitán de barco que tuviera que cruzar el océano con las estrellas ocultas por la niebla y sin la ayuda de una brújula o de material de orientación náutica. El socialismo como modo universal de producción es irrealizable porque en un sistema socialista es imposible el cálculo económico. La elección que se le presenta a la humanidad no es entre dos sistemas económicos. Es entre el capitalismo y el caos.
- El socialismo en Rusia y en Alemania
Las tentativas de los bolcheviques rusos y de los nazis alemanes para transformar el socialismo de programa en realidad no han tenido que afrontar el problema del cálculo económico bajo el socialismo. Estos dos sistemas socialistas funcionan en un mundo que en su mayor parte sigue todavía basado en una economía de mercado. Sus dirigentes basan en los precios vigentes en el exterior los cálculos para adoptar sus decisiones. Sin la ayuda de esos precios, sus actos carecerían de sentido y de plan. Si pueden calcular, llevar cuentas y preparar planes es únicamente porque cuentan con la referencia a ese sistema de precios.
Teniendo esto en cuenta, podemos estar de acuerdo con algunos escritores y políticos socialistas que dicen que el socialismo en un solo país o en unos pocos países no es todavía el verdadero socialismo. Claro está que esos hombres dan un sentido muy distinto a su afirmación, pues lo que quieren decir es que el pleno bienestar del socialismo sólo se puede cosechar en una comunidad socialista mundial. Nosotros, por el contrario, tenemos que reconocer que el socialismo dará por resultado un completo caos precisamente si se aplica en la mayor parte del mundo.
Los sistemas socialistas alemán y ruso tienen en común que el gobierno ejerce el control total de los medios de producción. Decide lo que se ha de producir y cómo. Asigna a cada individuo una participación en los bienes de consumo. A dichos sistemas no habría que llamarlos socialistas si fuera de otra manera.
Pero hay una diferencia entre ambos sistemas, aunque esta no se refiera a las características esenciales del socialismo.
El modelo ruso de socialismo es puramente burocrático. Todas las empresas económicas son departamentos gubernamentales, como la administración del ejército o el servicio de correos. Todas las plantas industriales, empresas o granjas tienen con la organización central superior la misma relación que una oficina de correos con la dirección general.
El modelo alemán difiere del ruso en que, exterior y nominalmente, conserva la propiedad privada de los medios de producción y las apariencias de precios ordinarios, salarios y mercados. Pero ya no existen empresarios; no hay más que gerentes de empresa (Betriebsführers), que son quienes hacen las compras y las ventas, pagan a los obreros, contraen deudas y pagan intereses y amortizaciones. No existe el mercado de trabajo: los sueldos y salarios los fija el gobierno. El gobierno dice a los gerentes de empresa qué y cómo producir, a qué precios, y a quién comprar, a qué precios, y a quién vender. El gobierno decreta a quién y en qué condiciones deben los capitalistas confiar sus fondos y dónde y por qué salario deben trabajar los trabajadores. Los precios, salarios y tipos de interés los fija la autoridad central. No son precios, salarios y tipos de interés más que en apariencia; en realidad son meras determinaciones de relaciones cuantitativas en las órdenes del gobierno. Es el gobierno, no el consumidor, quien dirige la producción. Se trata de un socialismo bajo la apariencia exterior del capitalismo. Se conservan algunas etiquetas de la economía de mercado, pero significan algo completamente distinto de lo que significan en la auténtica economía de mercado.
La ejecución del modelo en cada uno de estos países no es tan rígida como para no hacer algunas concesiones al del otro. También en Alemania hay plantas industriales y empresas administradas directamente por funcionarios gubernamentales; existe especialmente el sistema ferroviario nacional; hay minas de carbón del gobierno y líneas telegráficas y telefónicas nacionales. La mayor parte de estas instituciones son restos de la nacionalización efectuada por gobiernos bajo el régimen del militarismo alemán. En Rusia, por otra parte, quedan algunas empresas y granjas aparentemente independientes. Pero estas excepciones no alteran las características generales de los dos sistemas.
No es casual que Rusia haya adoptado el modelo burocrático y Alemania el modelo Zwangswirtschaft. Rusia es el país más extenso del mundo y está poco poblado. Contiene dentro de sus fronteras los recursos más abundantes. La naturaleza le ha dotado mejor que a ningún otro país. Sin gran daño para el bienestar de su población, puede renunciar al comercio exterior y vivir en la autosuficiencia económica. Si no fuera por los obstáculos que puso el zarismo a la producción capitalista, y por las posteriores limitaciones del sistema bolchevique, hace tiempo que los rusos, aun sin comercio exterior, habrían disfrutado del nivel de vida más elevado del mundo. En un país así no es imposible la aplicación del sistema burocrático de producción, con tal de que la administración se halle en situación de usar en el cálculo económico los precios fijados en los mercados de países capitalistas extranjeros y de aplicar las técnicas desarrolladas por las empresas del capitalismo extranjero. En estas circunstancias el resultado del socialismo no es el caos completo, sino únicamente la extremada pobreza. Hace pocos años muchos millones de personas se morían literalmente de hambre en Ucrania, la región más fértil de Europa.
En un país predominantemente industrial las condiciones son distintas. El rasgo característico de un país así es que la población debe vivir en gran medida de alimentos y de primeras materias importadas. Las importaciones debe pagarlas con la exportación de artículos manufacturados que produce principalmente con primeras materias importadas [28].
Su fuerza vital reside en sus fábricas y en su comercio exterior. Poner en peligro la eficiencia de su producción industrial equivale a poner en peligro las bases de su subsistencia. Si sus instalaciones industriales producen peor o a costes superiores no puede competir en el mercado mundial, donde tiene que desplazar a artículos de origen extranjero. Si las exportaciones disminuyen, disminuyen correlativamente las importaciones de alimentos y de otros artículos; la nación pierde su principal fuente de sostenimiento.
Ahora bien, Alemania es un país predominantemente industrial. En los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, cuando sus empresarios aumentaron firmemente sus exportaciones, le fue muy bien. No había en Europa otro país donde el nivel de vida de las masas subiera tan rápidamente como en la Alemania imperial. Para el socialismo alemán era imposible imitar el modelo ruso. El simple intento habría destruido inmediatamente el aparato del comercio de exportación alemán. Habría hundido súbitamente en la miseria a una nación mimada por los triunfos del capitalismo. Los burócratas no pueden competir en los mercados extranjeros; no florecen sino donde están protegidos por el Estado con su compulsión y coerción. Los socialistas alemanes se vieron, pues, forzados a recurrir a los métodos que ellos llamaron socialismo alemán, que son ciertamente mucho menos eficientes que la iniciativa privada, pero mucho más que el sistema burocrático de los soviéticos.
El sistema alemán tiene otra ventaja. Los capitalistas alemanes y los Betriebsführers, antiguos empresarios, no creen que el régimen nazi sea eterno. Están, por el contrario, convencidos de que el dominio de Hitler acabará un día y que entonces volverán a poseer las plantas industriales que en los días anteriores al nazismo eran de su propiedad. Recuerdan que también el programa de Hindenburg los desposeyó virtualmente en la Primera Guerra Mundial, y que con la caída del gobierno imperial fueron de hecho restablecidos. Y como creen que esto volverá a suceder, ponen mucho cuidado en el funcionamiento de las plantas industriales cuyos dueños y gerentes nominales son, y hacen todo lo posible para evitar el despilfarro y conservar el capital invertido. Si el socialismo alemán ha conseguido una adecuada producción de armamento, aviones y buques es gracias a los egoístas intereses de los Betriebsführer.
El socialismo sería totalmente irrealizable si se estableciera como sistema mundial de producción, privándose así de la posibilidad de hacer cálculos económicos. Limitado a uno o a unos pocos países en medio de una economía mundial capitalista, no pasa de ser un sistema ineficiente. Y de los modelos de realización, el alemán es menos ineficiente que el ruso.
- El intervencionismo
Todas las civilizaciones se han basado hasta ahora en la propiedad privada de los medios de producción. En el pasado, la civilización y la propiedad han sido inseparables. Si la historia nos pudiera enseñar algo, nos enseñaría que la propiedad privada está inseparablemente ligada a la civilización.
Los gobiernos han mirado siempre con recelo la propiedad privada. Los gobiernos nunca son liberales por inclinación. Es humano que los hombres que manejan el aparato de compulsión y coerción exageren su poder de funcionamiento y aspiren a someter todas las esferas de la vida humana a su inmediata influencia. El estatismo es la enfermedad profesional de los gobernantes, los guerreros y los burócratas. Los gobiernos no se hacen liberales sino cuando a ello les fuerzan los ciudadanos.
Desde tiempo inmemorial, los gobiernos han sentido deseos de intervenir en el funcionamiento del mecanismo del mercado. Pero sus esfuerzos no han logrado nunca los fines perseguidos. La gente solía atribuir los fracasos a la ineficacia de las medidas adoptadas y a la debilidad en su aplicación. Se creía que lo que se precisaba era mayor energía, mayor brutalidad; el éxito sería seguro entonces. Hasta el siglo XVIII no empezaron los hombres a pensar que el intervencionismo está condenado necesariamente al fracaso. Los economistas clásicos demostraron que cada constelación del mercado tiene su correspondiente estructura de precios. Los precios, los salarios y los tipos de interés son resultado del juego de la oferta y de la demanda. En el mercado operan fuerzas que tienden a restaurar ese estado natural si se le perturba. Los decretos del gobierno, en vez de lograr los particulares fines que persiguen, tienden únicamente a perturbar el funcionamiento del mercado y a poner en peligro la satisfacción de los consumidores.
En desafío a la ciencia económica, la doctrina del moderno intervencionismo, doctrina muy popular, afirma que hay un sistema de cooperación económica, realizable como forma permanente de organización económica, que no es ni el capitalismo ni el socialismo. Este tercer sistema está concebido como un orden basado en la propiedad privada de los medios de producción, pero en el cual, sin embargo, interviene el gobierno, mediante órdenes y prohibiciones, en el ejercicio de los derechos de propiedad. Se afirma que el sistema de intervencionismo está tan lejos del socialismo como del capitalismo; que ofrece una tercera solución al problema de la organización social; que está a mitad de camino entre el socialismo y el capitalismo; y que, conservando las ventajas de ambos, evita las desventajas inherentes a cada uno de ellos. Esas son las pretensiones del intervencionismo tal como lo propugnan la antigua escuela alemana del estatismo, los institucionalistas norteamericanos y muchos grupos de otros países. El intervencionismo lo practican —fuera de los grandes países socialistas como Rusia y la Alemania nazi— todos los gobiernos actuales. Los ejemplos más notables de política intervencionista son la Sozialpolitik de la Alemania imperial y el New Deal de los Estados Unidos de hoy.
Los marxistas no defienden el intervencionismo. Reconocen que tienen razón los economistas cuando hablan de la inutilidad de las medidas intervencionistas. Si bien algunas doctrinas marxistas han recomendado el intervencionismo, lo han hecho porque consideraban que es un buen instrumento para paralizar y destruir la economía capitalista y de este modo acelerar el advenimiento del socialismo. Pero los marxistas ortodoxos consecuentes desprecian el intervencionismo porque lo consideran un vano reformismo perjudicial a los intereses del proletariado. No esperan realizar la utopía socialista dificultando la evolución del capitalismo; creen, por el contrario, que sólo el pleno desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo puede dar como resultado el socialismo. Los marxistas consecuentes se abstienen de interferir lo más mínimo en lo que consideran la evolución natural del capitalismo. Pero la coherencia es una cualidad muy rara entre los marxistas, por lo que la mayoría de los partidos marxistas y de los sindicatos dirigidos por marxistas defienden con entusiasmo el intervencionismo.
No es posible mezclar principios capitalistas y socialistas. El que en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción haya algunos medios que sean de propiedad pública y sean dirigidos como tales, no quiere decir que se trata de un sistema que combina el capitalismo y el socialismo. Las empresas de propiedad del Estado o de los municipios y que funcionan bajo su dirección no alteran los rasgos característicos de la economía de mercado. Están sujetas a las leyes que determinan la producción en función de las necesidades de los consumidores. Deben aspirar a ganar, o por lo menos a no perder. Cuando el gobierno trata de eliminar o de mitigar esa dependencia cubriendo las pérdidas de sus empresas con fondos públicos, el único resultado es que la dependencia se desplaza a otro campo. Los medios para cubrir las pérdidas hay que obtenerlos mediante impuestos. Pero esos impuestos repercuten en el mercado. Lo que decide en quién recaen los impuestos y cómo afectan a la producción y al consumo es el funcionamiento del mecanismo del mercado, no la recaudación de impuestos por parte del gobierno. Es el mercado, y no el gobierno, quien determina el funcionamiento de las empresas públicas.
Tampoco hay que confundir el intervencionismo con el modelo alemán de socialismo. El rasgo esencial del intervencionismo es que no aspira a la total abolición del mercado; no quiere reducir la propiedad privada a un simulacro ni a los empresarios a la condición de meros gerentes de empresas. El gobierno intervencionista no quiere prescindir de las empresas privadas; lo único que quiere es regular su funcionamiento mediante aisladas medidas de intervención. Dichas medidas no están pensadas como partes de un sistema general de órdenes y prohibiciones destinadas a controlar todo el aparato de producción y distribución; no aspiran a sustituir la propiedad privada y la economía de mercado por una planificación socialista.
Para comprender el significado y el efecto del intervencionismo basta estudiar el funcionamiento de los dos tipos más importantes de intervención: la intervención mediante la restricción y la intervención mediante el control de precios.
La intervención mediante la restricción pretende desviar la producción de los canales fijados por el mercado y los consumidores. El gobierno prohíbe la fabricación de ciertos productos, o la aplicación de ciertos métodos de producción, o hace que esos métodos sean más difíciles mediante la aplicación de impuestos o de multas. De esta manera elimina algunos de los medios disponibles para la satisfacción de las necesidades humanas. Los ejemplos más conocidos son los aranceles y otras trabas aduaneras. Es evidente que, en vez de enriquecer al pueblo en general, esas medidas lo empobrecen. Impiden que los hombres apliquen con toda la eficiencia de que son capaces sus conocimientos y su habilidad, sus recursos de mano de obra y materiales. En el mercado sin trabas operan fuerzas que tienden a utilizar todos los medios de producción de manera que proporcionen la mayor satisfacción de las necesidades humanas. La intervención del gobierno trae consigo un empleo distinto de los recursos y por tanto obstruye la oferta.
No es necesario preguntarnos aquí si algunas medidas restrictivas pueden o no justificarse, a pesar de la disminución de la oferta que ocasionan, con ventajas en otros campos. No es preciso analizar aquí el problema de si la desventaja de elevar el precio del pan mediante un impuesto a la importación de trigo queda compensada por el aumento de beneficios de los campesinos nacionales. Para nuestro propósito basta con comprender que las medidas restrictivas no pueden ser consideradas como medidas que aumenten la riqueza y el bienestar, sino que, más bien, representan gastos. Son, como los subsidios que el gobierno abona con caigo a los impuestos que impone a los ciudadanos, no medidas de política de producción, sino medidas de política de gasto. No son parte de un sistema que crea riqueza, sino un método para consumirla.
El control de precios se propone fijar precios, salarios y tipos de interés distintos de los establecidos por el mercado. Consideremos primero el caso de los precios máximos, donde el gobierno trata de fijar precios más bajos que los del mercado.
Los precios establecidos en un mercado sin trabas responden a un equilibrio entre la demanda y la oferta. Todo el que está dispuesto a pagar el precio del mercado puede comprar cuanto desee. Todo el que está dispuesto a vender al precio de mercado puede vender cuanto desee. Si el gobierno, sin un correspondiente incremento de la cantidad de bienes disponibles para la venta, decreta que las compras y las ventas deben efectuarse a un precio más bajo, haciendo así que sea ilegal pedir o abonar el precio potencial de mercado, el equilibrio no puede mantenerse. Al no alterarse la oferta, hay en el mercado más compradores en potencia: quienes no podían pagar el elevado precio de mercado pero están dispuestos a comprar al precio oficial más bajo. Hay también compradores en potencia que no pueden comprar, aunque están dispuestos a pagar el precio fijado por el gobierno e incluso otro más alto. El precio no es ya el medio de separar a los compradores en potencia que pueden comprar de los que no pueden. Entra en funcionamiento un nuevo principio de selección. Los primeros que llegan pueden comprar; otros llegan tarde. El resultado de esta situación es el espectáculo de las amas de casa y de los niños que hacen cola en las tiendas, espectáculo familiar para todo el que ha visitado Europa en estos tiempos de control de precios. Si el gobierno no quiere que sólo los primeros en llegar (o los amigos del comerciante) puedan comprar, mientras otros tienen que volverse a casa con las manos vacías, se ve en la necesidad de regular la distribución de las cantidades disponibles. Tiene que introducir algún tipo de racionamiento.
Pero los precios tope no sólo no consiguen elevar la oferta, sino que la reducen. Así, no logran los fines perseguidos por las autoridades. Producen, en cambio, una situación que, desde el punto de vista del gobierno y de la opinión pública, es aún menos deseable que la situación anterior que intentaban modificar. Si el gobierno quiere conseguir que los pobres den más leche a sus niños, tiene que comprarla al precio de mercado y venderla a menor precio, con pérdida, a los padres. La pérdida puede ser cubierta mediante impuestos. Pero si el gobierno fija simplemente el precio de la leche por debajo del mercado, el resultado será opuesto al que desea. Los productores marginales, los que producen a más alto coste, para evitar las pérdidas, dejarán el negocio de producir y vender leche. Usarán sus vacas y sus conocimientos para otros fines más productivos. Producirán, por ejemplo, queso, mantequilla o carne. Para los consumidores habrá menos leche disponible, no más. El gobierno se verá entonces en la necesidad de elegir entre dos alternativas: o abstenerse de intentar controlar el precio de la leche, anulando su reglamentación, o dictar una medida más. En este último caso deberá fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de leche a una altura tal que los productores marginales no sufran pérdidas y se abstengan de restringir la producción. Pero entonces se repite el problema en otro plano. La oferta de los factores de producción necesarios para la producción de leche disminuye, y el gobierno se encuentra en el punto de partida y frente al fracaso por su intervención. Si insiste tercamente en seguir con sus planes, tiene que ir más adelante. Tiene que fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de aquellos factores de producción que se necesitan para la producción de leche. Así, el gobierno se ve obligado a ir más y más adelante, fijando los precios de todos los bienes de consumo y de todos los factores de producción —tanto humanos (es decir, de la mano de obra) como materiales— y a obligar a los empresarios y a los trabajadores a seguir trabajando a aquellos precios y salarios. Ningún sector de la industria puede quedar al margen de esta global fijación de precios y salarios ni de esta orden general de producir las cantidades que el gobierno quiere que se produzcan. Si se dejara en libertad a algunas de ellas, el resultado sería un desplazamiento de capital y de mano de obra hacia las mismas y la correspondiente reducción de la oferta de bienes cuyos precios ha fijado el gobierno. Pero estos son precisamente los bienes que el gobierno considera especialmente importantes para satisfacer las necesidades de las masas [29].
Cuando se llega a ese control global de la vida económica, la economía de mercado ha sido sustituida por el modelo alemán de planificación socialista. La comisión gubernamental para la dirección de la producción tiene ahora el control exclusivo de todas las actividades económicas y decide cómo deben emplearse los medios de producción, hombres y recursos materiales.
Las medidas aisladas de fijación de precios no logran los fines perseguidos. Producen, en realidad, efectos contrarios a los que busca el gobierno. Si para eliminar estas inexorables y desagradables consecuencias insiste el gobierno en su conducta, acaba por transformar en socialismo el sistema de capitalismo y de libre iniciativa.
A muchos defensores norteamericanos e ingleses del control de precios les fascinan los supuestos éxitos del control de precios de los nazis. Creen que la experiencia alemana ha demostrado que se puede realizar dicho control dentro del marco de un sistema de economía de mercado. Creen que para triunfar basta con ser tan enérgico, tan impetuoso y tan brutal como los nazis. Pero quienes quieren luchar contra el nazismo adoptando los métodos nazis no ven que lo que los nazis han logrado ha sido la edificación de un sistema socialista, no la reforma de las condiciones dentro de un sistema de economía de mercado.
Entre la economía de mercado y el socialismo no existe un tercer sistema. La humanidad debe elegir entre estos dos sistema, a no ser que se considere que el caos es una alternativa [30].
Lo mismo sucede cuando el gobierno recurre a la fijación de los precios mínimos. Prácticamente, el ejemplo más importante de fijación de precios a un nivel más alto que el establecido en el mercado libre es el de los salarios mínimos. En algunos países los tipos de salario mínimo los decreta directamente el gobierno. Los gobiernos de otros países no intervienen sino indirectamente en los salarios. Dejan manos libres a los sindicatos permitiendo el uso de la compulsión y de la coerción por parte de ellos contra patronos y empleados recalcitrantes. Si no fuera así, las huelgas no lograrían nunca los fines que los sindicatos persiguen. Si el patrono estuviera en libertad de sustituir a los huelguistas, las huelgas no conseguirían forzarles a aumentar los salarios. La esencia de la política sindical actual es la aplicación o amenaza de violencia bajo la benévola protección del gobierno. Los sindicatos representan, pues, una parte vital del aparato estatal de compulsión y coerción. Su fijación de tipos de salarios mínimos equivale a una intervención del gobierno para establecerlos.
Los sindicatos obreros consiguen forzar a los empresarios a aumentar los salarios. Pero el resultado de sus esfuerzos no es el que el pueblo suele suponer. La artificial elevación de salarios ocasiona el paro permanente de una parte considerable de la mano de obra potencial. Con la elevación de salarios no resulta ya beneficioso el empleo marginal de la mano de obra. Los empresarios se ven obligados a restringir la producción, y la demanda de mano de obra se reduce. Rara vez se preocupan los sindicatos del inevitable resultado de sus actividades; no les importa lo que les pueda suceder a quienes no son miembros de su asociación. Pero es distinto para el gobierno, que aspira al aumento del bienestar de todo el pueblo y quiere beneficiar no sólo a los miembros del sindicato sino a todos los que han perdido su empleo. El gobierno quiere que aumenten los ingresos de todos los obreros; el hecho de que muchos de ellos no puedan encontrar trabajo es contrario a sus intenciones.
Estos lamentables efectos de los salarios mínimos se han hecho cada vez más perceptibles a medida que se han ido afirmando los sindicatos. Mientras sólo una parte de la mano de obra, en su mayoría obreros especializados, estaba organizada en sindicatos, el aumento salarial obtenido por los sindicatos no condujo al paro, sino a un aumento de oferta de mano de obra en aquellos sectores industriales en los que no había sindicatos eficientes o no había sindicatos en absoluto. Los trabajadores que perdían su empleo como consecuencia de la política sindical pasaban al mercado de los sectores libres, provocando en ellos el correspondiente descenso de los salarios. El corolario de la subida de salarios para los obreros organizados equivalía a un descenso de salarios para los obreros no organizados. Pero las condiciones cambiaron con la difusión del sindicalismo. Ahora, a los trabajadores que pierden el empleo en un sector de la industria les resulta más difícil emplearse en otros. Se les sacrifica.
Hay desempleo incluso cuando no existe intervención del gobierno o de los sindicatos. Pero en un mercado laboral libre prevalece la tendencia a hacer que el paro desaparezca. El hecho de que los desocupados busquen trabajo deberá llevar a la fijación de tipos salariales a un nivel que permita a los empresarios contratar a todos aquellos que quieren trabajar y ganar un salario. Pero si los salarios mínimos impiden un ajuste de los tipos salariales a las condiciones de la oferta y la demanda, el paro tiende a convertirse en un fenómeno de masas permanente. Hay sólo un medio de hacer que los tipos salariales de mercado suban para todos los que desean trabajar: aumentar el volumen de los capitales disponibles que permita mejorar los métodos técnicos de producción, aumentando de este modo la productividad marginal de la mano de obra. Es triste que una gran guerra, al destruir parte del stock de bienes de capital, traiga como resultado una reducción temporal de los tipos salariales, cuando se supera la escasez de mano de obra producida por el alistamiento de millones de hombres. Y precisamente porque son conscientes de esta lamentable consecuencia, los liberales dicen que la guerra es un desastre no sólo político sino también económico.
El gasto público no es un medio adecuado para acabar con el paro. Si el gobierno financia sus gastos mediante impuestos o mediante empréstitos, restringe la capacidad de inversión y de gasto del ciudadano particular en la misma medida en que aumenta su propia capacidad de gasto. Si el gobierno financia sus gastos mediante la inflación (emisión de papel moneda adicional o petición de préstamos a bancos comerciales) provoca una subida general de precios. Si entonces los tipos salariales nominales no suben o no tanto como los precios de los bienes de consumo, es posible que desaparezca el paro. Pero desaparece precisamente porque los tipos salariales reales se han reducido.
El progreso tecnológico aumenta la productividad del trabajo humano. Con la misma cantidad de capital y de mano de obra se puede producir hoy más que antes. Se puede disponer de un excedente de capital y de mano de obra para la expansión de las industrias existentes o para la creación de otras nuevas. Puede tener lugar un «paro tecnológico» como fenómeno transitorio. Pero el parado puede encontrar pronto nuevo empleo bien en las nuevas industrias o en las existentes en vías de expansión. Hoy están empleados millones de obreros en industrias creadas en las últimas décadas. Y los principales compradores de los productos de las nuevas industrias son los propios asalariados.
Sólo hay un remedio para el paro duradero de grandes masas: el abandono de la política de subida de salarios por decreto gubernamental o mediante la violencia o la amenaza de violencia.
Quienes propugnan el intervencionismo porque quieren sabotear el capitalismo y llegar de este modo al socialismo son por lo menos consecuentes. Saben qué es lo que quieren. Pero quienes no quieren sustituir la propiedad privada por la Zwangswirtschaft (economía de mando) alemana o por el bolchevismo ruso se equivocan lamentablemente cuando defienden el control de los precios y la coacción sindical.
Los defensores más cautelosos y sutiles del intervencionismo son lo bastante sagaces para comprender que la intervención gubernamental en la vida económica fracasa a la larga en lograr los fines perseguidos. Pero lo que se precisa, afirman, es una actuación inmediata, una política a corto plazo. El intervencionismo es bueno porque sus efectos inmediatos son beneficiosos, aunque sus consecuencias remotas puedan ser desastrosas. No hay que pensar en el mañana; lo único que cuenta es el presente. Respecto a esta actitud debemos subrayar dos puntos: 1) hoy, después de años y décadas de políticas intervencionistas, nos encontramos ya frente a las consecuencias a largo plazo del intervencionismo; 2) la intervención en los salarios está destinada a fracasar aun a breve plazo si no va acompañada de las correspondientes medidas proteccionistas.
- Estatismo y proteccionismo
El estatismo —ya sea intervencionismo o socialismo— es una política nacional. Lo han adoptado los gobiernos nacionales de varios países, que se preocupan de todo cuanto consideran que favorece los intereses de su país. No les preocupa la suerte ni la felicidad de los extranjeros. No se preocupan del destino o de la felicidad de los extranjeros.
Hemos visto ya que la política estatista perjudica al bienestar de toda la nación e incluso de los grupos o clases a quienes se propone beneficiar. Para el propósito de este libro es aún más importante recalcar que no hay ningún sistema nacional estatista que pueda funcionar en un mundo de libre cambio. El estatismo y el libre cambio son incompatibles en las relaciones internacionales, no sólo a la larga, sino también a corto plazo. El estatismo debe ir acompañado de medidas que limitan las conexiones del mercado interior con los mercados exteriores. El proteccionismo moderno, con su tendencia a hacer que cada país se baste a sí mismo en lo posible, está inseparablemente ligado al intervencionismo y a su inherente tendencia a convertirse en socialismo. El inevitable resultado del estatismo es el nacionalismo económico.
Varias doctrinas y consideraciones indujeron en el pasado a los gobiernos a embarcarse en la política proteccionista. La economía ha demostrado que todos los argumentos eran falaces. Nadie que posea algún conocimiento de la teoría económica se atreve hoy a defender esos errores hace ya tiempo desenmascarados. Todavía desempeñan un papel importante en las discusiones populares y son el tema predilecto de las fulminaciones demagógicas, pero no tienen nada que ver con el proteccionismo de hoy. El proteccionismo actual es un corolario necesario de la política interior de intervención estatal en la vida económica. El intervencionismo engendra el nacionalismo económico y de este modo provoca los antagonismos que desembocan en la guerra. No es posible el abandono del nacionalismo económico si las naciones se aferran a la intervención en la vida económica. El libre cambio en las relaciones internacionales requiere el libre cambio interior. Todo esto es fundamental para comprender las relaciones internacionales contemporáneas.
Es evidente que todas las medidas intervencionistas aspiran a elevar los precios internos en beneficio de los productores nacionales, y que todas las medidas cuyo efecto inmediato es la subida de los costes de producción internos se frustrarían si a los productos extranjeros no se les excluyera en bloque de la competencia en el mercado nacional o no fuera penalizada su importación. Cuando, en igualdad de condiciones, la legislación laboral consigue reducir las horas de trabajo o imponer otras cargas en beneficio de los asalariados, el efecto inmediato es la subida de los costes de producción. Los productores extranjeros pueden competir en condiciones más favorables que antes, tanto en el mercado interior como en el exterior.
El reconocimiento de este hecho ha impulsado, desde hace tiempo, la idea de igualar la legislación laboral en los diferentes países. Estos planes tomaron una forma más definida tras la conferencia internacional convocada por el gobierno alemán en 1890, y llevaron por fin, en 1929, a la creación de la Oficina Internacional del Trabajo en Ginebra. Los resultados obtenidos fueron poco alentadores. La única manera eficaz de igualar las condiciones de trabajo en todo el mundo sería la libertad de migración. Pero contra eso precisamente luchan, con todos los medios a su disposición, los obreros sindicados de los países mejor dotados de recursos económicos y relativamente menos poblados.
Los trabajadores de los países en que las condiciones naturales de producción son más favorables y la población es relativamente reducida gozan de las ventajas de una productividad marginal del trabajo más elevada. Perciben salarios más altos, su nivel de vida es más elevado y desean proteger su ventajosa situación prohibiendo o restringiendo la inmigración [31]. Por otra parte, denuncian como desleal la competencia de artículos producidos en el extranjero mediante una mano de obra peor remunerada y piden la protección contra la importación de esos artículos.
Los países relativamente superpoblados, es decir en los que la productividad marginal del trabajo es inferior a la de otros países, sólo tienen una manera de competir con países más favorecidos: tener salarios más bajos y un nivel de vida más bajo. Los tipos de salario son más bajos en Hungría y en Polonia que en Suecia o en Canadá, porque aquellos países son más pobres en recursos naturales y cuentan relativamente con más población, cosas que no se pueden resolver por convenios internacionales ni mediante la intervención de una oficina internacional del trabajo. El nivel medio de vida es más bajo en Japón que en Estados Unidos, porque la misma cantidad de trabajo produce en Japón menos que en Estados Unidos.
En tales condiciones, el fin perseguido por los convenios internacionales respecto a la legislación laboral y a la política de los sindicatos no puede ser igualar los salarios, las horas de trabajo, ni otras medidas «favorables a los trabajadores». El único fin sólo puede ser coordinar esos elementos de manera que no se produzca ningún cambio en las condiciones de la competencia vigentes internacionalmente. Si, por ejemplo, las leyes norteamericanas o la política sindical dieran lugar a una subida del 5 por ciento en los costes de producción, sería necesario averiguar en qué medida este aumento repercute en los costes de producción en los diversos sectores industriales en que Estados Unidos y Japón compiten o podrían competir si variara la relación de los costes de producción. Después sería necesario investigar qué clase de medidas podrían gravar la producción japonesa en una medida tal que no se produjera ningún cambio en la capacidad competitiva de ambos países. Es evidente que esos cálculos serían muy complicados. Los técnicos discreparían tanto sobre los métodos que deberían aplicarse como sobre los resultados probables. Pero, aunque no fuera ese el caso, no se podría llegar a un acuerdo. Porque la adopción de semejantes medidas de compensación sería perjudicial a los intereses de los obreros japoneses, a quienes les traería más cuenta aumentar su exportación con desventaja para la exportación norteamericana; aumentaría así su demanda de mano de obra y las condiciones de los trabajadores japoneses mejoraría efectivamente. Guiado por esta idea, Japón estaría dispuesto a minimizar el aumento en los costes de producción resultante de las medidas norteamericanas y se resistiría a adoptar medidas compensatorias. Es ilusorio esperar que los acuerdos internacionales sobre políticas socioeconómicas puedan sustituir al intervencionismo.
Debemos comprender que prácticamente toda nueva medida favorable a los trabajadores impuesta a los empresarios origina un aumento de los costes de producción y, por lo tanto, un cambio en las condiciones de la competencia. Si no fuera por el proteccionismo, esas medidas dejarían inmediatamente de alcanzar los fines perseguidos. No darían otro resultado que la restricción del mercado interior y, en consecuencia, un aumento del paro. Los parados sólo podrían encontrar trabajo con un salario más reducido, y si no se mostraran dispuestos a aceptar esa solución seguirían parados. Hasta la gente de espíritu más estrecho comprendería que las leyes económicas son inexorables, y que la intervención gubernamental en la vida económica no puede alcanzar sus objetivos, sino que más bien conduce necesariamente a una situación que —desde el punto de vista del gobierno y de quienes defienden su política— es aún menos deseable que las condiciones que se deseaba cambiar.
El proteccionismo no puede eliminar las inevitables consecuencias del intervencionismo. Sólo en apariencia puede mejorar las condiciones; sólo puede ocultar la verdadera situación. El fin que persigue es elevar los precios internos. Los precios más altos proporcionan una compensación de la subida de los costes de producción. El trabajador no sufre una reducción de su jornal, pero tiene que pagar más por las cosas que quiere comprar. En lo que respecta al mercado interior, el problema queda aparentemente resuelto.
Pero esto nos lleva a un nuevo problema: el monopolio. Muchos americanos desconocen que, en los años comprendidos entre ambas guerras mundiales, casi todas las naciones europeas recurrieron a la promulgación de rigurosas leyes contrarias a la inmigración. Estas leyes eran más rígidas que las americanas, puesto que la mayor parte de ellas no establecía ninguna cuota de inmigración. Toda nación quería proteger su propio nivel salarial —bajo en comparación con las condiciones americanas— de la inmigración de hombres de otros países en que los tipos salariales eran aún más bajos. El resultado fue un odio recíproco y —frente a la amenaza del peligro común— la desunión.
- Nacionalismo económico y precios del monopolio
El fin que persigue el arancel protector es eliminar las no deseadas consecuencias de la subida de los costes de producción interiores ocasionada por la intervención gubernamental. Su propósito es preservar la capacidad competitiva de las industrias nacionales a pesar del aumento de los costes de producción.
Sin embargo, la mera imposición de un derecho de importación no puede lograr ese fin sino en el caso de artículos cuya producción nacional sea inferior a la demanda interna. Si las industrias producen más de lo que se necesita para el consumo nacional, el simple arancel sería inútil si no se complementara con el monopolio.
En un país industrial europeo, Alemania por ejemplo, un derecho de importación sobre el trigo aumenta el precio interior al nivel del precio de mercado mundial más el derecho de importación. Aunque el aumento del precio interior del trigo dé lugar, por un lado, a la expansión de la producción nacional y, por otro, a la restricción del consumo interno, las importaciones siguen siendo necesarias para satisfacer la demanda interna. Como los costes del comerciante marginal de trigo incluyen tanto los precios de mercado mundial como el impuesto a la importación, el precio interior sube a este nivel.
No ocurre así con aquellos bienes que Alemania produce en tales cantidades que puede exportar una parte. Un impuesto a la importación alemán sobre artículos que Alemania produce no sólo para el mercado interno sino también para la exportación sería, en lo que respecta al mercado exterior, una medida inútil para compensar el aumento de los costes de producción internos. Es cierto que la misma impediría la venta de productos extranjeros en el mercado alemán. Pero el comercio de exportación sigue necesariamente siendo obstaculizado por el aumento de los costes de producción. Por otra parte, la competencia entre los productores nacionales en el mercado interior eliminaría aquellas instalaciones alemanas cuya producción no diera ganancias con la subida de costes debida a la intervención gubernamental. En el nuevo equilibrio los precios internos alcanzarían el nivel de los precios del mercado mundial más una parte del impuesto de importación. El consumo interno sería entonces menor que antes de la subida de los costes de la producción internos y de la imposición del derecho de importación. La reducción del consumo interior y la disminución de las exportaciones significan una contracción de la producción con el consiguiente paro y un aumento de presión en el mercado laboral como resultado de una baja de salarios. El fracaso de la Sozialpolitik salta a la vista [32].
Pero hay todavía otra salida. El hecho de que el derecho de importación haya aislado el mercado interior brinda a los productores nacionales la oportunidad de establecer una especie de monopolio. Pueden formar un cártel y cargar sobre los consumidores nacionales unos precios de monopolio que pueden subir a un nivel sólo ligeramente inferior al precio del mercado mundial más el derecho de importación. Con los beneficios del monopolio interior pueden permitirse vender a precio más bajo en el exterior. La producción continúa. Al público ignorante se le oculta hábilmente el fracaso de la Sozialpolitik. Pero los consumidores nacionales deben pagar precios más altos. Lo que el trabajador gana mediante la subida de los salarios y la legislación social lo pierde en su calidad de consumidor.
Pero el gobierno y los dirigentes de los sindicatos han logrado lo que se proponían. Pueden presumir que los empresarios se equivocaban al predecir que las subidas salariales y la nueva legislación laboral perjudicarían a sus instalaciones y paralizarían la producción.
Los mitos marxistas han conseguido envolver el problema del monopolio en vacua charlatanería. Según las doctrinas marxistas sobre el imperialismo, en una sociedad de mercado libre prevalece una tendencia hacia el establecimiento de monopolios. El monopolio, según estas doctrinas, es un mal cuyo origen está en la actuación de fuerzas inherentes al capitalismo. Es también, a los ojos de los progresistas, el peor de los inconvenientes del sistema de laissez faire, su existencia es la mejor justificación del intervencionismo, y, por lo tanto, el principal objetivo de la intervención gubernamental debe consistir en combatirlo. Una de las consecuencias más serias del monopolio es que engendra el imperialismo y la guerra.
Hay ciertamente casos en que quizá pudiera establecerse un monopolio —un monopolio mundial— de algunos productos sin el apoyo de la compulsión y coerción gubernamental. El hecho de que los recursos naturales para la producción del mercurio sean muy escasos, por ejemplo, podría dar lugar a un monopolio incluso al margen de toda intervención gubernamental. Hay también casos en que el elevado coste del transporte hace posible el establecimiento de monopolios locales de mercancías de gran volumen, por ejemplo algunos materiales de construcción en lugares de difícil acceso. Pero no es ese el problema que interesa a la mayoría de la gente cuando se analiza el monopolio. Casi todos los monopolios atacados por la opinión pública y contra los cuales finge el gobierno luchar son creación del gobierno. Son monopolios nacionales creados al abrigo de los derechos de importación. En un régimen librecambista desaparecerían.
El modo común de tratar la cuestión del monopolio es mendaz y deshonesto de arriba abajo. No se pueden emplear expresiones más suaves para caracterizarlo. El fin que se propone el gobierno es subir el precio interior de los artículos en cuestión por encima del nivel del mercado mundial, con objeto de salvaguardar a corto plazo el funcionamiento de su política favorable a los trabajadores. Los productos de gran calidad ingleses, norteamericanos y alemanes no precisarían de protección alguna contra la competencia extranjera si no fuera por la política de aumento de costes de la producción interna de sus propios gobiernos. Pero, como vimos anteriormente, su política arancelaria sólo puede funcionar si hay un cártel que impone en el mercado interior unos precios de monopolio. A falta de semejante cártel la producción nacional se reduciría, pues los productores extranjeros tendrían la ventaja de producir a costes más bajos que los debidos a la nueva medida supuestamente favorable a los trabajadores. Un sindicalismo muy desarrollado, sostenido por lo que comúnmente se denomina «legislación laboral progresista», fracasaría incluso a corto plazo si los precios internos no se mantuvieran a un nivel superior al del mercado mundial y si los exportadores (en caso de que las exportaciones puedan continuar) no estuvieran en situación de compensar los reducidos precios de la exportación con los beneficios obtenidos en el mercado interno. Donde el coste interno de producción aumenta a causa de una intervención gubernamental o de la coacción que ejercen los sindicatos, el comercio exterior tendrá que ser subvencionado. Esta subvención puede concederla el gobierno abiertamente como tal, o bien puede disimularse con un monopolio. En este caso los consumidores nacionales pagan las subvenciones en forma de precios más altos por los artículos que el monopolio vende más baratos en el extranjero. Si el gobierno fuera sincero en su actitud de oposición al monopolio, podría encontrar un remedio muy sencillo. La supresión del impuesto a la importación disiparía de golpe el peligro de monopolio. Pero los gobiernos y sus amigos tienen interés en elevar los precios internos. Su lucha contra el monopolio no es más que una farsa.
Que el objetivo que el gobierno se propone es la subida de precios, salta a la vista si nos fijamos en las condiciones en que la imposición de un derecho de importación no conduce a la formación de un cártel de monopolio. Los labradores norteamericanos que producen trigo, algodón y otros productos agrícolas no pueden, por razones técnicas, formar un cártel. El resultado es que la administración ha inventado un plan para subir los precios mediante la restricción de la producción y substrayendo del mercado grandes cantidades mediante compras y préstamos gubernamentales. Los fines logrados con esta política sustituyen al irrealizable cártel y monopolio agrícola.
No son menos visibles los esfuerzos de varios gobiernos para crear cárteles internacionales. Si el arancel protector da por resultado la formación de un cártel nacional, en muchos casos la cartelización internacional podría lograrse mediante convenios entre cárteles nacionales. A esta clase de convenios les sirve a menudo muy bien otra actividad de los gobiernos previa a los monopolios: las patentes y otros privilegios concedidos a los nuevos inventos. Sin embargo, allí donde obstáculos técnicos impiden la creación de cárteles nacionales —como sucede casi siempre con la producción agrícola— no se puede llegar a esa clase de convenios internacionales. Entonces, los gobiernos vuelven a intervenir. La historia entre las dos guerras mundiales es un registro abierto de la intervención del Estado para estimular monopolios y restricciones mediante convenios internacionales. Durante este tiempo ha habido planes de pools del trigo, de restricciones del caucho y del estaño, y así sucesivamente [33]. Claro está que la mayoría fracasaron rápidamente. Tal es la verdadera historia del monopolio moderno. El monopolio no es un resultado del capitalismo sin trabas y de la tendencia inherente a la evolución capitalista, como quieren hacemos creer los marxistas. Es, por el contrario, el resultado de políticas gubernamentales que aspiran a reformar la economía de mercado.
- La autarquía
El intervencionismo aspira al control de las condiciones del mercado por parte del Estado. Como la soberanía del Estado nacional está limitada al territorio sujeto a su supremacía y carece de jurisdicción fuera de sus límites, considera que todas las relaciones económicas internacionales son serios obstáculos a su política. El fin último de su política de comercio exterior es la autosuficiencia económica. La confesada tendencia de esta política es, claro está, reducir todo lo posible las importaciones; pero como el único fin de las exportaciones es pagar las importaciones, también se reducen en forma correspondiente.
La persecución de la autosuficiencia económica es aún más violenta en el caso de los gobiernos socialistas. En una comunidad socialista la producción para el consumo interior no la dirigen ya los gustos y deseos de los consumidores. El comité central para la administración de la producción suministra al consumidor nacional con arreglo a sus propias ideas acerca de lo que más le conviene; cuida del pueblo, pero ya no sirve al consumidor. No sucede lo mismo en la producción para la exportación. Los compradores extranjeros no están sujetos a las autoridades del Estado socialista. Hay que servirles, hay que tener en cuenta sus caprichos y deseos. El gobierno socialista es soberano en cuanto al suministro a los consumidores nacionales, pero en sus relaciones de comercio internacional tropieza con la soberanía del consumidor extranjero. En los mercados extranjeros tiene que competir con otros productores que ofrecen artículos mejores y más baratos. Ya dijimos que la dependencia de importaciones del extranjero y, por consiguiente, de las exportaciones influyó en la estructura global del socialismo alemán.
El fin esencial de la producción socialista es, según Marx, la eliminación del mercado. Mientras una comunidad socialista se vea obligada a vender en el extranjero parte de su producción —ya sea a gobiernos extranjeros, o bien a empresas extranjeras—, sigue produciendo para un mercado y está sujeta a las leyes de la economía de mercado. Un sistema socialista es defectuoso mientras no sea económicamente autosuficiente.
La división internacional del trabajo es un sistema de producción más eficiente que la autarquía económica de todas las naciones. La misma cantidad de trabajo y de factores materiales de producción produce más. Esta mayor producción beneficia a todos los interesados. El proteccionismo y la autarquía dan siempre por resultado el desplazamiento de la producción desde centros en los que las condiciones son más favorables —por ejemplo, allí donde la producción con la misma cantidad de recursos es más elevada— a centros en los que esas condiciones son menos favorables. Los recursos más productivos permanecen inactivos mientras se utilizan los menos productivos. El resultado es una disminución general de la productividad del trabajo humano, y por lo tanto un descenso del nivel de vida en todo el mundo.
Las consecuencias económicas de la política proteccionista y de la tendencia hacia la autarquía son las mismas en todos los países. Pero hay diferencias cualitativas y cuantitativas. Los resultados sociales y políticos son distintos en países industriales relativamente superpoblados y en países agrícolas relativamente poco poblados. En los países predominantemente industriales suben los precios de los productos alimenticios más necesarios Esto afecta al bienestar de las masas en mayor medida y antes que la correspondiente subida de precios de artículos manufacturados en los países predominantemente agrícolas. Además, los trabajadores de los países industriales están en mejor posición para hacer oír sus demandas que los agricultores y braceros en los países agrícolas. Los políticos y los economistas de los países predominantemente industriales se asustan. Comprenden que las condiciones naturales hacen vanos los esfuerzos de su país para sustituir los productos alimenticios y las primeras materias por la producción nacional. Comprenden claramente que los países industriales de Europa no pueden alimentar ni vestir a la población sólo con los productos internos. Prevén que la tendencia hacia un mayor proteccionismo y un mayor aislamiento de cada país y finalmente la autosuficiencia causarán un terrible descenso en el nivel de vida, si no ya el hambre. Y lo que hacen es buscar remedios en tomo a ellos. El agresivo nacionalismo alemán está animado por estas consideraciones. Durante más de sesenta años los nacionalistas alemanes insistieron sobre las consecuencias que la política proteccionista de otros países acabaría teniendo para Alemania. Señalaban que Alemania no puede vivir sin importar productos alimenticios y primeras materias. ¿Cómo iban a pagar esas importaciones el día en que las naciones que producen esas materias consiguieran desarrollar sus industrias nacionales y cerraran el acceso a las exportaciones alemanas? El único remedio para superar esta saturación, decían, es ampliar el espacio vital, el Lebensraum.
Los nacionalistas alemanes se dan plena cuenta de que hay otras muchas naciones —Bélgica, por ejemplo— que están en la misma desfavorable situación. Pero hay, dicen, una diferencia muy importante. Son naciones pequeñas, y por lo tanto impotentes. Alemania es lo bastante fuerte para conquistar más espacio. Y, felizmente para Alemania, dicen, hay otras dos naciones poderosas que están en la misma situación que Alemania: Italia y Japón. Estas dos naciones son las naturales aliadas de Alemania en estas guerras de los que «no tienen» contra los que «tienen». Alemania no aspira a la autarquía porque desee hacer la guerra. Aspira a la guerra porque desea la autarquía, porque desea la autosuficiencia económica.
- Proteccionismo alemán
El segundo imperio alemán, fundado en Versalles en 1871, no era sólo una nación muy poderosa; era también, a pesar de la depresión que se inició en 1873, muy próspera económicamente. Sus instalaciones industriales competían con gran éxito —en el extranjero y en el interior— con los productos extranjeros. Algunos gruñones encontraban defectos en las manufacturas alemanas; decían que eran baratas pero de inferior calidad. Pero la gran demanda extranjera pedía precisamente esos artículos baratos. Las masas se fijaban más en la baratura que en la buena calidad. Quien quisiera aumentar las ventas tenía que rebajar los precios.
En aquellos optimistas años 70 todo el mundo estaba plenamente convencido de que Europa se hallaba en vísperas de un periodo de paz y prosperidad. No habría más guerras; las barreras aduaneras estaban condenadas a desaparecer; los hombres tendrían más interés en construir y en producir que en destruir y en matarse unos a otros. Desde luego que a los hombres de visión no se les podía escapar que la preeminencia cultural de Europa se desvanecería. Las condiciones naturales para la producción eran más favorables a los países ultramarinos. El capitalismo estaba a punto de explotar los recursos de los países atrasados. Algunos sectores de la producción industrial no podrían soportar la competencia de regiones recién abiertas. La producción agrícola y la minería disminuirían en Europa; los europeos adquirirían esos productos mediante la exportación de manufacturas. Pero la gente no se preocupaba. La intensificación de la división internacional del trabajo no era a sus ojos un desastre, sino, por el contrario, una fuente de ofertas más abundantes. El libre cambio haría que todas las naciones florecieran.
Los liberales alemanes propugnaban el libre cambio, el patrón oro y la libertad de la vida económica interna. La producción alemana no necesitaba protecciones y barría triunfalmente el mercado mundial. Hubiera sido una tontería exponer el argumento de la industria naciente. La industria alemana había llegado a su madurez.
Naturalmente, todavía había muchos países que castigaban las importaciones. Sin embargo, lo que se deducía del argumento librecambista de Ricardo era irrefutable. Aunque todas las demás naciones se aferren al proteccionismo, cada una de ellas sirve mejor a sus propios intereses mediante el libre cambio. Los liberales propugnaban el libre cambio, no en consideración a los extranjeros, sino por el bien de su propio país. Allí estaban los ejemplos de Inglaterra y de algunas naciones pequeñas como Suiza. A esos países les iba muy bien con el libre cambio. ¿Debía Alemania adoptar su política? ¿O debía imitar a naciones semibárbaras como Rusia?
Alemania eligió el segundo camino, y la decisión trajo un cambio en la historia moderna.
Respecto al moderno proteccionismo alemán circulan muchos errores. En primer lugar, es importante reconocer que las enseñanzas de Friedrich List no tienen nada que ver con el moderno proteccionismo alemán. List no propugnaba derechos arancelarios para los productos agrícolas. Pedía protección para las industrias incipientes, y al hacerlo subestimaba el poder de competencia de la producción alemana contemporánea. Ya en aquellos años, a principios de la cuarta década del siglo pasado, la producción industrial alemana era mucho más fuerte de lo que creía List. Treinta o cuarenta años después era la primera en el continente europeo y podía competir con éxito en el mercado mundial. Las doctrinas de List desempeñaron un papel importante en la evolución del proteccionismo en la Europa oriental y en América latina. Pero los defensores del proteccionismo alemán no tenían razón al invocar a List. List no rechazaba incondicionalmente el libre cambio, propugnaba el proteccionismo únicamente para un periodo de transición y en ninguna parte sugirió que la agricultura fuera protegida. List se hubiera opuesto violentamente a la tendencia de la política comercial exterior alemana de los últimos sesenta y cinco años.
El defensor más representativo del moderno proteccionismo alemán fue Adolf Wagner. La esencia de sus doctrinas es la siguiente: todos los países que tienen un exceso de producción de artículos alimenticios y de primeras materias tienen interés en desarrollar la industria interior y poner trabas a los productos industriales extranjeros. El mundo se encamina hacia la autosuficiencia económica en cada nación. ¿Cuál será, en un mundo así, el destino de las naciones que no pueden alimentar ni vestir a sus ciudadanos con productos alimenticios y primeras materias nacionales? Están condenados a morirse de hambre.
Adolf Wagner, hombre de mentalidad no muy aguda, era un mediocre economista. A sus partidarios les pasaba lo mismo, pero no eran todos tan romos como para no reconocer que el proteccionismo no es una panacea contra los peligros que describían. El remedio que aconsejaron fue la conquista de más espacio: la guerra. Pidieron protección para la agricultura alemana con objeto de estimular la producción del pobre suelo del país, porque querían hacer a Alemania independiente del suministro de productos alimenticios durante la guerra inminente. Los derechos de importación a los productos alimenticios eran a sus ojos un remedio a corto plazo, una medida para un periodo de transición. El remedio último era la guerra y la conquista.
Sería, sin embargo, un error suponer que el incentivo que llevó a Alemania a embarcarse en el proteccionismo fue la propensión a hacer la guerra. Wagner, Schmoller y otros socialistas de cátedra llevaban ya mucho tiempo predicando en sus conferencias y seminarios el evangelio de la conquista. Pero hasta poco antes de finales de los años noventa no se atrevieron a propagar esas opiniones por escrito. Además, las consideraciones de la economía de guerra podían justificar el proteccionismo sólo para la agricultura, y no eran aplicables a las industrias en expansión. El argumento militar de estar preparados para la guerra no desempeñó un papel importante en el proteccionismo de la producción alemana.
El principal motivo para los aranceles sobre los productos industriales fue la Sozialpolitik. La política favorable a los trabajadores elevó los costes internos de producción, y se hizo necesario salvaguardar sus efectos a breve plazo. Para eludir el dilema, o salarios más bajos o restricción de las exportaciones y aumento del paro, había que subir los precios internos por encima del nivel del mercado mundial. Cada nuevo avance de la Sozialpolitik y cada huelga que triunfaba trastornaba las condiciones con desventaja para las empresas alemanas y les hacía más difícil la competencia con el exterior, tanto en el mercado nacional como en el extranjero. La tan exaltada Sozialpolitik sólo era posible en un organismo económico protegido por aranceles.
Alemania desarrolló así su característico sistema de cárteles, que imponían al consumidor nacional precios altos y vendían barato en el extranjero. Lo que el trabajador ganaba con la legislación social y los salarios impuestos por los sindicatos era absorbido por los precios más altos. El gobierno y los dirigentes de los sindicatos se gloriaban del aparente éxito de su política: los obreros percibían más dinero en salarios. Pero los salarios reales no subían más que la productividad marginal del trabajo.
Sin embargo, sólo unos cuantos observadores lo vieron claramente. Algunos economistas intentaron justificar el proteccionismo industrial como una forma de preservar los frutos de la Sozialpolitik y de la labor de los sindicatos y propugnaron el proteccionismo social (den sozialen Schutzzoll). No conseguían comprender que todo el proceso demostraba la inutilidad de la coacción gubernamental y de la intervención de los sindicatos en las condiciones de trabajo. La mayor parte de la opinión pública no tenía la menor idea de que la Sozialpolitik y el proteccionismo estaban estrechamente ligados. La tendencia hacia los cárteles y el monopolio era en su opinión una de las muchas consecuencias del capitalismo. Acusaban furiosamente a la codicia de los capitalistas. Los marxistas lo interpretaban como la concentración del capital prevista por Marx e ignoraban deliberadamente el hecho de que no era un resultado de la libre evolución del capitalismo, sino de la intervención gubernamental, de los aranceles y, en algunos sectores como el de la potasa y el del carbón, de la imposición directa del gobierno. Algunos de los socialistas de cátedra menos sagaces (Lujo Brentano, por ejemplo) llegaron en su incoherencia a propugnar al mismo tiempo el libre cambio y una política sindical más radical.
En los treinta años anteriores a la Primera Guerra Mundial pudo Alemania eclipsar a todos los demás países europeos en política favorable a los trabajadores porque practicó sobre todo el proteccionismo y posteriormente la cartelización.
Cuando posteriormente, en el curso de la depresión de 1929 y los años siguientes, las cifras de desempleo aumentaron notablemente porque los sindicatos no estaban dispuestos a aceptar un descenso de los salarios en tiempos de bonanza, el proteccionismo de aranceles relativamente moderados se convirtió en una política superproteccionista de sistema de contingentación, devaluación monetaria y control de cambios de moneda extranjera. En este momento no estaba ya Alemania a la cabeza en la política «social»; había sido superada por otros países. Inglaterra, en otros tiempos paladín del libre cambio, adoptó la idea alemana de la protección social. Lo mismo hicieron otros países. Hasta hoy, el superproteccionismo es el corolario de la Sozialpolitik de estos tiempos. No se puede dudar de que durante cerca de sesenta años Alemania sirvió en Europa de ejemplo tanto en la Sozialpolitik como en el proteccionismo. Pero los problemas en cuestión no son sólo problemas alemanes.
Los países más adelantados de Europa son pobres en recursos nacionales. Están relativamente sobrepoblados y, en la actual tendencia hacia la autarquía, las barreras migratorias y la expropiación de inversiones extranjeras están en una situación muy desdichada. El aislamiento significa para ellos un serio descenso del nivel de vida. Después de la guerra actual, Inglaterra, que habrá perdido su activo extranjero, se encontrará en la misma situación que Alemania. Lo mismo les pasará a Italia, Bélgica y Suiza. Francia saldrá quizá un poco mejor porque hace tiempo que tiene una natalidad reducida. Pero hasta los países pequeños y predominantemente industriales de la Europa oriental están en mala situación. ¿Cómo van a pagar las importaciones de algodón, café, varios minerales y otros productos? Su suelo es mucho más pobre que el del cinturón de trigo de Canadá o de Estados Unidos. Sus productos no pueden competir en el mercado mundial.
El problema no es, pues, un problema alemán, sino europeo. Es un problema exclusivamente alemán sólo en el sentido de que los alemanes intentaron —en vano— resolverlo por la guerra y la conquista.
Mises, Ludwig von, Gobierno Omnipotente, segunda parte, Kindle Edition
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