Indigenas pampeanos

Sebastián Miranda – LOS MITOS DEL INDIGENISMO (Parte II)

  1. El buen salvaje

Otro de los mitos que ha cobrado mayor difusión es el del buen salvaje. Herederos del pensamiento antisocial de J. J. Rousseau que sostenía que el hombre es naturalmente bueno y la sociedad lo corrompe los indigenistas actuales idealizan a los aborígenes, fuentes y depositarios de todas las virtudes y demonizan al hombre blanco –español o criollo- que monopoliza todos los vicios y aberraciones de los que es capaz del ser humano. Más allá de lo burda de la mentira, es importante comprender que durante las campañas al desierto se cometieron excesos, que fueron la excepción y no la regla, pero que las costumbres de los indígenas no eran un dejo de santidad, producto de su modo de vida. No se trata entonces tampoco de caer en el extremo de demonizarlos o de considerar a estos pueblos como titulares de todos los vicios, pero sí de refutar la visión idílica planteada por los indigenistas y detractores de la campaña al desierto. Se trata de poner las cosas en su sitio y explicar las verdades históricas.

Hemos analizado en el punto anterior el origen de los pueblos, refutando la falsa afirmación de que era el hombre blanco el que invadía sus tierras. Seguidamente trataremos la cuestión de las costumbres y la actitud de los pueblos invasores frente a los pobladores de frontera. Tomaremos algunos testimonios como muestra, pues la bibliografía sobre el tema es vastísima.

 

 

Los cautivos

 

Existen infinidad de testimonios sobre los cautivos, que no solamente fueron blancos sino también indios capturados. S. Avendaño, testigo de los sucesos, relató lo ocurrido tras el asesinato de los caciques ranqueles Llanquelén y Calfulén:

 

“Los niños de los hermanos fueron tomados por los diferentes indios para su servicio. También fueron distribuidos los hijos de aquellos que habían muerto defendiendo la causa de LLanquelén (….). En medio de la tremenda algaraza, en unos por el saqueo y por el triunfo, en los otros por los alaridos y llantos de quienes veían dispersos sus chiquillos y sus hijas mozas; en fin, sus deudos que ignoraban la suerte que les esperaba; gimiendo todos y las criaturas porque les faltaban sus madres y extrañando por verse en poder de hombres desconocidos. Todo esto presentaba el cuadro más digno de compasión (…)”[1]

 

La suerte del cautivo quedaba librada a los caprichos de su captor. En otra de sus obras, S. Avendaño explicó:

 

      “En cuanto a los cautivos cristianos, es algo propio; porque en todos los países ocurre lo mismo: unos distinguen a sus esclavos y otros los mortifican (…). Los indios son muy dispuestos a considerar a sus hijos adoptivos; pero estos no han de ofrecer las más pequeña dificultad en el cumplimiento de sus deberes. Si sucede lo contrario, castigarán al cautivo aun con boleadoras y hasta lo lastimarán”.[2]

 

La añoranza del hogar y los seres queridos, del que eran arrebatados los cautivos, quedan plasmadas en sus escritos:

 

“(…) Irremediablemente derramaba copiosas lágrimas, porque recordaba quien había sido yo cuando gozaba del regazo maternal, y reflexionaba qué era actualmente en mi cautiverio, lloré amargamente, quejándome del Omnipotente, que parecía complacerse en mortificar a una criatura inocente, que como tal en nada podía haberlo ofendido, como para merecer un amargo y perpetuo destierro”.[3]

 

Tras años de sufrimiento y esclavitud, S. Avendaño protagonizó una memorable fuga de los toldos ranqueles, volviendo a la civilización y permitiéndonos en la actualidad disponer de su invalorable testimonio escrito que constituye uno de los más relevantes de la bibliografía disponible sobre la cuestión aborigen en el marco de las campañas al desierto. Años más tarde, en 1874, fue asesinado junto al cacique Cipriano Catriel durante una disputa interna entre los indios pampas en Olavarría.[4]

 

 

Las criaturas y las mujeres

 

Otro de los episodios relatados por S. Avendaño fue le ejecución de una mujer ranquelina acusada de brujería, no siendo impedimento para su asesinato el que tuviera en brazos un niño de pecho:

 

      “Durante ese diálogo la criatura, llena de alegría, chupaba el pecho de su madre, jugueteando con ella, contenta porque se hallaban en el regazo maternal, pero era para no volver jamás a él (…). Llegó la hora de quitar la criatura del seno de la madre. La arrancaron de sus brazos y de un solo bolazo en el cráneo, en la parte superior, fue suficiente para que dejase de existir (…)”.[5]

 

El niño fue entregado a una cautiva blanca para que lo criara.

Estando en los toldos ranqueles del cacique Mariano Rosas, Lucio Victorio Mansilla, en su célebre obra Una excursión a los indios ranqueles relata un episodio entre el cacique y una de sus esposas.

 

“El cacique había castigado a una de sus mujeres; quería castigar a la otra, y el hijo se oponía, amenazando al padre con un puñal si tocaba a la madre.

      Era una escena horrible y tocante a la vez.

      Había bebido, el toldo era un caos, las mujeres y los perros se habían refugiado en un rincón, los indiecitos, las chinitas desnudas lloraban y un fogón expirante era toda la luz.

      Mariano Rosas rugía de cólera.

      Pero retrocedía ante la actitud del hijo protector de la madre”.[6]

 

También hizo referencia al encuentro con una cautiva de San Luis:

 

“Me refirió entonces que era de San Luis, que durante algún tiempo había vivido con un indio muy malo. Que este había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en la última invasión que llevaron los ranqueles al Río 5º (…).

      Vea señor –me decía-, cómo me castigaba el indio.

      Y mostraba los brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos y de cicatrices. Así –añadía con mezclada expresión de candor y crueldad-, yo rogaba a Dios que el indio echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo envuelto con el humor y …”.[7]

 

A raíz de una desavenencia entre los propios ranqueles, en 1845 el cacique Guzmané atacó las tolderías de una facción rival, suceso que fue presenciado por S. Avendaño, entonces cautivo:

 

“(…) Se echó sobre las familias, mandando asesinar a los dos indios prisioneros, y permitió el saqueo y toda clase de violaciones que cometieran con las mujeres. Cautivaron también a algunas jóvenes. Luego dio orden de destruir hasta los toldos”.[8]

 

Al poco tiempo fue el propio cacique víctima de la venganza de sus semejantes:

 

“(…) Lo rodearon y por fin, viéndose acometido por todos lados y sin auxilio, el cacique intentó sostener un combate desesperado, él contra dieciséis que lo atacaban.

      Sus enemigos le quebraron la lanza; echaron pie a tierra y por todas partes no se vio sino una lluvia de lanzazos que lo hirieron para concluir con él”.[9]

 

      Este tipo de conductas eran habituales, especialmente entre los más belicosos araucanos y ranqueles, generando una gran mortandad a causa de las venganzas.

Durante la invasión al pueblo de Rojas en 1849, nuevamente S. Avendaño pudo observar la barbarie en la forma en que los ranqueles trataban a las mujeres y a los niños:

 

“Una pobre mujer, que en pocos días debía dar a luz a un hijo, y un chico llamado José Centeno, fueron los únicos que cayeron en poder de los indios. La primera fue víctima de la ferocidad, porque en momentos en que el indio trataba de alzarla a caballo, vio que se le venían encima cuatro cristianos. El indio sacó su cuchillo y le dio a la mujer una puñalada en el vientre, de manera que la infeliz largó las tripas al suelo y cayó exhalando un solo grito. El chico fue llevado, porque su captor cristiano se contentó con él, y regresó a los primeros  teniendo buen cuidado de internarse”.[10]

 

Seguramente el cristiano al que se refiere S. Avendaño fue uno de los renegados o criminales que con frecuencia encontraban refugio entre los indígenas, siendo el caso más conocido el de Manuel Baigorria.

Uno de los testimonios más desgarradores fue dado por Tiburcia Escudero, testigo de un malón sobre la estancia La Higuerita en San Luis en 1850:

 

“(…) Un indio me agarró de las trenzas y me levantó en el aire y me puso atravesada sobre la cruz de su caballo gritando: no escapando cristiana (…) cristiana linda no matando, llevando toldo, volvimos al patio donde otros indios estaban bajando de los caballos  y dando vuelta todo lo que teníamos y robando (…). De mi mamá no supe más nada. Después, de vuelta, a los cuatro años, me anoticié que la mataron los infieles y que mis hermanos menores se habían escondido en un hueco de barranca y se salvaron porque no los vieron los indios (…). Saquearon como tres viviendas más, robando y matando, en algunos casos mataron niñitos que aún no caminaban, los tiraban para arriba y tres o cuatro indios por juguete decían: ensartando piche-botón (niño) y los clavaban con la lanza. A mí me ataron pies y manos con sogas de boleadoras duras; el primer día ya me habían sangrado las muñecas y tobillos. La vuelta era una carrera desenfrenada, tardamos tres días en llegar a las tolderías”.[11]

 

Semejante salvajada, asesinato de mujeres y niños, secuestro, robo, no hacen necesarios comentarios.

 

 

El trato a los prisioneros

 

En 1876, durante una serie de malones, los indios capturaron a un cabo y un soldado. Uno de los vecinos de Junín, Isidoro de la Sota, envió una carta a don Ataliba Roca residente en Buenos Aires, informando de los sucesos de los que fue testigo:

 

“(…) Días después arrebataron los caballos del Fortín Salinas, el primero viniendo de allá, del que capturaron un cabo y un soldado a los que, desmontados, arrastraron dos leguas, después de haberles castrado y cortado un pie; los mataron al divisar el segundo Fortín, el Heredia, del que, los indios dieron muerte a tres soldados sin armas que atendían la caballada, la que se llevaron toda: ¡este es el principio de nuestra frontera!”.[12]

 

Durante uno de los malones contra San Luis, una partida de ranqueles sorprendió a un grupo de soldados de puntanos. Uno de ellos descansando sobre un árbol:

 

“¡Bájate cristiano!

      El sorprendido, viendo el peligro a sus pies, se bajó. Al mismo tiempo descubrieron a otro soldado, que también estaba dormido y a poca distancia. Era el cabo que vigilaba al centinela. Los ataron y les hicieron declarar para qué fin estaban allí, con quién andaban, el número de sus compañeros, dónde estaban estos y finalmente, el estado de las fuerzas de San Luis.

      Los infelices largaron cuanto sabían. Luego los indios mataron a uno y se llevaron al otro de guía hasta donde estaban los 27 restantes. Cuando este señaló donde estaban lo mataron también. Y empezaron a cercar desde lejos el lugar indicado.

      En cuanto sintieron el tropel, los soldados, junto con el oficial, se pusieron a la defensiva, haciendo espalda en los bordes de los otros barrancos. La pelea fue encarnizada. Los cristianos se defendieron con extraordinario arrojo. Pero al fin, agotadas las municiones, fueron acosados a pedradas por las hordas indias. Y así sucumbieron todos, sin salvarse uno. Los desgraciados mutilados y despedazados; unos sin ojos; otros con los cráneos hechos pedazos, las narices deshechas y los más, lanceados”.[13]

 

Los interrogatorios a los prisioneros y su posterior asesinato eran prácticas comunes de los ranqueles y araucanos, al igual que el ensañamiento con los cuerpos de los caídos. Otro valioso testimonio ha llegado a nosotros de la pluma del comandante Manuel Prado en su memorable obra La guerra al malón donde relató el rescate de los cuerpos de seis militares caídos en combate contra los indios:

 

      “(…) Volvían estos despacio, el tranco lerdo y cansado de sus cabalgaduras, trayendo seis cadáveres horriblemente mutilados (…)”.[14]

 

En otro de los combates, en 1877, el teniente coronel Saturnino Undabarrena, salido desde Italó en persecución de una partida de salvajes, murió junto a sus hombres:

 

      “Undabarrena y sus compañeros se batieron como leones; pero vencidos por el número no tardaron en sucumbir. Cuando llegó la columna de los rezagados que había reunido el capitán Reguera, sólo encontraron un montón de cadáveres hechos pedazos”.[15]

 

Sobre el mismo combate, pero en otro de sus libros, M. Prado describió la escena:

 

      “En el lugar donde cada soldado había caído, una rastrillada  un reguero de sangre. Donde estaban, mutilados horriblemente y desnudos, los cuerpos de Undabarrena y sus oficiales, parecía un matadero: once eran los indios muertos por aquellos bravos”.[16]

      

El año anterior se había producido una situación similar en las proximidades del fortín Chañares:

 

      “Miró el jinete haca aquel lado, y no pudo evitar un movimiento de horror al ver destrozado el cuerpo del soldado que dejaron de vigía. El infeliz estaba horriblemente degollado, desnudo, cubierto el pecho de agujeros que manaban sangre aún”.[17]

 

      En 1882, en Neuquén, nuevamente los indios se ensañaron con los cuerpos de los caídos:

 

“Veinte indios cayeron sobre el oficial y el soldado; este, ágil como el gato, saltaba de un lado para el otro en torno a su teniente, que a su vez se defendía, como era posible hacerlo sentado, con la hoja de su espada (…).

      Nogueira, cuando fue hallado, tenía el cuerpo acribillado a lanzazos, la cabeza separada del tronco y los miembros mutilados.

      El soldado, abandonado por los indios que lo creyeron muerto, fue recogido herido y llegó a restablecerse por completo”.[18]

 

 

Los malones

 

Refiriéndose a la conducta durante los malones, Dionisio Schoo Lastra explicó el trato que las indiadas del cacique Pincén tenían con los hombres blancos:

 

      “El porqué de las huidas o de los encuentros a muerte se explica: los indios de Pincén sistemáticamente no cautivaban adultos, porque les perturbaban la vida en las tolderías. A ellas sólo llevaban mujeres y criaturas de ambos sexos; a los hombres los mataban, y los cristianos, retribuyéndoles la atención, hacían los mismo con ellos”.[19]

 

De esta manera la guerra en el desierto era un enfrentamiento a muerte, donde muchas veces la victoria o la derrota implicaban el asesinato de los prisioneros enemigos. Así murió el teniente Marcelino Vargas de los lanceros de Junín, hermano de don Pablo Vargas, distinguido comandante en la lucha contra los indios. Sorprendido y rodeado en su rancho durante un malón, vendió cara su vida:

 

      “Con su desesperación del agotamiento atropelló, logró un pequeño claro que le descubrió la boca del pozo que no tenía brocal ni era profundo; lanzóse adentro (…). En el agua, algo se repuso aprovechando su tranquilidad momentánea, porque alrededor de la boca del pozo, no tardaron en asomar la cabeza los indios. Discutían entre ellos, no podían distinguirle; el más atrevido entró una pierna y luego la otra, y se deslizaba al interior cuando él lo calzó de un lanzazo, cayó el indio a su lado y ahí lo despenó.

      Entonces los demás empezaron a arrojar al interior del pozo los palos y paja del techo del rancho, y les prendieron fuego. Quemáronle vivo y se libraron así de uno de los bravos de aquella lidia (…)”.[20]

 

Durante uno de los ataques contra Junín, en la estancia La Teodolina, propiedad de los Alvear, la indiada ingresó al rancho del administrador:

 

      “En la puerta dio de manos a boca con un indio de pue que sin darle tiempo de reacción alguna, le sumió el cráneo de un bolazo, dándole muerte instantánea.

     Si al caer abatido, adentro, oyeron algo, el hecho fue que desde allí una voz juvenil de mujer pronunció un nombre, apareciendo a poco con su nene en brazos.

      Y en la semi claridad del amanecer, salía de la arboleda de La Teodolina un indio llevando delante de él, sobre el caballo, a una señora en batón con su hijito”.[21]

 

S: Avendaño, que convivió como cautivo con los ranqueles durante varios años relata las alternativas de un malón contra la zona de Cruz Alta en Córdoba:

 

       “Gran número de familias desgraciadas cayeron en poder de estos. Los indios mataron a los hombres y saquearon las casas, sólo se salvó el fuerte, que estaba resguardado por tres filas de tunas (…). Los invasores se proveyeron de todo; las casas de negocios quedaron a su discreción, porque nadie podía repelerlos”.[22]

 

Con frecuencia se sostiene que el indio robaba porque le faltaban los medios de subsistencia. Más allá de que esto no era justificación, los medios eran escasos porque preferían el saqueo al trabajo. Muchas de las tribus tenían parcelas donde cultivaban diversos alimentos, pero los robos les proporcionaban riquezas con mucha más facilidad que el avocarse al diario y duro trabajo. Francisco Pascasio Moreno, quien valoró a los indígenas y luchó siempre por su preservación escribió:

 

      “Las mujeres, las hacendosas araucanas, trabajan desde el amanecer en la preparación de los alimentos, en el arreglo de su casa y en el cuidado de sus pequeños hijos, que tratan con el mismo cariño maternal que la más amante de nuestras matronas (…). En los momentos que le dejan libres esas ocupaciones, teje con aparatos sencillos los magníficos ponchos que conocemos.

      El hombre; por el contrario, es haragán como todos los salvajes: acostado boca abajo o recostado sobre un quillango, pasa el tiempo conversando de sus combates, de sus mujeres, de sus cacerías y de sus caballos. Sólo cuando la comida falta y el hambre lo apura, sale de su apatía en busca de guanacos o avestruces o de algún potro, que mata a bolazos y que las mujeres descuartizan”.[23]

 

Esta tendencia a la holgazanería era uno de los factores que los llevaban a hacer los malones, siendo mucho más sencillo obtener mediante el robo la riqueza labrada con el trabajo de otros que con el propio sudor de la frente. Y esto con el agravante de que estas tribus habitaban en regiones como Buenos Aires, La Pampa, el sur de Córdoba y Santa Fe, Río Negro y Neuquén, con suelos que brindan enormes posibilidades para la agricultura y ganadería. De allí que el nombre de desierto pueda aplicarse por la escasez de habitantes pero no por la falta de recursos.

Estanislao Zeballos, uno de los más importantes investigadores de la cuestión indígena y defensor de las campañas al desierto, nos da una idea de la magnitud de los malones:

 

       “El Azul rodeado hasta las chacras, como aconteció en 1855, su campaña saqueada; las fuerzas de línea divididas y aisladas, en la impotencia: las lejanas divisiones de Villegas, Freyre y Winter realizando marchas tremendas, que aniquilaban sus caballos, para cortar el camino al enemigo, fuera de la línea de fortines, y los bárbaros esparcidos sobre una zona de millares de leguas, ticas en ganado y poblaciones cristianas desde Tapalqué a Bahía Blanca, retirándose con un botín colosal de 300.000 animales y 500 cautivos, después de matar 300 vecinos y quemar 40 casas, ¡tal era el cuadro a que asistía con horror la Nación entera!”.[24]

 

  1. Serres Güiraldes explicó los resultados del gran malón de 1872:

 

      “La apreciación oficial sobre la magnitud del malón, sitúa los efectivos que intervinieron en el mismo, entre los 3.000 y 3.500; pero estimaciones de testigos presenciales – tales como el ingeniero Ebelot – hacen ascender el número a unos 5.000 indios.

      Esa turba – que como un aluvión que rompe los diques de contención arrasando todo a su paso – lanzó un ataque en un amplio frente, arrollando las defensas de las fronteras Sud y Costa Sud, penetrando en los principales pueblos y establecimientos rurales. Azul. Tapalqué, Tandil, Tres Arroyos y Alvear, fueron devastados por las hordas del desierto. Trescientas leguas de buenos campos fueron taladas por el paso de los jinetes indios.

     El espectáculo de la invasión grande fue algo dantesco que sobrecogió hasta los espíritus más templados, y finalizó con algo probablemente nunca visto en la historia de la humanidad ¡un arreo de 300 mil cabezas de ganado!”.[25]

 

Otro testimonio de los malones, en este caso de una  gran invasión en 1876, fue publicado en el diario La Prensa dando a conocer lo ocurrido en Tres Arroyos donde fueron incendiadas 113 casas y robados 25.000 caballos y 3.000 vacas. Un vecino que presenció  los sucesos relató:

 

      “Los salvajes desprendieron cincuenta lanceros para recibirla, {a una partida de vecinos que salió a defender sus hogares}  trabándose una lucha reñida de la cual resultaron seis cristianos muertos, incluso cuatro de los seis que salieron de la estancia. Obligados a replegarse los vecinos se vinieron a donde estábamos, consternados y a la vez impotentes en presencia de un choque sangriento que tenía lugar a diez cuadras de nosotros. Los muertos por su heroísmo merecen ser nombrados pues se peleaba cuerpo a cuerpo son: Encarnación Castellanos, Mendoza, un compadre suyo, el paisano Pacheco Artaya y un Sandalio peón de Soler. Después de lanceados esos valientes fueron degollados a nuestra vista.

      Los indios enfurecidos atacaron enseguida la casa de Chagarrete a la que prendieron fuego. Fueron enseguida a un rancho inmediato y degollaron a Cruz González prendieron fuego a la casa, entre cuyos escombros quedó carbonizado su dueño. Mientras esto sucedía, otro grupo degollaba a un pariente del Señor Gavilán, llevándose cautivas a la mujer y a una joven muda (…)”.[26]

 

La magnitud y devastación generada por estos ataques no deja de ser sobrecogedora: asesinato de vecinos, secuestro de mujeres y niños, incendio de los hogares, saqueo de bienes, arreos de 300.000 cabezas de ganado. Si el indio solamente robaba para comer, de acuerdo a estas cifras, ninguno debía ser flaco o pasar hambre.

 

Las borracheras

 

Famosos fueron los indios por su gusto por las borracheras, a pesar de ser una conducta común en las sociedades, no deja de ser un testimonio de lo lejos que estaban las tribus de la visión idealizada de los indigenistas. Lucio Mansilla nos dejó un testimonio de su experiencia en las tolderías de Leubucó:

 

      “´-Yapaí, hermano- y apuraba el cuerno o el vaso.

      Una algaraza estrepitosa producida por medio de golpes dados en la boca abierta, con la palma de la mano, estallaba incontinente.

      ¡¡¡ Babababababababababa!!! –resonaba, ahogándose los últimos ecos en la garganta de aquellos sapos gritones.

      Mientras el licor no se acabara, la saturna duraría.

      Yo no quería que me sorprendiera  la noche entre que aquella chusma hedionda cuyo cuerpo, contaminado con el uso de la carne de yegua, exhalaba nauseabundos efluvios: regoldaban a todo trapo; cada eructo parecía el de un cochino cebado con ajos y cebollas”.[27]

 

La gráfica y pintoresca descripción de L. Mansilla escrita en su célebre trabajo nos da una idea de estos rituales en los que bajo el efecto de la bebida, estallaban con frecuencia las peleas con su consiguiente saldo de muertos y heridos, de allí el terror que sentían las mujeres y los niños que buscaban refugio donde podían para evitar ser víctimas de la ira de los hombres bajo el efecto del alcohol. De acuerdo a la visión de F. P. Moreno, sin duda uno de los hombres que más investigó las costumbres de los aborígenes que enfrentaron al hombre blanco durante la campaña al desierto, el excesivo consumo de alcohol contribuyó a la disminución de las poblaciones:

 

      “El mapuche (gente de los campos) es gran aficionado a los licores, y esta es la causa principal de su rápida extinción.

      Cuando consigue el aguardiente que los indios aucaces (o valdivianos), repulsivos comerciantes, traen a vender a los toldos, o ha llegado el tiempo de la zarzaparrilla, el michi (Duvaua) y las manzanas, las orgías son terribles; no se pueden describir.

      Con el pretexto de propiciarse los favores del Buen Espíritu hacen reuniones en las que, después de dar de comer y beber a las piedras sagradas y a las víctimas ya sacrificadas –potros, yeguas, toros y ovejas- y haber regado las lanzas, se entregan a borracheras desenfrenadas y beben días y semanas enteras. He presenciado algunas de ocho días de duración. En esas circunstancias es cuando el viajero peligra.

      Entonces los toldos se convierten en verdaderos campos de Agramante; si no se  han quitado las armas a los indios, la sangre humana corre y su vista incita a aumentar la carnicería. Así empiezan generalmente las matanzas de brujas, infelices ancianas que el indio, en momentos de ceguedad, cree causantes de sus desgracias y enfermedades. Lástima que tales escenas sean frecuentes en esta tierra de promisión”.[28]

 

Es difícil encontrar algún viajero, explorador, ex cautivo o persona que haya convivido con los indígenas y dejado un testimonio que omita la impresión que le generaban las borracheras pero especialmente la violencia de las trifulcas que estallaban bajo los efectos del alcohol y que fueron otro de los factores que influyó en la disminución de las poblaciones. Podemos notar de acuerdo al testimonio de F. Moreno, que eran los propios indígenas, en este caso, los que vendían las bebidas y que si no se obtenían de la producción del hombre blanco, se elaboraban a partir de las manzanas. Este punto sirve para refutar otro de los mitos, consistente en que fue el hombre blanco el que introdujo el alcohol, cuando este en realidad estaba presente desde antes de la llegada de los españoles, siendo su consumo parte de los ritos y vicios de los indios.

 

Reflexión final

 

La lucha generada entre los indígenas entre sí y contra el hombre blanco y las costumbres y atrocidades descriptas no pretenden ser un catálogo morboso de los horrores ocurridos durante las guerras en la frontera o durante los enfrentamientos entre los indígenas. Tampoco pretende demonizarse a los indios, veremos en sucesivos trabajos lo ocurrido en el proceso de lucha, pero sí buscan refutar las mentiras o errores de quienes buscan destruir la imagen de los que lucharon para terminar con los malones y llevar la paz a las fronteras para que las poblaciones pudieron vivir y trabajar en paz y la Patria progresara.

Para indigenistas, seudo intelectuales de izquierda y simples ignorantes, parece que el genocidio perpetrado entre las tribus – la mayoría de ellas emigradas de Chile para conquistar y someter a otros grupos, legítimos dueños de la tierra-; el asesinato masivo de pacíficos pobladores de frontera; las violaciones y muertes de mujeres y niños; el secuestro y desaparición de hombres, mujeres y niños sometidos a la esclavitud (muchos de ellos recuperados durante las campañas al desierto y restituidos a sus familias); el robo masivo de ganado y bienes para no trabajar; el apoyo a estos del gobierno de Chile para menoscabar la soberanía argentina en la Patagonia; las borracheras; las poligamia; la tortura, mutilación y muerte de prisioneros, parecen ser aspectos olvidados. Fueron las acciones cívico-militares llevadas a cabo para terminar con la barbarie en nuestro suelo.

Las campañas al desierto, sobre las que trataremos en las siguientes notas, terminaron con todas las atrocidades descriptas, aseguraron la frontera, acabaron para siempre con el terror y devastación que generaban los malones, permitieron la expansión de la ganadería y la agricultura, convirtiéndonos en el granero del mundo y en una de las primeras economías mundiales, aseguraron para siempre la soberanía en los territorios en disputa con Chile y destruyeron el poder del indio. Bien sintetizó Ricardo Paz la importancia de estas acciones en las que cientos de oficiales, suboficiales y soldados del Ejército Argentino y la Guardia Nacional ofrecieron sus vidas y sacrificios para que la Patria viva:

 

      “(…) El poder del indio quedaba destruido; sus restos se confinaron al sur del río Negro y del Limay, o regresaron a Chile, por los mismos boquetes que durante tantos años sirvieron para alargar la mano sobre la riqueza argentina.

      Se había puesto fin no sólo al malón sino a su aprovechamiento por parte de Chile, a manera de guerra de recursos, no declarada pero efectiva.

      En un cuarto de siglo cerca de 4.000.000 de cabezas de ganado pasaron por el – llamado – camino de los chilenos y otras célebres rastrilladas al ‘país de las manzanas’ primero y de ahí al otro lado de los Andes.

      Antes de ello fracasaron todos los esfuerzos diplomáticos para obtener la colaboración de Chile en la represión de tanta salvajada. Sarmiento tuvo que oír de sus viejos amigos transandinos manifestaciones acerca de la imposibilidad de ejercer controles sobre este tráfico ilícito, cuando en verdad, lo estaban alentando (…).

      La ocupación del desierto, cumplió con fines civilizadores y económicos, pero también     estratégicos, en cuanto puso a nuestro ejército sobre los pasos del sur de la cordillera, a dos leguas del Pacífico, hasta donde llegó el general Villegas dentro de lo que era entonces territorio argentino”.[29]

 

 Sebastián Miranda

NOTAS:

 

[1] AVENDAÑO, Santiago. Op. cit., p. 71.

[2] AVENDAÑO, Santiago. Usos y costumbres de los indios de la pampa, primera reimpresión, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2012, p. 130

[3] AVENDAÑO, Santiago. Memorias… . Op. cit., p. 157.

[4] Ver ZABALLOS, Estanislao. Episodios en los territorios del sur (1879), Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2004, pp. 453-457.

[5] AVENDAÑO, Santiago. Memorias …Op. cit., pp. 99-100.

[6] MANSILLA, Lucio Victorio. Una excursión a los indios ranqueles, décima edición, Espasa – Calpe Argentina, 1997, p. 195. Hijo del héroe de la batalla de Vuelta de Obligado y sobrino de Juan Manuel de Rosas.

[7] MANSILLA, Lucio Victorio. Op. cit., pp. 156-157.

[8] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 114.

[9] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 117.

[10] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 173.

[11] Testimonio de la cautiva Tiburcia Escudero. En: ROJAS LAGARDE, Jorge Luis. Op. cit., pp. 59-60.

[12] Carta de Isidoro de la Sota, vecino de Junín, a Ataliba Roca, comerciante, hermano del general Julio Argentino Roca. En: SCHOO LASTRA, Dionisio. La lanza rota, primera reimpresión, Buenos Aires, El Elefante Blanco, 2010, p. 67.

[13] AVENDAÑO, Santiago. Memorias … Op. cit., p. 234.

[14] PRADO, Manuel. La guerra al malón, Buenos Aires, Xanadú 1976, p. 75.

[15] PRADO, Manuel. Op. cit., p. 78.

[16] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa. Cuadros de la guerra de frontera, Buenos Aires, Taurus, 2005, p. 51.

[17] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa … Op. cit., p. 83.

[18] PRADO, Manuel. Conquista de La Pampa … Op. cit., p. 141.

[19] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 102.

[20] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 106.

[21] SCHOO LASTRA, Dionisio. Op. cit., p. 98.

[22] AVENDAÑO, Santiago. Usos y costumbres.. .Op. cit., p. 130.

[23] MORENO, FRANCISCO PASCASIO. Viaje a la Patagonia Austral 1976-1877, segunda reimpresión, Buenos Aires, Solar, 1989, p. 35.

[24] ZEBALLOS, Estanislao. La conquista de las quince mil leguas, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.

[25] SERRES GÜIRALDES, Alfredo. Op. cit., p. 239.

[26] Testimonio de un vecino de Tres Arroyos. En: ROJAS LAGARDE, Jorge Luis. Op. cit., p. 65.

[27] MANSILLA, Lucio V. Op. cit., p. 110.

[28] MORENO, FRANCISCO PASCASIO. Op. cit., p. 34-35.

[29] PAZ, Ricardo Alberto. Op. cit.,  p. 37.




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