Manuel Gálvez – El escritor y las masas
En un congreso de escritores que acaba de realizarse en París, uno de ellos, flamante afiliado al comunismo, dijo que él se había adherido a esta doctrina por una razón, no precisamente económica o filosófica, sino literaria. Considera él que el escritor, en la sociedad capitalista, ha perdido todo contacto con el pueblo, con la masa, y que sólo podrá ser restablecido ese contacto dentro del régimen comunista, en donde no hay clases y en donde todos los hombres forman una auténtica comunidad.
En esta afirmación hay algo muy interesante y que deseo destacar: el convencimiento de que el escritor debe llegar al pueblo. Para los que siempre hemos creído lo mismo, semejante idea — después de la larga experiencia vanguardista — y su aceptación por todos los que la han comentado, significa un triunfo nuestro. Desde hace años vengo diciendo que el gran escritor y el gran libro llegan, tarde o temprano, al pueblo, y que el escritor que no interesa a un vasto público no es un gran escritor.
Pero quiero explicar estas palabras para que no se me interprete mal. Los grandes libros, por ser humanos y vivientes, por tratar temas que se refieren el hombre eterno, llegan, tarde o temprano, cuando aparecieron o cien años después, a ser comprendidos y admirados por inmensos públicos. ¿Cuáles son los libros más leídos, los que más se venden? La Biblia, los poemas homéricos, “El Quijote”, “La Divina Comedia”, las novelas de Dostoievsky y de Tolstoi. Aun en las naciones jóvenes los libros más valiosos y representativos son los más populares: “el Kalevala”, en Finlandia; el “Martin Fierro”, entre nosotros. Pero esto no quiere decir que todo libro muy leído sea forzosamente un gran libro. Muchas veces se llega al vasto público por el escándalo o por otra razón no literaria. Hay libros sin méritos — las novelas policiales, por ejemplo-, que alcanzan ventas extraordinarias, para quienes los leen no los consideran como obras de arte, sino como obras entretenidas con las que se persigue el fin de matar el tiempo; aparte de que esas obras populares mueren pronto, como las de Paul de Kock, a quien ya nadie lee. Pero si bien creo que el pueblo puede comprender un gran libro, también creo que hay aspectos en la obra literaria que escapan a la sensibilidad deficiente o ineducada de las masas. Y también creo que los mismos letrados suelen no penetrar en todas las bellezas de una obra maestra. Mil razones personales pueden impedir a un hombre culto comprender enteramente un libro. El exceso de literatura impide al literato, a veces, sentir ciertos momentos de las grandes obras que siente un hombre del pueblo.
Dije que el escritor que no interese al público no es un gran escritor, y lo repito. El poeta, el dramaturgo o el novelista que se encierran en su torre de marfil y hacen obra para una selección – o que creen que la hacen, pues no suelen interesar “sinceramente” a nadie – , no son nunca grandes escritores porque no son humanos ni vivientes, porque no tratan en sus libros los problemas que apasionan al hombre, sino que componen frases más o menos enrevesadas y difíciles. No es gran escritor aquel que, en vez de preocuparse de los sentimientos humanos, se preocupa del sonido de las palabras. Pero no es necesario, naturalmente, que el escritor sea comprendido en su tiempo. Numerosas causas pueden impedir que el escritor llegue en vida a ser leído o admirado por las multitudes. Pero si es realmente grande, será leído años más tarde. Stendhal comenzó, medio siglo después de su muerte, a penetrar en el público. Laforgue era incomprendido hace cincuenta años, y hoy se le recita en los cabarets de París. Nosotros hemos asistido e la impopularidad de Rubén Darío, declarado ininteligible por los tradicionalistas y los mediocres, y hoy popularizado por todas las recitadoras y declamado hasta en las escuelas primarias. Se dirá que Mallarmé y Rimbaud son grandes poetas y que no han llegado al público. Esperemos. Si son verdaderamente grandes poetas serán leídos y admirados por un vasto público dentro de cien años.
Las palabras del escritor comunista tienen una importancia excepcional. Después del naturalismo, y acaso como reacción contra esta escuela, se creyó que el escritor sólo debía aspirar a ser comprendido por unos cuantos espíritus de selección. Los decadentes consideraban a sus lectores como “iniciados”. Para ellos en la literatura había mucho de esotérico. Ser leído por multitudes, alcanzar grandes tiradas, era evidencia de vulgaridad, de pobreza de sensibilidad, de espíritu y gustos burgueses. Las literaturas de vanguardia exageraron aún esta actitud. El arte se deshumanizó. Los escritores dejaron a un lado loe sentimientos, las pasiones, los grandes problemas que inquietan a los hombres. Pero en los últimos años los escritores advirtieron su error y volvieron a hacer, o a intentar hacer, obra humana. No obstante, el prestigio del arte deshumanizado subsistía. Los jóvenes buscaban otra cosa, pero no habían llegado a creer en la necesidad del contacto con las masas. Las palabras de esos jóvenes escritores comunistas, cuyo talento nadie niega, y que hablan de la necesidad de estar en contacto con el pueblo, significan un golpe de muerte a los que aun creen en una literatura más o menos ajena a lo humano.
Pero esas palabras revelan, en quienes las han pronunciado y en quienes las han aceptado, una impotencia indudable. Es como si dijeran: “Nosotros no sabemos interesar a las masas, nos sentimos incapaces de llegar a ellas por nosotros mismos, y necesitamos, para realizar obra viva, capaz de gustar a todos, vivir en un régimen de comunidad, en que todos sintamos idénticamente y nos preocupemos de iguales problemas”. Y no sólo esto, sino que también esos escritores parecen contar con las facilidades editoriales, sobre todo de propaganda y de difusión, que suponen en una sociedad comunista…
No. El verdadero escritor, el gran escritor, debe ser capaz de llegar, por su propia obra, en cualquier régimen, a los vastos públicos. El escritor que hace obra humana y viviente se crea por sí solo un público, forma entre las masas un sentimiento “unánime”, realiza entre sus lectores una comunidad. Dickens, Balzac, Dostoievsky, no han necesitado de un régimen comunista para escribir los grandes libros que escribieron, ni ser leídos con pasión, en el mundo entero, por cientos de millares de hombres. Se objetará que ahora, acaso como consecuencia del arte deshumanizado, el pueblo se ha retirado de los escritores, que desconfía de ellos. Algo de esto es verdad. A los escritores corresponde reconquistar a las masas.
Lo curioso es que esta idea de la unión entre el artista y el pueblo es un principio medieval, vale decir ultrarreaccionario para el criterio comunista ¿Puede llegarse, por sólo un cambio de régimen, a esa comunión entre el creador y su público? No es improbable. El sistema comunista conduce a la eliminación de numerosos temas literarios y aun impone a los escritores cierta clase de asuntos, y hasta acepto que podría formarse, en una sociedad comunista, una cierta solidaridad de ideales o aspiraciones; pero esto no significa que las obras hayan de ser mejores. En la Rusia de los Soviets la literatura de hoy está lejos de ser lo que fue en pleno régimen capitalista y zarista, cuando vivían Tolstoi, Dostoiewsky,Turgueneff, o cuando vivían Chejov y Andreiev. Esto no lo ignoran los escritores comunistas franceses. Hay derecho, pues, a sospechar que lo que buscan con el comunismo es, no la ocasión de producir mejores libros, sino el alcanzar ciertas ventajas materiales que en las naciones de régimen capitalista hoy no procura la profesión de escribir y que ellos consideran que poseen sus colegas soviéticos.
Por otra parte, no es exacto que exista en las sociedades capitalistas tanta disgregación corno se cree. El escritor católico o el socialista sabe que puede contar, si acierta, con grandes públicos. Pero ¿qué tiene que ver la disgregación ideológica con la literatura? Al escritor que penetra en lo hondo del alma humana y tiene el arte de hacerse leer, lo leen y admiran todos los hombres, sean cuales fueren sus ideas políticas y religiosas. En la Inglaterra protestante pocos son más leídos que el católico Chesterton y en los Estados Unidos, el país capitalista por excelencia, los libros del socialista Upton Sinclair tienen millones de lectores.
Eso sí: para llegar a los grandes públicos el escritor debe elegir un tema humano y tratarlo con claridad, con sinceridad. Al hombre le apasiona el hombre, sus padecimientos, sus ilusiones, sus amores, sus odios, su muerte. No le interesa, sino accesoriamente, lo decorativo, es decir las imágenes exquisitas y la belleza de las palabras que nada dicen.
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