Ludwig Von Mises – La Meta del liberalismo
- La Meta del liberalismo
Está muy extendida la opinión de que el liberalismo se diferencia de las demás orientaciones políticas porque privilegia y defiende los intereses de una parte de la sociedad – propietarios, capitalistas, empresarios—frente a las otras clases sociales. Pero se trata de un supuesto sin fundamento alguno. El liberalismo ha considerado siempre los intereses generales, nunca los de un grupo particular cualquiera. Tal era el significado de la célebre fórmula de los utilitaristas ingleses, que hablaban (si bien con una expresión poco afortunada) de la «máxima felicidad del mayor número». Históricamente el liberalismo fue la primera orientación política que se preocupó del bienestar de todos y no de determinados estamentos sociales. Del socialismo, que también da a entender que persigue el bienestar colectivo, el liberalismo se distingue no por el fin al que tiende, sino por los medios que elige para obtener el mismo fin.
Si alguien sostiene que el éxito de una política liberal consiste o debe consistir en favorecer los intereses particulares de determinados estratos sociales, ésta es una cuestión sobre la que siempre se puede discutir, y una de las tareas de la presente exposición del programa liberal será precisamente mostrar la absoluta ilegitimidad de esta acusación. Pero no por esto se puede acusar a priori de deslealtad a quien formule esta acusación. Es posible que esa afirmación —que según nosotros es inexacta— se haga en perfecta buena fe. Y en todo caso, quien se lanza de este modo contra el socialismo admite que las intenciones del mismo son sinceras y que no quiere sino lo que dice querer.
Muy distinta es, en cambio, la actitud de aquellos críticos del liberalismo que le reprochan no estar al servicio de la colectividad sino de los intereses particulares de ciertos estratos sociales. En este caso se trata de críticos al mismo tiempo desleales e ignorantes. Al elegir este terreno de conflicto, demuestran que son íntimamente conscientes de la debilidad de su propia causa, y por tanto recurren a armas envenenadas, pues no pueden esperar vencer de otro modo.
Si al enfermo que desea una comida que le perjudica el médico le hace notar lo insensato de su deseo, nadie sería tan loco que dijera: «El médico no quiere el bien del enfermo, de otro modo no le prohibiría disfrutar de esa comida suculenta.» Cualquiera, en cambio, comprendería que si ese médico aconseja al enfermo renunciar al placer de esa comida que le perjudica, es precisamente para evitarle un daño físico. Y, sin embargo, parece que en la vida social las cosas tienen que ser diferentes. Si el liberal desaconseja determinadas medidas demagógicas porque prevé sus consecuencias negativas, se le llama enemigo del pueblo y se aplaude en cambio al demagogo que, ocultando las consecuencias negativas que se derivarían, aconseja aquellas medidas porque aparentemente ofrecen una utilidad momentánea.
La acción racional se distingue de la irracional porque la primera comporta sacrificios momentáneos, pero que son aparentes, porque serán compensados por las consecuencias positivas que se derivarán. Quien evita la comida suculenta pero perjudicial para la salud hace un sacrificio sólo momentáneo y aparente: el premio que obtendrá —o sea, la no producción del daño— demuestra que en realidad el sujeto no ha perdido sino que ha ganado. Pero para obrar de este modo es necesario prever las consecuencias de la acción. Y es precisamente de esto de lo que se aprovecha el demagogo. Al liberal que pide hacer un sacrificio momentáneo le acusa de egoísmo y de actitud antipopular, mientras que él presume de ser altruista y de estar de parte del pueblo. Sabe muy bien cómo llegar al corazón de quien le escucha, y cómo suscitar sus cálidas lágrimas cuando recomienda sus recetas y denuncia toda la indigencia y la pobreza de este mundo.
La política antiliberal es una política que destruye capital. Aconseja aumentar la dotación del presente a expensas del futuro. Es exactamente lo que sucede en el caso del enfermo del que hablábamos: en ambos casos, a un consumo mayor en el presente se corresponde un empeoramiento de las condiciones en el futuro. Ante este dilema, hablar de contraposición entre quien es duro de corazón y quien ama a su prójimo es deshonesto y mendaz. Y esta acusación no se refiere sólo a los políticos y a la prensa diaria de los partidos antiliberales. Puede decirse que casi todos los estudiosos de «política social» se han servido de estos métodos deshonestos de lucha.
El hecho de que en el mundo existan indigencia y pobreza no es un argumento contra el liberalismo, como tiende a creer desde su estrecho punto de vista el lector medio de periódicos. El liberalismo quiere eliminar la indigencia y la pobreza, y piensa que los métodos que propone son los únicos capaces de alcanzar ese fin. Quien crea que conoce un método mejor, o también sólo distinto, que lo demuestre. Es cierto que esta demostración no puede ser sustituida por la afirmación de que los liberales no se interesan por el bienestar de todos los estratos sociales, sino sólo por el de un solo grupo privilegiado.
El hecho de que existan indigencia y pobreza no sería una prueba en contra del liberalismo ni aun cuando el mundo actual siguiera efectivamente una política liberal, ya que siempre quedaría abierta la cuestión de si con una política distinta la indigencia y la pobreza no serían aún mayores. Pero se da el caso de que hoy el funcionamiento de la institución de la propiedad privada está paralizado e impedido precisamente por una política antiliberal, y por consiguiente es totalmente impropio querer deducir un argumento contra la verdad de los principios liberales de que la realidad actual no sea toda ella como se desearía que fuera. Para damos cuenta de lo que el liberalismo y el capitalismo han realizado ya, basta comparar el presente con las condiciones de la Edad Media o de los primeros siglos de la Edad Moderna. Pero para comprender qué serían capaces de realizar si no fueran continuamente obstaculizados, sólo disponemos de la reflexión teórica.
- LIBERALISMO Y CAPITALISMO
Solemos llamar «sociedad capitalista» a una sociedad que encarna los principios liberales, y «capitalismo» a la correspondiente condición social. En realidad, puesto que en toda la esfera de la política económica apreciamos tan sólo una aproximación más o menos amplia al liberalismo, la condición dominante del mundo actual nos ofrece sólo una imagen imperfecta de lo que un capitalismo plenamente desarrollado significa o podría significar. Sin embargo, es absolutamente legítimo llamar a nuestro tiempo la época del capitalismo, puesto que todo lo que ha creado riqueza en esta época debe reconducirse a las instituciones capitalistas. Si la gran masa de nuestros contemporáneos puede hoy disfrutar de un tenor de vida superior al que todavía hace pocas generaciones sólo podían disfrutar los ricos y ciertos estratos particularmente privilegiados, lo debemos únicamente a lo que de las ideas liberales sigue vivo en nuestra sociedad, a los elementos de capitalismo contenidos en nuestra sociedad.
Desde luego, la sólita fraseología demagógica presenta las cosas de manera totalmente distinta. Si le hiciéramos caso, nos inclinaríamos a pensar que todos los progresos de las técnicas de producción beneficiarían exclusivamente a una restringida esfera social, mientras que las masas se van empobreciendo progresivamente. Pero basta pararse un momento a reflexionar para ver que los resultados de todas las innovaciones técnicas e industriales se traducen en una satisfacción cualitativamente mejor de las necesidades de las masas. Todas las grandes industrias productoras de bienes finales trabajan directamente por el bienestar de las grandes masas, y para el mismo fin trabajan también todas las industrias productoras de semielaborados y de maquinaria. Los grandes desarrollos industriales de las últimas décadas, así como los del siglo XVIII, que con expresión ciertamente no muy feliz conocemos como «revolución industrial», tuvieron como efecto cabalmente una satisfacción cualitativamente mejor de las necesidades de las masas. El desarrollo de la industria textil, de la industria del calzado mecanizada y de las industrias alimentarias se tradujo en beneficio de las grandes masas por la naturaleza misma de tales sectores, con el resultado de que las propias masas hoy se visten y se alimentan mejor que en otro tiempo. Pero la producción en masa no se preocupa sólo de alimentar, vestir y dar cobijo a las grandes masas, sino también de otras necesidades. La prensa es una industria de masas, lo mismo que la industria cinematográfica, e incluso los teatros y otros lugares artísticos son cada vez más frecuentados por las masas.
No obstante, gracias a una machacona agitación de los partidos antiliberales que desfigura completamente los hechos, hoy se asocia a los conceptos de liberalismo y capitalismo la imagen de una miseria creciente y una desbordante pauperización del mundo. Es cierto que la demagogia no ha conseguido depreciar enteramente los términos «liberal» y «liberalismo» tal como habría deseado. En el fondo no es fácil desembarazarse del hecho de que estos dos términos, a pesar de los esfuerzos de la agitación antiliberal, evocan algo de lo que toda persona sana advierte en su interior cuando oye pronunciar la palabra «libertad». La agitación antiliberal renuncia entonces a pronunciar con demasiada frecuencia la palabra «liberalismo» y prefiere más bien ligar al término «capitalismo» las situaciones escandalosas que atribuye al sistema. En efecto, el término «capitalismo» sugiere la imagen del capitalista de corazón de piedra que no piensa más que en su propio enriquecimiento, aunque el único medio para conseguirlo sea la explotación de su prójimo. Son muy pocos los que, cuando contemplan la imagen del capitalista, son conscientes de que un verdadero ordenamiento social capitalista en sentido liberal comporta, por su propia naturaleza, que el único modo de enriquecerse, para el capitalista y el empresario, es el de proporcionar al prójimo aquello que éste piensa que necesita. En lugar de hablar de capitalismo cuando se discute de los enormes progresos del tenor de vida de las masas, la agitación antiliberal prefiere hablar de capitalismo tan sólo cuando se refiere a uno cualquiera de los fenómenos que fueron posibles precisamente porque se renunció al liberalismo. Que el capitalismo pusiera a disposición de las masas, por poner un ejemplo, un bien de consumo y de alimento agradable como el azúcar, esto no se dice. Del capitalismo en relación con el azúcar se habla en cambio solamente cuando en un país el precio del azúcar sube por encima del precio de mercado como consecuencia de la formación de un cártel de productores. ¡Como si tal cosa fuera siquiera imaginable si se aplicaran los principios liberales! En un Estado liberal, en el que no existen tarifas protectoras, no sería siquiera imaginable la formación de cárteles capaces de elevar el precio de una mercancía por encima del que se forma en el mercado mundial.
La argumentación con la que la demagogia antiliberal llega a adosar todas las distorsiones y las consecuencias negativas típicas de la política antiliberal precisamente al liberalismo y al capitalismo, es la siguiente: empieza afirmando que los principios liberales tienen como objetivo favorecer los intereses de los capitalistas y de los empresarios contra los intereses de los demás estratos sociales, de suerte que el liberalismo estaría a favor de los ricos contra los pobres; luego observa que muchos empresarios y capitalistas, sobre la base de ciertas premisas, se baten a favor de los aranceles protectores y otros a su vez incluso a favor de los armamentos —y ahí los tenemos, listos para declarar que todo esto es política capitalista—. La realidad es totalmente diferente. El liberalismo no es una política que fomente los intereses de esta o aquella clase social, sino una política a favor de los intereses de la colectividad. No es, pues, que los empresarios y los capitalistas tengan particular interés en preferir el liberalismo. Su interés en preferir el liberalismo es idéntico al de cualquier otro individuo. Es posible que el interés particular de algunos empresarios o capitalistas coincida con el programa del liberalismo en algún caso particular, pero los intereses particulares de otros empresarios o capitalistas se les oponen siempre. En realidad las cosas no son tan simples como se las imaginan quienes ven por todas partes «intereses» y «gente interesada». El hecho de que, por ejemplo, un Estado introduzca aranceles protectores sobre el hierro no puede explicarse simplemente por la circunstancia de que esos aranceles beneficien a los industriales siderúrgicos. Existen en el país también otros sujetos con otros intereses, incluso entre los empresarios, y en todo caso quienes se benefician del arancel sobre el hierro son una minoría insignificante. Tampoco puede suponerse que tenga algo que ver la corrupción, ya que los corruptos son también sólo una minoría. Además,
¿por qué los que corrompen tienen que ser los unos, los proteccionistas, y no también sus adversarios, los librecambistas? La ideología que hace posible el proteccionismo no la crean ni los «directamente interesados» ni los que se dejan comprar por ellos; la crean los ideólogos que regalan al mundo las ideas a las que luego todo se conforma.
En nuestra época, en la que triunfan las ideas anti-liberales, todos razonan en términos antiliberales, así como hace cien años la mayoría razonaban en términos liberales. Si hoy muchos empresarios defienden el proteccionismo, ésta no es sino la forma que adopta su antiliberalismo. Pero todo esto nada tiene que ver con el liberalismo.
- LAS RAICES PSICOLÓGICAS DEL ANTILIBERALISMO
Los problemas de la cooperación social que este libro se propone discutir sólo pueden analizarse con argumentos racionales. Con el racionalismo, obviamente, no se llega a captar el núcleo duro de la resistencia contra el liberalismo, ya que ésta no proviene de la razón, sino de una actitud psicológica que tiene aspectos patológicos: de un resentimiento y de un complejo que podemos llamar «complejo de Fourier», del nombre del célebre socialista francés.
Sobre el resentimiento, sobre la actitud malévola fruto de la envidia, poco hay que decir. El resentimiento entra en juego cuando alguien, aun encontrándose en condiciones bastante beneficiosas, odia hasta el punto de estar dispuesto a aceptar graves desventajas con tal de ver perjudicado el objeto de su odio. También muchos adversarios del capitalismo saben perfectamente que su condición sería menos favorable bajo cualquier otro sistema económico; pero aun siendo perfectamente conscientes de esto, se baten por una reforma, por ejemplo, el socialismo, porque esperan que también salga perdiendo. Repetidamente hemos oído decir a los socialistas que incluso la miseria material en la sociedad socialista será más soportable porque se tiene por lo menos la certeza de que nadie estará mejor.
En todo caso, el resentimiento puede combatirse si se emplean argumentos racionales. En definitiva, no es demasiado difícil explicar a quien está dominado por el resentimiento que su problema no puede ser empeorar la situación de quien está mejor, sino mejorar la propia.
Mucho más difícil es combatir contra el complejo de Fourier. Es éste una grave patología psicológica, una auténtica neurosis que debería interesar más a la psicología que a la política. Sin embargo, hoy es imposible fingir ignorar su existencia cuando se indagan los problemas de la sociedad moderna. Por desgracia, los médicos no se han ocupado nunca hasta ahora de las tareas que les plantea el complejo de Fourier; tampoco Freud, el gran maestro del psicoanálisis, ni su escuela, han prestado atención a este lema en su teoría de la neurosis, aunque hay que agradecer a la psicología que haya descubierto la única vía que conduce al conocimiento de este conjunto de cuestiones.
Es posible que ni una persona entre un millón alcance en su vida las metas a las que ha aspirado. El éxito, incluso para aquellos a quienes sonríe la fortuna, es siempre con mucho inferior a la realidad que los ambiciosos sueños cotidianos permitían esperar en la juventud. Proyectos y deseos se quiebran en mil resistencias, y nos damos cuenta que nuestras fuerzas son demasiado débiles para alcanzar las metas ideales que nos habíamos fijado. El naufragio de las esperanzas, el fracaso de los proyectos, nuestra insuficiencia ante los retos que otros nos ponen o que nos habíamos puesto nosotros mismos, son la experiencia más importante y dolorosa que cada uno de nosotros ha vivido, el destino típico del hombre.
El hombre puede reaccionar a este destino de dos modos. Uno es el que sugiere la sabia visión de la vida de Goethe: «¿Acaso crees que deba odiar la vida y refugiarme en el desierto, sólo porque no todos mis sueños en ciernes maduraron?» —exclama su Prometeo—. Y Fausto comprende, en el «momento supremo», que «la clave última está en la sabiduría»: «La libertad, como la vida, sólo se merece si se está obligado a conquistarla a diario.» No hay destino terreno adverso que pueda vencer esta voluntad y este espíritu. Quien toma la vida como es y no se deja oprimir por ella, no tiene necesidad de consolarse con el autoengaño sistemático y buscar en él un refugio a la propia autoconciencia lacerada. Si el éxito esperado no se realiza, si los golpes del destino frustran de improviso todo cuanto se ha obtenido en años de fatiga, él multiplica sus esfuerzos. Al destino adverso sabe mirarle a la cara sin cesiones.
El neurótico, en cambio, no puede soportar que la vida se le presente con su verdadero rostro. Para él la vida es demasiado burda, prosaica, grosera. Para hacerla soportable, no quiere, como hace la persona sana, «seguir adelante resistiendo a cualquier violencia»; su debilidad se lo impediría. Y entonces se refugia en una idea obsesiva. Según Freud, la idea obsesiva es «eso que se desea, una especie de consolación», caracterizada por «su resistencia a los ataques de la lógica y de la realidad». Por eso no basta explicarle al enfermo su insensatez con argumentos convincentes; para curarse, el enfermo tiene que superarla por sí mismo, debe aprender a comprender por qué no quiere soportar la verdad y busca refugio en sus obsesiones.
Solo la teoría de la neurosis puede explicar el éxito que obtuvo el fourierismo, producto demencial de un cerebro gravemente enfermo. No es éste el lugar para demostrar la psicosis de Fourier mediante una cita puntual de los pasajes de sus escritos; esto es algo que sólo interesa a los psiquiatras o acaso a quienes se divierten leyendo las ocurrencias de una desenfrenada fantasía. Pero es importante observar que el marxismo siempre que se ve obligado a abandonar el terreno de la palabrería dialéctica y de la ridiculización y difamación del adversario, y a hacer finalmente un razonamiento objetivo, no sabe presentar otra cosa que Fourier, la «utopía». Tampoco el marxismo consigue construir el modelo de sociedad socialista sino recurriendo a dos temas ya adoptados por Fourier, y que contradicen cualquier experiencia y lógica. Por una parte, la idea de que «el substrato material» de la producción, que «existe por naturaleza y por tanto sin intervención del hombre», está disponible en medida tan abundante que no es necesario economizarlo, de donde la fe en un «aumento prácticamente ilimitado de la producción». Por otra, la idea de que en la comunidad socialista el trabajo se transformará, no será ya «una carga sino un placer»; mejor dicho, se convertirá en «la primera necesidad vital». Cuando todos los bienes existen en abundancia y el trabajo es un placer, es claro que no es difícil construir el país de Jauja.
El marxismo cree que puede mirar con supremo desprecio, desde lo alto de su «socialismo científico», a los románticos y al romanticismo. Pero en realidad su procedimiento no es muy distinto; tampoco él elimina los obstáculos que se oponen a la realización de sus deseos, sino que se contenta con desvanecerlos en sus fantasías.
En la vida del neurótico el autoengaño desempeña una doble función. Sirve para consolar por los fracasos y para esperar en los éxitos futuros. En el caso del fracaso social —el único que aquí nos interesa— la consolación consiste en convencerse de que la no consecución de las ambiciosas metas perseguidas no debe atribuirse a su incapacidad sino a las carencias del ordenamiento social. El frustrado espera entonces obtener del derrocamiento del orden social existente el éxito que éste le ha negado. Y es totalmente inútil tratar de hacerle comprender que el Estado futuro que él sueña es irrealizable, y que la sociedad basada en la división del trabajo no puede sostenerse sino sobre la propiedad privada de los medios de producción. El neurótico se aferra tenazmente al engaño que se ha construido con sus propias manos, y cuando se encuentra ante la elección entre renunciar a él o al razonamiento lógico, prefiere sacrificar la lógica. Puesto que la vida le sería insoportable sin la consolación que encuentra en la idea socialista, la cual, mostrándole que los errores que han ocasionado su fracaso no dependen de su persona sino que están inscritos en el curso mismo de las cosas, levanta su autoconciencia postrada y le libera de su torturador sentimiento de inferioridad. Como el fiel cristiano puede aceptar fácilmente las desventuras terrenas porque espera la continuidad en la existencia individual en un mundo mejor ultraterreno, en el que quienes en la tierra fueron los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros, así para el hombre moderno el socialismo se ha convertido en el elixir contra el malestar de este mundo terreno. Pero mientras que la fe en la inmortalidad, la recompensa en el otro mundo y la resurrección han representado un estímulo a la regeneración virtuosa en este mundo, los efectos de la promesa socialista son totalmente distintos. Esta promesa no sabe imponer otro deber que el defender la política de partido del socialismo, que en compensación regala expectativas y reclamaciones.
Si ésta es la característica de la idea socialista, se comprende que todo seguidor del socialismo espere de él todo lo que le ha sido negado. Los autores socialistas prometen a todos no sólo la riqueza sino también la felicidad y el amor, el pleno desarrollo psíquico y físico de la personalidad, el despliegue de grandes potencialidades artísticas y científicas, etc. Recientemente sostuvo Trotski en un escrito que en la sociedad socialista el «nivel medio de la humanidad (…) se elevará a las alturas de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx». El paraíso socialista será el reino de la perfección, habitado por auténticos superhombres irremediablemente felices. De semejantes absurdos está llena toda la literatura socialista. Pero son precisamente estos absurdos los que ganan para el socialismo la mayoría de sus adeptos.
No se puede, ciertamente, llevar al psicoanalista a todo el que sufra el complejo de Fourier, pues lo impediría, si no otra cosa, el número enorme de afectados. Aquí la única medicina es confiar al enfermo mismo la curación de su enfermedad. Mediante el conocimiento de sí mismo debe aprender a soportar su destino sin ir en busca de chivos expiatorios a los que echar todas las culpas; y debe intentar comprender cuáles son las leyes básicas de la cooperación social entre los hombres.
Fuente: Von Mises, Ludwig: Liberalismo, Unión Editorial, Bs.As., 2011, pp. 33-45
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