Bolsa de NY en 1963

Joseph Schumpeter – La civilización del capitalismo

Dejando el círculo de las consideraciones puramente económicas nos dirigimos ahora al aspecto cultural de la economía capitalista —a su superestructura sociopsicológica, si queremos hablar en el lenguaje marxista— y a la mentalidad que es característica de la sociedad capitalista y, en particular, de la clase burguesa. Resumiendo con una brevedad desesperada los hechos más salientes pueden exponerse del modo siguiente:

Hace cincuenta mil años el hombre se enfrentaba con los peligros y oportunidades de su medio de una manera que algunos “prehistoriadores”, sociólogos y etnólogos convienen en considerar equivalente, grosso modo, a la actitud de los salvajes actuales. [1] Para nosotros hay dos elementos en esta actitud que son especialmente importantes: la naturaleza “colectiva” y “afectiva” del proceso espiritual del salvaje y el papel, superpuesto a ella parcialmente, de lo que, no con mucha corrección, llamaré aquí la magia. Con el primero, o sea la naturaleza colectiva y afectiva, aludo al hecho de que, en los grupos sociales pequeños e indiferenciados o no muy diferenciados, las ideas colectivas se imponen con mucho más rigor en la mentalidad individual que en los grupos grandes y complejos y que a las conclusiones y decisiones se llega mediante métodos que desde nuestro punto de vista pueden caracterizarse por un criterio negativo, a saber: el menosprecio de lo que nosotros llamamos lógica y, en particular, de la regla que excluye la contradicción. Con el segundo, o sea la magia, señalo el uso de una serie de creencias que, en realidad, no están desligadas por completo de la experiencia —ningún artificio de magia puede sobrevivir a una serie ininterrumpida de fracasos—, pero que insertan en la sucesión de los fenómenos observados entidades o influencias derivadas de fuentes no empíricas. [2] La semejanza de este tipo de proceso mental con el de los neuróticos ha sido puesta de manifiesto por G. Dromard (1911; su expresión délire d’interpretation es especialmente sugestiva) y Segismund Freud (Tótem und Tabú, 1913). Pero esto no quiere decir que sea extraño a la mente del hombre normal de nuestra propia época. Por el contrario, cualquier discusión de temas políticos puede convencer al lector de que una gran parte de nuestro propio proceso mental de la mayor importancia, desde el punto de vista de la acción, es exactamente de la misma naturaleza.

El pensamiento o el comportamiento racionales y la civilización racionalista no suponen, por consiguiente, la ausencia de los criterios mencionados, sino solamente una ampliación lenta, pero incesante, del sector de la vida social dentro del cual los individuos o los grupos se enfrentan con una situación dada, primeramente, tratando de sacar de ella el mejor partido posible confiando más o menos —pero nunca por completo— en sus propias facultades; en segundo lugar, obrando de acuerdo con las reglas de la coherencia que nosotros llamamos lógica, y en tercer lugar, fundándose en hipótesis que cumplan estas dos condiciones: que su número sea mínimo y que cada una de ellas sea susceptible de ser expresada en términos de experiencia potencial. [3]

Todo esto es, por supuesto, muy insuficiente, pero basta para nuestro propósito. Hay, sin embargo, otro punto acerca del concepto de las civilizaciones racionalistas que voy a mencionar aquí para referirme a él ulteriormente. Cuando el hábito del análisis racional de los problemas diarios de la vida y del comportamiento racional con relación a los mismos está suficientemente desarrollado, reacciona sobre la masa de las ideas colectivas y las somete a crítica y, en cierto grado, las “racionaliza”, planteándose preguntas tales como por qué tiene que haber reyes y pontífices o subordinación o diezmos o propiedad. Incidentalmente, es importante observar que, aunque la mayoría de nosotros consideraríamos tal actitud crítica como síntoma de un estadio superior de desarrollo espiritual, este juicio de valor no está confirmado necesariamente y en todos los sentidos por la experiencia. La actitud racionalista puede actuar con una información y una técnica tan inadecuadas que las acciones a que da lugar, especialmente una tendencia general a la admiración de las prácticas médicas, pueden parecer, a un observador de un período posterior, de valor inferior, incluso desde un punto de vista puramente intelectual, a las acciones y tendencias antimedicinales asociadas a actitudes que la mayoría de los contemporáneos se siente inclinada a atribuir únicamente a los superdotados. Una gran parte del pensamiento político de los siglos XVII y XVIII ilustra esta verdad siempre olvidada. No solamente en la profundidad de la visión social, sino también en la del análisis lógico, ha sido netamente superior la contracrítica posterior de los “conservadores”, por irrisoria que haya parecido a los escritores de la ilustración.

Ahora bien: la actitud racional penetra, probablemente, en el espíritu humano ante todo a causa de la necesidad económica; a la tarea económica de cada día es a la que nosotros, como raza, debemos nuestra capacitación elemental en el pensamiento y en la conducta racionales, y yo no vacilo en decir que toda la lógica se deriva del modelo de la decisión económica, para usar una frase favorita mía, que el modelo económico es la matriz de la lógica. Esto parece plausible por la siguiente razón. Supongamos que un “salvaje” usa la máquina más elemental de todas, ya apreciada por nuestros primos los gorilas, un bastón, y que este bastón se rompe en sus manos. Si él trata de remediar el daño recitando una fórmula mágica (podría, por ejemplo, murmurar “oferta y demanda” o “planificación y dirección”, en la esperanza de que, si repetía esto exactamente nueve veces, volverían a unirse los dos fragmentos), entonces está dentro del recinto del pensamiento pre-racional. Si él procura descubrir el mejor procedimiento para unir los dos fragmentos o de conseguir otro bastón entonces actúa racionalmente en nuestro sentido. Ambas actitudes son posibles, naturalmente. Pero es evidente que en ésta, como en casi todas las demás acciones económicas, el fracaso operativo de una fórmula mágica será mucho más manifiesto que cualquier fracaso de una fórmula que había de hacer a nuestro hombre victorioso en el combate o afortunado en el amor o descargue su conciencia del peso de un remordimiento. Esto es debido a la precisión inexorable y, en la mayoría de los casos, al carácter cuantitativo que distingue lo económico de los demás sectores de la actividad humana y tal vez también a la monotonía y falta de emoción de la interminable repetición de las necesidades económicas y su satisfacción. Una vez forjado el hábito, se extiende a las demás esferas de actividad, bajo la influencia pedagógica de las experiencias favorables, y en ellas abre también los ojos a los hombres para esta cosa prodigiosa que es el Hecho.

Este proceso es independiente de cualquier vestidura de la actividad económica y, por tanto, también de la vestidura capitalista. Otro tanto ocurre con el móvil del lucro y del interés personal. El hombre pre-capitalista no es, en realidad, menos “rapaz” que el hombre capitalista. Los campesinos siervos, por ejemplo, o los señores feudales, afirman su autointerés con una energía brutal completamente peculiar. Pero el capitalismo desarrolla la racionalidad del comportamiento y le añade un nuevo filo de dos maneras ligadas entre sí.

Primeramente exalta la unidad monetaria, que no es creación del capitalismo, a la dignidad de una unidad contable. Es decir, la práctica capitalista convierte la unidad de dinero en un instrumento de cálculo racional del costo-beneficio, con el que construye el grandioso monumento de la contabilidad por partido doble. [4] Sin entrar en esta cuestión tenemos que observar que el cálculo del costo- beneficio, originariamente un producto de la evolución hacia la racionalidad económica, reacciona, a su vez, sobre esta racionalidad; al cristalizar y definir de una manera numérica, da un impulso poderoso a la lógica de la empresa. Y así definido y cuantificado en el sector económico este tipo de lógica o método de comportamiento comienza entonces su carrera de conquistas, subyugando —racionalizando— las herramientas y las filosofías del hombre, sus prácticas médicas, su imagen del cosmos, su visión de la vida; en realidad, todo, incluso su concepto de belleza y de justicia y sus ambiciones espirituales.

En este respecto, altamente significativo que la ciencia matemático-experimental moderna se ha desarrollado, en los siglos xv, xvi y xvii, no sólo paralelamente al proceso social que usualmente se denomina nacimiento del capitalismo, sino también fuera de la fortaleza del pensamiento escolástico y haciendo frente a su desdeñosa hostilidad. En el siglo xv la matemática se ocupaba, principalmente, de cuestiones de aritmética comercial y de problemas de arquitectura. Los inventos mecánicos utilitarios, descubiertos por el hombre de tipo artesano, surgieron en los orígenes de la física moderna. El rudo individualismo de Galileo era el individualismo de la naciente clase capitalista. El cirujano comenzó a elevarse por encima de la comadrona y del barbero. El artista, que era a la vez ingeniero y empresario —el tipo inmortalizado por hombres como Vinci, Alberti, Cellini; incluso Durero se dedicó a planos para fortificaciones— ilustra mejor que nada lo que quiero expresar. Al maldecir de todo esto los profesores escolásticos de las universidades italianas mostraban más sentido del que nosotros les atribuimos. La inquietud no era por las afirmaciones heterodoxas singulares. A cualquier escolástico capacitado podía creérsele capaz de enrollar sus textos de manera que se adaptasen al sistema de Copérnico. Pero aquellos profesores percibían, con muy buen sentido, el espíritu que había detrás de tales hechos: el espíritu del individualismo racionalista, el espíritu engendrado por el capitalismo naciente.

En segundo lugar, el capitalismo naciente ha producido no sólo la actitud mental de la ciencia moderna, actitud que consiste en plantearse ciertas interrogantes y procurar contestarlas de una manera determinada, sino que ha creado también los hombres y los medios. Al romper el ambiente espiritual del feudalismo y perturbar la paz intelectual del feudo y la aldea (aunque, por supuesto, siempre había mucho que discutir y por qué reñir en un convento), pero especialmente al crear el espacio social para una nueva clase que se apoyaba en sus realizaciones individuales en el campo económico, el capitalismo atrajo, en cambio, a aquel campo a las voluntades fuertes y a las inteligencias poderosas. La vida económica pre-capitalista no dejaba espacio para realizaciones que permitiesen franquear las barreras de clase o, para expresarlo de una manera diferente, que fuesen susceptibles de crear posiciones sociales comparables a las de los miembros de las clases entonces dominantes. No es que se impidiese el ascenso social en general. [5] Pero la actividad económica, hablando en términos amplios, era de índole esencialmente subalterna, incluso en el caso de los artesanos que alcanzaban la cumbre de las corporaciones, por encima de las cuales apenas les era posible elevarse. Las avenidas principales para el ascenso social y las grandes ganancias las constituían la Iglesia —casi tan accesible como ahora durante todo la Edad Media –, a la que podemos añadir las cancillerías de los grandes magnates territoriales y la jerarquía de los señores feudales, completamente accesible hasta mediados del siglo XII, aproximadamente, para todo hombre calificado física y psíquicamente y no totalmente inaccesible después. Sólo cuando la empresa capitalista —en un principio comercial y financiera; después, minera, y, finalmente, industrial – desplegó sus posibilidades, es cuando la capacidad y la ambición supernormales comenzaron a convertir los negocios en una tercera avenida. El éxito fue rápido y manifiesto, pero se ha exagerado mucho el prestigio social que llevaba consigo al principio. Si examinamos de cerca la carrera de Jacob Fugger, por ejemplo, o la de Agostino Chigi, comprobamos fácilmente que tuvieron muy poco que ver con el rumbo de la política de Carlos V o del Papa León X y que tuvieron que pagar un precio muy elevado por los privilegios de que disfrutaron.[6] No obstante, el éxito del empresario era lo suficientemente fascinador para todos, excepto para los estratos más elevados de la sociedad feudal, para arrastrar a la mayoría de los mejores cerebros y engendrar así un nuevo éxito, consistente en un nuevo impulso para la máquina racionalista. En este sentido, el capitalismo —y no meramente la actividad económica en general— ha constituido, en definitiva, la fuerza propulsora de la racionalización del comportamiento humano.

Y por fin nos vemos ya frente a frente con la meta inmediata[7] a que tenía que conducir este argumento complejo, pero insuficiente, a pesar de todo. No sólo la fábrica mecanizada moderna y el volumen de producción que fluye de ella, no sólo la técnica y la organización económica modernas, sino todos los rasgos y conquistas de la civilización moderna, son, directa o indirectamente, producto del proceso capitalista, y hay que incluirlos en todo balance del mismo y tenerlos en cuenta en todo veredicto acerca de sus hazañas o fechorías.

Ahí están el desarrollo de la ciencia racional y la larga lista de sus aplicaciones. Aeroplanos, refrigeradores, televisión, etcétera; todo esto hay que reconocerlo como fruto de la economía de lucro.

Y aunque el hospital moderno no funciona, por lo general, por el lucro, es, no obstante, producto del capitalismo no sólo —repito— porque el proceso capitalista aporta los medios materiales y la voluntad creadora, sino mucho más fundamentalmente porque la racionalidad capitalista ha creado los hábitos mentales gracias a los cuales se han desarrollado los métodos aplicados en los hospitales. Y las victorias —aún no ganadas plenamente, pero que se aproximan a ello— sobre el cáncer, la sífilis y la tuberculosis serán conquistas tan capitalistas como lo han sido los automóviles o los oleoductos o el acero Bessmer. En el caso de la medicina, detrás de los métodos hay una profesión capitalista, tanto porque la medicina actúa, en una gran medida, con un espíritu mercantil, como porque constituye una emulsión de burguesía industrial y comercial. Pero aun cuando no fuera así, la medicina y la higiene modernas serían, con todo, subproductos del proceso capitalista, exactamente igual que la educación moderna.

Ahí está el arte capitalista y el estilo de vida capitalista. Y si nos limitamos al ejemplo de la pintura, tanto por motivos de brevedad como porque en este campo mi ignorancia es ligeramente menor que en otros, y si (equivocadamente, en mi opinión) convenimos en tomar como punto de partida de una época los frescos de Giotto y seguimos después la línea (por reprobables que sean todos los argumentos “lineales”) Giotto-Masaccio-Vinci-Miguel Angel-El Greco, por mucho que se cargue el acento sobre los ardores místicos en el caso del Greco, nadie que tenga ojos para ver podrá borrar mi punto de vista. Y ahí están las experiencias de Vinci para los que dudan y quieren, por así decirlo, tocar con las yemas de sus dedos la racionalidad capitalista. Estoy seguro de que si esta línea se prolongara nos llevaría (aunque tal vez forzados) al contraste entre Delacroix e Ingres. Henos allí ya: Cézanne, Van Gogh, Picasso o Matisse harán el resto. La liquidación expresionista de las formas objetivas nos ofrece una conclusión maravillosamente lógica. La historia de la novela capitalista (que culmina en la novela de Goncourt: “Documents stylisés”) sería un ejemplo aún mejor. Pero esto es obvio. La evolución del estilo de vida capitalista podría describirse fácilmente —y tal vez de la manera más exacta— trazando la génesis del traje de calle moderno.

Ahí está, finalmente, todo lo que puede agruparse en torno al núcleo simbólico del liberalismo gladstoniano. La expresión “democracia individualista” sería igualmente apropiada mejor, en realidad, puesto que queremos abarcar con ella ciertos elementos que Gladstone no habría aprobado y una actitud moral y espiritual que, atrincherado en la ciudadela de su fe, incluso odiaba. Y con ella daría esto por ter-

 

 

minado si la liturgia radical no consistiera en una gran medida en negaciones pintorescas a lo que voy a recordar. Los radicales pueden insistir en que las masas claman por la salvación de sufrimientos intolerables y hacen crujir sus cadenas en las tinieblas de la desesperación; pero nunca hubo, por supuesto, tanta libertad personal —espiritual y corporal— para todos; nunca hubo tan buen ánimo para tolerar e incluso para financiar a los enemigos mortales de la clase dominante; nunca hubo una simpatía tan efectiva por los sufrimientos reales y fingidos; nunca tan buena disposición para aceptar cargas sociales como en la moderna sociedad capitalista, y todo lo que haya de democracia, fuera de las comunidades rurales, se ha desarrollado históricamente en la estela del capitalismo, tanto antiguo como moderno. Nuevamente pueden ser alegados multitud de hechos del pasado para elaborar un contra-argumento que había de ser eficaz, pero esto es irrelevante en una discusión sobre las condiciones actuales y las alternativas que se ofrecen para el futuro.[8] Si, no obstante, decidimos entregarnos a una disquisición histórica, muchos de aquellos hechos que a los críticos radicales pueden parecer los más favorables para su tesis pueden tener, a menudo, un aspecto diferente, si se ven a la luz de una comparación con los hechos correspondientes de la experiencia pre-capitalista. Y no puede replicarse que “aquellos eran otros tiempos”, ya que ha sido precisamente la evolución capitalista la que los ha hecho diferentes.

Dos puntos hay que mencionar especialmente. He indicado antes que la legislación social o, de una manera más general, las reformas institucionales en favor de las masas, no ha sido simplemente una carga impuesta por la fuerza a la sociedad capitalista por la necesidad ineludible de aligerar la miseria siempre creciente de los pobres, sino que, además de elevar el nivel de las masas en virtud de sus efectos automáticos, el proceso capitalista ha proporcionado también los medios materiales “y la voluntad” para dicha legislación. Las palabras entre comillas requieren una explicación complementaria que hay que buscarla en el principio de la racionalidad generalizadora. El proceso capitalista racionaliza el comportamiento y las ideas, y, al racionalizarlos, ahuyenta de nuestra mente, al mismo tiempo que las creencias metafísicas, las ideas místicas y románticas de toda índole. Así pues da una nueva configuración no sólo a los métodos propios para alcanzar nuestros objetivos, sino también estos mismos objetivos finales. El “libre pensamiento”, en el sentido del monismo materialista, del laicismo y de la aceptación práctica del mundo terrenal, deriva de esta refundición no en virtud de una necesidad lógica, sino de un modo natural. Por una parte, nuestro sentido heredado del deber, privado de su base tradicional, se concentra sobre ideas utilitarias relativas al mejoramiento de la Humanidad, las cuales, de un modo completamente ilógico, por supuesto, parecen resistir a la crítica racionalista mejor que el temor a Dios, por ejemplo. Por otra parte, la misma racionalización del alma quita a los derechos de clase toda la aureola de su prestigio supraempírico. Tales son los factores que, juntamente con el entusiasmo típicamente capitalista por la “eficacia” y el “servicio” (en un sentido completamente diferente del mundo de ideas que el antiguo caballero típico habría asociado con estos términos), nutren esa “voluntad” dentro de la burguesía misma. El feminismo, fenómeno esencialmente capitalista, ilustra esta tesis con mayor claridad todavía. El lector se dará cuenta de que estas tendencias tienen que ser entendidas “objetivamente” y que, por consiguiente, por múltiples que sean las declamaciones antifeministas o antirreformistas o por mucha oposición temporal que se haga a alguna medida particular, no podrían probar nada contra este análisis. Estas cosas son precisamente síntomas de las tendencias que pretenden combatir. Sobre esto volveremos en los capítulos siguientes.

Además, la civilización capitalista es racionalista y “antiheroica”; las dos cosas a la vez, por supuesto. El éxito en la industria y en el comercio requiere bastante perseverancia; no obstante, la actividad industrial y comercial es esencialmente inheroica en el sentido caballeresco – nada de blandir espadas en torno a ella ni de proezas físicas ni oportunidades de galopar sobre un caballo armado contra el enemigo, con preferencia hereje o pagano —, y la ideología que glorifica la idea del combate por el combate y de la victoria por la victoria se marchita, como puede comprenderse, en las oficinas, entre todas las columnas de cifras de los hombres de negocios. Por lo tanto, al estar en posesión de bienes susceptibles de atraer a los ladrones y recaudadores de impuestos, y no compartir e incluso desaprobar la ideología guerrera que choca con su utilitarismo “racional”, la burguesía industrial y comercial es fundamentalmente pacifista y se inclina a insistir en la aplicación de los preceptos morales de la vida privada a las relaciones internacionales. Es cierto que el pacifismo y la moralidad internacional (en oposición a la mayoría de los rasgos de la civilización capitalista, pero en concordancia con algunos otros) han sido también defendidos en medios no capitalistas y por organismos precapitalistas: la Iglesia Católica, por ejemplo, en la Edad Media. El pacifismo y la moralidad internacional modernos son, no obstante, productos del capitalismo.

En vista del hecho de que la teoría marxista —especialmente la teoría neo-marxista e incluso una parte considerable de la opinión no socialista— se opone con todo vigor a esta afirmación, como hemos visto en la primera parte de este libro,  es necesario indicar que con dicha afirmación no queremos negar que muchas burguesías han realizado una espléndida lucha en defensa de sus hogares y sus patrias ni que ciertas comunidades, casi puramente burguesas, han sido frecuentemente agresoras cuando creían que la guerra les resultaría lucrativa —como es el caso de Atenas y Venecia—, ni que a ninguna burguesía le hayan disgustado alguna vez los botines de guerra y las ventajas para el comercio derivadas de la conquista, ni que las burguesías hayan rehusado adoctrinarse en nacionalismos guerreros por sus maestros o caudillos feudales o por la propaganda de algún grupo especialmente interesado. Lo que yo afirmo es, en primer lugar, que tales ejemplos de combatividad capitalista no deben ser explicados, exclusiva o primordialmente, en términos de intereses de clase o de situaciones de clase que engendran sistemáticamente guerras capitalistas de conquista, como explica el marxismo; en segundo lugar, que hay una diferencia profunda entre hacer lo que se considera una tarea normal de la vida, para la que uno se prepara desde la juventud y se continúa capacitando en la edad madura, y con referencia a la cual definen el éxito o el fracaso de una vida, y cumplir una tarea ajena a uno mismo, para lo cual no resultan adecuadas las actitudes normales ni la mentalidad propias y cuyo éxito aumentaría el prestigio de la menos burguesa de las profesiones, es decir, la de las armas, y, en tercer lugar, que esta diferencia habla constantemente —tanto en las cuestiones internacionales como en las nacionales— contra el uso de la fuerza militar y en pro de los arreglos pacíficos, incluso cuando el saldo de interés pecuniario está claramente del lado de la guerra, lo cual no es muy probable que ocurra en las circunstancias actuales. De hecho, cuanto más plenamente capitalista son la estructura y la actitud de una nación, más pacifista observamos que es y más inclinada a calcular los costos de una guerra. Dada la complejidad de todo modelo singular esta tesis solamente podría ser explicada plenamente mediante un análisis histórico detallado. Pero la actitud burguesa en cuanto a lo militar (ejércitos permanentes), el espíritu y los métodos con que las sociedades burguesas hacen la guerra y la facilidad con que se someten a una ordenación no burguesa, en cualquier caso serio de guerra prolongada, son hechos concluyentes por sí mismos. La teoría marxista según la cual el imperialismo es la última etapa de la evolución capitalista falla, por consiguiente, independientemente por completo de las objeciones puramente económicas.

Pero no voy a hacer un resumen como, probablemente, espera de mí el lector. Es decir, no voy a invitarle a considerar una vez más la impresionante prestación económica y la aún más impresionante prestación cultural del orden capitalista, y la inmensa promesa que ofrecen ambas para el progreso en ambos aspectos, antes de que decida poner su confianza en una alternativa inédita defendida por hombres no probados. No voy a argumentar que esta prestación y esta promesa bastan por sí para servir de apoyo a una tesis según la cual se debía permitir al sistema capitalista que continuase funcionando, y, al mismo tiempo, como podría fácilmente demostrarse, descargar a la Humanidad del pesado fardo de la pobreza.

Esto no tendría sentido. Aun cuando la Humanidad tuviese tanta libertad de elección como la que tiene un empresario para elegir entre dos piezas de una maquinaria, ningún juicio de valor determinado se sigue necesariamente de los hechos y de las relaciones entre los hechos que yo he tratado de poner en claro. Por lo que se refiere a la prestación económica no se sigue que los hombres sean “más felices” o “se encuentren más a gusto” en la sociedad industrial de hoy que en un feudo o en una aldea medieval. En cuanto a la prestación cultural, puede aceptarse cada una de las palabras que yo he escrito y, no obstante, odiarse desde el fondo del propio corazón su utilitarismo y la completa destrucción de valores espirituales que lleva consigo. Además, como tendré que subrayar de nuevo en la discusión de la alternativa socialista, uno puede interesarse menos por la eficiencia del sistema capitalista para producir valores económicos y culturales que por la especie de seres humanos configurados por el capitalismo y dejados después abandonados a sus propios recursos, es decir, en libertad para estropear sus vidas. Hay un tipo de radicales cuyo veredicto adverso acerca de la civilización capitalista no descansa sino en la estupidez, la ignorancia o la irresponsabilidad, que no puede o no quiere reconocer los hechos más obvios y mucho menos sus consecuencias ulteriores. Pero también colocándose sobre un plano más elevado puede llegarse a un veredicto completamente adverso.

Sin embargo, ya sean favorables o desfavorables los juicios valorativos acerca de la prestación capitalista su interés es escaso, pues la Humanidad no tiene libertad de elección. Esto no se debe tan sólo al hecho de que la masa del pueblo no está en situación de comparar las alternativas de un modo racional y acepta siempre lo que se le sugiere, sino que hay una razón mucho más profunda para ello. Los fenómenos económicos resultantes impelen a los individuos y a los grupos a comportarse, quieran a no, de ciertas maneras, en realidad, no destruyendo su libertad de elección, sino configurando las mentalidades que realizan la elección y reduciendo el número de posibilidades entre las cuales elegir. Si esto es la quintaesencia del marxismo todos tenemos que ser marxistas. En consecuencia, la prestación capitalista no sirve siquiera para una prognosis. La mayoría de las civilizaciones han desaparecido antes de que hayan tenido tiempo de cumplir totalmente sus promesas. Por ello no voy a argumentar, basándome en el vigor de esta prestación, que el intermezzo capitalista tenga probabilidades de prolongarse. En realidad, voy ahora a llegar a la conclusión exactamente opuesta.

 

Fuente: Schumpeter, Joseph, Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Ediciones Folio, 1996, pp. 168-179

 

NOTAS:

[1] Este tipo de investigación se remonta a muy atrás. Pero creo que debería computarse una nueva etapa de la misma a partir de las obras de Lucien Lévy-Bruhl. Véase Fonctions mentales dans les sociétés inférieures (1909) y Le surnaturel et la nature dans le mentalité primitive (1931). Hay un largo camino entre la posición mantenida en la primera obra y la mantenida en la segunda, cuyos jalones pueden reconocerse en Mentalité primitive (1921) y L’ame primitive (1927). Para nosotros Lévy-Bruhl es una autoridad especialmente utilizable porque comparte plenamente nuestra tesis – de hecho su obra parte de ella – de que las funciones “ejecutivas” del pensamiento y la estructura mental del hombre están determinadas, en parte al menos, por la estructura de la sociedad dentro de la cual se desenvuelven. Carece de importancia que, en el caso de Lévy-Bruhl, este principio proceda no de Marx, sino de Comte.

[2] Un amable crítico, refiriéndose al párrafo anterior, me hace el reproche de que no es posible que yo crea lo que en él se dice, pues en tal caso debería considerar la “fuerza” del físico como una fórmula mágica. Ahora bien: esto es precisamente lo que pienso, a menos que se convenga en atribuir al término “fuerza” un significado meramente formal, un nombre para designar la constante que multiplica a la segunda derivada, respecto al tiempo, del desplazamiento. Véase el párrafo del texto que va continuación del siguiente.

[3] Esta frase kantiana ha sido elegida para prevenirnos contra una objeción manifiesta.

[4] La importancia de este elemento ha sido subrayada por Sombart y more suo supersubrayada. La contabilidad por partida doble ha sido la última etapa de un camino largo y tortuoso. Su predecesor inmediato era la costumbre de hacer, de cuando en cuando, un inventario y calcular el beneficio o la pérdida; véase A. Sapori, en Biblioteca Storica Toscana, VII, 1932. El tratado de contabilidad de Luca Pacioli, 1494, constituye, por su fecha, un importante jalón. Para la historia y la sociología del Estado es un hecho vital observar que la contabilidad racional no se introdujo en la administración de los fondos públicos hasta el siglo XVIII y que aun entonces se introdujo de una manera imperfecta, bajo la forma rudimentaria de la contabilidad “cameralista”.

[5] Estamos demasiado inclinados a considerar la estructura social medieval como estática o rígida. En realidad, hubo una incensante circulation des aristocraties, para usar la expresión de Pareto. Los elementos que componían el estrato superior alrededor del 900 habían desaparecido prácticamente en 1500.

[6] Los Médicis no constituyen realmente una excepción. Pues aunque su riqueza les ayudó a adquirir el dominio de la república de Florencia, fue ese dominio y no la riqueza per se lo que explica el papel desempeñado por la familia. En todo caso fueron los únicos comerciantes que llegaron a elevarse hasta colocarse en un pie de igualdad con el estrato superior del mundo feudal. Excepciones auténticas solamente las encontramos allí donde la evolución capitalista creó un medio propicio o rompió por completo el estrato feudal, como, por ejemplo, en Venecia y en los Países Bajos.

[7] Inmediata, porque el análisis contenido en las últimas páginas ha de sernos de utilidad para otros propósitos. En realidad, es fundamental para toda discusión seria del gran tema del capitalismo y socialismo.

[8] Incluso Marx, en cuya época las acusaciones de esta clase no eran ni con mucho tan absurdas como hoy, consideró conveniente reforzar su defensa insistiendo hasta la pesadez sobre condiciones que ya entonces estaban superadas o francamente en trance de desaparecer.




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