¿Qué dice Nietzsche acerca del judeocristianismo y de las religiones en general?
A continuación, transcribimos una selección de aforismos tomados de tres obras de Federico Nietzsche que buscan contestar la pregunta:
La ciencia jovial:
- Comercio y nobleza. El hecho de comprar y vender es considerado ahora como una actitud normal, lo mismo que el arte de leer y escribir; en la actualidad, todo el mundo se ejercita diariamente de modo constante en esta técnica, aun cuando no sea un comerciante: del mismo modo que, antiguamente, en la época de la humanidad salvaje, todo el mundo era cazador y se ejercitaba día a día en la técnica de la caza. Ahora bien, podría suceder alguna vez con el comprar y vender lo mismo que sucedió con la caza. Ésta era en otro tiempo una actitud común. Pero como terminó por convertirse finalmente en un privilegio de los poderosos y de los nobles, perdiendo así su carácter cotidiano y ordinario, dejó de ser necesaria y se convirtió en un asunto de capricho y de lujo. Cabría pensar, pues, en una situación de la sociedad en la que no se comprara ni vendiera, en donde desapareciera paulatinamente por completo la necesidad de esta técnica: tal vez haya entonces algunos, que, sometidos en menor medida a la ley de ese estado generalizado, se permitan la compra y la venta como un lujo de los sentimientos. Sólo entonces adquiriría nobleza y comercio, y los aristócratas se dedicarían tal vez al comercio con el mismo placer que hasta ahora a la guerra y a la política: mientras que, al contrario, la estimación de la política podría sufrir un cambio radical. Ya hoy en día ha dejado de ser la obra del hombre noble: y sería posible que un día se la considerara como algo tan común como para clasificarla, como toda la literatura de partidos y de periódicos, bajo el rótulo <<prostitución del espíritu>>.
- Herejía y brujería. Pensar de un modo diferente al de la costumbre no es tanto el efecto de un intelecto mejor como de inclinaciones fuertes, malvadas, de inclinaciones disgregadoras, incomunicadas, rebeldes, maliciosas, taimadas. La herejía es la compañera de la brujería, y, del mismo modo que ésta, tan poco inofensiva o venerable en sí misma como aquella. Los herejes y los brujos son dos tipos de hombres malvados: tienen en común que se sienten a sí mismos como malvados, pero su invencible placer reside en dañar lo que domina (sean hombre u opiniones). La Reforma, esa especie de duplicación de su buena conciencia, dio lugar a una abundante proliferación de ambos.
- Trabajo y aburrimiento. Lo que identifica a todos los hombres de los países civilizados es su necesidad de buscar trabajo para ganar un salario; para todos ellos el trabajo es un medio y no un fin en sí mismo; ésta es la razón de que sean poco sutiles en la elección del trabajo, siempre y cuando se pague bien. Ahora bien, son muy raros los hombres que prefieren perecer antes que trabajar a disgusto alguno en su trabajo; ésos son hombres selectivos, difíciles de satisfacer, a los que no les vale una buena paga, si el trabajo en sí mismo no es la mayor ganancia de todas. A esta escasa especie de hombres pertenecen los artistas y contemplativos de todo tipo, pero también esos ociosos que pasan su vida dedicándose a la caza, a los viajes, a hacer la corte y a las aventuras. Todos ellos quieren trabajo y penuria, con tal que estén unidos al placer, y buscan hasta el trabajo más difícil y duro si es necesario. Si no sucede esto, son de una decidida indolencia, aun cuando a esta indolencia pueda vincularse el empobrecimiento, el deshonor, peligros de la salud y de la vida. Ellos no temen tanto al aburrimiento como al trabajo a disgusto: en efecto, necesitan mucho aburrimiento si han de tener éxito en su trabajo. Para el pensador y para todos los espíritus sensibles, el aburrimiento representa esa desagradable <<calma chicha>> que precede al viaje afortunado y a los vientos alegres; tiene que soportarlo, tiene que esperar que produzca en él un efecto – ¡eso es precisamente lo que las naturalezas más insignificantes jamás pueden conseguir de sí mismas! Ahuyentar de sí el aburrimiento a toda costa es vulgar, como también es vulgar trabajar a disgusto. Tal vez el asiático se distingue del europeo en que es capaz de experimentar una tranquilidad más larga y profunda que éste; incluso sus narcotica (narcóticos) actúan más lentamente y requieren paciencia, al contrario del fastidioso carácter repentino del veneno europeo: el alcohol.
- Sentido de la verdad. Estoy a favor de todo escepticismo que me permita responder: <<!Pongámoslo a prueba!>>. Pero no quiero oír nada acerca de todas esas cosas y preguntas que no aceptan el experimento. Éste es el límite de mi <<sentido de la verdad>>: porque allí ha perdido sus derechos la valentía.
- La conciencia de la apariencia. ¡Qué maravilloso y nuevo y a la vez qué terrible e irónico me siento con mi conocimiento acerca de la existencia! He descubierto para mí que la vieja humanidad y animalidad, que incluso la totalidad de la humanidad primitiva y el pasado de todos los seres sensibles sigue fabulando en mí, amando, odiando, extrayendo conclusiones – de repente, me he despertado en medio de este sueño, pero sólo para tomar conciencia de que ciertamente sueño y debo seguir soñando, para no perecer: del mismo modo que el sonámbulo debe seguir soñando para no caer al vacío. ¿Qué será para mí ahora <<apariencia>>? En verdad, no lo opuesto a un ser cualquiera – pues, ¡qué puedo decir acerca de ese ser que no sean sino los predicados de su apariencia! ¡En verdad no es una máscara muerta que se pueda colocar a una X desconocida y que también pueda quitársele! La apariencia es para mí lo activo y lo propiamente viviente, que burlándose de sí misma llega a hacerme sentir que aquí no hay más que apariencia, fuegos fatuos y danza de espíritus y nada más – que entre todos estos soñadores también yo, el <<que conoce>>, bailo mi baile; que el hombre que conoce es un medio para prolongar el baile terrestre, y que en esa medida forma parte de los maestros de ceremonia de la existencia; y que la más sublime consecuencia y unión de todos los conocimientos es y será, tal vez, el medio supremo para asegurar el aspecto universal de los sueños y la suma inteligibilidad de todos estos soñadores entre sí, así como, junto a ello, la duración del sueño.
- El último sentido de nobleza. ¿Qué es lo que hace <<noble>>? Seguro que no será el hecho de realizar sacrificios. Hasta el más maniático por el placer hace sacrificios. Seguro que tampoco que uno persiga una pasión en general, pues hay pasiones despreciables. Seguro que ni siquiera el hecho de que alguien haga algo por el otro y sin egoísmo, pues tal vez la consecuencia máxima del egoísmo se presenta precisamente en el más noble. – No, muy al contrario: la pasión que afecta al noble es una particularidad que él no siente conscientemente como una particularidad: el uso de un criterio raro y singular, casi una locura; la sensación de calor en cosas, en las que todos los demás sienten frío; una cierta manera de adivinar valores para los cuales todavía no se ha inventado una balanza; un ofrecer sacrificios ante altares consagrados a un Dios desconocido; una valentía despreocupada por el honor; una satisfacción de sí mismo que se pose abundantemente y se comunica a hombres y cosas. Hasta ahora era, pues, lo raro, y la inconsciencia de esta rareza, lo que proporcionaba nobleza. Pero considérese, además, que en virtud de esta escala de medir se ha juzgado poco equitativamente y se ha calumniado por completo, en favor de las excepciones, todo lo que es costumbre, próximo e imprescindible, en suma, todo lo que más conserva a la especie, y constituía la regla por lo general en la humanidad hasta ahora. Ser el abogado de las reglas: tal vez pueda ser ésta la forma última y más sutil de manifestar el sentido de nobleza en este mundo.
- ¡Sólo como creadores! Siempre me ha costado y me sigue costando todavía gran esfuerzo comprender que es indeciblemente más importante saber cómo se llaman las cosas que lo que son. La reputación, el nombre y la apariencia, la validez, la medida usual y el peso de una cosa – en su origen, fundamentalmente, un error y una arbitrariedad, arrojados sobre las cosas como un vestido y completamente ajenos a su esencia y hasta a su piel, a causa de la creencia en ello y de su crecimiento continuado generación tras generación, han crecido y han formado parte de la cosa, llegando a convertirse, por así decirlo, en su propio cuerpo: la apariencia, desde el principio, casi siempre se convierte en esencia y actúa como tal. ¡Qué loco sería quien pensara que sería suficiente hacer referencia a ese origen y a esa envoltura nebulosa de la fantasía para destruir el mundo que vale como lo esencial, la llamada <<realidad>>! ¡Sólo como creadores podemos destruir! – Pero tampoco olvidemos esto: basta crear nuevos nombres, valoraciones y verosimilitudes para crear, a la larga, nuevas <<cosas>>.
- La seriedad por la verdad. ¡Seriedad por la verdad! ¡Qué cosas tan distintas comprenden los hombres por estas palabras! De hecho, las mismas opiniones y modos de demostración y de prueba que un pensador percibe como una frivolidad en la que sucumbió en algún momento para vergüenza suya pueden en un artista que tropieza con ellas y vive temporalmente con ellas llevarle a pensar que en ese momento ha comprendido lo que significa la más profunda seriedad por la verdad. Así éste considera digno de admirar que él, pese a ser artista, sea capaz de mostrar al mismo tiempo la más seria vehemencia hacia lo contrario de lo aparente. De este modo resulta posible que uno delate el papel tan superficial y satisfecho que ha jugado su espíritu hasta el presente en el ámbito del conocimiento precisamente por su pathos de seriedad. ¿No se revela como nuestro delator todo lo que consideramos importante? Esto muestra dónde residen nuestros pesos y para qué cosas, en cambio, no poseemos peso alguno.
- Origen del conocimiento. Durante inmensos períodos de tiempo, el intelecto no produjo más que errores; algunos de éstos resultaron ser útiles y susceptibles de conservar a la especie: quienes se toparon con ellos o los heredaron, libraron felizmente su lucha por sí mismos y por su descendencia. Estos erróneos artículos de fe, heredados sin cesar una y otra vez, finalmente llegaron a convertirse casi en una condición fundamental de la especie humana. Estos son, por ejemplo: la existencia de cosas duraderas, la existencia de cosas iguales, la existencia de cosas, materias, cuerpos, la creencia de que una cosa es tal como ella parece, que nuestro querer es libre, que lo que es bueno para mí, también es bueno en sí y por sí mismo. Sólo muy tardíamente entraron en escena los que negaron y dudaron de tales proposiciones —sólo muy tardíamente entró en escena la verdad, como la forma más débil del conocimiento. Parecía que con ella no se podía vivir y que nuestro organismo estaba organizado de modo contrario a ella; todas sus funciones superiores, las percepciones de los sentidos y, en general, todo tipo de sensación, trabajaban con aquellos inveterados errores fundamentales incorporados desde antiguo. Es más: esos asertos se convirtieron incluso, dentro del conocimiento, en las normas según las cuales se calibraba lo «verdadero» y lo «no verdadero» —hasta llegar a las regiones más distantes de la lógica pura. La fuerza del conocimiento no reside, pues, en su grado de verdad, sino en su antigüedad, en su incorporación, en su carácter de condición para la vida. Cuando la vida y el conocimiento parecieron entrar en contradicción, nunca se llegó a luchar seriamente; entonces la negación y la duda eran consideradas una locura. Algunos pensadores excepcionales, como los eléatas, quienes, pese a todo, plantearon y defendieron la contraposición de los errores naturales, creían que también era posible vivir esta contraposición: así inventaron al sabio como hombre de la inmutabilidad, de la impersonalidad, de la universalidad de la intuición, como alguien capaz de ser, a la vez, uno y todo, con una capacidad propia para ese conocimiento invertido; ellos mantenían la creencia de que su conocimiento era, simultáneamente, el principio de la vida. Ahora bien, para poder afirmar todo esto, tuvieron que engañarse acerca de su propia situación: tuvieron que atribuirse una impersonalidad y una inmutabilidad, tuvieron que desconocer la esencia de los hombres que conocen, tuvieron que negar la violencia de los instintos en el conocimiento y, en general, tuvieron que comprender el fenómeno de la razón como algo completamente libre, como una actividad que surge desde sí misma; así cerraron los ojos ante el hecho de que también habían alcanzado sus tesis en contradicción con todo lo que era válido a su anhelo de reposo, de propiedad o de dominio. El desarrollo más sutil de la honradez y del escepticismo hizo finalmente imposibles también a estos hombres; su modo de vida y su manera de juzgar acabaron por revelarse como fenómenos dependientes de los antiguos instintos y errores básicos de toda existencia sensible. Esa honradez y escepticismo más sutil tuvo su génesis[116] en todos aquellos lugares donde dos tesis contrapuestas parecían ser aplicables a la vida, en tanto que ambas eran compatibles con los errores fundamentales, donde, por consiguiente, se podía discutir acerca del mayor o menor grado de utilidad para la vida; pero asimismo surgió allí donde las nuevas tesis, aunque no fueran útiles, tampoco eran, por lo menos, perjudiciales para la vida, y se manifestaban como expresiones de un juego instintivo intelectual, inocente y feliz, como es todo juego. Poco a poco, el cerebro humano se fue desarrollando con tales juicios y convicciones, surgiendo de aquí una complicada maraña de luchas y deseos de poder. No sólo la utilidad y el placer, sino todo tipo de instintos tomaron partido en la lucha por las «verdades»; la lucha intelectual se convirtió en ocupación, atracción, profesión, deber, dignidad: el conocimiento y la aspiración a la verdad encontraron finalmente su lugar, como una necesidad entre otras. A partir de aquí, no sólo la creencia y la convicción fueron un poder, sino también la prueba, la negación, la desconfianza, la contradicción; todos los «malos» instintos quedaron subordinados al conocimiento, puestos a su servicio, recibiendo así el prestigio de lo permitido, distinguido, útil y, a la postre, el aura y la inocencia de lo bueno. El conocimiento se convirtió entonces en un fragmento de la misma vida y, en tanto vida, en un poder continuamente creciente: hasta el momento en el que, finalmente, terminaron enfrentándose entre sí los conocimientos y esos antiguos errores fundamentales, como vida, como poder, en el seno de los mismos hombres. El pensador: ése es ahora el ser en el cual luchan su primera lucha el impulso a la verdad y esos errores que conservan la vida, después de que el instinto por la verdad se demostrara como un poder conservador de la vida. En comparación con la importancia de esta lucha, todo lo demás resulta indiferente: he aquí planteada la pregunta definitiva acerca de la condición de la vida, he aquí donde se ha hecho el primer ensayo para responder experimentalmente a esa pregunta: ¿hasta qué punto tolera la verdad ser incorporada? —He aquí la pregunta, he aquí el experimento.
- El valor de la oración. La oración fue inventada para aquellos hombres que, en realidad, nunca pensaron por sí mismos, y para los que la elevación del alma suponía un fenómeno desconocido o que, al menos, transcurría sin que lo notaran: ¿qué debían hacer ellos en lugares sagrados y en todas esas situaciones importantes de la vida que requerían tranquilidad y una especie de dignidad? Con objeto de que, por lo menos, no molestaran, la sabiduría de todos los fundadores de la religión, pequeños o grandes, les prescribió la fórmula de la oración como un trabajo largo y mecánico de los labios, ligado al esfuerzo de la memoria, así como a una actitud igualmente ya fijada para las manos, los pies y los ojos. Aquí, lo importante no es que, como los tibetanos, rumien incontables veces su <<Om mane padme hum>>, o que, como es el caso en Benarés, cuenten con los dedos el nombre del Dios Ram-ram-ram (y así sucesivamente, con gracia o sin ella), o que veneren e invoquen a Visnú[130] con sus mil nombres o a Alá con sus noventa y nueve; o que puedan servirse de sus técnicas para rezar o de sus rosarios. El hecho fundamental es que, gracias a este trabajo, permanecieran sujetos durante un tiempo y se les concediera una imagen soportable: ese tipo de oración fue inventada con objeto de favorecer a los piadosos capaces de pensar y de elevarse por sí mismos. También estos tienen sus horas de cansancio, en las que se benefician de una serie de palabras, de sonidos venerables y una mecánica piadosa. Suponiendo, claro está, que estos hombres tan raros – en todas las religiones el hombre religioso supone una excepción – sepan cómo ayudarse a sí mismos, pues aquellos pobres de espíritu, por el contrario, son incapaces de hacerlo; por ello, prohibirles el murmullo de la oración significa quitarles su religión: algo que todos los días, cada vez más, pone de manifiesto el protestantismo. La religión no quiere otra cosa de aquellos hombres que mantenerlos quietos, con sus ojos, manos, piernas y demás órganos: de tal modo que sean más bellos durante un momento y … – ¡Más semejantes a los hombres!
- Cristianismo y suicidio. Cuando el cristianismo surgió, convirtió en un instrumento de su poder el monstruoso deseo de suicidio existente en su tiempo: sólo permitió dos tipos de suicidio, revistiéndolos de la más alta dignidad y de la más alta esperanza, prohibiendo otros de una manera temible. Pero se permitió el martirio y la lenta destrucción del cuerpo de los ascetas.
- Procedencia del pecado. El <<pecado>>, tal como ahora se experimenta en todos los lugares en los que domina el cristianismo o ha dominado alguna vez, es un sentimiento y una invención judías. En virtud de este subterfugio de toda moralidad cristiana, el cristianismo estaba dispuesto en realidad a <<judaizar>> el mundo entero. Hasta qué punto ha tenido éxito con ello en Europa puede percibirse sutilmente, al experimentar el grado de extrañeza que todavía hoy presenta para nuestra sensibilidad la Antigüedad griega – un mundo sin sentimientos de pecado –, a pesar, incluso, de toda esa buena voluntad de acercamiento y de asimilación existente hacia ella, que no ha carecido de generaciones enteras y de muchos individuos sobresalientes. <<Sólo si tú te arrepientes, Dios será misericordioso contigo>> – esto no provocaría en un griego más que carcajada y escándalo: es más, él diría: <<así lo sentiría un esclavo>>. El cristianismo presupone la existencia de un ser muy poderoso, con un poder supremo y, sin embargo, vengativo: su poder es tan grande que nadie le puede ocasionar ningún daño, salvo el que afecte a su honor. Todo pecado es un falta de respeto, un crimen laesae majestatis divinae (crimen de lesa majestad divina) – ¡y punto! Contrición, humillación, arrodillarse – ésa es la primera y última condición de su gracia: ¡reparación de su honor divino, pues! Si con el pecado, por el contrario, se causa daño, si con él se cultiva una profunda y creciente desgracia que atrapa y ahoga como una enfermedad a los hombres uno tras otro, eso no preocupa en absoluto, en su cielo, a estos orientales desmedidamente ambiciosos: ¡el pecado es una falta contra Él y no contra la humanidad! A quien Él ha regalado su gracia, le regala también su despreocupación por las consecuencias naturales del pecado. Dios y humanidad se encuentran aquí tan separados, son pensados tan contrapuestos, que, en el fondo, no se puede pecar contra esta última – cualquier hecho debe ser considerado sólo según sus consecuencias sobrenaturales, no según sus consecuencias naturales: así lo quiere el sentimiento judío, para el que todo lo natural es lo genuinamente despreciable. A los griegos, por el contrario, les era más próximo el pensamiento de que hasta el criminal podía tener dignidad – y también el robo, como en Prometeo, o incluso el degollamiento de ganado como expresión de una envidia demente, como es el caso de Áyax, en su necesidad de atribuir e incorporar dignidad al criminal, ellos inventaron la tragedia: un arte y un placer que, pese a su capacidad poética e inclinación a lo sublime, permaneció, en lo más hondo de su naturaleza, ajeno por completo a los judíos.
- El pueblo elegido. Los judíos – que se sienten el pueblo elegido entre todos los pueblos, y, a decir verdad, porque entre todos los pueblos poseen el genio moral (por su capacidad de haber despreciado más profundamente que cualquier otro pueblo al hombre que llevan en su interior) –, experimentan ante su monarca divino y sus santos una satisfacción semejante a la que sentía la nobleza francesa ante Luis XVI. Por dejarse arrebatar todo su poder y autoridad esta nobleza se había vuelto despreciable: para no sentir esto y para poder olvidarlo, necesitó de un esplendor real, de una autoridad y plenitud de poder real sin parangón posible, sólo accesible a la nobleza. En la medida en que ella se elevó hasta las alturas de la corte de acuerdo con este privilegio, y desde allí contemplaba con desprecio todo por debajo de sí misma, superó cualquier irritabilidad de la conciencia. De esta manera se erigió intencionalmente la torre del poder real cada vez más alta entre las nubes, asentándose allí las últimas bases de su propio poder.
- Dicho simbólicamente. Una figura como Jesucristo sólo era posible en un paisaje judío – quiero decir, en un paisaje sobre el cual se cernían continuamente los sombríos y sublimes nubarrones del colérico Jehová. Sólo aquí fue percibida la excepcional y súbita iluminación de un único rayo de sol, que atravesaba la espantosa, universal persistencia del día y la noche, como un milagro del <<amor>>, como un rayo de inmerecida <<gracia>>. Sólo aquí pudo soñar Cristo su arco iris y su escalera celestial, por la cual descendía Dios hacia los hombres; en cualquier otro lugar, el cielo despejado y el sol eran considerados la regla general y la norma.
- El error de Cristo. El fundador del cristianismo creía que nada hacía sufrir tanto a los hombres como sus pecados – éste fue su error, el error de alguien que se sentía libre de pecado, ¡quien carecía de experiencia de primera mano en ello! Así su alma creció llena de aquella maravillosa, fantástica compasión hacia una miseria que incluso para su pueblo, el inventor del pecado, rara vez era una gran miseria. Pero los cristianos han sabido dar razón retrospectivamente a su maestro consagrando su error como <<verdad>>.
- Demasiado judío. ¿Cómo? ¡Un Dios que ama a los hombres, siempre a condición de que éstos crean en él, y que lanza miradas y amenazas temibles contra quienes no creen en este amor! ¿Cómo? ¿Un amor parcial es un sentimiento de un Dios todopoderoso? ¿Un amor que ni siquiera puede enseñorearse sobre el sentimiento del honor y del sentimiento de venganza excitado? ¡Qué oriental suena todo esto! <<Mientras te ame, ¿Qué más te da?>> – he aquí una crítica suficiente de todo cristianismo.
- Donde surgen las Reformas. En los tiempos de mayor corrupción eclesiástica, la Iglesia era la institución menos corrompida en Alemania: por esa razón surgió aquí la Reforma como signo de que los inicios de la corrupción ya se sentían como insoportables. Hablando en términos comparativos, ningún pueblo fue jamás tan cristiano como el alemán en tiempos de Lutero: su cultura cristiana estaba ya dispuesta a brotar en centenares de frutos espléndidos; sólo faltaba una única noche; pero ésta trajo la tormenta, poniendo fin a todo.
- Fracaso de las Reformas. Dice mucho a favor de la alta cultura griega, incluso en épocas bastante tempranas, el hecho de que varias veces fracasaran los intentos de fundar nuevas religiones griegas; también dice mucho a favor suyo el hecho de que muy temprano tuvieran que existir en Grecia una multitud de individuos diferentes, para los que, en todo caso, no quedaban resueltas sus diferentes necesidades mediante una única receta de fe y esperanza. Pitágoras y Platón, quizá también Empédocles y, ya mucho tiempo antes, los exaltados espíritus órficos estaban dispuestos a fundar nuevas religiones; cabe decir que los dos primeros citados tenían un talento y un alma tan idiosincrásicos de los fundadores de religión, que no puede dejar nunca de asombrar su fracaso: ellos, sin embargo, sólo formaron sectas. Cada vez que fracasa la reforma de un pueblo entero o su caudillo sólo es capaz de formar sectas, cabe deducir que ese pueblo posee dentro de sí una situación de gran variedad, y ha comenzado a desligarse de los groseros instintos gregarios, así como de la moralidad de la costumbre: un estado de fluctuación muy significativo, que se acostumbra a censurar como decadencia moral y corrupción —mientras no hace otra cosa que anunciar la maduración del huevo y la cercana destrucción del cascarón. Que la reforma de Lutero tuviera éxito en el norte es un claro signo que demuestra el hecho de que el norte de Europa estaba más retrasado que el sur, y que aún conocía necesidades bastante uniformes y monocromáticas; y no habría existido en general ninguna cristianización de Europa si la cultura del viejo mundo del sur no se hubiese barbarizado paulatinamente, a causa de esa desmedida fusión mezclada con sangre bárbara alemana, que condujo al declive de ese predominio cultural. Cuanto más universal o incondicional sea el modo en el que pueda actuar o pensar un individuo, tanto más homogénea y vulgar ha de ser la masa sobre la que se ejerce esa acción; mientras que las tendencias contrapuestas delatan necesidades internas contrapuestas, que también quieren satisfacerse e imponerse. Y al contrario: ha de deducirse que una cultura ha alcanzado realmente una posición de superioridad cuando naturalezas poderosas y ávidas de dominio sólo logran un efecto insignificante y sectario: esto también puede aplicarse a los distintos dominios de las artes y al ámbito del conocimiento: allí donde alguien domina, no hay más que masas, allí donde hay masas, existe la necesidad de entregarse a la esclavitud. Allí donde hay esclavitud, no se encuentra más que un reducido número de individuos que tienen en contra suya a los instintos gregarios y a la conciencia moral.
- Para la crítica de los santos. —¿Por qué para obtener una virtud se ha de querer tenerla justo en su figura más brutal? —así es como la querían y la necesitaban los santos cristianos; ellos sólo podían soportar la vida pensando que, ante la visión de su virtud, a todos asaltaría el desprecio de sí mismos. A una virtud con semejantes consecuencias la llamo, no obstante, brutal.
- Sobre el origen de la religión. — No es la necesidad metafísica el origen de la religión, como quiere Schopenhauer, sino sólo un brote suyo. Bajo el dominio de los pensamientos religiosos, uno se ha acostumbrado a imaginar «otro mundo (detrás, abajo, arriba)»; por ello, ante la destrucción de la ilusión religiosa, se experimenta un inquietante sentimiento de vacío y orfandad —sólo a partir de este sentimiento crece de nuevo «otro mundo», pero éste ahora únicamente metafísico y ya no más religioso. Sin embargo, aquello que en los tiempos primitivos condujo a la presunción de «otro mundo» no fue un impulso o una necesidad, sino un error en la interpretación de determinados procesos naturales, una confusión del intelecto.
- Para la ilustración moral. Se tiene que liberar a lo alemanes de su Mefistófeles, aunque también de su Fausto. Ambos no son más que dos prejuicios morales contra el valor del conocimiento.
- El pensamiento de la muerte. Siento una felicidad melancólica al vivir en medio de esta confusión de callejuelas, necesidades, ecos: ¡cuánta dicha, impaciencia y deseo, cuánta vida sedienta y cuánta embriaguez vital sale a la luz del día en cada momento! ¡Y, sin embargo, pronto el silencio descenderá sobre todos esos vivientes bullicioso y sedientos de vida! ¡Cómo arrastran todos detrás de él su sombra, ese oscuro compañero de viaje! Sucede siempre como en el último momento antes de la partida de un barco dispuesto a zarpar: nunca como en ese momento surgen tantas cosas que decir, es entonces cuando el tiempo apremia y el océano, con su desolado silencio, espera impaciente tras todo este bullicio – ¡tan ávido, tan seguro de conseguir su presa! Y todos, absolutamente todos piensan que lo hasta ocurrido no ha sido nada o poco, mientras que el futuro próximo lo es todo: ¡de ahí esa prisa, ese griterío, ese ensordecimiento y engaño ante nosotros mismos! ¡Todos piensan que son los primeros en ese futuro – ¡mientras que, sin embargo, no hay nada más seguro y común a todos que la muerte y el silencio mortal! ¡Qué extraño es que esta única seguridad y comunidad no sea capaz de ejercer su influencia sobre los hombres, y que sea tanta la distancia que los aleja de sentirse partes de la fraternidad de la muerte! Me llena de felicidad contemplar que los hombres en nada piensan menos que en la muerte. Pero me gustaría hacer algo para que ellos sintieran cien veces más atractivo el pensamiento de la vida.
- Ocio y holgazanería. —Existe un salvajismo característico en la sangre de los indios, propia de indios, en el modo como los norteamericanos se lanzan a la búsqueda del oro: y su prisa sin respiro por el trabajo —el auténtico vicio del nuevo mundo— está comenzando ya a infectar con su salvajismo a la vieja Europa y a extender sobre ella una sorprendente falta de espíritu. Hoy uno se avergüenza incluso del reposo; una larga meditación casi provoca remordimientos de conciencia. Se piensa con el reloj en la mano, como también se come al mediodía con los ojos puestos en las noticias del mercado de valores —se vive como si continuamente no se «llegara a tiempo» a algo. «Es mejor hacer cualquier cosa, antes que no hacer nada» —también este principio es cuerda con la que se puede ahorcar toda cultura y todo gusto superior. Del mismo modo que a todas luces se destruyen todas las buenas formas a causa de esta prisa de los que trabajan, así se destruye también el sentimiento que va ligado a la propia forma, el oído y el ojo para la melodía de los movimientos. Prueba de esto es la grosera sencillez que hoy se exige por doquier, en todas las situaciones en las que el hombre quiere ser alguna vez honesto con sus semejantes, a saber, en el trato con amigos, mujeres, parientes, niños, maestros, alumnos, líderes y príncipes —se carece de tiempo y de fuerza para las ceremonias, para complacerse en la demora, para todo espíritu de la conversación y, en general, para todo otium [ocio]. Porque la vida orientada a la caza de la ganancia obliga continuamente a agotar las fuerzas del propio espíritu hasta la extenuación en un ejercicio de constante disimulo, astucia o anticipación: la virtud propiamente dicha implica hacer ahora algo en menos tiempo que otro. Y así ahora son muy escasas las horas en las que se permite la honestidad: pero en éstas uno se encuentra muy cansado y no sólo desea «dejarse llevar», sino tenderse groseramente a todo lo largo y ancho. Conforme a esta tendencia se escriben ahora las cartas: cuyo estilo y espíritu representarán siempre el auténtico «signo del tiempo». Si todavía existe algún tipo de placer en la sociabilidad y las artes, se trata de un placer parecido al de los esclavos que han trabajado hasta la extenuación. ¡Qué falta de pretensiones hay en esa «felicidad» de nuestros hombres cultos e incultos! ¡Cuánta creciente sospecha frente a toda alegría! El trabajo obtiene cada vez más de su parte toda la buena conciencia; hasta la tendencia a la alegría se llama a sí misma ya «necesidad de reposo» y comienza a avergonzarse ante sí misma. «Uno es responsable de su salud»— eso se dice, cuando se sorprende a alguien en un día de campo. En efecto, pronto se podría llegar a la situación de no abandonarse a la vita contemplativa [vida contemplativa] (es decir, pasear con pensamientos y con amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia. ¡Ahora bien! En otros tiempos sucedía precisamente lo contrario: el trabajo tenía sobre sí la mala conciencia. Un hombre de buen linaje ocultaba su trabajo cuando la necesidad le obligaba a trabajar. El esclavo trabajaba bajo la presión del sentimiento de hacer algo despreciable —el «hacer» mismo era algo despreciable. «La nobleza y el honor se encuentran únicamente en el otium [ocio] y en el bellum [la guerra]»: ¡así sonaba la voz del prejuicio antiguo!
[116] Como ya es norma en nuestras traducciones, se traduce Entstehung por <<génesis>>, <<emergencia>> o <<procedencia>> en lugar de <<origen>> (Ursprung), siguiendo las valiosas indicaciones de Michel Foucault en su artículo <<Nietzsche, la genealogía, la historia>> (trad. De J. Vázquez, Valencia, Pre-Textos, 1997)
[130] Visnú es uno de los grandes dioses – junto a Siva y Brahma – que componen la Trimurti o trinidad hindú. Su misión especial era la conservación del mundo.
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