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El liberalismo hispanoamericano de 1810

Capítulo XXV 

La independencia de la América española es estudiada como una revolución que tuvo como único fin separar a las antiguas gobernaciones, intendencias o virreinatos del Nuevo Mundo de la Península. Los historiadores locales, de cada república hispanoamericana, han hallado más cómodo cerrar a los ojos a toda otra intención o razón histórica y repetir, con el fervor de los iniciados en una verdad absoluta, que todo el movimiento militar y político que caracteriza la independencia de tantas naciones fue originado por el fin exclusivo de convertir a esas regiones en Estados independientes. Este fin, tan repetido en manuales y obras superiores, habría sido preparado, cuidadosamente, por una serie de precursores, más o menos históricos, unos, y fantásticos, otros, cuyos nombres adornan cuadernos infantiles o se hallan grabados al pie de muchas estatuas. No se habla, como consecuencia, una sola palabra de ideales, sino de fines: la independencia, repetimos, fue el propósito primordial. Ningún otro ideal. No se detienen, los historiadores que así escriben, a pensar que una independencia se desea para algo. Ser independiente es un medio para alcanzar un fin. Debemos explicar bien este hecho sobre el cual no se han detenido los críticos ni los comentaristas. La independencia jamás pudo ni puede ser un fin, porque, como fin, no tendría objeto hacer independiente una tierra. El fin es el que la independencia podrá alcanzar. Muy distinto, es, en efecto, luchar por una independencia con un emperador o una independencia con un presidente; una independencia que signifique un gobierno constitucional y liberal, y una independencia que equivalga a un despotismo cruel, sanguinario, etc. La independencia se quiso para alcanzar algo gracias a ella. Esta conclusión, indiscutible, lleva a otra conclusión; antes que en la independencia se pensó en el ideal que, más tarde, necesitó de la independencia para realizarse. En otras palabras: el estudio crítico y cronológico de la independencia hispanoamericana demuestra que los hombres que hicieron la independencia antes que en ella pensaron en ideales y que, al no poder cumplir estos ideales, acudieron a la independencia para poder cumplirlos. Debemos, en consecuencia, estudiar esos ideales que nos llevaron a la independencia. Nunca fueron estudiados: primero, porque no se concebía una pura historia de las ideas, y, segundo, porque no convenía estudiarlos. No convenía este estudio porque habría demostrado hechos que los historiadores que fabricaron toda una historia habrían visto sus construcciones derrumbadas. La historia fabricada, en efecto, ha enseñado, como dijimos, que primero se pensó en la independencia antes que en ninguna otra cosa, y que esta independencia fue inspirada por odio a España, por necesidades económicas y por un espíritu sencillamente traidor que hasta llegó al perjurio de jurar fidelidad a España, sobre los Evangelios y frente a un Crucifijo, mientras que con reserva se ansiaba hundir el trono español, etcétera.

Estas monstruosidades no son aceptadas por la moderna historia de las ideas. Comprobamos que antes de 1810 no había deseos de separarse de España, pero había, en cambio, otros deseos: instaurar en la España misma una república (revolución de Picornell, en Madrid, en 1796) y modificar la vida institucional, económica, política, etcétera (obra concorde de todos los liberales españoles)l. Los historiadores adocenados han creído, durante más de un siglo, que la “revolución” catastrófica en contra de España despertó todas las ideas que se advierten después de ella. La historia sensata, que busca en los ideales políticos de cada nación las causas verdaderas de los hechos históricos, comprueba que la llamada revolución no creó una sola idea y que todas las ideas que hallamos después de 1810 son las que anidaban en los corazones y se amontonaban en infinidad de obras muchos años antes de 1810. No es, por tanto, 1810, la fuerza de los hechos posteriores, sino que son las ideas anteriores las que producen el 1810 y se continúan en los años sucesivos. Ahora bien: las ideas que encontramos antes de 1810 no son, precisamente, las ideas de odio a España que imaginan tantos historiadores, sino unas ideas, no de carácter racial, sino de carácter político. Estas ideas políticas son ideas liberales: liberalismo constitucional, liberalismo económico, liberalismo en todos los sentidos. Si alguien quisiera sostener que el ideal absolutista, de la autoesclavitud de los pueblos, de los derechos divinos de los reyes, fue lo que originó o inspiró el año 1810, caería en el más grande los ridículos. Es este, afortunadamente, un punto sobre el cual no hay discusiones ni jamás podrá haber. El liberalismo inspirador es tan patente años antes de 1810 y, en especial, en el mismo año 1810, que nadie puede demostrar lo contrario. Esta comprobación, indestructible, explica e ilumina, a la perfección, todo el proceso histórico de esos años que anteceden, en un corto período, el 1810 y en los primeros que le siguen es el liberalismo y son actos de puro carácter liberal los que representan toda esa historia que los historiadores sin ideas o capacidad de hallar las ideas, han referido con tanto arte y con tanta emoción.

La historia liberal, de lucha del liberalismo en contra del absolutismo, aparece, por tanto, en España, como es harto notorio, con la revolución de San Blas, puramente republicana, abortada en Madrid y encarcelados todos sus promotores. Antes de San Blas esas ideas estaban en el ambiente y eran movidas por un gran número de personas. Estas ideas dan vida al partido liberal que lucha contra el favorito Manuel Godoy y la endeblez de Carlos IV y su mujer María Luisa. Son los arandistas o partidarios del Conde de Aranda que se enfrentan con los godoyistas o servidores de Godoy. Llega un momento en que Napoleón invade a España y se produce la revolución de Madrid. Es el 2 de mayo de 1808. Faltan dos años para el 1810. La historia de España en estos dos años es bien conocida en sus líneas generales, no en sus hechos particulares. Pero lo sabido es suficiente para que nadie pueda negar hechos concretos como los siguientes: el pueblo español defiende el principio de que él es la fuente de todo poder y debe gobernarse a sí mismo por medio de gobiernos populares llamados Juntas; los representantes de estas Juntas, por lo general, son hombres de ideas liberales, enemigos de los franceses y afrancesados, que son más bien absolutistas con un supuesto liberalismo literario; el pueblo y sus representantes ansían grandes reformas económicas, institucionales y políticas; en todas partes, de un modo amplio, triunfan las doctrinas del liberalismo. La historia de América también es conocida en estos dos años que van de 1808 a 1810. En algunas ciudades se forman Juntas como en cualquier ciudad española; se difunden, por todas partes, los principios del liberalismo; el pueblo y sus representantes en las Juntas luchan, lo mismo que en España, por grandes reformas económicas, institucionales y políticas. En Buenos Aires, por ejemplo, Mariano Moreno glosa las gacetas procedentes de España y expone, en sus escritos, iguales principios. Hay, por tanto, extendido desde España hasta toda América, un liberalismo amplísimo que choca, en todos lados, con una minoría conservadora, antiliberal y partidaria de los reyes Carlos IV y María Luisa y del favorito Manuel Godoy. Estos choques son comunes en España y en América. En Buenos Aires los tenemos, por ejemplo, entre el virrey Liniers y el obispo Lue, por un lado, y el alcalde Alzaga, por el otro. Los primeros eran favoritistas; el segundo, liberal, republicano. La cuestión del monopolio casi no existía en América. En Buenos Aires, durante más de un siglo, una larga serie de historiadores ha hablado de los proteccionistas o monopolistas de nuestra ciudad que se oponían a los planes de un libre comercio creados por el virrey Cisneros. Pues bien: ha venido a comprobarse que todo cuanto se ha dicho de los monopolistas de Buenos Aires es una pura falsedad, porque, en los documentos, no se habla de ellos sino de los de Cádiz. A los comerciantes de Buenos Aires les convenía mucho más comprar a los mercaderes ingleses o enviar sus barcos a Europa, a comprar mercancías a precios baratísimos, que adquirirlas a los españoles en Cádiz, que las vendían de segunda mano, caras y malas. Los historiadores clásicos, insistimos, y sus repetidores modernos, han terminado por comprender que la leyenda de los monopolistas bonaerenses se ha ido para no volver.

Estamos, pues, en presencia de hechos concretos: antes de 1810 hay una literatura política y jurídica española, en gacetas y hojas sueltas, principalmente escritas contras los ingleses y franceses, que se difunde en Buenos Aires y enseña a vivir sin sujeciones, libres e independientes. Pero no se crea que, con estas ideas, nacen los ideales separatistas, independenciastas. Muy al contrario: la patria se fortalece en su amor a España y en su odio a Napoleón, en sus deseos de profundos cambios políticos e institucionales y en su fervor liberal.

Antes de 1810, el ideal liberal es en España y en América el que lleva tras sí a las mayorías sociales y obreras. Todos ansían una reforma y en todas partes se vota y proclama grandes triunfos liberales. Abundan los escritos de carácter liberal. El libre comercio es defendido con ironía y muy fuertes argumentos en la misma ciudad de Cádiz, donde había un fuerte grupo monopolista. Moreno lee, en Buenos Aires, esos escritos; pero no es Moreno, sino el propio virrey Cisneros quien llama al pueblo a un Congreso general para resolver el futuro de América y es así como se llega al Congreso, también llamado Cabildo abierto, del 22 de mayo de 1810 y, en seguida, por obra de Álzaga, al otro clamor popular del 25 de Mayo del mismo año.

La fuerza que lleva en Buenos Aires a la creación de una Junta es la misma que llevó, en Montevideo, dos años antes, a la creación de otra Junta. Algunos historiadores explican que la Junta de Montevideo, del 21 de septiembre de 1808, era una junta para españoles, mientras que la de Buenos Aires, era para criollos. Esta explicación no puede destinarse a estudiosos normales: primero, porque no es exacto que fueran todos criollos en 1810 ni todos españoles en 1808, y luego porque tanto una como otra Junta no se hicieron por motivos raciales, que entonces no existían, sino por razones exclusivamente de política liberal. Tanto en Montevideo como en Buenos Aires, pueblo y autoridades deseaban gobernar de un modo independiente. Debe entenderse, por independencia, no la formación de una nueva nación, sino una autonomía local de gobierno, una no dependencia del gobierno de Buenos Aires, si se trata de la Junta de Montevideo, ni del gobierno de España, si se trata de la Junta de Buenos Aires. No bien logradas estas independencias, que tanto historiador supone creaciones de nuevos Estados, las ciudades que poseen esas Juntas populares de gobierno se entregan a intensas, rápidas y decisivas reformas de carácter liberal. Es una prueba más de que esas ciudades necesitaron declararse independientes, dentro del gran Estado o imperio español, para gobernarse a sí mismas de acuerdo con los más sanos principios del liberalismo. No fue la independencia un fin y las conquistas del liberalismo un medio, sino por el contrario, la independencia un medio para poder llevar a cabo el fin liberal, es decir, las conquistas del liberalismo.

En España y en América, de una manera idénticamente indiscutible, la lucha contra los franceses y el gobierno del pueblo por el pueblo, condujeron a unos mismos resultados: el triunfo del liberalismo. En España los hombres del nuevo gobierno y de la nueva situación quisieron que el pueblo se gobernase por sí mismo y pidieron unas Cortes. Era el retorno de las viejas y gloriosas Cortes españolas. Fernando VII dio su autorización desde Bayona y las Cortes se instalaron, primero en Cádiz, el 24 de septiembre de 1810, y de inmediato en la isla de León. Volvieron a Cádiz el 21 de febrero de 1811. En su contra, las Cortes tuvieron, desde el primer instante, el Consejo de Regencia. El fin de las Cortes, bien nacidas de la revolución en contra de Napoleón, era conseguir nuevas reformas liberales. En efecto: en enero de 1812 se empezó por abolir la esclavitud y se consideró a los negros iguales a los españoles en el sentido de poder aspirar a premios literarios, ingresar en órdenes religiosas y hacerse sacerdotes. El 23 de enero se terminó de discutir la nueva Constitución. Quedó establecido que la soberanía residía única y exclusivamente en el pueblo. También se aprobó la libertad de imprenta después de muy agrias y largas discusiones.

Muchos críticos han querido ver en los liberales de Cádiz una influencia marcadamente francesa. Hablan, como es lógico, de la influencia de la vieja revolución francesa, que ya nadie recordaba (1789-1812) en Cádiz, en el liberalismo español y, de reflejo o de herencia, en el liberalismo americano. La revolución francesa habría, por tanto, desde 1812, influenciado fuertemente toda España, toda América y todos los países que se inspiraron, tanto en Europa como en América, en la Constitución de Cádiz. Nada más erróneo. Ante todo es preciso distinguir entre la Constitución de Cádiz y las resoluciones tomadas en las Cortes de Cádiz. Estas últimas son resultantes naturales de viejos principios liberales, que nada tienen que ver con la revolución francesa y están directamente inspirados por las doctrinas liberales de la teología medieval. Santo Tomás y Rousseau podrían ir juntos en muchas de estas influencias. Las libertades que hizo revivir Cádiz, con sus Cortes, son las viejas libertades españolas. La Constitución, por su parte, tiene algunas frases que parecen traducción o imitación de otras frases de la Constitución francesa de 1791; pero, bien analizadas, estas frases no son calcos, pues no coincide el resto de todas ellas, sino simples casos de emergencia en que, frente a problemas comunes, se llega, también, a resultados comunes. Lo indudable es que la revolución francesa fue rechazada en toda Europa y no obtuvo, en ninguna parte, el más insignificante éxito, mientras que la constitución de Cádiz, de 1812, y las resoluciones que se tomaron en las Cortes, de carácter liberal, tuvieron una influencia realmente mundial. Buenos Aires, en 1813, imitó todo cuanto se había resuelto en Cádiz: supresión de la inquisición, libertad de vientres, libertad de imprenta, etcétera.

En Europa, después de 1820, la Constitución de Cádiz inspiró las revoluciones de Turín, de Nápoles, de San Petersburgo y de la Rochela. Antes de este año, en 1812, la Constitución fue recibida con inmensa alegría en España, en muchas partes de Europa, hartas de absolutismo, y en América. En Lima, por ejemplo, hubo un gran regocijo en septiembre de 1812 por la llegada de la Constitución. ¿Qué pueden significar estos hechos? ¿Era anhelada la independencia o era anhelada la libertad? Los historiadores poco cultos confunden ambas cosas. Libertad era lo que deseaba la gran mayoría del pueblo español y del pueblo americano. Independencia, formación de nuevos Estados, era algo a desearse muchos años después, cuando los liberales, contitucionales, etcétera, se convencieron que tenían que separarse de España para poder disfrutar de libertad.

Esta Constitución fue en el Perú la primera carta política. El Perú estaba en poder de gobernantes que respondían a las órdenes de la Península. En otras partes de América, por ejemplo, en Buenos Aires, la Constitución, aunque liberal, no fue adoptada por la sencilla razón de que no reconocía los gobiernos autónomos que se habían creado en tantas partes y esperaban el regreso de Fernando VII para cumplir su palabra de devolverle el poder apenas recuperase el trono. Napoleón había declarado estar dispuesto a reconocer la independencia de cualquier parte de América y nadie se había aprovechado de esa declaración para proclamar ninguna independencia. Es indudable, por tanto, que la independencia no interesaba como independencia y que lo único que interesaba era la libertad.

Este deseo se descubre en toda la documentación de la época y de cualquier lugar de América. Los historiadores de otros tiempos, repetimos, han confundido el deseo de una reforma institucional y política con el deseo de una nueva nación. Las mociones de los diputados peruanos, por ejemplo, en las Cortes de Cádiz, en 1810, dejan bien claro, sin posibilidad de discusiones, que lo único que se anhelaba era una inmensa libertad: para sembrar, para crear industrias, para comerciar, para explotar el azogue, para aspirar a cualquier empleo, etcétera. Todos los americanos quería igualdad de derechos. Querían libertad de imprenta. Querían habeas corpus. Querían la abolición de incontables privilegios. Todo lo fueron concediendo las Cortes de Cádiz; pero no concedieron la igualdad de votos por temor a que los habitantes de América, en cantidad incomparablemente mayor que los de España, tuviesen una mayoría aplastante. Quisieron, las Cortes, gobernar desde España y así se hicieron injustas y odiosas. Los americanos se empeñaron en mantener sus gobiernos locales, de carácter liberal y constitucional, y los peninsulares, en querer gobernar desde alguna ciudad española. Nótese que nadie pensaba en la independencia. Sólo se empezó a pensar en la independencia cuando se llegó a la conclusión de que la unión con España significaba la esclavitud, el sometimiento a un gobierno absolutista, anticonstitucional y antiliberal. Para tener una Constitución y vivir de acuerdo con un sistema liberal se hizo la independencia de América el 9 de julio de 1816 y se fue conquistando, de hecho, posteriormente, en cada región del Nuevo Mundo.

La independencia, repetimos, no fue el móvil de tantas luchas. El móvil, el fin, fue la libertad. Se quería libertad dentro del imperio hispanoamericano. La querían los españoles y la querían los americanos. Libertad no era independencia, como no era independencia republicanismo; pero cuando no se consiguió la libertad se acudió a la independencia y al republicanismo, porque unión y monarquía, en aquel entonces, sólo significaban esclavitud, antilibertad, absolutismo.

Las viejas historias de la independencia sostienen, en cambio, todo lo contrario. Invierten los términos del problema. Enseñan que primero se pensó en la independencia y luego en la libertad; que se quiso la independencia, desde el primer instante, para alcanzar la libertad. No fue desde el primer instante, sino desde el último instante, cuando no hubo otro remedio, cuando fue necesario deshacer el imperio, romperlo en muchos trozos, para poder disfrutar de la libertad. Entiéndase bien: primero, la libertad con el amado Fernando VII, gobierno del pueblo por el pueblo en cada ciudad y en cada región. Juntas autónomas, “independientes”, es decir, no dependientes del Gobierno peninsular, y, por último, verdadera independencia por no poder vivir con libertad y con una Constitución en el reinado de Fernando VII declarado, de pronto, absolutista.

Ahora es posible comprender por qué de tantas luchas y de tantos odios. Estaban frente a frente, primero, dos formas de gobierno que se disputaban el poder, y luego, dos principios políticos aún más graves: la libertad y la antilibertad. La marcha de la libertad a la independencia fue lógica, normal, histórica. La marcha contraria habría sido anithistórica, irreal. Por ello que nuestra historia, argentina y americana, nace de la libertad y vive, única y exclusivamente, para la libertad.

 

Fuente: De Gandía, Enrique, Conspiraciones y revoluciones de la Independencia americana, Bs.As., editorial OCESA, 1960, pp. 303-310




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