England XIX

André Maurois – EL TRIUNFO DEL LIBRE CAMBIO

III

EL TRIUNFO DEL LIBRE CAMBIO

Los whigs habían dicho al pueblo que la reforma electoral traería el fin de todos sus males. El pueblo había impuesto la reforma a los lores, y los males eran peores que nunca. El pueblo gruñía, los whigs se tambaleaban. Para quitarles el favor del nuevo electorado, no les faltaban a los tories ni armas ni jefes. El Duque prefería ahora la popularidad al poder y la dirección del partido había pasado a manos de Sir Robert Peel, que ya no se llamaba tory, sino conservador, palabra más a propósito para seducir a las clases medias. A estas clases era a las que deseaba agradar Sir Roberto, él mismo mucho más cerca de la fábrica y de la tienda que del castillo o del cottage. Al lado de Peel, y a veces contra él, un espíritu conservador, llamado «popular», estaba representado en el partido por el pequeño grupo de la Joven Inglaterra, cuyos portavoces eran Benjamín Disraeli, orador genial, hijo de un escritor judío convertido al anglicanismo desde la infancia, y lord Manners, hijo del duque de Rutland. Disraeli y sus amigos recogían las tesis de Bolingbroke sobre la constitución tradicional de Inglaterra. Maldecían una doctrina que, en vez de sostener entre las diversas clases una jerarquía natural con derechos y deberes, dejaba a las leyes mecánicas de la economía el cuidado de regular las relaciones entre obreros y patronos. Sostenían que la salvación estaba en el regreso a una sociedad edificada como la de la Edad Media, donde, desde el señor hasta el villano, cada uno conocía y aceptaba su puesto. Según Disraeli y sus amigos, el papel de un partido conservador era salvar lo que quedaba viable del pasado y al mismo tiempo preparar el porvenir por medio de una generosa política.

La Joven Inglaterra divirtió a John Bull. Este grupo de jóvenes gentileshombres de chaleco blanco, que pretendían conquistar a los obreros con sus ideas feudales, le parecieron cómicos. Los políticos profesionales no los tuvieron en cuenta. Las ideas de Bentham, de Malthus, de Richard Cobden, de James Mill, eran entonces aceptadas como artículos de fe. Todos o casi todos los hombres serios pensaban como la secta utilitaria, que las sociedades humanas buscan la mayor felicidad para el mayor número y que no pueden encontrarla sino dejando actuar el interés personal de cada uno. La lucha de intereses aporta, no la justicia perfecta, pero sí la más perfecta posible. Es preciso, pues, evitar toda intervención del Estado. La menor restricción de la competencia parecía una herejía. Los precios debían ser fijados automáticamente por la ley de la oferta y la demanda; los beneficios de los empresarios y los salarios de los obreros serían llevados automáticamente por la competencia al nivel conveniente. «Los salarios suben — decía Cobden — cuando dos patronos corren tras el mismo obrero y bajan cuando dos obreros corren tras el mismo patrono.» El proletario no puede actuar sobre los salarios más que reduciendo voluntariamente la población. Lo que era verdad respecto a los individuos, lo era también respecto a los Estados. «La regla que consiste en comprar lo más barato y vender lo más caro posible, regla que sigue cada comerciante en su vida individual, es también la regla mejor para el comercio de una nación entera.» Toda barrera de aduanas falseaba las leyes de la oferta y la demanda. Hombres de buena fe como Richard Cobden, industrial y hombre de Estado, profeta de la escuela de Manchester, trataron de persuadir al pueblo inglés de que su miseria era causada por los derechos proteccionistas y en particular por los derechos sobre los trigos.

La campaña contra el proteccionismo fue una de las primeras que en Inglaterra se realizaron por los medios de propaganda (prensa, discursos, mítines, etc.) que en el siglo XIX habían de transformar la vida política. En las reuniones públicas, los oradores de la Asociación contra las Leyes sobre el Trigo mostraban tres panecillos de tamaño diferente, que costaban el mismo precio en tres países: Francia, Inglaterra y Rusia. Inglaterra era el país cuyo panecillo era más pequeño; por lo tanto, se abusaba del pueblo inglés.

Estas demostraciones obtenían particular éxito en los medios industriales como Manchester, en que se importaba a la vez el trigo y el algodón. En cambio, herían los intereses agrícolas. «Si suprimís los derechos sobre el trigo —decían los agricultores y los squires—, vais a matar la agricultura inglesa.» «¡Poco nos importa! — respondía la escuela de Manchester—. Si otros países están en tal situación que pueden producir trigo a mejor precio que nosotros, siembren ellos para nosotros y nosotros hilaremos y tejeremos para ellos. Todo comercio debe ser un ciclo. No podemos vender si no compramos. Cerrar las fronteras a la importación sería el fin de nuestras exportaciones.»

El partido conservador, que se componía sobre todo de gentileshombres campesinos, tenía que ser hostil al libre cambio y favorable al sostenimiento de los derechos sobre el trigo. Sin embargo, su jefe, sir Robert Peel, mostraba peligrosa simpatía por las doctrinas de sus adversarios. Era un hombre de buena fe, de gran valor intelectual, admirable financiero y administrador, pero autoritario y sin contacto íntimo con la Cámara. En 1842 intervino en las tarifas y redujo el número de artículos que pagaban derechos, de 1.200 a 750. Para compensar las pérdidas sufridas por el presupuesto, creó un impuesto de siete denarios por libra sobre las rentas de más ciento cincuenta libras. En 1845 libró de la tarifa aduanera a cuatrocientos cincuenta artículos. Así se encaminaba a grandes pasos hacia el libre cambio. Los efectos de estas sucesivas reducciones fueron sorprendentes. No sólo los ingresos del Estado no disminuyeron, sino que aumentaron, por el crecimiento del volumen de comercio y por los beneficios sujetos a tributo. Estos resultados animaron a Peel; mas no se atrevió, sin embargo, a tocar todavía a la agricultura, ciudadela de su partido. Ya Disraeli había bromeado con el Premier sobre su conversión al libre cambismo; «El muy honorable gentleman — dijo — ha sorprendido a los whigs en el baño y les ha quitado la ropa. Los ha dejado en pleno goce de su posición liberal y él sigue siendo un estricto conservador… con la ropa de los demás.» La Cámara rió y aplaudió, En 1845 y 1846 Irlanda tuvo dos malas cosechas de patatas. No tardó Peel en emplear la palabra «hambre», pues la mitad de esta isla superpoblada no vivía más que de patatas. Inglaterra no tenía suficiente trigo para ir en ayuda de Irlanda. «No había, pues, otra solución —dijo Peel— que suprimir los derechos sobre el trigo y autorizar, por fin, la libre entrada de todo producto alimenticio en la Gran Bretaña.»

Esta violencia, este pánico, sorprendieron. Lord Stanley, el miembro más influyente del Gabinete después de Peel, confesó que ya no comprendía a su jefe, que no se sabría nada cierto sobre la cosecha antes de dos meses, que la entrada de trigo extranjero no alimentaría a los irlandeses que no tenían un penique para comprarlo, y que, además, Peel hablaba de mantener derechos moderados por tres años, siendo así que dentro de tres años el hambre estaría lejos. Pero la decisión de Peel era más sentimental que racional. Lo que los tories llamaban traición no era, a sus ojos, sino una piadosa conversión. La Reina y el príncipe Alberto, ambos librecambistas, le repetían que salvaba al país. Dentro de su propio partido se formó un grupo de conservadores proteccionistas, capitaneando el asalto dos hombres muy distintos el uno del otro: lord Jorge Bentinck y Benjamín Disraeli. Nadie hubiese imaginado que este joven judío, conocido solamente como orador sarcástico y brillante, pudiese llegar a ser el jefe de los gentileshombres campesinos y derribar al todopoderoso Sir Robert. Esto fue, sin embargo, lo que ocurrió. En una serie de filípicas chispeantes, sembradas de brillantes imágenes, Disraeli denunció la «traición» del primer ministro. La abolición de los derechos sobre los trigos fue votada porque la oposición whig y librecambista se unió para este escrutinio a los amigos de Peel, pero aquella misma tarde éste fue derribado por una coalición de librecambistas ingratos y proteccionistas vengativos.

Esta escisión debía apartar del poder durante veinte años, salvo cortos intervalos, al partido conservador. Los amigos de Peel no debían reconciliarse jamás con los que derribaron a su jefe. Robert Peel murió de un accidente de equitación en 1850. Los principales peelistas, y particularmente el más notable de ellos, William Gladstone, se asociaron contra los whigs y los liberales. Los jefes de los conservadores fueron, desde entonces, lord Stanley (más tarde lord Derby), gran señor, inteligente, culto, sin ambición, y Disraeli que, a pesar de su genio, tardó largo tiempo en hacerse aceptar por leader de su partido, pero acabó por inspirarle una justa confianza. En el gobierno del país, lord John Russell, después lord Aberdeen, y lord Palmerston, presidieron coaliciones de whigs y de peelistas. Libre cambio y proteccionismo cesaron, con sorprendente rapidez, de ser temas de controversia política: la supresión de los derechos sobre el trigo no había arruinado la agricultura, como presagiara Disraeli. Por mucho tiempo aún, Inglaterra no importó sino apenas la cuarta parte del trigo que consumía. Pese a crisis inevitables, el período 1850-1875 fue un período de notable prosperidad para el país, prosperidad debida al aumento de población, al desarrollo de los caminos de hierro y a la organización del Imperio. Los agricultores se aprovecharon, como el resto de la nación, y dejaron de quejarse. «El proteccionismo no sólo está muerto, sino condenado», decía Disraeli. Hacia fines de siglo, sus herederos políticos debían descubrir que no estaba más que en el purgatorio. Sin embargo, Gladstone, que fue el gran financiero de los whigs, transformó el sistema fiscal del país mediante una serie de presupuestos que pasaron por notables porque coincidían con los años de abundancia. Suprimió casi todos los derechos de aduanas, y en 1860 no dejó en las tarifas más que cuarenta y ocho artículos en vez de mil doscientos. Simplificó los impuestos y no conservó sino el impuesto sobre la renta, los derechos de sucesión, la contribución territorial y los derechos sobre las bebidas: té, café y alcoholes. De 1825 a 1870, los impuestos se rebajaron de dos libras, nueve chelines y tres peniques, a una libra, dieciocho chelines y cinco peniques y medio por cabeza.

Post hoc, ergo propter hoc. La adopción del libre cambio coincidió con el enriquecimiento del país; la libertad económica fue, pues, en Inglaterra artículo de fe. No obstante, el rápido desarrollo de la industria había producido bastantes abusos. No podía esperarse de una Cámara de los Comunes, que no era todavía sino un club de gentleman farmers, y que además estaba muy ocupada en luchar contra Napoleón, que impusiera a las fábricas y a las ciudades, en la época de su crecimiento, reglas sanas y estrictas. Pero el resultado fue indigno de un país rico y libre. El hambre irlandesa lanzó sólo al puerto de Liverpool más de cien mil hambrientos, cuya presencia aumentó todavía la miseria de los slums. Engels, al visitar Manchester en 1844, encontró trescientos cincuenta mil obreros amontonados en habitaciones húmedas y sucias, respirando un aire mezclado de agua y de carbón. En las minas, mujeres semidesnudas eran empleadas como verdaderas bestias de carga; los niños pasaban su vida en la oscuridad de una galería, abriendo y cerrando una compuerta de ventilación. En la industria del encaje se empleaban criaturas de cuatro años. En realidad, estos males no eran generales, y acaso los escritores de la época pintaron con cierta complacencia los peores ejemplos, mas sus exageraciones fueron útiles para despertar a la opinión pública.

Pese a los prejuicios del «dejar hacer», el Parlamento acabó por intervenir. En 1819, una Factory Act había regulado el trabajo de los niños menores de nueve años, que, a principios de siglo, habían trabajado quince y dieciséis horas diarias en las fábricas de algodón. Una ley de 1833 limitó el trabajo de los obreros menores de dieciocho años y creó los cuatro primeros puestos de inspectores de fábrica. En 1847 el trabajo de las mujeres se limitó a diez horas, lo que pronto trajo una limitación análoga para los hombres. La célebre «semana inglesa» se adoptó en la industria textil en 1850; ella debía transformar la vida del obrero inglés al permitirle interesarse por los deportes el sábado por la tarde. La campaña para la limitación de las horas de trabajo fue dirigida por lord Ashley (más tarde lord Shaftesbury), quien en 1842, después de publicar un informe cuya lectura inspiró al público una mezcla de repugnancia y de vergüenza, hizo adoptar una ley que prohibía el trabajo en las minas a las mujeres y a los niños menores de diez años. Ashley, que vivió de 1801 a 1881, era un tory verdaderamente cristiano, que consagró su vida a mejorar la de los pobres. Fue uno de los fundadores de la Young Mens Christian Association ([i]). Estas leyes más humanas, la prosperidad general de que participaban y también la atracción de las capillas, arrancaron a muchos obreros ingleses, alrededor de 1850, de los movimientos propiamente revolucionarios. Fue este país el que vio nacer las sociedades cooperativas y las uniones reformadoras de obreros. Las Trade Unions existían desde el siglo XVIII, pero no eran legales. Lo fueron a partir de 1824. Una de las más notables fue la Amalgamated Society of Engineers, fundada en 1851 y que desde 1865 tenía treinta mil miembros; era a la vez un sindicato y una sociedad de socorros mutuos. Tuvo por primer leader a Guillermo Allen, que fue el prototipo del sindicalista inglés reformista de la época victoriana.

La administración de leyes nuevas sobre las fábricas, sobre las minas, sobre la higiene, y la creación, por Peel, en 1829, de una policía hicieron necesaria la organización de una burocracia central que hasta entonces había faltado en Inglaterra, país de instituciones locales. En 1815, el Home Office (Ministerio del Interior) no ocupaba más que a dieciocho empleados. Con los correos, los ferrocarriles y la inspección del trabajo, el número de funcionarios se elevó, en 1853, a dieciséis mil. La cuestión del reclutamiento de funcionarios es una de las más difíciles de resolver en una democracia. Si los empleos se ponen a la disposición de los políticos, para que con ellos recompensen a sus partidarios, ningún Gobierno podrá conservar sobre sus funcionarios una autoridad duradera. En América, el sistema de los «despojos», que después de cada elección trastorna la administración del país, y en Francia el abuso de la recomendación política, son ejemplares de errores peligrosos. Esta fue una de las razones del éxito de la creación de un excelente Civil Service en la Inglaterra del siglo XIX. Durante la primera mitad del siglo dominó el régimen de la recomendación. Los viejos whigs sostenían «su clientela», contando la recomendación entre los atributos del poder; cuando se decidió que sólo un examen imparcial daría acceso al Civil Service, esta idea les extrañó, tanto más cuanto que los diplomas y el «mandarinismo» estaban lejos de tener en la vida inglesa el mismo papel que en la vida francesa. Pronto hubieron de reconocer que los resultados eran excelentes. Los civil servants se mostraron fieles servidores de todo Gobierno inglés, cualquiera que fuese su matiz político, y permaneciendo escrupulosamente al margen de las luchas partidistas aseguraron la continuidad de las tradiciones nacionales.

 

Fuente: Maurois, André: Historia de Inglaterra, Editorial Zurco, Barcelona, 1960, pp. 475-481

 

 

[i] Asociación de Jóvenes Cristianos.

 

 




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